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Configurar sentido descendente

6 de mayo de 2014

                                             

            Puntual a su cita periódica con el lector,  José Antonio Marina (autor de obras tan celebradas como Elogio y refutación del ingenio, Teoría de la inteligencia creadora, Crónicas de la ultramodernidad o Anatomía del miedo entre otras muchas) acaba de publicar Las arquitecturas del deseo, un libro de esclarecedor subtítulo: Una investigación sobre los placeres del espíritu. Tan prometedor planteamiento no se ve defraudado en las amenas y rigurosas páginas de quien ha elaborado ya -y desde hace años- un sistema filosófico coherente y trabado, una inteligente mirada sobre la realidad y una conciencia crítica sobre nuestro mundo actual. Con su ya conocido estilo cercano, su capacidad ejemplificadora de las más diversas circunstancias conceptuales, la sabia utilización de referentes interculturales y su particular dosis de bonhomía bienhumorada, este ensayo nos acerca a los resortes, impulsos y contradicciones del anhelo y el deseo como elementos integrantes de una nueva moral, pujante y desinhibida, pero también esclavizada y desquiciante, una acaso renovada enajenación colectiva. Con su característico tono relativizador, revisionista incluso, en la senda del mejor Ortega y Gasset, Marina nos ofrece una vez más ese tipo de discurso ensayístico que cabalga sobre la filosofía, la sociología, el cine, la literatura o la psicología, en una ejemplar confluencia interdisciplinar.

 

            Este libro parte de una epistemología del deseo; su pretensión es adentrarse en los modos de conocimiento del anhelo personal y en los objetos, sentimientos o pasiones que lo suscitan. El sujeto deseante es analizado así con la implacable mirada del antropólogo cultural que desmenuza los caracteres de una ancestral condición humana centrada en la voluntariosa consecución de un fin necesario o superfluo, pero que se presenta como esencialmente imprescindible. Se recalca, con singular acierto, la función liberadora del capricho, se reivindica el valor transgresor de la obsesión placentera, y se ahonda en la fascinación gratificante que ejerce la obtención de poder (político, sobre todo). Y la cosa se anima cuando el lector se adentra en los argumentos que relacionan tentación, pecado, culpa, perdón, penitencia, redención y condena; la faceta religiosa, en fin, del deseo. Sin olvidar las referencias a las teorías freudianas, en las que se conecta la satisfacción placentera con una sociedad no civilizada, la barbarie de una voluptuosidad incontrolada como desencadenante “subversivo” de una honda perturbación social. La sexualidad, como potente componente de esta temática, se vertebra aquí a modalidades de lo sádico o lo fetichista como expresión de creativos deseos espúreos, fijaciones psicológicas de lo anticonvencional. Marina profundiza así en las pulsiones que genera el delirio absorvente de lo deseado, en la satisfacción personal y su repercusión neurológica, y en el carácter también “espiritual”, casi místico, de hondo tono ético del placer obtenido.

 

            La represión psicológica o social del deseo resulta particularmente interesante, porque evidencia las contradicciones de una moral natural sin un claro contenido racionalista. La inhibición de la ansiedad anhelante, los efectos contraproducentes de una libido reprimida o la influencia de estas contenciones en la sentimentalidad amorosa son aspectos ampliamente desarrollados en estas páginas entre ejemplos, referencias, citas,  modelos de conducta o anécdotas que agilizan un texto de amena configuración teórica. Determinados deseos, ligados a una emotividad radical, constituyen un singular proyecto vital (con Castilla del Pino al fondo), capaces de dar sentido propio a toda una existencia y, desde este punto de vista, erigirse en motor de unas finalidades íntimas. De este modo, son los deseos y no las opiniones, los que configuran la personalidad, conforman el sentido de las preferencias personales y establecen las diferentes tipologías humanas. El deseo, que tanto tiene que ver con el placer, se relaciona también con la distinción y la aprobación social, con el exhibicionismo colectivo, con la sociabilidad o, incluso, con las capacidades económicas del sujeto, aspectos estos integrados en una sistemática de lo comunitario que aparece aquí perfectamente glosada y analizada. La insaciabilidad del deseo, los terrores que se agazapan tras su represión canónica o el carácter lúdico también de los anhelos incontrolados o festivos son cuestiones que fluyen igualmente en este reflexivo contexto de voluptuosas ansiedades. Se traza a la vez un incisivo análisis de las dimensiones culturales del placer, sus implicaciones estéticas y la óptica antropológica que tan bien ilumina todos estos referentes. En las propias palabras de Marina: “En el origen de la cultura está el deseo. Todas las invenciones de la humanidad tienen como meta satisfacer nuestras necesidades y anhelos, sean reales o ficticios. Vivimos, como los demás animales, en un universo físico, pero habitamos en un mundo simbólico, expansivo, explosivo, deflagrante. Llamaré cultura a esa morada construida, es decir, a la realidad humanizada.” (pág. 141)

 

            Es evidente que, tras la dilatada trayectoria intelectual de José Antonio Marina, no existe solamente una trabada concepción filosófica y humanista de las realidades contemporáneas, sino que su ensayismo ha generado también un determinado tipo de lector, inquieto, crítico y sensible, buen conocedor quizá, en este caso, de los factores que distancian -o aproximan- la realidad del deseo; un excelente libro este para ahondar en estas identidades, caracteres y contrastes.

 

 

José Antonio Marina: Las arquitecturas del deseo. Una investigación sobre los placeres del espíritu. Anagrama. Barcelona, 2007.

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Ferrer Solà

El nombre de Mario Vargas Llosa ha estado asociado a mi vida desde siempre, incluso desde antes de que ese nombre tuviese un rostro o una biografía o la cantidad de obras que puedo enumerar ahora en orden de publicación. Mario Vargas Llosa estuvo conmigo siempre, desde niño, aunque solo después de una década leí cada uno de sus libros, sus ensayos, sus crónicas, sus artículos de diario, muchas de sus entrevistas o ponencias (imposible seguirlas todas) y centenares de monografías sobre él que tuve que leer y calificar, en un curso que dicté en la universidad dedicado a La ciudad y los perros.

Al principio, insisto, era solo un nombre. Un nombre más en medio de una lista de nombres en los que apenas podía reconocer uno de otro. En esos años de infancia solo habían dos nombres que podía identificar claramente: Hans Christian Andersen, el cuentista danés, cuyo nombre llevaba mi colegio y por ello me sentí en la obligación de leer todos los cuentos suyos que pude conseguir (y amé algunos cuentos suyos menos célebres que el “patito feo”, como “la reina de los ventisqueros” o aquel en que una madre va en busca de su hijo que se lo llevó la muerte), y Abraham Valdelomar, cuyo cuento “Los ojos de Judas” me impresionó de tal manera (y me sigue impresionando) que quise saber más de su autor, y así me enteré de su vida de snob, de su temprana muerte bajo terribles gritos de dolor y su monóculo.

Todos los demás autores, desde Ventura García Calderón, pasando por José María Arguedas, Julio Ramón Ribeyro o Vargas Llosa, eran solo nombres imposible de identificar en el libro de literatura de la empleada de mi casa. En aquel libro, el autor había colocado un cuento cada semana y luego un cuestionario para controlar la lectura y fomentar el análisis crítico y el juicio social. Además, como método didáctico de avanzada, se le ocurrió dejar un recuadro en blanco para que el joven estudiante dibuje la escena que más le había impactado, o aquella que mejor resumía, el relato. Mi empleada sabía que me gustaba leer, que desde que aprendí a leer no solté jamás los libros (unos libros juveniles, resúmenes de obras famosas, que mi padre compraba en kioskos muy baratos, impresos en Ecuador). Además, era el dibujante de la familia (aunque fue mi hermano quien después se hizo pintor e ingresó a estudiar Artes), garabateando no solo hojas, cuadernos, libretas de apuntes de mi madre, sino también paredes, las maderas de mi cama e incluso las sábanas.

Por lo tanto, yo era perfecto para que ella pudiese saltarse una tarea que no le apetecía hacer. Me pedía siempre que leyese el cuento e hiciese el dibujo, aunque ella contestaba las preguntas (o las copiaba de sus amigas más aplicadas). Me encantaba esa tarea. Sentí una gran decepción cuando ingresé al colegio y nadie me pidió una tarea parecida. Por aquellos años era feliz leyendo los cuentos, pensando en la escena principal y dibujándola. No me importaba quién había escrito el cuento o si era bueno o malo (normalmente, no podía distinguir la calidad de esos relatos ni de la prosa, salvo el mencionado de Valdelomar), sino qué dibujo podía usar y cuántos colores podría poner. Me gustaba el rojo, por eso prefería siempre escenas donde ese color se podía utilizar, como aquellas en las que se veía sangre (me imagino lo divertido que fue dibujar “El campeón de la muerte” de Enrique López Albújar). Desde luego, Mario Vargas Llosa fue uno de los cuentos que leí y dibujé entonces. No recuerdo bien aquel cuento, pero mi memoria se inventa que fue “El desafío” lo primero que leí de él. No me impactó demasiado, como no me impactó nunca ninguno de los cuentos de Vargas Llosa. He leído un par de veces su única colección de relatos Los jefes y a pesar de descubrir en él rasgos que serán puestos en evidencia en La ciudad y los perros es obvio para mí que el Vargas Llosa cuentista era un embrión que nunca se desarrolló dentro del género, y dio un paso al costado (nunca un salto hacia adelante, como les gusta decir a los editores, a los profesores de taller y a los escritores jóvenes más ambiciosos de reconocimiento) muy pronto para dedicarse a la novela. En ese sentido, es interesante la anécdota que cuenta el mismo Vargas Llosa (y ha certificado uno de los presentes, Abelardo Oquendo) sobre la vez que leyó un relato en una tertulia de amigos, luego de lo cual se hizo un silencio profundo y se siguió la conversación sin aludir a lo que acababa de ser leído. Así de malo parecía ser. Y así de malo se pinta Varguitas en La tía Julia y el escribidor, resumiendo los argumentos de sus primeros cuentos, todos ellos condenados al fracaso.

Mario Vargas Llosa empezó a tener rostro y biografía, para mí, antes de leer el primer libro suyo. Lo tuvo años después de ese oficio de lector-ilustrador para una chica que iba a la escuela nocturna. Vargas Llosa empezó a existir para mí debido a la cama de mis padres. La cama en la que ellos durmieron sus primeros años era un modelo de los años sesenta (un vintage que, por cierto, jamás he vuelto a encontrar en mis búsquedas en la cachina de muebles viejos) que incorporaba, en la cabecera, dos pequeños cajones sobre cada almohada y un espacio vacío entre ambos, que bien podía ser utilizado como librero. Siembre habían ahí los mismos libros, quizá algunos cambiasen de vez en cuando, pero la mayoría no se movían. El que más recuerdo era una primera edición, en Seix Barral, de La casa verde de Mario Vargas Llosa. Se lo había prestado un primo suyo a mi madre, y ella no había superado jamás las primeras páginas (el tedioso descenso hacia la nada de Fushía), pero el libro quedó ahí durante años, hasta que yo decidí armar una biblioteca personal y me lo llevé (y aún lo conservo). Me llamó la atención de inmediato el diseño de la carátula, que era un garabato verde. Un simple garabato, hecho con crayón gris o carboncillo, como una travesura de mi hermano o mía. Muchos años después me enteraría de que el autor de ese “garabato” era, ni más ni menos, que Antoni Tapiés. La sorpresa del garabato me llevó a abrir el libro, quizá pretender leerlo, enterarme del autor, ver su foto riendo en la solapilla, enterarme de que vivía en España. Ese libro representó para mí la infancia, la época en la que pensaba que mis padres leían mucho, el deseo de seguir con esa tradición de buenos lectores. No pude, desde luego, a esa edad, leer La casa verde, aunque sin duda lo intenté varias veces. Pero sí sostuve el libro en mis manos muchas veces y mi memoria, otra vez mentirosa, quiere recordar una foto en la que mi hermana toma el biberón, con las piernas dobladas, y yo tengo cogido el libro como si lo estuviese leyendo.

Mario Vargas Llosa ya era un nombre conocido para mí, y muy admirado y respetado, cuando ingresé a secundaria, en marzo de 1980. Ya había ganado todo lo que debía ganar y yo lo admiraba profundamente, aunque solo hubiese leído sus cuentos. Su fotografía no me resultaba extraña y su nombre, que solía aparecer en los suplementos culturales, me sonaba siempre conocido. Mi padre era un coleccionista de libros (que no leía) y había comprado una colección de autores peruanos editada por Peisa, una biblioteca de tapas azules con listones de diversos colores, cuyos títulos eran escogidos muy azarosamente según creo (y no discriminaban poetas, ensayistas, novelistas y cuentistas). La virtud de esa biblioteca de autores peruanos fue adoptar escritores de la generación de los 50, e incluso menores, además de hacer antologías de cuentistas como Julio Ramón Ribeyro o Carlos Eduardo Zavaleta. También apareció ahí un título de Mario Vargas Llosa: Los jefes/ Los cachorros. Habían integrado ambos libros para hacer un solo volumen. Leí el libro y finalmente pude sentirme identificado con los personajes de Los jefes, que antes me parecían apátridas. Ahora resultaban limeños típicos, como yo. Pero lo que realmente me impactó fue Los cachorros. Apenas demoré unos minutos de incertidumbre antes de darme cuenta de que se mezclaban dos narradores, uno colectivo en primera persona, y uno en tercera persona, omnisciente. La historia me sedujo de tal forma que superé el tema del intercambio de narradores y devoré la novela, sintiéndome conmovido por el drama de Pichulita Cuéllar, y enamorado de la muchacha imposible y de nariz respingada, Teresita (que en la versión original la llamaban “potoncita” pero por error tipográfico acá la calificaban de “patoncita”, un adjetivo que me seducía muchísimo porque me la imaginaba de andar torpe, como de pato, y la torpeza femenina siempre ha sido una debilidad mía).

Leí varias veces Los cachorros y alguna vez lo comenté a mis padres. Ellos no lo habían leído pero avivaban mi deseo por la lectura. Buscaron nuevos libros de Vargas Llosa para comprarme y así conseguí una edición de bolsillo de La ciudad y los perros, que también leí apasionadamente. Otra vez surgió en mí la identificación con el barrio de Miraflores y con la juventud de los protagonistas, aunque a decir verdad esa identidad era más bien extraña porque mi barrio era el clasemediero San Miguel, muy lejos de la Miraflores de clase media alta, y mi colegio era mixto y bastante poco atractivo literariamente, nada que ver con el Champagnat de Los cachorros o el colegio militar Leoncio Prado de La ciudad y los perros. Las menciones a la música de Pérez Prado me dejaban intrigado (me llevaban hacia el mundo de mis padres), pero cuando anotaba el nombre de una calle, de un restaurante o de un parque, sí podía verme en ellos comprando un helado, esperando a una novia para ir al cine, conversando con amigos de barrio o de colegio (amigos que, por cierto, no tenía en aquellos años).

Recuerdo claramente mi primera pelea literaria, dedicada a Vargas Llosa. Unos vecinos nos habían invitado a un picnic en algún club campestre, y yo me llevé un libro para leer durante el camino y, por qué no decirlo, también durante el picnic, porque ser fóbico social es lo único que he sabido ser constantemente en mi vida. La amiga de mi madre, que me conocía desde bebe, se sorprendió al verme apartado de todos leyendo un libro y decidió buscarme conversación.

¿Te gusta la lectura?, me dijo.

Sí, me gusta mucho, solo quiero leer toda mi vida.

A mí también me gusta leer, sobre todo antes de dormir.

Yo antes de dormir leía muchísimo, demasiado, en una carrera extravagante por leer un libro al día. No comprendo por qué tenía esa obsesión. Uno al día. Lo logré eventualmente con algunos (recuerdo una biografía de Napoleón) pero igual, leer a carreras era usual en esos años.

No le dije nada de eso a la vecina.

Ella no se dio por vencida y me preguntó cuál era mi autor favorito.

Sin dudar, pronuncié el nombre de Mario Vargas Llosa.

Los ojos de la señora se desorbitaron. “¿Vargas Llosa?” “¿Cómo era posible que Vargas Llosa fuera una lectura, ya no favorita, sino probable?” Ella dijo que jamás, jamás había leído uno de sus libros. Que alguna vez lo intentó pero quedó impresionada por la cantidad de malas palabras y vulgaridades que había en cada página. Definitivamente, no era un buen autor y era un desperdicio que yo lo leyese, habiendo tantos escritores con valores positivos.

Mi defensa de Mario Vargas Llosa fue heroica, quijotesca, por inútil. No iba a hacerla cambiar de opinión jamás. Pero le di mil argumentos a favor de la calidad de sus novelas, de sus personajes inolvidables, de su complejidad estructural. Nada de eso valía como argumento para defender a aquel cuya frase más célebre incluye la palabra “jodió”. Nunca más escuché un argumento semejante contra Vargas Llosa (hasta que hace poco leí las objeciones que los censores españoles franquistas le pusieron a sus primeros libros) pero la buena señora, en su ira, trajo a la mesa otro argumento que sí lo he oído innumerables veces: que Vargas Llosa y sus lisuras y argumentos degenerados lo que hacía era insultar al país. No solo porque un peruano fuera tan grosero sino porque, según sabe, siempre deja mal a los peruanos en sus libros, como seres grotescos, lisurientos, aberrantes sexuales, delincuentes, marginales, pobretones, rateros, dictadores y, por su fuera poco, maricones.

Muchas veces he oído ese argumento: que Vargas Llosa hace quedar mal al Perú. Lo he oído respecto de sus novelas y también respecto a sus declaraciones políticas, a raíz de su candidatura presidencial. Cuando luego del golpe pidió que se cierren las fronteras a la dictadura fujimorista, se le consideró un traidor. Pero ya antes se le había llamado así, cuando escribió La tía Julia y el escribidor y según muchos “traicionó” a su primera esposa al contar, con pelos y señales, su historia de amor. Una historia de amor absolutamente idílica, hay que decirlo, con un personaje como Julia convertido en una mujer enamorada, decidida y capaz de romper con los moldes sociales de la época, es decir entrañable. Cuando luego supe, por el libro que Julia Urquidi escribió para contrarrestar el de Vargas Llosa, que lo que más le afectó a la tía Julia fue que Vargas Llosa confesase que tuvieron por primera vez relaciones sexuales horas antes de que llegase el cura, es decir sin estar casados, descubrí que detrás de ese personaje entrañable que había retratado Vargas Llosa había una mujer vencida por las convenciones sociales y un rencor, difícil de tragar, por haber sido traicionada por su sobrina. Una mujer que exigía para sí misma el haber convertido a Vargas Llosa en escritor, aunque su convivencia (y por tanto, su influencia) solo se limitó a la escritura y edición de La ciudad y los perros. Difícil compaginar a Julia Urquidi (ella sí bastante chismosa y mala onda en su libelo Lo que Varguitas no dijo) con la encantadora tía Julia de la novela de Vargas Llosa.

Defender a Mario Vargas Llosa de los ataques de esa vecina solo hicieron que mi admiración y respeto hacia él se afianzaran. Había dejado de ser mi escritor favorito y se había convertido en mi ídolo. El no solo escribía estupendas novelas, sino que además era perseguido, acosado, insultado, por aquellas personas que no podían soportar el éxito ajeno. Y aquel odio parecía ser el combustible para seguir triunfando y escribiendo novelas extraordinarias. Cuando me enteré de algunos datos biográficos, como la historia con su padre o los primeros años de pobreza o el triunfo durante el Boom, quedé fascinado por el personaje Vargas Llosa casi tanto como por el escritor. Cuando en cuarto de secundaria me tocó estudiarlo en el colegio, me había leído casi todas las novelas y ensayos que habían aparecido suyas en ese año (1984) y conocía mejor que nadie (mejor desde luego que la profesora de literatura) todo lo que concernía a Vargas Llosa. Tenía además una foto suya, recortada del diario, en mi mesa de noche (al lado de la de Mario Kempes, el otro de mis ídolos de adolescencia) y el deseo, aun imposible de ser proferido en voz alta, de ser como él. No solo un triunfador, sino sobre todo un escritor.

Curiosamente, cuando empecé a escribir no sentí la influencia de Vargas Llosa. Mis temas no se parecían a los suyos, yo no era un escritor “topográfico” y tampoco me consideraba un escritor que quisiera escribir sobre el Perú. Cuando escribí mi primera novela, la influencia fue la de un cura que escribía novelas de adolescentes bajo el nombre de Francisco Finn. Olvidable. Cuando empecé a escribir mis cuentos, la influencia más notable fue la de Juan Carlos Onetti, cuyo libro de cuentos de poco más de 100 páginas demoré en leer casi seis meses, internándome en ese mundo escabroso con entusiasmo pero también con agonía, pues muchas veces me daba cuenta de que la página que leí ayer no la recordaba al día siguiente. Cuando en 1985 leí Lolita, supe exactamente qué clase de escritor quería ser. El modelo Vargas Llosa y sus complicadas estructuras me importaban menos que la prosa inteligente y pulida de Nabokov. Los cuestionamientos por la identidad o por el poder no me atraían tanto, como autor, como las lobregueces y el escepticismo de Onetti. Cuando leí aquella épica narrativa La guerra del fin del mundo por primera vez, además del prólogo que le dedicó a Tirante el blanco, supe que yo jamás sería un escritor como Mario Vargas Llosa, ni lo intentaría, aunque la admiración por su obra seguía intacta.

Sin embargo, la influencia más notable seguía en mí de manera inconsciente. Mario Vargas Llosa era el único escritor cuya vida yo podía seguir, el único modelo real de escritor al que podía acceder, lejos de las borracheras putañeras de Onetti y de las petulancias eruditas de Nabokov. Mario Vargas Llosa era el escritor que yo también podía ser. Era peruano, era sobrio, tenía una familia, escribía en un escritorio con ventanas anchas que daba al mar de Barranco, y cuando no estaba escribiendo se dedicaba a leer y a hablar de libros y autores.

Por ello, durante mi último año escolar, decidí tomar a Vargas Llosa como cábala. Soy muy supersticioso, demasiado supersticioso (y no temo admitirlo pues parte de mi superstición implica declarar en voz alta, siempre que puedo, que soy supersticioso). Estando en quinto año de secundaria, había decidido que quería estudiar derecho (como Vargas Llosa) y dedicarme a la diplomacia (para viajar como Vargas Llosa), robándole tiempo a mis labores diplomáticas para escribir novelas. En realidad, todo era un plan para ser novelista. Ahora, los jóvenes que se inician en la literatura no necesitan planes para ser escritores, simplemente declaran serlo y lo son. Pero en mis años de adolescencia, a mediados de los 80, y a pesar del éxito de Vargas Llosa, uno siempre pensaba que tenía que tener un plan de contingencia y no declararse escritor así nomás, aunque fuese lo único que uno quería ser.

Dentro de mi superstición, se me ocurrió una muy extraña durante mi último año de colegio. Debía tratar de ir todos los días a la casa de Vargas Llosa, la antigua casa de Barranco, antes de que la convirtiesen en edificio, y mirar por la ventana del segundo piso, que yo sospechaba era su escritorio. Iba todos los días y la cábala era: Si aparece Vargas Llosa, si logro verlo aunque sea un segundo, seré escritor.

Fui durante meses.

Nunca apareció.

Sin embargo, la persistencia, la terquedad, la supersticiosa insistencia de ir a ese lugar y esperar esa aparición “milagrosa” me enseñó un lección literaria inolvidable. La lección que durante años Vargas Llosa le ha estado enseñando a los escritores jóvenes de todo el mundo: persistir.

En literatura no suelen ocurrir milagros ni cumplirse supersticiones, y por eso la ventana de Vargas Llosa estuvo vacía para mí durante todos esos años. Ahora la cábala ha desaparecido, aunque tengo la suerte de conocer personalmente a Vargas Llosa, quien ha sido muy generoso conmigo y mi carrera siempre. Cuando lo vi por primera vez directamente la superstición había desaparecido. Quedaba la vocación.

Y es que lo más importante que me ocurrió en esos años de formación fue ir hasta Barranco y pararme bajo esa ventana, esa ilusión adolescente, ese acto estrafalario y crédulo, que se fue convirtiendo en un deseo real y concreto. No lo sabía, pero me estaba probando como escritor bajo la ventana de Vargas Llosa. Y detrás de la frustración de no poder verlo entonces, crecía la decisión, cada día más férrea, de dedicarme a escribir siempre.

Y así ha sido hasta ahora.

Escrito en Lecturas Turia por Iván Thays

2 de mayo de 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Siete por ocho, cincuenta y seis. Este es el 

número  de  ventanas que tenía un edificio 

de  Varsovia.  Dormí  junto  a  una de esas 

ventanas.  En Washington  y  en Budapest 

también descubrí otros edificios que tenían 

cincuenta y seis ventanas.  Pero  no dormí 

dentro.  Es  fácil contar las ventanas de un 

edificio.  Y  las  personas  que se asoman. 

Lo  que  no es fácil es contar las ventanas 

que hay en cada persona. Y no hablo de lo 

irreversible.

 

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Sanmartín

2 de mayo de 2014

La aparición de La edad de oro y El perro andaluz señalan la primer irrupción deliberada de la poesía en el arte cinematográfico. Las nupcias entre la imagen fílmica y la imagen poética, creadoras de una nueva realidad, tenían que parecer escandalosas y subversivas. Lo eran. El carácter subversivo de los primeros films de Buñuel reside en que, apenas tocadas por la mano de la poesía, se desmoronan las fantasmales convenciones (sociales, morales o artísticas) de que está hecha nuestra realidad. Y         de esas ruinas surge una nueva verdad, la del hombre y su deseo. Buñuel nos muestra que ese hombre maniatado puede, con sólo cerrar los ojos, hacer saltar el mundo. Esos films son algo más que un ataque feroz a la llamada realidad; son la revelación de otra realidad humillada por la civilización contemporánea. El hombre de La edad de oro duerme en cada uno de nosotros y sólo espera un signo para despertar: el del amor. Esta película es una de las pocas tentativas del arte moderno para revelar el rostro terrible del amor en libertad.

 

Un poco después Buñuel exhibe Tierra sin pan, un film documental que en su género es también una obra maestra. En esta película el poeta Buñuel se retira; calla, para que la realidad hable por sí sola. Si el tema de los films surrealistas de Buñuel es la lucha del hombre contra una realidad que lo asfixia y mutila, el de Tierra sin pan es el del triunfo embrutecedor de esa misma realidad. Así este documental es el necesario complemento de sus creaciones anteriores. El las explica y las justifica. Por caminos distintos Buñuel prosigue su lucha encarnizada con la realidad. Contra ella, mejor dicho. Su realismo, como el de la mejor tradición española –Goya, Quevedo, la novela picaresca, Valle-Inclán, Picasso- consiste en un despiadado cuerpo a cuerpo con la realidad. Al abrazarla, la desuella. De allí que su arte no tenga parentesco alguno con las descripciones más o menos tendenciosas, sentimentales o estéticas, de lo que comúnmente se llama realismo. Por el contrario, toda su obra tiende a provocar la erupción de algo secreto y precioso, terrible y puro, escondido precisamente por nuestra realidad. Sirviéndose del sueño y de la poesía o utilizando los medios del relato fílmico, el poeta Buñuel desciende al fondo del hombre, a su intimidad más radical e inexpresada.

 

Después de un silencio de muchos años, Buñuel presenta una nueva película: Los olvidados. Si se comparan a esta cinta las realizadas con Salvador Dalí, sorprende sobre todo el rigor con que Buñuel lleva hasta sus límites extremos sus primeras intuiciones. Por una parte, Los olvidados representan un momento de madurez artística; por la otra, de mayor y más total desesperación: la puerta del sueño parece cerrada para siempre; sólo queda abierta la de la sangre. Sin renegar de la gran experiencia de su juventud, pero consciente del cambio de los tiempos – que ha hecho más espesa esa realidad que denunciaba en sus primeras obras-, Buñuel construye una película en la que la acción es precisa como un mecanismo, alucinante como un sueño, implacable como la marcha silenciosa de la lava. El argumento de Los olvidados – la infancia delincuente- ha sido extraído de los archivos penales. Sus personajes son nuestros contemporáneos y tienen la edad de nuestros hijos. Pero Los olvidados es algo más que un film realista. El sueño, el deseo, el horror, el delirio y el azar, la porción nocturna de la vida, también tienen su parte. Y el peso de la realidad que nos muestra es de tal modo atroz, que acaba por parecernos imposible, insoportable. Y así es: la realidad es insoportable; y por eso, porque no la soporta, el hombre mata y muere, ama y crea.

 

La más rigurosa economía artística rige a Los olvidados. A mayor condensación corresponde siempre una más intensa explosión. Por eso es una película sin “estrellas”; por eso, también la discreción del “fondo musical”, que no pretende usurpar lo que en el cine la música le debe a los ojos; y finalmente, el desdén por el color local. Dando la espalda a la tentación del impresionante paisaje mexicano, la escenografía se reduce a la desolación sórdida e insignificante, más siempre implacable, de un paisaje urbano. El espacio físico y humano en que se desarrolla el drama no puede ser más cerrado: la vida y la muerte de unos niños entregados a su propia fatalidad, entre los cuatro muros del abandono. La ciudad, con todo lo que esta palabra entraña de solidaridad humana, es lo ajeno y extraño. Lo que llamamos civilización no es para ellos sino un muro un gran No cierra el paso. Esos niños son mexicanos pero podrían ser de otro país, habitar un suburbio cualquiera de otra gran ciudad. En cierto modo no viven en México, ni en ninguna parte: son los olvidados, los habitantes de esas waste lands que cada urbe moderna engendra a sus costados. Mundo cerrado sobre sí mismo, donde todos los actos son circulares y todos los pasos nos hacen volver a nuestro punto de partida. Nadie puede salir de allí, ni de sí mismo, sino por la calle larga de la muerte. El azar, que en otros mundos abre puertas, aquí las cierra.

 

La presencia continua del azar posee en Los olvidados una significación especial, que prohíbe confundirlo con la muerte. El azar que rige la acción de los héroes se presenta como una necesidad que sin embargo, pudiera no haber ocurrido. (¿Por qué no llamarlo entonces con su verdadero nombre, como en la tragedia: destino?) La vieja fatalidad vuelve a funcionar, sólo que despojada de sus atributos sobrenaturales: ahora nos enfrentamos a una fatalidad social y psicológica. O, para emplear la palabra mágica de nuestro tiempo, el nuevo fetiche intelectual: una fatalidad histórica. No basta, sin embargo, con que la sociedad, la historia o las circunstancias se muestren hostiles a los héroes; para que la catástrofe se produzca es necesario que esos determinantes coincidan con la voluntad de los hombres. Pedro lucha contra el azar, contra su mala suerte o mala sombra, encarnada en el Jaibo; cuando, cercado, la acepta y la afronta, transforma la fatalidad en destino. Muere, pero hace suya su muerte. El choque entre la conciencia humana y la fatalidad externa constituye la esencia del acto trágico. Buñuel ha redescubierto esta ambigüedad fundamental: sin la complicidad humana el destino no se cumple y la tragedia es imposible. La fatalidad ostenta la máscara de la libertad; ésta, la del destino.

 

Los olvidados no es un film documental. Tampoco es una película de tesis, de propaganda o de moral. Aunque ninguna prédica empaña su admirable objetividad, sería calumnioso decir que se trata de un film estético, en el que sólo cuentan los valores artísticos. Lejos del realismo (social, psicológico y edificante) y del esteticismo, la película de Buñuel se inscribe en la tradición de un arte pasional y feroz, contenido y delirante. Que reclama como antecedentes a Goya y a Posada, quizá los artistas plásticos que han llevado más lejos el humor negro. Lava fría, hielo volcánico. A pesar de la universalidad de su tema, de la ausencia de color local y de la extrema desnudez de su construcción, Los olvidados posee un acento que no hay más remedio que llamar racial (en el sentido en que los toros tienen “casta”). La miseria y el abandono pueden darse en cualquier parte del mundo, pero la pasión encarnizada con que están descritas pertenece al gran arte español. Ese mendigo ciego ya lo hemos visto en la picaresca española. Esas mujeres, esos borrachos, esos cretinos, esos asesinos, esos inocentes, los hemos visto en Quevedo y en Galdós, los vislumbramos en Cervantes, los han retratado Velázquez y Murillo. Esos palos –palos de ciego- son los mismos que se oyen en todo el teatro español. Y los niños, los olvidados, su mitología, su rebeldía pasiva, su lealtad suicida, su dulzura que relampaguea, su ternura llena de ferocidades exquisitas, su desgarrada afirmación de sí mismos en y para la muerte, su búsqueda sin fin de la comunión – aun a través del crime- no son ni pueden ser sino mexicanos. Así, en la escena clave de la película –la escena onírica- el tema de la madre se resuelve en la cena en común, en el festín sagrado. Quizá sin proponérselo, Buñuel descubre en el sueño de sus héroes las imágenes arquetípicas del pueblo mexicano: Coatlicue y el sacrificio. El tema de la madre, que es una de las obsesiones mexicanas, está ligado inexorablemente al de la fraternidad, al de la amistad hasta la muerte. Ambos constituyen el fondo secreto de esta película. El mundo de Los olvidados está poblado por huérfanos, por solitarios que buscan la comunión y que para encontrarla no retroceden ante la sangre. La búsqueda del “otro”, de nuestro semejante, es la otra cara de la búsqueda de la madre. O la aceptación de su ausencia definitiva: el sabernos solos. Pedro, el Jaibo y sus compañeros nos revelan así la naturaleza última del hombre, que quizá consista en una permanente y constante orfandad.

 

Testimonio de nuestro tiempo, el valor moral de Los olvidados no tiene relación alguna con la propaganda. El arte, cuando es libre, es testimonio conciencia. La obra de Buñuel es una prueba de lo que pueden hacer el talento creador y la conciencia artística cuando nada, excepto su propia libertad, los constriñe o coacciona.

 

Cannes, 4 de abril de 1951

Escrito en Lecturas Turia por Octavio Paz

A veces las palabras no alcanzan. Son salvavidas en la torrentera de la existencia, pero, en ocasiones, no pueden mantenernos a flote. Ningún ser humano conoce su fuerza. Y el poeta menos que nadie, pues su trabajo es expresar, ya sea el dolor, los golpes que recibe de la fortuna, el silencio y también, aunque raramente, la alegría. Pero no será una historia alegre la que quiero contar. Se trata de un poeta, pues de poesía hablamos, hoy prácticamente desconocido, a excepción de unos pocos que le trataron o le leyeron en vida o en las escasas, escasísimas publicaciones, que se permitió realizar. Huía de los editores, pero se autoproclamaba poeta. Y el lenguaje le acompañaba como una vestidura hasta que la vida, en uno de esos vendavales que nos dejan desnudos, le arrojó en medio de la tormenta con unas palabras que apenas le servían ya, que eran sólo harapos de voces, jirones balbucientes.

El poeta tuvo un nombre. Se llamaba Luis Fernando Heppe. Nació y murió en Bilbao. Vivió casi 58 años. Era un extraño en el mundo, un estrafalario, exagerado en sus opiniones, apasionado -se casó cinco veces-, que se bebía la vida a grandes tragos, pero todo esto, que forma parte de su historia, no puede extrañarnos, pues se trataba de un poeta. Sin embargo, hubo algo para lo que no estaba preparado. Podía entretenerse con las pasiones, siempre que fueran suyas, pero no con algo imprevisto, que el destino le arrojó a la cara como un juguete roto. En noviembre de 2003, su hijo, Héctor Egieder, de 21 meses, murió al caerse de la terraza de su casa. Había sido un giro no previsto, maléfico, de la fortuna. La vida había vuelto su rostro enmascarado, la risotada maligna del destino resonó en las recónditas cavernas de su mente. Y las voces, las palabras, ya no le valieron para mitigar el dolor, ni las lágrimas, y el silencio se condensó como una costra, como insecto voraz que no abandona a su presa y arremete una y otra vez en la misma herida hasta envenenarla.

Para el poeta, este niño fue ya para siempre el Ángel Pasajero, “aquel que colma su perfección tras la fugaz estancia en la tierra.” Y la desolación de su partida no se pudo comparar a ninguna otra, su ausencia fue más poderosa que cualquier posible compañía. Recuerdo que, poco después de este hecho atroz, que pesaba en su conciencia como un silencio de piedra, se puso en contacto conmigo. Hacía muchos años que no nos hablábamos. Nos habíamos conocido en la Universidad, pero nuestros pasos nos habían separado. Me dijo que había escrito un Réquiem a su hijo y me describió los detalles del accidente con tal minuciosidad que me aterró. Luego su vida se precipitó y le perdí nuevamente de vista. Me impresionó aquella irrupción del pasado con su carga de desgracia, con el desconsuelo de una voz que no pude, entonces, acompañar, pues las palabras no sirven para aliviar semejante sufrimiento, tal absurdo, tan tremendo desajuste con la biología y en la naturaleza. El niño había muerto. Era una jugarreta del destino, un escupitajo arrojado a su rostro. Mala, funesta suerte. Nada más se podría decir. Sin embargo, hay que seguir viviendo. Sí, pero ¿cómo? ¿Cómo? Ya nada era posible.

Escribo este texto para presentar al lector una selección de este “Réquiem para Héctor Egieder”, el Ángel Pasajero, “iniciado en el camino de la vida el 8 de Febrero de 2002. Regresado a la esencia primordial el 13 de Noviembre de 2003.”

Hoy sólo quedan cenizas: las del poeta y las de su hijo. Las palabras, que no pudieron mitigar el dolor, son apenas las únicas que dan testimonio de los hechos. He elegido unos poemas de aquel libro, que no fue publicado ni su autor quiso escribir, que nunca debió existir. La verdad del poema se dirige, muchas veces, a una realidad imposible de aceptar. Dejemos hablar a las palabras: bajo una forma aparentemente serena, están empapadas de sufrimiento, de un dolor que las trasciende.

 

Poemas

 

 

 

Patio de vecindad con niño al fondo

 

 

En el patio de atrás, el de la muerte,

se ha dormido mi niño de oro y trigo.

 

Ya no le lloren más buenas mujeres

en el nombre del padre ya perdido.

 

Pero el nombre del hijo es el espíritu

que, literal, huyó por la ventana,

 

mas procede del padre y éste anuda

sus entrañas al negro y vasto día.

 

 

 

Te llamo

 

Carne sin sombra, luna de mis huesos,

nave del tiempo donde al fin navega

por terribles incendios mi desdén por las cosas

que de tu lado huyeron rendidas por la espera.

 

A tu presencia llego nutrido por el cielo

que me conforta y lava; rosa insondable, eterna,

que llenaste de pasos el desierto camino

donde como fantasma ondeaba mi estela.

 

Por ese dios que, apenas, se cierne sobre el mundo,

por esa incierta música, inerte ya, incompleta

sinfonía que el viento va escribiendo despacio

con ringleras de árboles hincados en la tierra,

yo te conjuro y llamo, más allá de los sueños

que la vida ha fingido de la esperanza muerta.       

 

Hijo, yo te convoco, sabedor de que un alma

que ya se fue no puede regresar a su esencia

y aún así te recojo, dormido en la ceniza,

desplazando en mi cuerpo sangre desnuda y vísceras

para que te acomodes en el cristal temprano

que un soplador constante, yo mismo, –forma terca

de la razón- expando procurando que crezcas

sin mesura ni límites.

 

                                          Hijo, por esa luna

de mis huesos menguantes, exentos de futuro,

he aireado y dispuesto la casa de mi cuerpo

y amueblo su oquedad con la luz que despierta. 

 

 

 

 

Pensarte como eras

 

Ya se cerró la noche. Escucho el giro

rotundo de las llaves en el ojo

sangriento de la tarde.

                                     Un ronco vértigo

de pájaros izados por la luna

se despierta en mi llanto.

                                         Y sólo quiero

pensar en ti, pensarte como eras

antes del mundo por aquél sendero

de los antepasados que brotaban

de tu mirada como un mar de flores

interiores, desnudas y fragantes.

 

Propios y extraños se me aparecían,

de pronto, innumerables, como niños

que ascienden por laderas escarpadas

hacia la eternidad de la promesa.

 

¿Oyes mi canto ahora, los acordes

de la carne estallando contra el suelo?

¿y sus arpegios, sangre rezagada,

más lenta y noble que las densas lágrimas?

 

No, tú no escuchas estas tristes cosas;

sólo mi voz arranca del pasado

y cruza el ronco espacio, el tiempo negro

donde ahora te meces y fulguras.

 

Pero es que esto es la noche y no sé bien

cómo empujarla hacia el abismo abriendo

las valvas crueles de la madrugada.         

                             

 

 

Risa que despierta

 

Me despierta tu risa que suena en la distancia

como el tañer sin torre de una inmensa campana

que rueda por desmontes hasta quedar exhausta

a los pies de mi vida.

                                        Tu risa era una suelta

de pájaros cantores que volaban despacio,

sin miedo, siempre abiertos, a la caricia lenta

de las manos del alma, sarmentosas, deshechas

en pequeñas astillas, a estas horas del alba

en que el cíclope alegre del día abre su párpado

único para verme llorar de cuerpo entero.

 

Tu risa, que no puedo contener en la esfera

diminuta y redonda de mis desnudas lágrimas,

me dice que aún esperas mi caricia, lejana

como ese porvenir minucioso, distante,

en que construyo escalas de venas ateridas,

de huesos bien despiertos, sólidos como rocas

basálticas y extremas en su inicial dureza,

para llegar a ti, a tu lado, y tenerte

cercado por mis besos, diluido en mis labios.

 

Quema tu risa, abrasa su emoción en las amplias

estancias del recuerdo, tu motivada risa,

tras un vuelo de mosca, la nariz de patata

de un enano de fieltro, gruñón, cuando yo hacía

de apayasado monstruo de feria, cojitranco, ondeando

mi melena en el aire segado de la casa.

 

No es tu risa, es su falta, lo que en mí ha desatado

las sibilinas fieras, arpías de los sueños,

que han arañado toda mi sustancia interior

reduciendo a un harapo mi traje de ternura

y lana que vestía las vísceras gastadas

donde yo te guardaba sereno frente al viento.

 

Ahora que estoy despierto quisiera oír de nuevo

la risa de mi amarga ensoñación, tu risa

tras la que hipabas luego, agotado quizá

por el tremendo esfuerzo de la felicidad.

 

Discúlpame, amor mío, yo cruzo a cada instante

rubicones de sombra cuando eres tan real

que te sales del mapa de las lamentaciones.

 

Mañana, hoy, cuando puedas, quiero que comparezcas

y llames a la puerta de tu casa: mi cuerpo;

o entres con leve pie en alcobas y salas

de un corazón que en diástole perpetua te recibe,

Ángel de la alegría final de la tormenta

que amaina cuando el barco de mi cuerpo se escora

y queda a punto de encallar en hoscos

arrecifes de pena; no te asuste

mi compunción de ahora; yo también reiré

cuando te sienta a salvo definitivamente,

y risa, llanto y sueño se confundan en uno        

por saber que aún entero vives entre nosotros.

 

 

 

Los allegados

 

Vinieron los parientes, faros negros

que oscurecen la túnica del día

donde el absurdo teje sus cuidados,

con su acción excesiva, sus banales

comentarios surgidos de la mesa.

Allá entre vianda y vinos maliciosos

se reían, recientes todavía

el calor de tus huesos, el trámite de exequias.

Con su glacial entendimiento hablaban

ponderando los platos que servía

cierta alegre muchacha.

                                            (Una excepción:

mi concuñado desplegó su llanto

pues era de otra sangre y de otra tierra

y del mar de las lágrimas que alberga

el plancton de la vida). 

 

                                                Yo, creyendo

que iba a desvanecerme, reprendía

su deslumbrada liviandad, o acaso

la clamorosa huida del quebranto

de esa inmisericorde parentela.

 

“Están muy bien estos jibiones, –dijo

la matriarca- yo como de todo.”

 

Tú, mi niño, dormido allá en la morgue,

sin hacer comentarios, sonreías

desnudo sobre el frío corredor de la sangre,

sobre el metal bullente de la muerte

que a sí misma se ignora, los ojitos

cerrados por un sueño de imposibles

beldades. 

 

                    Mientras ellos masticaban

tu delicado espíritu,

transustanciado en plato y tenedores.

Cerré un complejo nudo en mi garganta

para que en las obscenas cavidades

del apetito no cupiera el viento

siquiera de mi cólera silente.

 

Y ya no pude digerir la luz,

ni el tiempo que crujía como un pan

recién salido de la misma hornada

que el polvo de tu cuerpo.

                                 

                                          Hijo, perdónalos

porque no saben lo que harán mañana

ni ayer ni nunca,

                               amor de mi alma atenta.

 

Perdona tú, inmortal, a aquellos muertos

bien cebados que son los ataúdes

del amor y caminan a deshora

por la tierra doliente de tu cuerpo.

 

 

 

 

El Ángel Pasajero

 

Esta noche me hablaban dos mujeres

sabias en el dolor, vivas de pena,

de ti, me hablaban escuchando el río

de la desolación que más consuela.

Aura María, sí, y Cuarto-creciente,

trenzas urdidas en la cabellera

brillante de la noche; iban del frío

a la cálida luz con firme paso,

sumando verdes ramas a mi árbol

de la renunciación; al tronco seco

le nacían entonces unos bulbos

y en ellos hojas, flores, frutos, días

donde el vivir merece ser contado

en rosario de perlas ensartadas.

 

Aura María dijo que tú eras

el Ángel Pasajero, aquél que colma

su perfección tras la fugaz estancia

en la madrastra tierra;

                           se erizaban

por esto mis cabellos y, aun pensando

que ello pudiera ser verdad, negaba

la piedad de quien no ordenó a otro Arcángel

mas experto guardarte entre nosotros.

 

No es por hacer desprecio ni es acaso

por extraña avaricia lo que ansiaba:

guardar a mi Ángel vivo y el pasaje

hacerlo yo seguido y sin regreso

hacia el remoto corazón del tiempo

no mensurable, darme y no perderte.

 

Y las sabias mujeres denegaban

con la seguridad de lo intuido

hondamente –intuición de la experiencia-.

 

¿Es cierto que tu tránsito ya estaba

prevenido, que sólo precisabas

de unos celestes días para luego

disolverte en la dicha de estar muerto,

salvado, completando un largo ciclo

de perfección creciente? ¿En dónde queda,

mi amor, el desconsuelo? ¿Soy tan pobre

y ciego que no tengo y que no veo

tu realidad tan necesaria? Sólo

sé que ya nunca estrecharé tu cuerpo

contra el mío; la atroz metempsicosis

apenas me persuade, pero roba

alguna solidez a mi quebranto.

 

Si te digo, hijo mío ¿qué es lo mío?,

¿debo dejarte libre o retenerte

con mi dolor de ahora?

                                  Siempre libre

quise que fueras, pues, mi confianza.

En ti era más que una promesa, un acto.

 

Pero tú, Ángel remoto y venidero,

nos diste señas de frugal presencia,

tan leves, tan difusas y felices

que no las comprendimos, porque éramos

sombras de lodo en el pantano antiguo,

donde moran los hombres que no saben,

que no quieren ver la despiadada esfera

de fuego que los limpia de excrecencias.

 

Tú refulgías, hijo, eras la estrella

desvelada, una lúcida alegría

entre tanto sufrir por nimiedades;

y ahora nos centras tras la conmoción

de tu partida, mi Ángel transitorio,

uña de eternidad que rasga el paño

mal tejido por manos inexpertas,

guiadas por la furia, el descontento

y la niebla feroz de las respuestas

insolentes; no seas la verdad

porque debemos alcanzarla a tientas,

quizá, pero en caminos solitarios

que no sé si escogemos o se imponen

como necesidad; y no hay regreso

a la conciencia que ostentamos, tosca,

ruda, nerviosa, bronca y afligida.

 

Tal vez tengan razón quienes aducen

que no es preciso recordar

                                   o, acaso,

los que todo recuerdan; pero observo

que unos y otros tropiezan con las lindes.

Y su sendero va como las sierpes,

ondulando en deslices pedregosos.

 

Hijo, yo actúo de amanuense, acudo

a tu lado pues templas el invierno

de mi quebrada voluntad; escucho

voces, voces de cálidas mujeres

que te pronuncian con rigor benévolo;

y sé que entre tus muchas propiedades

una es esta: ser Ángel Pasajero

que descansa en la pálida estación

de la vida un momento y cuando partes

se levantan las torres del esfuerzo,

donde posaste el pie que yo persigo

por la estela de amor que fue dejando.

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Antonio Maura

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