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4 de febrero de 2014

    Para Claudio Magris

 

 

 

 

escombros de todas las ciudades desenterradas

escombros de todas las civilizaciones derrumbadas

huesos de las caderas abatidas en todas las edades

 

bora frío

cálido y desértico siroco

levantando polvo del polvo

de aquello otrora

 

tan bello

tan fresco

tan adecuado

 

para perdurar

 

polvo del polvo

mojado

por lágrimas

secretas

       lágrimas

de sal

 

clavículas

cráneos

costillas

rótulas

columnas

capiteles de todos los órdenes

altos hornos como castillos asaltados

almacenes de nudos marinos

desanudados

 

caro

data

vermibus

 

¡levanté las piedras

y no estabas!

 

 

¡corté en dos los troncos

y no estabas!

 

 

dios está allí donde sólo se le permite

entrar a los gusanos

 

polvo del polvo

 

arrojado aquí hasta la resurrección

del verme

 

polvo del polvo

 

niebla donde yo mismo me pierdo

ascuas bajo engañosas cenizas

 

avivan el deseo de no desear más

 

bora frío

cálido y desértico siroco

 

cuando tánatos deja al descubierto

la cruel desnudez de eros

 

la lava cayendo al molde del basalto

la lava cayendo en los sarcófagos útiles tantas veces

la lava cayendo al molde del vacío

 

frisos y relieves borrados

árboles sonámbulos

y los campos de la melancolía en flor

a la vista de los cuatro puntos cardinales

cuando el bora frío

cuando el cálido y desértico siroco

tocan a queda el bronce de silencio de la roca

del hormigón del cemento de las jambas temblorosas de acero

 

en el tímpano todos los sonidos se hacen un lecho

donde ya no hay casa

ni aposento ni cofre bajo llave

y todos fuera golpean por abrigo

en medio de este descampado de guijarros

de pensamientos consumidos por la duda

 

en el atrio de  la iglesia de Monrupio

jugamos una noche a los dados con nuestros huesos

mientras todo volvía a ser ruina

 

había pasado un día

pero aún faltaba toda la eternidad.

Escrito en Lecturas Turia por César Antonio Molina

3 de febrero de 2014

Antes llovía. Hace mucho tiempo,

dormía el agua en los muros:

aquel silencio

de musgo sucio

puedo sentirlo aún

en los canastos llenos de grosellas.

Ahora no llueve

y, cerca de la luz,

hay una paz muy fría que humedece

el interior del mundo:

aquel tejado, los ventanales grises,

la ladera

que huye despacio herida ante mis ojos

igual que una oropéndola asustada.

Cruzan sombreros y hongos el aire húmedo,

pero no llueve. Todo huele a ausencia.

Dobladas por la bruma,

en la alta torre,

vigilan moribundas las cigueñas.

Escrito en Lecturas Turia por Alejandro López Andrada

31 de enero de 2014

 

 Mi primer contacto con los Meidosems tuvo lugar hace bastantes años, concretamente a mediados de diciembre de 1995, en el sur de la India. Me encontré con ellos en una librería de Pondicherry. Resultó curioso pagar en rupias por el libro, y me era grato pensar que, al atravesar aquella vez el territorio indio con una obra de Michaux bajo el brazo, añadía otra de las ya numerosas coincidencias biográficas por las que me sentía unida a aquel bárbaro de Occidente.

Los meidosems en seguida me fascinaron y, en el camino de vuelta a Benarés, emprendí una primera traducción de algunos fragmentos. Cuando decidí, recientemente, traducir la obra toda entera, volví a plantearme las preguntas a las que me pareció no haber dado respuesta satisfactoria en aquél momento. ¿Qué eran, realmente, aquellos extraños seres? Torpes a veces, imposibles, aborrecibles incluso, aunque casi siempre entrañables, también eran seres extremadamente dolientes. Filamentosos, perdidos, agitados, enloquecidos, vaciados, extremos, recordaban las figuras de Giacometti o el hombre-hilo de Ponge y si bien nunca me habían parecido el producto de una imaginación descontrolada, no acertaba, sin embargo a situarlos adecuadamente en el territorio de lo imaginario. ¿Eran realmente imaginarios los seres imaginarios de Henri Michaux? 

  A Michaux siempre le había gustado inventarse personajes y pueblos. Eran, según él mismo explicaría más tarde, especies de almohadillas interpuestas entre él y una realidad que le parecía insufrible en cualquier lugar del mundo. Inventar personajes era una manera de elaborar distancias. No hubo territorio al que viajara que no viese aparecer algún personaje. A Plume (1930), lo inventó en Turquía, a los habitantes de la Gran Carabaña (1936), en Portugal y otros lugares de Europa, a los habitantes del País de la Magia (1940), en Brasil. El caso de Ici Poddema (1945), escrito durante la segunda guerra mundial, fue un poco distinto, pues el ailleurs, el otro lugar, era la Europa ocupada. Michaux transformaba la realidad para poderla soportar, la exterior y también la otra, aquel “lejano interior” al que después viajaría y del que daría cuenta en sus trabajos con la droga. En todos estos casos, Michaux se había comportado como un etnólogo. Sus retratos eran “etnografías imaginarias”, como los denominó Jean-Pierre Martin en su biografía. Pero yo me resistía a considerar a los meidosems en un plano de igualdad con los demás seres imaginarios. Había algo que les hacía ser diferentes. Contrariamente a los que poblaban los libros anteriores, éstos no parecían tanto ser el resultado de anáforas o cualquier otro procedimiento transformativo de la realidad como la expresión de la realidad contemplada con otros ojos. Aquellos breves fragmentos me proponían la visión de un mundo que, siendo extraño, no dejaba de ser el nuestro. ¿Era ésta, ya, la descripción de algún “lejano interior”? No me cabía duda de que Retrato de los meidosems era un texto bisagra, una pieza a medio camino entre los viajes exteriores y los interiores. Pero, ¿a qué territorio se estaba refiriendo, y a qué pasaje? ¿Dónde, pues, en qué viaje habían nacido los meidosems? 

Pronto me di cuenta de que la pregunta era acertada, pero no los términos en los que la había formulado. No se trataba de dónde, sino de en qué circunstancias. Había habido viaje, sí, por supuesto, pero era el primer gran viaje para el cual Michaux no había tenido que moverse. Había traspasado fronteras, pero los territorios, oscuros, dolientes, eran interiores. 

La primera edición de los Meidosems, en efecto, data del año 1948. A principios de aquel año, la esposa de Michaux, Marie-Louise, ardió en llamas al encender un fuego en el apartamento de la rue Séguier, en Paris. Murió después de pasar un mes de dolores infernales. Michaux la acompañaba, de día, en el hospital. Por la noche caminaba de vuelta a casa, la cabeza llena de imágenes, y se ponía a pintar. Líneas, manchas, trayectorias de las que surgían cabezas, cuerpos dolientes, filamentosos, fluidos, enmarañados, confusos, retorcidos…  meidosems.    

Con estos datos, mi lectura, como se comprenderá, fue muy distinta. Coincidí con Raymond Bellour en que aquel texto, aún siendo el último de sus “retratos” tribales era,  “un viaje sin viajero, un espacio transfigurado por el dolor”. El universo de referencia, evidentemente, era nuestro mundo, y en especial, un fragmento del mismo, el del hospital, ese “polígono alambrado del Presente sin salida” donde los seres aparecen despojados de apariencia, reducidos a fluidos, a conexiones nerviosas, a filamentos. Los Meidosems somos nosotros, contemplados debajo de la piel, reducidos a estados, a nudos, a elasticidad, con impulsos que son trayectorias y estados que son núcleos. Meidosems es un retrato, sí, el nuestro.- CHANTAL MAILLARD.

 

                                                                                 

 

(Fragmentos)

 

 

La extrema elasticidad de los meidosems: he aquí la fuente de su gozo. De sus desdichas, también.

Unas balas caídas de un carro, un alambre que se balancea, una esponja que embebe, ya casi empapada, la otra vacía y seca, un vaho sobre un espejo, una huella fosforescente, miren con atención, miren. Puede que sea un meidosem. Puede que todos sean meidosems… sobrecogidos, aguijoneados, henchidos, endurecidos por sentimientos varios…

 

*

  

En el hielo, las cuerdas de sus nervios están en el hielo.

Su excursión, allí, es breve, atormentada por punzadas, por filamentos de acero en el camino de vuelta hacia el frío de la Nada.

La cabeza revienta, los huesos se pudren. En cuanto a las carnes, ¿quién piensa aún en las carnes? ¿Quién se las espera?

No obstante, vive.

El reloj avanza, la hora se detiene. El núcleo del drama, ahí está.

Sin necesidad de ir a buscarlo, ahí está.  

El mármol suda, la tarde se oscurece.

No obstante, vive…

 

*

 

 Oh, no juega para reír. Juega para aguantar, para aguantarse.

Luna que se recuelga, que se descuelga.

Se juega una canica contra un buey y pierde un camello.

¿Error? Oh, no, en el círculo fatal nunca hay errores.

No hay risas. Sin lugar para la risa. Movilizada toda entera para sufrir, para aguantar.

La tina de lágrimas está llena hasta los topes.   

 

 

*

 

 Se han puesto guantes para el encuentro.

Dentro del guante, hay una mano, un hueso, una espada, un hermano, una hermana, una luz, depende de los meidosems, de los días, del azar.

Dentro de la boca hay una lengua, un apetito, palabras, una ternura, el agua en el pozo, el pozo en la Tierra. Depende de los meidosems, de los días, del azar. 

En la catedral de la boca de los meidosems también izan pabellones.

 

*

 

   Flujos de afectos, de infección, flujos de sufrimiento residual, caramelo amargo de antaño, estalagmitas formadas lentamente, con esos flujos camina, con ellos aprehende, miembros esponjosos nacidos del cráneo, atravesados por miles de pequeños flujos transversales que llegan hasta el suelo, extravasados, como de sangre que reventase las arteriolas, pero no es sangre, es la sangre de los recuerdos, del alma traspasada, la frágil cámara central, luchando en la estopa, es el agua enrojecida de la vena memoria fluyendo sin propósito, pero no sin causa en sus tripas pequeñas que hacen aguas por doquier; ínfima y múltiple descomposición.

Un meidosem estalla. Mil venillas de su fe estallan en él. Vuelve a caer, se derrama y se extravasa en nuevas penumbras, en nuevos estanques.

Qué difícil es caminar así…

 

*

 

    ¿A qué paisaje meidosem podría faltarle las escaleras? Por todas partes, hasta el horizonte, escaleras, escaleras… y por todas partes, cabezas de meidosems encaramados a ellas.

Satisfechas, molestas, ardientes, inquietas, ávidas, valientes, serias, descontentas.

Los meidosems de abajo que circulan entre las escaleras trabajan, mantienen una familia, pagan, pagan a acreedores de toda clase que llegan sin cesar. De ellos se dice que no padecen la llamada de la escalera.

 

 

 

(Fragmentos del libro Retrato de los meidosems, de Henri Michaux. Traducido y seleccionado por Chantal Maillard, será próximamente publicado por la editorial Pre-Textos)

 

                                                                      

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Henri Michaux

Querido Antonio: ahora,

de madrugada, necesito decirte que he mirado

con pena fraternal tu rostro, allí, aquí, sonando

qué silenciosamente en Los Cuadernos de Música

y he visto cómo llorabas por los ojos:

dulcemente y contagiosamente…

¡Ah! ¿Resulta entonces que éramos ¡entonces!

absolutamente felices

robándome tú a mí prestado para siempre un Lester Young

y yo prestándote esa joya,

sabiendo que ya era tuya sin apelación para toda la vida,

y Paca iluminando el cuartito de casa

con su sonrisa a la vez laboriosa y fulminante,

y Josemari Guelbenzu afelpándonos con su austera pasión

como si nos alojase con cortesía palaciega

en uno de sus invisibles paraguas británicos?

¿Resulta, Antonio, judío llorón, que éramos felices

y no tuvimos el arrojo de aceptarlo con humildad

como corresponde entre damas y caballeros?

 

Yace la vida envuelta en alto olvido, leche!

 

¿Y ahora, Antonio, hermano lágrima de música?

¿Y si al creernos desdichados o adultos (¡Santodiós!)

estuviéramos equivocándonos como grandes autofarsantes

y mañana, así que pasen quince años,

resulta que caemos en la cuenta

de que somos felices esta noche enigmática

mientras lloras por los dos ojos

hasta empapar Los Cuadernos de Música

y yo me acongojo, como Vallejo se encebolla?

 

¿No será que casi siempre somos felices

y,  par darnos cuenta, tan sólo nos hace falta

un poco de distancia, o sea, juntar las ovejas,

ordeñar la memoria, y bebernos la leche recién calentita,

y limpiarnos la espuma en los morros

como dizque con el dorso de la mano se retira una lágrima?

 

¡Y yo qué sé!

 

Lo que sí entiendo, ahora, a las cuatro,

en esta madrugada gentil que camina con los piececitos desnudos,

y a la cabecera de mi radiocasette,

es que he escuchado mi The Koln Concert de Keith Jarrett,

y luego, varias veces, Don’t cry Rochelle

labiado por Gato Barbieri, y que te brindo esta hora,

por aquellos tiempos, y por cuanto, fugitivo,

permanece y dura, y por la soledad, la lluvia,

los caminos por donde nos perdimos y por donde,

fíjate vos, nos encontramos esta madrugada.

 

A la que beso ambas mejillas.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Félix Grande

31 de enero de 2014

 

A Francisco Lira

 

 

 

 

 

 

La soledad, la lámpara, la mesa,

aquí el recado de escribir dispuesto.

¿Es eso compañía?

Quizá la solución sea el amor.

¿Y como se ama?

¿Lo supe alguna vez y lo olvidé?

Quizá nunca lo supe y ahora me doy cuenta.

Escribí libros de poesía.

Quise decir palabras bellas y a la vez verdaderas.

Pues el tiempo se acorta,

¿irreal fue mi vida, humo dormido, niebla?

Amargo es despertar, malgastado el pasado

si quedan menos horas

y en éstas sólo ves vacío.

¿Qué te dicen los años?:

Araña con tu pluma tu presente

y pon verdad

para que así ilumine tu pasado el futuro.

¿Dónde la compañía?

La soledad, la lámpara, la mesa

he aquí el recado de escribir dispuesto.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Ortiz

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