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30 de enero de 2014

1. Subasta

 

Manuel y yo ayudábamos a llevar cuadros en una subasta de arte. Habían venido a Huesca unos marchantes con un camión lleno de cuadros, un camión con matrícula de Pamplona. Durante unos días habían tenido los lienzos expuestos en un salón del hotel Pedro I; un cartel anunciaba la subasta ahí mismo para el viernes. El hombre que parecía llevar la voz de mando nos detuvo a Manuel y a mí en una acera del hotel, nos llamó “chavales”. Nos propuso entonces que hiciésemos para él de mozos de subasta. Cuando llegó el viernes nos hizo vestir unos jerséis blancos de cuello alto y nos dio las instrucciones de cómo debíamos sostener delante del público las obras de arte. El efecto de los ayudantes uniformados, cierta ceremoniosidad, trataban de dar lugar a una sugestión entre el público, de envolver de prestigio aquellos cuadros. El acompañante joven del hombre que llevaba la voz de mando se descalzaba detrás de una tela grande para inyectarse heroína en el tobillo. La mujer del hombre de la voz de mando nos repetía durante la subasta los números de los lotes que debíamos sacar, las marinas de acuarela, los paisajes de labranza, las muchachas de caras sucias. De vez en cuando nos hacía mostrar un cuadro de precio muy alto por el que nadie pujaba, pero que, de algún modo, después de la venta seguida de láminas de baratillo y lotes de oferta, volvía a levantar entre los asistentes una ilusión de lujo, cierta convención de gran subasta, de participar, aunque sólo fuese con el estar ahí, de un mundo al que no se pertenecía.

 

Manuel iba a clases de yudo. Huesca era, según la estadística, la ciudad con menos delincuencia de España. Manuel pensaba que en otras ciudades, quizá en Pamplona, podrían servirle un día, por sorpresa, sus conocimientos de artes marciales. El hombre de la voz de mando, cuando todavía no bebíamos cerveza, nos hizo servir dos cañas en la barra y nos pagó lo acordado. A la mañana siguiente ayudamos a volver a cargar los cuadros en el camión. El ayudante joven del hombre de la voz de mando no tenía sitio en la cabina, acomodaba su cuerpo duro de drogadicto en la penumbra de la carga, entre las molduras doradas de los marcos. Manuel se quedó junto al camión hasta el último momento, aunque nadie le ofreció subir e irse.

 

2. Boda

 

En el banquete de boda de mi prima Merche cantaban los tunos. Abadías decía que en el hospital donde trabajaba su padre se guardaba una colección de envases y objetos extraídos de los anos. Mi prima Merche hizo su banquete de boda en un restaurante de la carretera de Ayerbe. Era el mismo restaurante en el que, unos meses antes, se detuvieron los padres de Blasco para avisar de que les había sobrevolado un ovni. El tuno de la pandereta raspaba el parche con el dedo, ponía la mano en forma de pistola. De pronto, el tuno daba de tacón un golpe seco al instrumento, como un disparo, mientras apuntaba a un comensal. Ya se encendían los puros. En el fondo de una mesa, con sueño, la hermana pequeña de mi prima Merche ensayaba su compromiso con el anillo de las vitolas. Fuera, junto al aparcamiento, se reconocían en el fondo sucio de un arcón las latas atadas otras tardes a los coches de los novios.

 

Abadías decía que en el hospital donde trabajaba su padre había un encargado de cerrar la boca de los muertos con una sutura, y de adecentarlos. A veces el propio Abadías, siguiendo la broma, mandaba callar con el gesto rápido del que se da dos punzadas sobre los labios. Los tunos se balanceaban a un tiempo; a sus pies, el de la pandereta animaba el cuadro con ejercicios de evocación rusa. En el papel de una servilleta de este restaurante dibujaron los padres de Blasco, por primera vez, las luces del ovni que los sobrevoló. Ya tarde, ebrio del todo, el padre de mi prima Mercha fue por las mesas llamando “muertos de hambre” a los invitados. Los tunos, quizá como parte del pago, se quedaban a cenar en otro de los salones; sus capas y sus cintas, amontonadas sobre una silla, formaban un cuerpo más, negro y mudo, entre las rondas de chistes de la comparsa.

 

Los novios abandonaron por fin el salón. El novio, también claramente bebido, se llevaba consigo el cuchillo del cubierto. Lo utilizó para cortar la cuerda de latas y envases, atada todavía al parachoques. Luego, delante de los que estábamos ahí, miraba a un lado y a otro; por un momento parecía no saber qué hacer con el cuchillo, antes de tirarlo sobre la grava, como un culpable.

 

3. Interior

 

El padre de Manuel no estaba nunca en casa; su trabajo, decían, lo mantenía fuera del país. En el cuarto de estar de la casa de Manuel sonaba el teléfono. Era el padre de Manuel. En el dibujo del plato chino de ese cuarto de estar una cortesana se asomaba al agua de una pecera. Manuel, después de hablar con su padre, se iba corriendo hacia su habitación para que no le viésemos llorar. La madre de Manuel le quitaba importancia; decía: “Yo también soy de lágrima fácil”. Decía “¿Ves?”, porque alguna escena de la televisión, después de haber atendido durante un instante a la pantalla, ya le estaba humedeciendo los ojos. A un lado del pasillo, como una tumba puesta de pie, se sostenía la caja de reloj de pared, regalo del banco –mis tíos, los de la casa del pueblo, se habían hecho con otro igual-. En aquel reloj cabría el padre de Manuel. Era como si para la madre de Manuel, ahí, en el cuarto de estar, todas las películas fuesen de llorar.

 

Manuel acompañaba a su madre al cine. Yo no fui a ver Kramer contra Kramer. La madre de Manuel iba a clases de pintura. En la cocina tenía empezado el retrato de su hijo. También era aficionada a la cartomancia. Sobre el maletín cerrado de los óleos barajaba las setenta y ocho cartulinas del tarot. Durante meses tenía en el caballete el retrato esbozado de Manuel, apenas avanzaba. Entre bromas, dedicaba más tiempo a leer el futuro de los demás, también de la figura esbozada, que a tratar de continuarla. En una esquina del lienzo, como modelo, estaba sujeta una fotografía de Manuel ya un poco vieja, ya algo del pasado que no iba casi con él.

 

En la casa de Manuel sonaban varios cerrojos antes de que él o su madre abriesen por fin la puerta. La lente de la mirilla hacía ver el rellano como a través de la bola de pecera del plato chino, o una esfera de adivinación. La madre de Manuel miraba por ella antes de abrir, debíamos posar frente a la puerta durante un instante, igual que frente a una cámara, una vez y otra, hasta venir a formar una secuencia de la película patética de la casa.

 

4. Puf

 

En un último minuto la selección española de baloncesto perdía, o ganaba, contra la de otro país. Mi padre, nervioso frente al televisor, acababa entonces sentado en el borde del asiento. Mi hermano se levantaba el pijama para palmearse la tripa, repetía el estribillo de “¡Es-pa-ña!” entre desinteresado y divertido. Dentro del puf de esa sala de estar se guardaban las madejas de hacer punto de mi madre. Las dos agujas largas, clavadas en el ovillo de perlé, hacían pensar en otra antena de televisión, la antena simultánea de una emisión ciega. Mi madre, a ratos, sacaba las madejas de la oscuridad del puf y comenzaba el ese o ese de los choques de las agujas.

 

En la visita a la casa de los tíos de Madrid habíamos ido a ver el Valle de los Caídos y El Escorial. Sobre mi mesilla de noche, ya en Huesca, después de apagada la lámpara, la luz de la figurilla fosforescente del Valle de los Caídos seguía trayendo el recuerdo de las fotografías que nos habíamos hecho bajo esa escalinata de los padecimientos, del señalar hacia los nidos que habían dejado las aves en los pliegues de las estatuas gigantes de los evangelistas; de cuando la hija de mi tío el de Madrid, después de haber sido maoísta durante un año, recordó desengañada que también los chinos se dieron prisa por hacer llegar flores a aquella tumba.

 

La hija maoísta de mi tío el de Madrid llevaba prendas de hilo tejidas por su madre. A nuestro hogar, autosuficiente en jerséis y chaquetas de punto, también lo recorría, según se mirase, un aire oriental de anticapitalismo. El árbitro de la pantalla pitaba pasos contra España. Mi hermano se levantaba del sofá, desde la puerta abierta del cuarto de baño dejaba oír el chorro de la orina contra el fondo de la taza. Lao Tse, en los libros de la hija de mi tío el de Madrid, se dolía de los avances técnicos de la agricultura: ¿es que no eran ya felices con las herramientas de que disponían, las mismas que las de sus antepasados? Bajo mi cama, entre un desorden de juegos, hacía tiempo que el robot sin pilas no proyectaba transparencias de otros mundos en la pantallita del pecho.

 

5. Clásicos

 

Eloy, el profesor de dibujo, acompañaba sus clases con música clásica. Decía: “Recordad, esto es de Vivaldi”, o “Esto es de un español que se llamaba Cabezón”. Otras veces dejaba oír un fragmento conocido y preguntaba: “¿Quién sabe de qué compositor es esto?” La música clásica era el camino bueno. A veces costaba esfuerzo mantener la atención, pero había que pensar que todo lo valioso exigía algo de disciplina y de voluntad. Cabezón era un maestro del contrapunto. Eloy, en un momento de enfado, tiró el borrador de la pizarra a la cabeza de Abadías. Avisó luego a una señora de la limpieza para que acompañase al alumno hasta el botiquín. Eloy nos pedía que le tuteásemos. Volvían a sonar unos violines. “A ver, ¿de quién es esto?” Era como un concurso de televisión para chicos aventajados pero en el que nadie respondía, aún cuando se supiese la respuesta.

 

Manuel, cuando Eloy mandaba hacer dibujo libre, seguían haciéndolo geométrico, con regla y compás. Las láminas de dibujo libre de Manuel se acababan pareciendo todas a la carta de ajuste del televisor. Eloy, queriendo ser gracioso, le preguntaba a Manuel si era musulmán, por sus reparos en dibujar personas o animales. El sentido del humor de Eloy solía ser así, culto e instructivo, como su música de fondo de los grandes maestros. Manuel, en realidad, no dibujaba personas porque las hacía igual que de niño pequeño, unos monigotes por los que sentía vergüenza. Eloy, delante de todos, pidió disculpas a Abadías por lo del borrador. Después del timbre del final de clase, solo, recorría el pasillo de las aulas con su tocadiscos portátil de maletín.

 

En verano, a mediados de agosto, Manuel, Abadías y yo subíamos a las ruinas del castillo de Montearagón. Ibamos a ver estrellas fugaces. Allá la oscuridad era completa. Tumbados de cara al cielo, sentíamos el mareo de mirar al firmamento. El silencio, a ratos, parecía también algo profundo, entre el cansancio y el mirar en el reloj luminoso la hora de volver. Aunque todavía no éramos capaces de ver una estrella fugaz sin decirlo en voz alta al momento, sin señalarla y sin llevar la cuenta.

 

6. Premios

 

Manuel se quedó entre los seis primeros del campeonato de ajedrez del colegio. En su casa tenía un tablero de ajedrez de imán. Jugaba contra su padre –no mucho, sólo las veces en que venía a verle-. Nosotros no llegamos a conocer nunca al padre de Manuel. Había junto a la cama de Manuel un libro sobre el ajedrez, sacado de la biblioteca pública, y el tablero de metal. El padre estaba fuera y Manuel se adiestraba en su habitación para la siguiente partida. Quizá pensara que era un buen jugador, no admitía que hubiese perdido limpiamente su partida en el campeonato del colegio; que, sin ir más lejos, en el pasillo de las aulas, hubiese por lo menos cinco compañeros capaces de manejar las fichas mejor que él contra sus padres. En la fiesta del colegio regalaban bolígrafos de propaganda y siluetas del mapa de Aragón, también de imán.

 

Abadías ganaba un concurso de redacción, una Caja de ahorros le premiaba con un diccionario de la Real Academia Española. La hermana de Abadías le hizo una mamada a su otro hermano mayor a cambio del dinero para un concierto. El diccionario que de verdad valía era el de la Real Academia; Abadías, si lo deseaba, ya podía ser escritor. El encuadernado de piel de los dos volúmenes de la obra se recalentaba bajo la lámpara del flexo. Abadías ya no volvía a ganar ningún concurso. Durante las fiestas de San Lorenzo, apretados entre siete u ocho amigos más, acertamos luego en la diana de la feria con premio de fotografía instantánea.

 

Mi hermano y yo nos avisábamos a voces, si uno de los dos no estaba frente al televisor, cuando en la pantalla llegaba el momento de acción de la película, la secuencia bélica o de catástrofe, o cuando en el programa de conducción sobre carretera, “La segunda oportunidad”, hacían caer un coche barranco abajo antes de los consejos y las advertencias. De ese acudir corriendo hacia la televisión, del frenarnos con las manos en la curva del pasillo, fuimos dejando mi hermano y yo una huella negra sobre el empapelado.

Escrito en Lecturas Turia por Ismael Grasa

29 de enero de 2014

Ya en el colegio, Armando Lombarte se dio cuenta de que era capaz de leer en la mente de los demás, y desde entonces esa suerte de don no hizo sino ir en aumento. Al principio no le había resultado tan fácil como lo fue después: conseguirlo le exigía una gran concentración, lo cual solía dejarlo exhausto y dolorido, como si hubiera hecho un esfuerzo impropio para sus años, pero con el transcurso del tiempo lo fue logrando con menos dificultad. Leía los pensamientos de sus profesores y de sus compañeros, conocía las preguntas que le iban a formular cuando se dirigían a él, y en su casa no hacía falta que su padre, su madre y su hermana (seis años mayor que él y a quien adoraba) abrieran la boca para saber qué iban a decirle. Ese descubrimiento le excitó porque le hacía sentirse diferente, mas llegó un momento (prolongado hasta su adolescencia) en que se hastió de su poder porque le distraía del placer de otros hallazgos y otras dedicaciones, y se esforzó por olvidarlo. Sin embargo, cuando estaba a punto de cumplir catorce años la conciencia de su don volvió a absorberlo, pues le era útil en su trato con las chicas; sabía lo que pensaba cada una de cuantas se relacionaban con él y, lo que era aún más importante, conocía cuándo mentían y cuándo decían la verdad, así como la opinión que les merecía (coincidían en pensar que era «un chico extraño»); leyendo como leía sus pensamientos, se percataba con regocijo de cuándo se hallaba ante una chica vanidosa, fútil (en la mayor parte de las ocasiones), o ante otra que pretendía adoptar una actitud personal frente a la vida y tenía ideas propias, no adocenadas. Las deslumbraba siempre que le preguntaban por algo, fuera lo que fuese, ignorantes de que leía en ellas las respuestas con la misma nitidez con que veía sus cabellos, sus orejas, sus ojos, su nariz y su boca. No se trataba de que entrara en algún lugar y supiera en el acto lo que estaban pensando las personas congregadas en él, sino de que en cuanto se situaba junto a una de ellas y la miraba, los pensamientos de ésta afluían a su mente como propios. Aunque más de una vez estuvo tentado de dar a conocer a los otros su don, efectuar demostraciones públicas de su poder, supo guardarse el secreto porque eso le hacía sentirse mejor, más poderoso, y se negaba a convertirse en un fenómeno de feria o en una atracción de salón que llevara al extremo la antigua doctrina del profesor Mesmer.

   Es lógico que su existencia no fuese como las de quienes lo rodeaban: vivía inmerso en una especie de juego continuo, más excitante a medida que iban transcurriendo los años, pero que también le parecía insuficiente cuando se percataba de sus límites: la mente humana no le bastaba, por ser demasiado previsible. Deseaba ir más lejos, aprovechar su don para conocer secretos que le estaban vedados, y, de esa manera, cultivando un estado de perpetua abstracción, se convirtió en un «chico extraño» (como lo habían definido las chicas), en un «joven viejo» (así lo llamaban ahora). Quería penetrar en el fondo de todas las cosas cuando las miraba, posar sus ojos sobre un libro y conocer su contenido de principio a fin, mirar las estrellas y ser testigo ocular de su fuego, observar la cara visible de la luna y divisar también la oculta, estar ante una catedral o un palacio renacentista y enterarse al momento de cómo fue construido y de los secretos que encerraba, admirar un cuadro o una escultura y saberlo todo sobre ellos, más allá de lo que pudieran ver en esas obras los críticos de arte (un deseo que fue en aumento durante un viaje a Florencia, Siena y Arezzo, y más al ver en esta última ciudad los frescos de Piero Della Francesca, el llamado ciclo de la Vera Cruz), mientras apretaba los puños y los dientes hasta hacerse daño con el fin de comprobar si era capaz de transgredir las fronteras del tiempo y penetrar en el pensamiento de sus constructores y sus pintores, como si los edificios, los cuadros y las esculturas que surgían ante él en las galerías y en la penumbra de los templos tuvieran una mente igual que los seres humanos. Al no lograrlo, trató de consolarse diciéndose que habría sido un don excesivo, mas eso introdujo en él mayores inquietudes con respecto a sus coetáneos y se dedicó con mayor intensidad a leer sus pensamientos y, yendo todavía más lejos, a experimentar si podía analizar sus sensaciones como si fueran propias, pero continuó sin hablarle a nadie sobre su poder.

   A una atractiva joven con la que salió durante dos semanas le dijo que no se preocupara tanto por no haber encontrado aún su identidad sexual, atraída como se sentía más por las mujeres, a lo que ella reaccionó con un perplejo «¿cómo lo sabes?», para luego sonrojarse y alejarse de él para siempre. A un amigo de infancia le recomendó que dejara de sustraer dinero de la caja de su padre, en cuya empresa trabajaba, si quería olvidarse de sus sentimientos de culpabilidad a la hora de gastar el fruto de sus robos. No volvió a verlo nunca más.

   Hasta entonces, un atávico pudor le había impedido ejercer su poder con sus padres y su hermana, y por ello evitaba mirarlos de frente, ganándose los epítetos de huidizo, antipático e insociable. No habría soportado conocer sus pensamientos, penetrar así en los complejos laberintos de una intimidad que sólo a ellos pertenecía, ni saber qué opinión les merecía aparte de aquellos calificativos. Por esa razón procuraba pasar en casa el menor tiempo posible, mantenerse lejos de un espacio, unos colores y unos olores que le remitían a los días de su niñez, cuando aún estaba en condiciones de controlar el juego.

   Todo eso cambió cuando su hermana, Carlota, cayó enferma. No fue una enfermedad repentina, sino que se fue manifestando progresivamente hasta que se vio obligada a guardar cama. Su sonrosada piel se tornó del color de la ceniza y el fulgor de sus ojos se hacía opaco conforme avanzaban los días y el otoño iba al encuentro del invierno. Los médicos diagnosticaron leucemia y Armando  sintió que algo se desgarraba en su interior, hasta el extremo de que empezó a perder peso y sus ojos y su piel se fueron asemejando a los de Carlota. Sus padres, preocupados pese a que aseguraba no sentirse enfermo, le pidieron que fuera al médico, pero tanto la primera consulta como las otras que hicieron «con el fin de asegurarse» revelaron que no padecía ninguna enfermedad salvo una fatiga mental.

   Armando no solía pensar en la muerte salvo como en un hecho estético que salía a su paso ocasionalmente en los libros que leía, en ciertos cuadros que admiraba y en los escasos filmes que veía, pues no le agradaba sentarse en las oscuras salas de proyección. Sin embargo, desde que la enfermedad de Carlota impuso su sombra en la casa, la muerte ocupó un lugar destacado en su vida. A diferencia de sus padres y de su hermana, tampoco había sido una persona religiosa ni aun en su niñez, cuando era más influenciable y estaba más abierto a estímulos externos. Se consideraba ateo antes que agnóstico, y el hecho de que la idea de la muerte empezara a abrirse paso con frecuencia entre sus pensamientos hizo nacer en él una curiosidad morbosa por el final de la existencia humana. Estaba convencido de que no había nada más allá de la muerte, como no lo había antes del nacimiento, pero le obsesionaba saber qué se sentía en el tránsito de la luz a la oscuridad o, mejor todavía, hacia el vacío, porque la oscuridad ya habría sido algo. ¿Se daría cuenta el que iba a morir de cómo perdía sus conexiones sensoriales con el mundo? ¿Percibiría de alguna manera el vacío que lo esperaba cuando sus ojos se cerraran para siempre, antes de perder hasta el mínimo hilo de actividad mental? Si era así, ¿sufriría? ¿Qué sentiría una persona religiosa si la muerte le revelaba, antes de engullirlo del todo en la nada, que no existían paraíso ni infierno, luego de haber practicado la doctrina de la Iglesia a lo largo de toda su vida? No quería comprobarlo por sí mismo, lo cual le hizo eludir la tentación del suicidio, entre otras cosas porque la experiencia ya no le serviría para nada y lo que le interesaba era recordar sus sentimientos en ese trance.

   Cierta noche de insomnio, dando vueltas en la cama se le ocurrió una idea que en un primer momento le pareció monstruosa y después apasionante. Si era capaz de leer las mentes de los demás, ¿no podría conseguir también, de la misma forma, instalarse en ellas aunque fuera temporalmente y vivir las experiencias de los otros?, ¿no podría ocupar cuando quisiera la mente de su hermana? Se estaba cumpliendo el plazo de vida que los médicos le habían concedido a Carlota y, a juzgar por el aspecto de ésta, su final no debía de estar lejano. Pero lo que en modo alguno deseaba era salir vencedor en la prueba y experimentar él mismo los sufrimientos de la enferma, la cual se consumía a ojos vista instalando en la mente de Armando un insoportable dolor: sólo lo haría, pensó, si con eso ayudaba a aliviarlos; otra cosa sería intentarlo en el momento de la muerte.

   Decidió empezar haciendo la prueba con otras personas, aun sabiendo que disponía de muy poco tiempo. El primer día frecuentó lugares abarrotados, venciendo el rechazo que le inspiraba cada vez más estar rodeado de gente, para detectar a su alrededor unas mentes más propensas que otras a dejarse leer. Observaba a todos con insistencia, recibiendo a cambio miradas airadas, y en un bar musical eligió a una joven rubia que se encontraba sentada a una mesa en compañía de una pareja cuatro o cinco años mayor que ella. Como siempre, le resultó fácil penetrar en sus pensamientos: acababa de recibir la proposición de hacer un trío en la cama, y aunque estaba decidida a aceptar le gustaba mostrarse indecisa, a pesar de que su mirada desprendía un brillo lujurioso que cualquiera habría sabido entender si se hubiera molestado en mirarla. Apretó los dientes y concentró su mirada en la joven, tratando de ir más allá que en otras ocasiones con el propósito de averiguar si era capaz de instalarse en su mente y controlar el curso de sus pensamientos. La tentativa fracasó; leía lo que pensaba, pero cuando se proponía ir más allá la mente lo expulsaba como si se tratara de un invasor y hubiera puesto en marcha un mecanismo de autodefensa para expulsarlo. Le sucedió lo mismo al probar suerte con la pareja que se hallaba con la joven. El esfuerzo lo dejó agotado y tuvo que marcharse del local, molesto también porque la lectura de otras mentes, al azar, le reveló que tenían unos pensamientos similares al del trío. Se preguntó con inquietud si no se estaría convirtiendo en un moralista, algo que detestaba, pero se tranquilizó diciéndose que su molestia provenía de haber confirmado la existencia de un pensamiento casi único en ese lugar, no de su naturaleza ni del tema: le gustaba más la diferencia que la uniformidad incluso en los lugares donde la conducta y el pensamiento uniformes son una costumbre. Optó por intentarlo en otros sitios.

   En los días que siguieron frecuentó otros ambientes, desde teatros y bares hasta paseos y librerías, y se sirvió de personas de más edad que le pudieran garantizar mayor diversidad de pensamientos (si bien al leer en ellas tropezó con la repetición de los temas de los coches y el dinero), pero el resultado fue el mismo: entraba en las mentes sin lograr permanecer dentro, sólo como un visitante. Los sucesivos intentos acabaron por agotarle y volvió a adelgazar, lo cual introdujo de nuevo otro motivo de preocupación en su casa, y tuvo que asegurar a sus padres que se sentía bien y con fuerzas. Mas eso no era cierto: se notaba debilitado, como si cada tentativa de instalarse en la mente de otra persona le fuera arrancando la vitalidad igual que un vampiro bebe la sangre de su víctima hasta dejarla exangüe. Entretanto, Carlota languidecía; sus ojos azules se habían hundido en las cuencas, rodeadas a su vez de un halo violáceo, sus pómulos estaban cada vez más acentuados, y la pequeña cama donde yacía resultaba demasiado grande para su esquelético cuerpo. El final se aproximaba y Armando pasaba los días intentando llevar a cabo con éxito su propósito y preguntándose si la persona que moría sería consciente en el último momento de que al otro lado no le esperaba más que un vacío y un silencio eternos. Para entonces su don había dejado de parecerle atractivo, porque lo consideraba insuficiente ante la magnitud de las preguntas que se formulaba a sí mismo.

   Carlota murió a las ocho y veintisiete de la mañana cubierta de niebla de un frío viernes de diciembre. Un espeso silencio se apoderó de la casa, quebrado por los sollozos de los padres. Armando no lloraba, pero pasó el día al lado del cadáver, sin dejar de contemplar un rostro que apenas podía reconocer, corroído por la enfermedad, intentando entrar en una mente que, según el dictamen médico, ya había dejado de pensar para siempre. Sólo de tanto en tanto un suspiro nacido en su pecho iba a morir en su garganta, ahogándolo de pesadumbre. No quiso estar presente cuando el cuerpo fue introducido en el féretro, ni en el funeral que se celebró a las nueve de la mañana siguiente, neblinosa también, en una iglesia próxima a la casa rodeada de verjas negras acabadas en puntas herrumbrosas. Sus padres eran creyentes, él no. Por eso no se unió a los inconexos rezos cuando el ataúd fue introducido en el nicho, y no sintió sino vacío mientras pensaba qué habría notado y visto Carlota en el momento de morir.

   Como estaba demasiado cansado para concentrarse y no quería intentar nada delante de sus padres y sus amigos, quienes por lo demás ignoraban su poder y quería que siguieran así, pospuso para el día siguiente su propósito de tratar de comunicarse con la mente de su hermana. Libre de presencias ya, el nicho se ofreció entonces a sus ojos rodeado de flores multicolores que empezaban a dar señales de marchitarse, fugaces como todo lo vivo, y pudo dedicarse con cierta calma a la tarea de observar el agujero cerrado con tanta intensidad como si quisiera taladrarlo con la presión de sus ojos. Al principio no sintió más que unas leves náuseas provocadas por el olor de las flores en descomposición, pero al cabo de un rato empezó a divisar el féretro entre la negrura del nicho, una figura que le llegó acompañada de un creciente dolor de cabeza. ¿Será aún tiempo para saber?, se preguntó. Aunque tenía miedo y la cabeza le dolía cada vez más, no cesó en sus esfuerzos. A su alrededor, la tibia luz solar tamizada por la niebla pareció esfumarse, para envolverlo de tinieblas. Coincidiendo con el ruido que produjo su cuerpo al desmoronarse sobre la tierra, dejó de ver lo que estaba viendo y se notó apresado en aquel cerebro muerto, sin que las órdenes que daba a sus miembros para moverse fueran obedecidas. Pensaba, pero no podía mover los brazos y las piernas, y tampoco logró nada cuando intentó evadirse de la prisión del cuerpo muerto, que, comprendió, sería el suyo mientras el cerebro lo soportara. Sin abrir los ojos, porque no tenía ojos para abrir, se supo rodeado de oscuridad y se dio cuenta de que no podría salir nunca de allí, en una fusión total de muerta y de vivo, en tanto fuera del nicho cerrado algunas personas se aproximaban al joven caído para averiguar qué le había pasado.•

Escrito en Lecturas Turia por José María Latorre

28 de enero de 2014

 

Vendrá la muerte

 

Vendrá la muerte y robará mis ojos:

así veré un distinto firmamento.

La finitud es un bajel varado,

la hortaliza que como es sin lombrices,

el silencio me impregna en resplandores.

Morir es puramente un cambio más.

 

 

Viento de otoño

 

 Viento de otoño, viento de la noche,

viento de soledad,

fuerza oscura que mueve el apetito

del infinito y vuelve al infinito,

convoca en remolinos tu conjura

contra mi corazón, tu fuerza fiel,

que arranque ya la piel

de la fruta inmadura.

 

 

Extraña consistencia

 

Paseo sin pensar en nada que no sea

desaprender de hacerme algún propósito,

urdiendo telarañas que me atrapen

de tanto en tanto insectos de palabra

que no alcanzo jamás a interpretar.

Deja que se te vayan. Regresa vagamente

al lugar de tu origen.

                                  En la esquina,

unas mujeres hablan del polvo de carcoma

que hay en la biblioteca,

mientras en el verdor de su jardín,

sobre el puente oriental,

un hombre ensimismado

acaricia las cañas de bambú.

 

Así es como se eleva, desde lo oscuro, el viento,

igual que el girasol en la basura.

Bajo de un tren larguísimo parado

en mitad de los campos de la noche:

se ha vuelto el mundo gelatina fría.

 

 

Regreso de la noche

 

Espérame, regreso de la noche

para traerte imágenes.

                                   El de ayer fue un gran día

atestado de cosas:

                                   las gallinas,

dormitan en los palos, las vacas se recuestan

en la paja y la yegua

llena relincha.

 

Hay pájaros de muerte: buitres, águilas, otras

grandes aves de presa que comienzan, tal vez,

a abrir sus ojos fijos, mientras que las lechuzas,

los búhos, los mochuelos ya han cumplido

con su tarea.

                        Va naciendo el día

enneblinado y triste.

                                 La oscuridad fue espesa,

dura, fría, aunque en algunas casas

hay encendido fuego, pese a ser de butano.

 

Dame aclaraciones

de esta noche:

                        cantaba

un invisible niño agazapado

en el fondo negrísimo del bosque,

se escuchaba la música a lo lejos,

y el murmullo monótono del mar.

                                                      En la plaza,

bajo los soportales, nos sentamos,

cada verano durante una hora.

Estas son las imágenes que traigo

del fondo de la noche.

 

 

Ahora es todo y nada

 

Lo que yo soy es un concupiscente,

pero no pierdo, mal que lo parezca,

del todo la medida:

                                el crepitar de agosto

a la orilla del mar, las luces meridianas,

las lluvias de septiembre, los cobres otoñales,

los terrones rojizos que desangran su entraña,

la urdimbre de los árboles donde la araña espera

al insecto de los ojos rojizos hasta que lo atrapa y lo devora,

las ramas negras que hacen crec-crec con el peso de la nieve invernal,

me estrechan duras, me hacen caer, contemplativamente. Es un decir…

 

Pregunto si no hay

un gran consuelo en la palabra “lluvias“,

y en conseguir que llueva durante todo un día

de abril,

             donde a cobijo

de las alas de plomo preñadas de tormenta

asciende en espiral el femenino

canto de un ruiseñor, desde el boscaje espeso

que desbarata y llena de memorias

los rincones con dalias.

                                     ¿Qué jardín?

¿Qué huerto solitario? ¿Qué acequia? ¿Qué pajar?

El árbol que está seco se embebe de estas aguas

filtradas del origen,

                                el follaje

caduco resucita en los brotes de abril,

sube un verdor compacto

del subsuelo ancestral de piedra tosca.

Gritos que yo me invento y nadie escucha. Fluyen

los muertos, hiperbólicos.

                                         Ahora es todo y nada.

 

 

(Estos poemas, traducidos por Carlos Marzal y Enric Sòria, forman parte del libro de Joan Vinyoli que fue publicado por la editorial Pre-Textos)

Escrito en Lecturas Turia por Joan Vinyoli

 

En 1958, en uno de los Cuadernos del Unicornio que editaba por entonces, Juan José Arreola publicó los relatos “La sangre de Medusa” y “La noche del inmortal”. No eran las primeras creaciones que José Emilio Pacheco daba a conocer[1], a pesar de su extrema juventud ―había nacido el 30 de junio de 1939, en Ciudad de México―, pero en ellas puede verse el punto de partida de una de las trayectorias literarias más ricas entre las que la segunda mitad del siglo xx habría de ofrecer. Bajo el influjo “descarado” de Jorge Luis Borges, Pacheco sabía que al destino le agradan las simetrías, las variantes y las repeticiones, y mostraba ya la convicción ―declarada más tarde e implícita o explícita en toda su obra― de que “lo leído es tan nuestro como lo vivido”[2]. Consecuente con tales planteamientos, el primero de aquellos relatos buscó en el mítico destino de Perseo la clave de la vida mexicana y actual de Fermín Morales, seguro de que eran de algún modo el mismo hombre y de que sus historias formaban una sola historia. Con la ayuda de Heráclito ―“el camino que sube y el camino que baja son uno y el mismo”― el lector puede entrever en “La noche del inmortal” que Eróstrato y Alejandro, el paria de Éfeso y el héroe macedonio, lograron alcanzar la misma inmortalidad de la fama aunque por caminos opuestos, y también que una discordia reiterada desmembró el imperio construido por Alejandro y muchos siglos después el imperio austrohúngaro, como el fuego con que Eróstrato destruyó el templo de Artemisa en Éfeso no era esencialmente distinto del bora, el viento destructor de los Alpes Dináricos que arrasó Europa con la primera guerra mundial.

Antes y sobre todo después de la publicación de esos cuentos, Pacheco planteó en otros intuiciones no menos inquietantes. Buena parte de ellos conformarían El viento distante y otros relatos, volumen publicado en 1963 y ampliado en 1969. Varios mostraban una factura realista de gama variada, desde la humorística conjunción de picaresca y superstición popular de “Virgen de los veranos” a la cáustica visión de los valores y las convenciones sociales de “La reina” o “No entenderías”. Otros parecían inclinarse hacia lo fantástico, como “La luna decapitada”, donde una violenta historia posrevolucionaria concluía en el territorio lúgubre del infierno azteca. Los límites entre lo realista y lo fantástico se difuminaban cuando eran niños quienes proyectaban su miedo sobre las anécdotas narradas (“La cautiva”), o cuando la adolescencia incipiente quebraba la fantasía infantil con experiencias de amor, del fracaso y el ridículo (“Tarde de agosto”, “El castillo en la aguja”), o cuando circos o ferias (“El viento distante”) permitían la irrupción de dimensiones extrañas e inquietantes. Por la significación que la obra de Pacheco en su conjunto puede darles, algunos de esos cuentos ofrecen especial interés: “Jericó”, donde la relación que se establece entre la absurda destrucción de un hormiguero y un apocalipsis atómico permite extraer conclusiones nada optimistas sobre la condición humana; “Parque de diversiones”, donde los animales modifican o invierten los papeles que habitualmente desarrollan en relación con los humanos, arrojando sobre éstos una extraña luz, en un parque que encierra en su interior otro parque que encierra otro parque y así hasta el infinito, y en el que quienes observan son a su vez observados en un juego de espejos sin fin; “Civilización y barbarie”, donde Mr. Waugh parece caer en la trampa mortal preparada por los vietcong de los que cuenta la carta de su hijo y bajo las patas de los caballos que montan los apaches que ve en el televisor, como si la escritura y la ficción invadieran la realidad.

“La sangre de Medusa” y “La noche del inmortal” pueden entenderse como ensayos previos de una obra ambiciosa: Morirás lejos, la novela que Pacheco publicó por primera vez en 1967. Como en aquellos relatos, diferentes planos discurren paralelos hasta confluir en el momento oportuno. Uno de esos planos lo conforma esta vez el relato de la destrucción de Jerusalén por las legiones de Tito Flavio Vespasiano, según el testimonio de Flavio Josefo, y luego la reconstrucción de los horrores del gueto de Varsovia y de los campos de exterminio hasta llegar a la muerte de Adolf Hitler y a la suerte reservada para los cómplices del holocausto, son olvidar referencias a las razones oscuras de tanta barbarie. Simultáneamente otras secuencias discuten la condición e incluso la existencia del observador eme, oculto en una casa del Distrito Federal, y las del observado que ocupa un banco en el parque próximo. La relación empieza a tomar cuerpo con la hipótesis de que el observador sea alguien perseguido por su relación con los crímenes del nazismo ―médico u oficial de la Gestapo, espera agazapado a que un Cuarto Reich vuelva a incendiar Europa e imponga el júbilo y el gozo de la destrucción y la muerte―, y el observado alguien que lo persigue. Desde las primeras páginas, cuando las distintas hipótesis sobre el observado y el observador incluían también su inexistencia (y la del parque, la casa y la ciudad), ya se intuía la relación de lo narrado con la literatura: “Alguien se divierte imaginando. Alguien pasa las horas de espera imaginando”[3]. Esas conjeturas parecen quedar a cargo de eme, como otras al de Alguien, el hombre sentado en el parque, cuyo papel se amplía en la medida en que puede ser un dramaturgo fracasado que imagina Salónica ―así se denomina también el espacio que aglutina ese segundo plano de la novela―, obra en la que se ensaya ―teatro dentro del teatro― el encuentro de Pedro Farías de Villalobos, sefardí expulsado de España, con el inquisidor también judío que lo había torturado y que ahora (como el actor que lo representa) es por fin identificado; o puede ser un escritor aficionado al que obsesiona precisamente el tema abordado en las secuencias dedicadas a las dos acciones “concomitantes” de la destrucción de Jerusalén y del gueto de Varsovia: una obsesión y un temor justificados por los crímenes aún recientes y por el olvido con que se pretendería borrarlos. Eso permite incluir una discusión literaria que rechaza ese tema, porque distraería la atención de las guerras y matanzas presentes (como la del Vietnam), o lo justifica, por ser un modo de aludir a ellas y de condenarlas. En esa discusión tienen voz los supervivientes (Alguien parece alguna vez ser uno de ellos y buscar la venganza) que desdeñan al escritor que pretende describir sus sufrimientos, y los lectores, hastiados a veces ante la reiteración de lo ya sabido, irritados ante valoraciones que no comparten, incómodos ante las continuas digresiones de una escritura incapaz de ir directamente al asunto. Tales críticas afectan tanto a Alguien, en la medida en que parece responsable del relato, como a un “narrador omnividente” que se adivina como último responsable de un texto que ofrece varios desenlaces posibles y que en la conjunción de perspectivas variables e imprecisas ―eme puede ser también quien imagina las historias narradas, concreción de sus remordimientos, de sus miedos y de sus esperanzas[4]― parece buscar la impresión de narrarse por sí mismo. 

Acorde con una época propicia a las experiencias narrativas renovadoras, Morirás lejos conjugaba el compromiso político y social con la reflexión que analizaba y cuestionaba los procedimientos de su escritura a medida que los utilizaba, exigiendo la colaboración activa de sus lectores. Entre los relatos reunidos en El principio del placer (1972), alguno volvería a adoptar esa condición “metaliteraria”: “La fiesta brava” incluía un cuento de ese título ―ficción dentro de la ficción que rememora la guerra de Vietnam a costa de un veterano que en el Museo de Antropología queda fascinado por la imagen de la diosa Coatlicue y luego, atrapado en el subsuelo del Distrito Federal, es sacrificado al dios-jaguar, renacido en México-Tenochtitlan― y episodios de la vida de Andrés Quintana, fracasado escritor que ha redactado ese cuento para cumplir un encargo y que puede reconocer a su personaje cuando también él está a punto de desaparecer, víctima de otra violencia soterrada o la misma. La confluencia de “realidad” y “ficción” se enriquece aquí con las razones invocadas por Ricardo Arbeláez ―antiguo compañero de Quintana en andanzas políticas y literarias, cuando al concluir los años cincuenta los animaban la huelga de los ferrocarriles mexicanos y el triunfo de la revolución cubana― para no publicar el cuento encargado: ofrecía una trama “baratamente antiyanqui y tercermundista”[5], apelaba a un sustrato prehispánico literariamente agotado y recurría a un procedimiento narrativo (la segunda persona) al que Carlos Fuentes habría extraído toda su capacidad renovadora. En el relato confluían así el creador y el crítico literario que también es Pacheco, consciente del proceso literario hispanoamericano de su tiempo. El sustrato prehispánico había nutrido su cuento “La luna decapitada”, y el final de “La fiesta brava” parecía probar que aún podía ser utilizado con provecho. Era una opción más para el desarrollo de esa inquietante literatura fantástica a la que se adscribían otros relatos de El principio del placer: “Langerhaus”, con sus recuerdos de infancia quizá no sólo imaginados; “Tenga para que se entretenga”, con el espectro que un 9 de agosto de 1943 se llevó al hijo de Olga Martínez de Andrade; o “Cuando salí de La Habana, válgame Dios”, con los pasajeros que llegan a Veracruz en un barco desaparecido durante setenta años tras dejar la costa cubana. Pero su cuestionamiento en “La fiesta brava” probablemente algo quería decir sobre la trayectoria narrativa de Pacheco, que en ese momento y a partir de él se mostraría sobre todo interesado en otra opción: la relacionada con el paso de la niñez a la adolescencia, que ya había abordado en cuentos como “Tarde de agosto” o “El castillo en la aguja”.

Esa experiencia, raíz de una casuística variada ―El principio del placer incluye “La zarpa”, cuya narradora confiesa que sólo en la vejez compartida ha podido superar el odio que la belleza de su mejor amiga le suscitara desde siempre―, encontraba una concreción excelente en el cuento largo o novela corta que dio título al volumen. Nada podía resultar más decididamente “autobiográfico” que lo narrado en “El principio del placer”, el diario en que un adolescente da cuenta de su pérdida de la inocencia y su descubrimiento del mundo. Nada más trivial: avatares de la vida en el colegio y en el medio familiar, con las lecturas, el cine y la incipiente televisión que dan sabor a la época recuperada, para aderezar el relato de una relación amorosa que es también una experiencia de zozobras, de mentiras y de fracaso, una experiencia cruel que trasciende las relaciones sentimentales para extenderse a todos los ámbitos de la vida. No dejan de sentirse otros problemas ―de los campesinos rebeldes, de las diferencias de clase, de la corrupción que permite adquirir fortunas rápidas en un país de pobres―, pero lo que predomina es esa experiencia individual en que traiciones y mentiras hacen percibir la vida como una farsa, que el narrador escribe para poder comprobar si algún día le llega a parecer cómico lo que ahora es trágico, y que el lector percibe como una historia tragicómica, logro indudable de la capacidad de Pacheco para adoptar una distancia irónica que convierte los sentimientos en una reflexión sobre los mismos y sobre el sentido de la existencia. Las batallas del desierto (1981), su última y también breve novela, perfeccionaría ese ejercicio de la memoria al recuperar ahora su narrador las lejanas peleas libradas como árabes o judíos en el polvoriento patio del colegio, las relaciones con los compañeros condicionadas a menudo por prejuicios o complejos sociales, económicos y raciales, en el contexto de una recuperación minuciosa del tiempo transcurrido desde la infancia y desde la presidencia de Miguel Alemán, aquellos años finales de la década de los cuarenta angustiados por la amenaza del hongo atómico, tiempos sin embargo de esperanzas para México que nunca se cumplirían, con enumeración nostálgica de juguetes, de libros ilustrados o cómics, de programas de radio, de películas, hasta del bolero que ilustró la historia remota de un amor primero e imposible que quizá nunca ocurrió en realidad. En todo caso, la pureza de ese amor sirve de contraste para recrear el medio personal y social represivo e hipócrita en que tuvo lugar aquella iniciación, para ofrecer una visión descarnada del pasado que el narrador adulto y sarcástico (incluso consigo mismo) acentúa al rememorar sin nostalgia las miserias de su familia y de todos en un México para siempre perdido[6]

Poeta siempre, Pacheco parece matizar en sus versos el proceso aquí esbozado para su narrativa. En Los elementos de la noche (1963), su primer poemario, parecía buscar la captación de lo fugaz, en variedad de formas que iban desde el soneto hasta el poema en prosa, conjugando su conocimiento de la tradición literaria con la voluntad de sumarse a experiencias de ruptura. “De algún tiempo a esta parte las cosas tienen para ti el sabor acre de lo que muere y de lo que comienza”[7], se lee en ese libro empeñado en captar tal sabor en el contraste de los días y de las noches, de la luz y de las sombras, de las estaciones que se suceden; sabor que proyecta su acritud sobre los instantes de plenitud asociados a la presencia de la amada, contaminados de fugacidad, de ausencia y de soledades. Una atmósfera de derrota impregna cuanto se toca, amenazado de olvido y de otras consecuencias de una pérdida incesante: el polvo, el vacío, la nada. Expresada con un lenguaje de factura clásica que afronta la dificultad y el fracaso al dar cuenta de sus dimensiones cósmicas, esa desconsolada angustia metafísica ―“¿sólo perder ganamos existiendo?” (“I, 11”)― se mantiene vigente en El reposo del fuego (1966), en cuya tercera parte la podredumbre parece hallar concreción precisa en las aguas ahora muertas del subsuelo de México, las que lavaron la sangre conquistada, anegaron en su lodo la hermosa ciudad de Moctezuma y cubrirán algún día los edificios de la ciudad presente, que deja oír en la noche los latidos de un desastre en el que resuenan ecos de la sensación de derrumbe total que Alguien padecía en Morirás lejos al temer que el holocausto fuera apenas un episodio de una ruina generalizada y sin término.

El recuerdo del pasado suscitó en El reposo del fuego la protesta contra los amos de aquella tierra, en esa ocasión personificados en los virreyes, lo que anticipaba la aparición de inquietudes sociales que se acentuarían en No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969). Leído como una nueva propuesta, “Transparencia de los enigmas (octubre, 1966)” dejaba patente ahora el alejamiento de “la solemnidad de los profetas” y ―aunque de momento no se tuviese otro amparo que la lealtad a la confusión propia― la urgencia de “alinearse” porque la batalla próxima no toleraría a los neutrales. Acordes con ese planteamiento, que parecía poner en entredicho su obra precedente, algunos poemas parecían mostrar la irrupción de la actualidad histórica en la poesía de Pacheco: allí estaba el marine muerto en una selva presumiblemente vietnamita ―“Un defensor de la prosperidad (enero 1967)”―, y la impresión causada por la noticia de la muerte del Che Guevara en Bolivia, “el martirio / y el altivo final en una abyecta / noche de Sudamérica” ―“En lo que dura el cruce del Atlántico (octubre 1967)―, y la matanza de la Plaza de las Tres Culturas, aludida por medio de una recreación del fin de los aztecas en “Lectura de los ‘Cantares mexicanos’: manuscrito de Tlatelolco (octubre 1968)”. Esas referencias puntuales ―y la conciencia constante de quiénes son los amos de la tierra, sin olvidar a los que lo fueron, como en “Crónica de Indias”, o a los que los padecieron, como en “Digamos que Amsterdam 1943”―, no significan tanto como el lenguaje nuevo e irónico que reflexiona sobre sí mismo a la vez que rememora pasados poéticos caducados, habla de poetas a los que su época dejó hablando solos y de otros empeñados en hacer que de un idioma ya seco “brote el agua / en el desierto” (“Job 18, 2”). Por supuesto, Pacheco seguía fiel a sí mismo en su atención al deterioro que destruye el amor y la vida, pero ese deterioro se observa y alguna vez se cuestiona ―con ayuda del arte, como en “‘Venus Anadiomena’ por Ingres”― ante una “realidad” que quizá no es sino acopio de citas literarias, en un lenguaje de factura cada vez más cotidiana que en sí mismo significa una de las posibilidades de ese cuestionamiento de la poesía que ahora se convierte en uno de los temas obsesivos. El avance hacia ese prosaísmo aparente tuvo notables manifestaciones en la sección “Los animales saben”, donde algunos sirvieron como objeto de reflexión que lo era también sobre la condición humana e incluso sobre el alcance de la literatura, pues tanto en sus poemas como en sus relatos Pacheco ha sabido recuperar y enriquecer las posibilidades expresivas de la fábula. La novedad se manifestó también en la invención de los apócrifos Julián Hernández (1893-1955) y Fernando Tejada (1932-1959), aptos para expresar con ironía sus opiniones sobre la significación de la poesía, incluida la propia[8].

Lo iniciado en No me preguntes cómo pasa el tiempo se continúa en Irás y no volverás (1973): “¿Por qué obstinarse / en la fugacidad y el sufrimiento?”, objetaba Prometeo en el poema titulado con su nombre, antes de que el buitre reanudara “su tarea entrañable”. Sin ignorar los conflictos bélicos con que recomenzaba “la pesadilla de la historia” (“The dream is over”), un pensativo sentir cada vez más sereno y melancólico trataba de encarar la amenaza del fin con una inquietud ecologista que venía de lejos: al menos desde que en El reposo del fuego, al rememorar la perdida ciudad de Moctezuma, el ubi sunt se centró en los jardines y las embarcaciones anegadas de flores, en los bosques y las praderas, en los lagos y las corrientes de agua que alegraban el valle de México, en abierto contraste con un Distrito Federal cuya monstruosidad creciente también se podía advertir en Morirás lejos y en otros relatos. La incertidumbre derivada de la amenaza atómica fue dejando paso a nuevas formas de muerte que ingresaron también en la literatura: la contaminación, las basuras, los venenos, la desertización. Por otra parte, la tensión de un lenguaje depurado y preciso, en apariencia apto sobre todo para el laconismo del epigrama y otras formas poéticas breves, se plegaba con eficacia a diferentes registros: entre otros, en Islas a la deriva (1976) el del cronista que recuperaba fragmentos del pasado perdido, como en “Antigüedades mexicanas”; el del viajero que en el otoño y la nieve encuentra símbolos antiguos o nuevos del apocalipsis, como en “Escenas de invierno en Canadá”; el del fabulista que en la variedad zoológica encuentra estímulos para las alegorías que le permiten expresar sus preocupaciones por el destino reservado a los hombres y el universo.

Los numerosos últimos poemarios ―Desde entonces (1980), Los trabajos del mar (1983), Miro la tierra (1986), Ciudad de la memoria (1989), El silencio de la luna (1994), La arena errante (1999) y Siglo pasado (desenlace) (2000)― fueron nuevos frutos de la madurez adquirida, no sin matices que merecen subrayarse, por razones diversas. Marcado por la experiencia del terremoto que asoló México en septiembre de 1985, Miro la tierra concretó la experiencia de la materia triunfante que más que nunca dejaba patente la insignificancia del hombre. Aquella furia ciega también reveló insuficientes las palabras que habían hablado de polvo, ceniza, desastre y muerte, y acentuó la condición de sobreviviente que ya había hecho suya el poeta. En las ruinas de Ciudad de México parecía haber quedado enterrada su infancia, aunque eso no habría de impedir que la memoria ocupara en adelante un lugar importante en sus poemas. Próximo el fin del siglo xx, la sensación de desastre y de ruina se haría luego aún más agobiante, al hacer el balance de un tiempo brutal caracterizado por la miseria y la destrucción del planeta, cubierto de contaminación y basuras, y sobre todo por los millones de víctimas de una violencia irracional cuyos horrores la peor pesadilla no habría podido imaginar. Esos horrores apenas se vieron atenuados por la presencia también creciente que (hasta la catástrofe definitiva) adquiría una eternidad provisional: la del mar y los ríos en movimiento perpetuo, la de las estaciones que puntualmente regresan con hojas y flores, la vegetal y animal de la especie, que se extiende a la condición humana en la medida en que la muerte propia deja paso a las vidas de otros, garantizando la continuidad del mundo, escenario de una despedida incesante.

La actitud de Pacheco ha sido, desde luego, la de alguien afectado por el desencanto en un país y una época que alguna vez permitió albergar esperanzas nunca cumplidas. “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”, resumirá “Antiguos compañeros se reúnen” (Desde entonces), dictamen sobre toda una generación que amplían otros poemas y también “La fiesta brava” y otras ficciones. Esa traición no impide luchar para que no queden impunes “la tortura o el genocidio o el matar de hambre”, ni anhelar “lo posible imposible: un mundo sin víctimas” (“Fin de siglo”, Desde entonces), ni dejar ―aunque “escrito en agua”― el testimonio de una generación, la de “los nacidos entre tumbas / al resplandor del incendio del mundo” (“Jardín de niños”, 5, Desde entonces), cuyos sobrevivientes justifican su “sobrevida” al redactar sin proponérselo las páginas que otros poetas ―“muertos en la guerrilla, la tortura, el accidente, el suicidio...” (“Intercambio”, Desde entonces)― no llegaron a escribir. Fiel a esa misión, Pacheco volvería con frecuencia a la sátira del poder y a la defensa de la libertad frente a la obediencia debida, frente al servilismo, frente a la complicidad entre vencedores y vencidos, entre inquisidores y reos, entre verdugos y víctimas, entre el domador y los monstruos de ese “Circo de noche” (El silencio de la luna) que tal vez es el mundo, no sin sospechar que también esas deficiencias del género humano se ajustan a leyes inexorables que otras especies comparten y que unen indisolublemente la vida y la muerte.

La necesidad de encontrar el lenguaje adecuado para expresar esa decepción está estrechamente ligada a la desacralización del poeta y de la poesía que Pacheco mostró al centrar su atención sobre todo en “el testimonio / del momento inasible, las palabras / que dicta en su fluir el tiempo en vuelo” (“A quien pueda interesar”, No me preguntes cómo pasa el tiempo). Capaz también de encontrar revelaciones para su poesía en la pintura y en otras manifestaciones artísticas, tras sus prosas y sus versos ha estado siempre el lector insaciable y profundo que asimismo revelan sus “aproximaciones” ―traducciones o recreaciones de otros poetas que suelen enriquecer sus poemarios― y sus apócrifos, convencido de que la literatura es inevitablemente un territorio compartido. También está el crítico reconocido por sus numerosos ensayos sobre escritores y obras, sabedor del alcance y las limitaciones de la literatura, conocedor de la crítica literaria en sus soberbias y efímeras manifestaciones universitarias, comentadas en poemas como “La desconstrucción de Sor Juana Inés de la Cruz”, de El silencio de la luna, o “Contra Harold Bloom”, en Siglo pasado (desenlace). Por otra parte, en su escritura y sus reescrituras está el escritor consciente de que “dice nada más / lo que cada hombre y cada mujer que lo lea / sabe escuchar entre el rumor de sus páginas” (“El centenario de Gustave Flaubert”, Los trabajos del mar): las revisiones que muestra cada nueva edición obedecen a la pretensión de eliminar elementos innecesarios y aclarar pasajes oscuros, pero también a la voluntad de mantener vivos sus poemas y ficciones. Aunque “ara en el mar. Escribe sobre el agua” (“Instantáneas: 6. Oficio de poeta”, Irás y no volverás), aunque “dejó de ser la voz de la tribu” (“Carta a George B. Moore en defensa del anonimato”, Los trabajos del mar) ―si es aún “el que canta el cuento de la tribu” (“‘Yo’ con mayúscula”, Miro la tierra) lo es como muchos otros, antes y después―, el poeta encuentra justificación personal y colectiva en esa búsqueda de intimidad y colaboración con el lector y con la literatura que ahora pretende para su obra. Quizá nadie ha expresado mejor la atmósfera desencantada de una época que ha obligado al escritor a refugiarse en un destino que se descubre sobre todo verbal. Pacheco ha labrado el suyo con una expresión original y minuciosamente elaborada, un tono reflexivo y a veces irónico, un refinado tratamiento de la tradición literaria y una sorprendente capacidad para extender la poesía a los temas más insospechados. Tal vez la “Despedida” que cierra Siglo pasado (desenlace) en la última edición de Tarde o temprano resuma no tanto una sensación final como las constantes de una trayectoria aún inacabada:

                        Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco.

                        Pero en manera alguna pido perdón e indulgencia:

                        eso me pasa por intentar lo imposible.

 

 



[1] En la revista Estaciones (año 2, núm. 2, verano de 1957) había aparecido “Tríptico del gato”, primero de los relatos dispersos que acabarían reunidos, a veces muy modificados, en La sangre de Medusa y otros cuentos marginales (México, Ediciones Era, 1990).

 

[2] José Emilio Pacheco, “Nota: la historia interminable”, en La sangre de Medusa y otros cuentos marginales, 1990, pp. 9-13 (10).

 

[3] José Emilio Pacheco, Morirás lejos, México, Editorial Joaquín Mortiz, 1967, p. 39.

 

[4] Al menos en la segunda versión de la novela, donde los lectores pueden saber a qué se referían los pasajes de sus escasos libros a los que volvía con insistencia: “La destrucción de Jerusalén, el Santo Oficio, los campos de exterminio, las represiones nazis en la Europa ocupada” (Morirás lejos, Barcelona, Montesinos Editor, 1980, p. 132).

 

[5] “La fiesta brava”, en El principio del placer, México, Editorial Joaquín Mortiz, 1972, pp. 77-113 (109).

[6] Los relatos reunidos en La sangre de Medusa y otros cuentos marginales, desde “Tríptico del gato” (1956) a “La catástrofe” (1984), añaden riqueza y matices a la narrativa de Pacheco. En aquel cuento inicial ya estaba su interés por los animales y por la tortuosa psicología de niños y adolescentes. No faltan los de apariencia realista, relacionados sobre todo con la violencia política de épocas y lugares diversos ―a veces (“El torturador”, “Dicen”, “Para que eternamente estés conmigo”, “La máscaras”) acercan la ficción a la crónica de actualidad―, pero prevalece el interés por temas fantásticos similares a los seleccionados para El principio del placer. En los más breves puede verse una contribución de Pacheco al desarrollo del “microrrelato”, y también resultados de su búsqueda de una expresión lacónica y eficaz.

 

[7] “De algún tiempo a esta parte”, 5, Los elementos de la noche. Salvo que se especifique otra cosa, en adelante las citas proceden de José Emilio Pacheco, Tarde o temprano [1958-2000], edición de Ana Clavel, México, Fondo de Cultura Económica, 2000. Irán acompañadas de los títulos del poema y del poemario a los que pertenecen.

 

[8] Las referencias a ese tercer poemario pertenecen a No me preguntes cómo pasa el tiempo (poemas, 1964-1968), México, Editorial Joaquín Mortiz, 1969). Las revisiones posteriores atenúan a veces la presencia de las circunstancias históricas en que surgieron los poemas. Para los versos citados, véase pp. 14-18, 21 y 41.

 

Escrito en Lecturas Turia por Teodosio Fernández

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Caen las horas como gotas de aceite,

pesadas, lentas, doradas, tibias.

El aire está inflamado de plegarias,

de cánticos oscuros y enigmáticos.

Yo sé que algo sucede.

Debe de ser que es jueves y algo pasa los jueves.

Debe de ser que es lunes y algo pasa los lunes.

Debe de ser que es sábado y algo pasa los sábados.

¿Por qué no quedan huellas de mis pies

en este asfalto ardiente?

Debe de ser que no peso bastante.

Debe de ser que está lejos la arena.

Debe de ser que el tiempo pasa lento

y aún no te he encontrado.

 

Se suceden las horas como un hondo rosario,

como un rosario en sombras.

Yo debería pensar ahora en otras luces,

nadar con otros peces.

Aquí estoy resguardada.

La lluvia no me moja.

Mis párpados se cierran sin asombro.

 

El tiempo pasa lento;

no duele, no me toca.

Escrito en Lecturas Turia por Sara Mesa

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