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23 de agosto de 2013

En las Crónicas de Bustos Domecq, ese paladín de la risa, la obscenidad y el kitsch que inventó en 1936 con su amigo Adolfo Bioy Casares, Borges imagina una pandilla de vanguardistas del siglo XX que apuestan todo a una idea —una sola, fulgurante y absurda— y no se detienen hasta extenuarla, y cuando la extenúan se jubilan, mueren o desaparecen de la memoria de los hombres. Como Picasso, Joyce y Le Corbusier, los “tres grandes olvidados” a los que están dedicadas las Crónicas.

Repasemos algunos nombres y hazañas de ese museo de luminarias desquiciadas. Ahí está el novelista Ramón Bonavena, realista fanático cuya obra magna, Nor-noroeste, describe en seis tomos un ángulo de la mesa de pinotea en la que escribe todos los días. Ahí, el caso de Nierenstein Souza, que inventa historias deliberadamente defectuosas “porque sabe que el Tiempo las pulirá”. Ahí están Loomis, autor de una obra que sólo consta de títulos, y el fundamentalista de los sabores Juan Francisco Darracq, inventor del primer restorán ciego. Y ahí viene el arquitecto Alessandro Piranesi, artífice de un “noble edificio que para algunos era una bola, para otros un ovoide y para el reaccionario una masa informe”. Otros excéntricos de pacotilla: el poeta Urbas, que presenta una rosa fresca a un certamen de poesía cuyo tema es “La Rosa”; el escultor Antártido Garay, que no expone volúmenes ni objetos sino el espacio que hay entre ellos, el aire, y también una plaza, y los árboles, los bancos, y “hasta la ciudadanía que por ella transita”.

Tres de esos genios idiotas prefiguran a uno de los personajes más célebres de la obra “seria” de Borges. Uno es el poeta Vilaseco, autor de una plaquette en la que repite el mismo verso siete veces, bajo siete títulos distintos. Los otros son Hilario Lambkin, crítico cartográfico que, empeñado en confeccionar un mapa de la Divina Comedia, descubre que el más perfecto es el que la reproduce literalmente, palabra por palabra, y termina entregando a la imprenta el poema mismo de Dante; y el grandísimo César Paladión, autor de una obra que incluye en “once proteicos volúmenes" todos los libros ajenos que se siente capaz de escribir. A esa estirpe de originales obtusos pertenece sin duda Pierre Menard, el famoso autor del Quijote. Poco importa que los Paladión y los Lambkin retocen en el lodo menor de los divertimentos, amparados por el seudónimo —Honorio Bustos Domecq— que garantizaba a Borges y a Bioy una gozosa clandestinidad, y que Menard, en cambio, sea una de las estrellas de Ficciones, quizás el libro más imponente de Borges, donde comparte cartel con Funes el memorioso, Herbert Quain, el detective Erik Lönnrot y otras solicitadas presas de la avidez académica. Menard, cuya obra invisible —“tal vez la más significativa de nuestro tiempo”, dice Borges— “consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós”, es tan genial o tan idiota como Tafas o Paladión. Sólo que está desubicado. Ésa es a la vez su fuerza y su condena: estar fuera de contexto. Debería figurar en la constelación de los libros-pasatiempo, intercalado en esa galería de caricaturas desopilantes, pero tropezamos con él en el contexto más exigente y elevado, entre grandes filósofos y paradojas lógicas.

La posición equívoca en que aparece Menard es una anomalía tan aberrante como esa “obra invisible” que lo engrandece a los ojos del narrador del relato. Es la misma operación, sólo que ejecutada en dos campos diferentes: en un caso —el Menard que escribe el Quijote letra por letra— es temática, interna al relato: describe una práctica extemporánea y define una figura de artista; en el otro —el relato “Pierre Menard, autor del Quijote” incrustado en la serie seria, es decir inapropiada, de Ficciones— es exterior al relato, es contextual, y su intervención pone en crisis el estatuto de los pactos que regulan los modos de leer literatura. La operación, en ambos casos, es de desarraigo, y es el golpe maestro de un arte de escribir que ya no parece necesitar de la escritura —ni de su temporalidad ni de su trabajo material— porque se ha vuelto cosa mentale. Escribir, para el Borges del “Pierre Menard”, consiste menos en urdir textos que en operar contextos.

Casi no hay manía más borgeana que esa: definir series paralelas de elementos, normas de inclusión y exclusión, patrones de pertenencia, y después, sin preavisos, proceder a las extirpaciones e injertos más inadecuados. Artista del trasplante, Pierre Menard es para Borges el modelo irrisorio de escritor. Sabe, como Borges, que para hacer literatura basta con hacer migrar lo que escribieron otros e implantarlo en tierras extrañas. Nunca con tan poco se hizo tanto. Menard escribe a mediados de los años ‘30 el capítulo nueve del Quijote y consigue lo que ninguna voluntad, ningún plan, ninguna imaginación conseguirían: movilizar alrededor de un objeto artístico de trescientos años todas las fuerzas de la contemporaneidad. Hacer viajar al Quijote es conectar sus enunciados con las máquinas de leer del presente, hacerles decir —exponiéndolos a las radiaciones de la actualidad— todo lo que aún tienen para decir. Así, escrita por Menard en los años ‘30 del siglo XX, la expresión “la historia, madre de la verdad” (escrita por Cervantes a principios del XVII) suena como el eco de un axioma pragmático formulado por William James.

Quizá no esté de más recordar dos cosas. Una, que el relato “Pierre Menard, autor del Quijote” fue la respuesta de Borges a los ataques de Ramón Doll, un detractor nacionalista que, irritado por la impunidad con que Borges barajaba literaturas ajenas, lo acusaba de ser un parásito. Difícil imaginar una respuesta más demoledora. Es como si Borges actuara en espejo: no sólo no niega su condición de ladrón, sino que la ratifica y hasta se la devuelve a su enemigo en forma literal, puesta en acto, transformando el vicio que le imputan en una estrategia artística. La otra es que Borges escribe el “Pierre Menard” un mes después del accidente de la Nochebuena de 1938 que casi le cuesta la vida. Una septicemia lo ha tenido un mes delirando de fiebre en el hospital, y ahora, que empieza a recuperarse, tiene miedo de no poder volver a escribir. Decide, para probarse, intentar un género que no haya practicado nunca. Si fracasa, el impacto de la decepción será menor. Necesita escribir algo impar, incomparable, y escribe lo que cree que es un cuento: “Pierre Menard, autor del Quijote”. La epopeya de ese oscuro simbolista que conquista la originalidad escribiendo el Quijote es la primera ficción —son palabras de Borges— que escribe en su vida.

Ahora bien: ¿qué clase de ficción descubre Borges cuando escribe el “Pierre Menard”? ¿Qué clase extraña de relato es esta historia sin intriga ni enigmas donde abundan las listas, las enumeraciones, los comentarios bibliográficos, y cuyo protagonista tiene nombre y apellido pero no cuerpo, ni imagen, ni siquiera voz? Quizá “dislate” sea una buena palabra. Es la que usa el narrador de “Pierre Menard” para imaginar cómo reaccionará un lector razonable al leer que dos capítulos y medio del Quijote escritos en 1934 equivalen a “una obra”. Una ficción-dislate, ¿por qué no? Recuperar “dislate” —volver el insulto un capital, la minusvalía un arma— con la misma toma de judo con la que Borges había hecho del parasitismo una potencia para enfrentar a Ramón Doll. O también, por qué no, una ficción… invisible. Con su fachada fría y eficaz, como de objeto arquitectónico ultrainteligente, el “Pierre Menard” es a su modo la historia de una pasión: la pasión de la invisibilidad. Como el señor Teste de Valéry, Menard es el hombre invisible, tanto que el narrador, fingiendo no querer competir con la elocuencia de algunos retratos rivales, se abstiene de “bosquejar su imagen”. Como dice Sylvia Molloy, Menard es un personaje que “no encarna”. Y también es invisible su obra, la obra-dislate que el narrador del cuento se empeña en justificar, “la subterránea, la interminablemente heroica, la impar”. Y también (y sobre todo) es invisible lo que funda su obra, lo que la concibe y la alumbra y de algún modo la posee, al punto de volverla inútil o superflua o inesperadamente cómica: el procedimiento.

Embarcado en su “admirable ambición”, Menard se aligera de todo lastre visible: renuncia a transcribir mecánicamente el original del Quijote, renuncia a los borradores, renuncia a ser Cervantes, renuncia incluso a sus propias convicciones. Hay una sola cosa que sobrevive a ese despojamiento radical, una cosa única, impar, incomparable (tres adjetivos que algunos siglos atrás se habrían dejado resumir en la categoría de idiota): la idea, fulminante como un acto, de escribir el Quijote en 1934. Transcribir, reproducir, copiar: qué pesadas suenan esas obligaciones al lado de la idea de escribir el Quijote. Tanto como la célebre consigna de Cézanne —“Rehacer una y cien veces el frente de la camisa”— al lado del urinario de porcelana que Marcel Duchamp presenta en el Salón de los Independientes de 1917. La “operación” que Borges y Menard ponen en práctica en el “Pierre Menard” es hermana de ese latigazo mental que el arte moderno descubrió con los ready-mades de Duchamp y el arte contemporáneo, marcado por el giro conceptual, perpetúa en legiones de nombres y obras donde los vanguardistas disparatados de Bustos Domecq no desentonarían.

¿Rehacer? ¿Reescribir el Quijote? Demasiado lento, demasiado artesanal. Borges y Menard lanzan su idea loca de una vez y para siempre e imponen instantáneamente el vértigo (¿cuándo sucedió?), la ironía (¿es en serio o en broma?) y la ligereza (¿dónde está la profundidad?) de un nuevo tipo de ficción: la ficción conceptual. Leído desde una preceptiva clásica, el “Pierre Menard” es un relato atrofiado, que nunca empieza y naufraga en su propia inconsistencia. Leído en el marco del conceptualismo, donde el golpe y la idea lo son todo, esa vacilación y esa debilidad adquieren una consistencia extrema que desnuda dos premisas inéditas: transparencia integral e invisibilidad del gesto artístico —como si el pensamiento, él solo y de un solo golpe, pudiera fabricar objetos. De allí, de esa velocidad casi mágica, viene el vértigo que nos asalta cada vez que leemos “Pierre Menard, autor del Quijote”. Un vértigo anarrativo, porque no lo inspira una destreza en el arte del relato sino un procedimiento puntual, y también inagotable, porque ese procedimiento, diáfano y abierto, siempre parece conservar un resto opaco, una zona de sombra que nos insta a a sospechar, interrogarlo, ir más allá. Pierre Menard: un pobre tipo al que en 1934 no se le ocurre otra cosa que escribir el Quijote. ¿Es eso? ¿Eso es todo?

Lo mismo se pregunta Veronica Quaife, la chica de La mosca de Cronenberg, cuando asiste al primer test de teletransportación de su novio, el nerd experimental Seth Brundle, y lo ve emerger, alto y al parecer intacto, de la cabina donde acaba de rematerializarlo la máquina que logró poner a punto. Visto en acto, todo procedimiento despierta esa emoción impura, teñida de sospecha, incredulidad y decepción. La despertó en su momento la máquina del tiempo que inventó H.G. Wells; ¿por qué no la despertaría la que inventa Pierre Menard, más low tech y más eficaz, ya que, fundada en recursos modestos —“la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”, dice el narrador—, hace viajar a un clásico en el tiempo y el espacio a la velocidad de la luz? Desconfiamos del procedimiento (o lo reducimos a un chiste) porque sospechamos del rapto, del truco, de la magia. Y tal vez tengamos razón. Tal vez por eso un relato como “Pierre Menard, autor del Quijote”, tan consustancial con la prestidigitación y el humor que se confunde con un gran koan zen, parece autoexcluirse de la literatura. Y a la vez, ¿no es allí, en el punto crítico del truco, donde la literatura puede desprenderse de su gravidez ancestral, volverse ligera, inmaterial, y adquirir cada vez mayor velocidad, hasta hacerse invisible? Ésa es quizá la condición paradójica de la ficción conceptual: produce sorpresa, sospecha y desazón en el plano de la “obra” (¿cómo una mera perplejidad intelectual podría ser un cuento?), y al mismo tiempo, en el plano de la Literatura, arrastra todas las nociones adquiridas y los marcos de referencia en una mutación loca, tan inconcebible como la que la máquina de Brundle introduce en la especie humana cuando fusiona la carne de su inventor con un insecto inoportuno.

Hay escritores viajeros que dejan a la literatura quieta y escritores inmóviles que la hacen viajar. Borges pertenecía a la segunda categoría (si no la inventó). Viajó bastante: de joven, con sus padres y su hermana, por Europa; ya de grande, célebre, invitado por editores y universidades. Un libro de 1984, Atlas, compila una serie de instantáneas de aficionado que registran momentos cotidianos de esos periplos: una sobremesa con copas y botellas, una brioche parisina, una vista del cementerio de Ginebra. La foto más perturbadora del libro es la de la portada: Borges está en un globo, a punto de emprender vuelo junto a dos hombres y María Kodama. Kodama mira a la cámara; Borges, sonriente y ciego, mira a María Kodama. Las fotos del libro documentan los lugares que Borges no pudo ver.

¿Qué clase de viajero es un ciego? “Mi cuerpo físico puede estar en Lucerna, en Colorado o en El Cairo”, escribe Borges en Atlas, “pero al despertarme cada mañana, al retomar el hábito de ser Borges, emerjo invariablemente de un sueño que ocurre en Buenos Aires”. Quizás el viajero ciego sea el que no viaja; el que decide donar el viajar a otro (para que el otro le cuente lo que él no ve) o imprimirle al mundo todo el movimiento que ya no está en condiciones de percibir. Viajero no retiniano, Borges hizo de la literatura —de toda la literatura— una superficie de hierba y de grava, una estepa, para que los libros —todos los libros— se volvieran nómadas.

Escrito en Lecturas Turia por Alan Pauls

Todavía hoy, cuarenta y un años después de su muerte, Miguel Labordeta Subías (Zaragoza, 16 de julio de 1921 - 1 de agosto de 1969) continúa considerándose un poeta menor, escasamente conocido, más citado que leído, poco y no siempre bien estudiado, un poeta secreto, de culto y “de provincias”, valorado sobre todo por un grupo reducido de lectores que encuentra en él, antes que ninguna otra cosa, una plasmación radical de autenticidad e independencia literarias. Ajeno a todo tipo de consignas y modelos, excluido voluntariamente de cualquier escuela, corriente o movimiento literario más o menos organizado, aislado en su particular “zaragozana gusanera” —en esa ciudad “ausente de todo cuanto tenga el poder de la vida”, como escribiera Julio Antonio Gómez en un poema memorable y desolador de Acerca de las trampas—, rodeado de sus fantasmas en ese edificio encantado que fue el palacio de los Gabarda (sede del Colegio Santo Tomás de Aquino, cuya dirección asumió nuestro poeta tras la muerte de su padre en 1953), acompañado de unos pocos y entusiastas amigos a los que se les había inoculado el virus de la poesía, Miguel Labordeta fue elaborando una obra literaria de una singular intensidad, no demasiado extensa —a decir verdad, más bien reducida, a la luz de los borradores con los que fue conformando su taller literario—, escrita con frecuencia desde la rebeldía, la renuncia y la contradicción permanentes, a contracorriente muchas veces de los gustos y las modas imperantes en cada momento, una obra que incluso se adelanta a propuestas futuras, marcada por un constante “desacato a los modelos establecidos” (Pérez Lasheras y Saldaña, apud Labordeta, 1994: 12), una obra limitada solo por la servidumbre de la libertad y vertebrada sobre dos grandes ejes temáticos y expresivos: el compromiso, asimilado como ese cordón umbilical que vincula la poesía con la denuncia de todas las miserias de la tierra y la solidaridad con los desarraigados, y la vanguardia, en su sentido más amplio, nunca entendida como un periodo histórico concreto o un semillero de posibilidades artísticas, sino como la expresión de una indagación, el resultado de una inmersión en el yo más profundo, asimilada siempre como un horizonte utópico, generador de exploración y fuerza imaginaria.

La poesía de Miguel Labordeta sigue leyéndose con interés y continúa comunicando a quienes se acercan a ella, sean estos jóvenes o no tan jóvenes poetas o, sin más, lectores —como suele decirse— con dos dedos de frente, dotados de una acusada conciencia crítica y social y de un considerable conocimiento de la tradición literaria. No de otra manera podría explicarse que un poema de 1951 (“Severa conminación de un ciudadano del mundo”, de Epilírica) leído por un parlamentario —que además era hermano del poeta— en el Congreso de los Diputados en la sesión del 5 de febrero de 2003, más de cincuenta años después de haber sido escrito, generara una expectación inusitada en la alocución del portavoz de un grupo minoritario ante la aplastante presencia de los grupos mayoritarios, especialmente aquellos que representaban y daban voz a la derecha más ultramontana y reaccionaria, que acostumbraban seguir los discursos ajenos —cuando no se ausentaban de sus escaños— con indiferencia manifiesta o con constantes abucheos, insultos y desprecios lanzados por quienes únicamente valoran como válidas y verdaderas sus propias ideas. Este poder de la palabra, esta magia implícita en versos que, con seguridad, aludían a una circunstancia concreta, a una referencia específica, pero que han servido, sirven todavía, para expresar la sinrazón de una manera de entender la política al margen de los intereses generales de la ciudadanía, radica en lo que es la esencia de la auténtica poesía: ser expresión que atraviesa el tiempo.

Y esta actualidad reside en gran medida en la actitud del propio emisor del mensaje: un cierto desasimiento (palabra que utilizó como título de uno de sus poemas de Transeúnte central) hacia lo que significa el poder y sus representantes, un sentimiento compartido con los más humildes, una advocación continua hacia todo y hacia todos (que al mismo tiempo es imprecación que alcanza al propio yo), una mirada conmiserativa y rebelde conceden a los versos de Miguel Labordeta esa dosis de simpatía precisa y necesaria para seguir comunicando.

Ya desde sus primeros libros —Sumido 25 (1948), Violento Idílico (1949) y Transeúnte central (1950)—, nos encontramos con una escritura muy poco convencional, difícilmente etiquetable con algún adjetivo más o menos afortunado, una escritura desbocada, de largo y hondo aliento, desconocedora de la contención —al menos en su primera etapa— y quizás por eso mismo en ocasiones extraordinariamente potente y generosa en el despliegue de unas extrañas imágenes que habrían de pasar inadvertidas para una academia y una intelligentsia literarias que —traicionando su propia función— habían decidido claudicar ante la inercia y la comodidad haciendo noche en el letargo crítico[1]. Esta primera etapa habría culminado —si la censura lo hubiese permitido— con la publicación de Epilírica, un libro que Labordeta había escrito entre 1950 y 1952 y que tenía previsto publicar ese mismo año pero que no aparecería hasta 1961, un libro, por lo tanto, que ha de verse como parte del ciclo poético abierto en 1948 con Sumido 25. En 1969, poco antes de su muerte, publica en la colección “Fuendetodos” (dirigida por su amigo Julio Antonio Gómez) su quinto y último libro de poesía, Los soliloquios, una obra singular escrita a la luz de esa recuperación de la vanguardia que supusieron el letrismo, la poesía visual y la poesía concreta, un poemario que apuntaba el surgimiento de un nuevo Labordeta que la muerte muy pronto habría de segar. En el origen de esta nueva vuelta de tuerca poética muy probablemente se encuentra la relación que Labordeta estableció con el poeta Julio Campal —a quien conoció en Palma de Mallorca en 1965 a través de Antonio Fernández Molina—, una relación que se prolongaría después en Zaragoza en diversas actividades de difusión de la poesía de vanguardia.[2]

Con anterioridad, en 1960 fundó la revista Despacho Literario (de la que se editarán cuatro números hasta 1963) y publicó a regañadientes en la colección “Orejudín” (aneja a la revista homónima dirigida por su hermano José Antonio, quien tuvo que insistir bastante) su primera agrupación de poemas ya editados, Memorándum. Poética Autología, un volumen en el que Labordeta introdujo algunas modificaciones con respecto a las primeras versiones publicadas, consistentes, en su mayor parte, en facilitar la comprensión añadiendo signos de puntuación que ordenaran lógicamente la lectura desde un punto de vista gramatical. En 1967 ve la luz Punto y aparte, primera antología verdaderamente representativa de su poesía publicada hasta esa fecha y en la que el autor puso como prólogo el poema-epístola que le dedicara Gabriel Celaya en Las cartas boca arriba (este volumen tendría luego una segunda edición preparada por José-Carlos Mainer en 2000). En ambos casos, el poeta vuelve sobre sus textos, reordenándolos, distribuyéndolos en estrofas, puntuándolos, trasvasando incluso poemas de unos libros a otros, eliminando algunas trabas y dificultades que impidiesen la interpretación de algunos pasajes, preocupado quizás por conseguir una mayor coherencia significativa. En 1970, gracias a sus amigos de Palma de Mallorca —en especial, Antonio Fernández Molina, que por entonces todavía ejercía de secretario de redacción de Papeles de son Armadans— aparece en la colección Tamarindo una Pequeña antología en edición firmada por Emilio García Jurizmendi, la primera tras su fallecimiento y la primera realizada por manos ajenas a las del poeta.

En 1972, gracias a los desvelos de uno de sus grandes valedores, el también poeta y editor Julio Antonio Gómez, aparecen las primeras Obras completas, que incluirían, además de sus libros de poesía, esa especie de poética dramatizada que fue Oficina de horizonte (estrenada en 1955 con escenografía de Agustín Ibarrola, protagonizada por esa inefable figura que fue Pío Fernández Cueto, recitador, actor peregrino y bohemio a quien Labordeta dedicara un poema y para quien escribió esta pieza teatral, que fue publicada por primera vez en 1960 en el segundo y último número de Papageno, la revista dirigida por el autor de Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas), una obra dramática que muy bien puede leerse como un extenso poema alegórico sobre el lugar, la función y el destino del poeta en el mundo (como han analizado Enrique Serrano, 1988, Rosendo Tello, 1994, y Antonio Pérez Lasheras, en Pérez Lasheras y Saldaña, eds., 1996). La edición de estas primeras “completas” saldría arropada con ilustraciones de Pablo Serrano, José Orús, Manuel Montalvo, José Manuel Broto y José Luis Lasala y con textos de Ricardo Senabre, José Antonio Labordeta y Rosendo Tello, quien, ese mismo año, se encargaría de preparar la edición de Autopía, un libro inconcluso que desarrolla líneas temáticas y expresivas abiertas en Los soliloquios; en 1975 Pedro Vergés agrupó en La escasa merienda de los tigres textos procedentes de diferentes publicaciones y no incluidos en libros. Clemente Alonso Crespo preparó en 1981 una nueva edición de Epilírica (Los nueve en punto) y, dos años después, dispuso la Obra completa, publicada en tres volúmenes en la colección “El Bardo”; esta publicación, elaborada a partir de los borradores que dejó el propio poeta (quien escribía sus apuntes en dietarios que hoy ya se pueden consultar en el archivo depositado en la Universidad de Zaragoza), ha provocado que parte de la escasa crítica que se ha acercado a esta poesía contemple una realidad muy distante de la que siempre quiso construir el poeta; aparecen algunos títulos que Labordeta nunca publicó, poemas que se repiten e ideas, imágenes, metáforas y versos enteros que se multiplican hasta la saciedad, algo muy contrario a lo que pretendió con su constante labor de criba y de pulido. Sirva como ejemplo este párrafo que le dedica Francisco Ruiz Soriano (1997: 109-110) en una obra dedicada a analizar la primera poesía de posguerra:

Uno de los poetas más importantes de esta tendencia en su línea más trágica es el poeta aragonés Miguel Labordeta, que englobado dentro de la bohemia más heterodoxa, desde posiciones romántico-vanguardistas evolucionará hacia la poesía experimental en su última poética, con Epilírica (1961), Los soliloquios (1969) y Autopía (1972), obras donde investiga la combinatoria, la recursividad y la disposición visual de las palabras en la página (que denominó “poema mapa”). Sus primeros libros —Crecimiento, Sumergido crecimiento, Abisal cáncer, Las anunciaciones del habitante— presentan ya la problematización del ser arrojado al mundo, la frustración por la sociedad industrial alienante —en la más pura tradición lorquiana de Poeta en Nueva York—, ya la búsqueda del autorreconocimiento ante una identidad perdida. Temas que encontramos en su primer libro publicado, Sumido 25 (1948) y en los siguientes: Violento idílico (1949), donde expone la contradicción entre el deseo nostálgico de ideales perdidos y la situación presente de podredumbre con tono hondamente pesimista, y Transeúnte central (1950), indagación en el dolor de toda persona abocada a ser “transeúnte” en el devenir de la vida; en algunos poemas de este libro aparece cierta predisposición social y actitud prometeica. Su poesía refleja un fondo autobiográfico de preocupaciones en torno al Tiempo, la Nada y la Muerte, llena de preguntas esenciales; Labordeta erige una afirmación nihilista del yo y una concepción metafísica del ser, revestido siempre de cierto vitalismo y panteísmo que lo aproximan a las composiciones de angustia anímica de José Luis Hidalgo. 

Las inexactitudes incluidas en este párrafo son tantas que es difícil reparar con cierta atención en todas ellas. En primer lugar, el enredo terminológico: comienza hablando de “esta tendencia”, cuando el epígrafe que incluye estas palabras se denomina “Otras líneas poéticas y promoción del exilio”, con lo que quizás estuviera relacionado con el epígrafe precedente, “Hacia la poesía social”; a continuación se habla de “línea más trágica”, “bohemia más heterodoxa”, “posiciones romántico-vanguardistas”, “poesía experimental”, “actitud prometeica”, “fondo autobiográfico”, “preguntas existenciales”, “afirmación nihilista del yo”, “concepción metafísica del ser”, “vitalismo”, “panteísmo” y “angustia anímica”. No decimos que algunos de estos sintagmas no sean adecuados, sino que su acumulación produce una confusión extraordinaria. Por otra parte, incluir títulos que el poeta manejaba como borradores y que fueron reasumidos en sus primeros libros vuelve a generar perplejidad. La denominación de “poema mapa” fue acuñada por el poeta para una determinada composición incluida en Los soliloquios (“Planisferio del alquimista Zósimo”) y por lo tanto resulta aplicable a algunos de sus poemas más cercanos al letrismo. Finalmente, citar Epilírica como parte de su “última poética” y no precisamente como cierre de su primer ciclo (aunque se publicase nueve años después de su escritura) es desconocer lo que se propuso el poeta con sus versos, su auténtica intención (que, por otra parte, expresó de manera clara y reiterada en otros testimonios). En este orden de cosas, creemos que habría que leer más detenidamente las declaraciones y reflexiones metaliterarias que Miguel Labordeta fue realizando a lo largo de su carrera poética (manifiestos, entrevistas, prólogos, etc.). En ellas puede observarse que los límites de la poesía española del momento le resultaban muy estrechos y que no dejó de perseguir una escritura poética entendida como un fenómeno global y complejo. Solo así se explica la alusión que, en su conocido artículo-manifiesto “Poesía revolucionaria” (1950), dedica a lo que se está haciendo más allá de nuestras fronteras (en alusión a la Beat Generation norteamericana, de la que tendría noticia a través de Carlos Edmundo de Ory, amigo y correspondiente de Allen Ginsberg). Las etiquetas no podían servir a quien se pasó la vida huyendo de ellas.

1983 fue también el año en que Antonio Fernández Molina seleccionó y prologó los poemas de Metalírica. En 1988 Sumido 25 conoció una segunda edición en la Institución “Fernando el Católico”, en 1994 ocurrió lo propio con Transeúnte central (a cargo de Jesús Ferrer Solá) y vieron la luz dos nuevas ediciones, nuestra antología Donde perece un dios estremecido y Abisal cáncer (edición a cargo de Clemente Alonso Crespo), un dietario abarrotado de hallazgos expresivos, escenario de ese sueño que tuvo por nombre Berlingtonia, coetáneo de su primer libro poético e incluido con anterioridad en la Obra completa de 1983. En 2004 Antonio Ibáñez publicó una documentada y bien narrada biografía con el título de Miguel Labordeta. Poeta Violento Idílico, 1921-1969; recientemente, en 2008, se ha editado en búlgaro, con traducción de Rada Panchovska, una selección de su poesía (aparte de este trabajo, algunos —pocos— poemas han sido traducidos al francés, albanés, rumano y alemán en diferentes volúmenes colectivos) y en 2010 José Luis Calvo Carilla se ha encargado de la edición de Transeúnte central y otros poemas.

Internacionalista convencido y declarado, ciudadano del mundo, fundador de una disparatada e imaginaria Oficina Poética Internacional (OPI) que aglutinó a unos cuantos artistas que se vieron arrastrados por su magnetismo y su poder de seducción, Labordeta fue una rara avis en una ciudad oscura de un país en gran medida triste y siniestro. Autor de una escritura crepuscular, itinerante, poliédrica y nómada, las relaciones que estableció con sus amigos —y en esto coinciden casi todos los que le trataron— se basaron siempre en la fraternidad y la generosidad y nunca quiso ejercer de maestro, como se lee en ese poema de Autopía titulado “Escucha joven poeta inadvertido”, que se abre y se cierra con estos versos: “escribe para todos / es decir para nadie / […] / haz lo que te dé la gana / quema estas advertencias por favor / es mi consejo póstumo” (Labordeta, 1994: 233). Así, se ha querido ver con cierta frecuencia en Miguel Labordeta el símbolo o el paradigma de la independencia y la libertad creadoras, la subversión y la resistencia al encasillamiento fácil; sin embargo, la crítica prácticamente es unánime en el reconocimiento de esa labor de liderazgo —si no teórico o estético, por lo menos moral— que Labordeta ejerció entre quienes por entonces —mediados los cincuenta— comenzaban a velar sus primeras armas literarias en la ciudad (su hermano José Antonio, Fernando Ferreró, Guillermo Gúdel, Miguel Luesma, Luciano Gracia, Julio Antonio Gómez, Rosendo Tello, Benedicto Lorenzo de Blancas, Ignacio Ciordia, Raimundo Salas, José Antonio Rey del Corral, Emilio Gastón, autores que vivieron y bebieron durante algunos años al calor de esa comunidad fundada sobre el exceso, el humor y la camaradería que tuvo su centro en el Niké). Poco después, Labordeta quiso apoyar con un prólogo Generación del 65, una antología preparada por Juan María Marín y Fernando Villacampa que vio la luz en 1967 y que incluía poemas de, entre otros, Mariano Anós, Adolfo Burriel, Aurora Egido, Jorge Juan Eiroa, Juan María Marín, José Antonio Rey del Corral, Ignacio Prat, José Antonio Maenza y Fernando Villacampa (la historia es conocida: el volumen apenas se difundió puesto que fue muy pronto secuestrado por orden gubernativa y permanece a la espera de una próxima reedición, en la que está embarcada Graciela de Torres Olson para la colección Larumbe). De alguna forma, ese acercamiento a una nueva generación (esa que ha sido denominada en ocasiones como “generación del lenguaje”), con el espaldarazo que supone el apoyo expreso de Labordeta, representa una nueva manera de enfrentarse al hecho poético en el que las palabras, más que enmarcarse en una relación sintagmática de un lenguaje discursivo, se relacionan paradigmáticamente con otros elementos referenciales, otorgando así relevancia a su carácter simbólico: las palabras dejan de ser meras referencias para evocar cosas, sentimientos, pensamientos, para llegar a ser esas mismas realidades.

En todo caso, es cierto que su escritura no transcurre por autopistas culturales claramente delimitadas (cuando no sancionadas por el canon más institucionalizado) sino que se desplaza por territorios de alta montaña donde el sendero a veces se pierde, carreteras comarcales no muy bien señalizadas y vías de navegación en las que con frecuencia se han perdido las balizas y la travesía debe hacer frente a marejadas y tormentas. Una poesía entendida de tal modo, sin itinerarios previamente marcados, dispuesta a inmolarse en cualquier momento, convierte la exploración y la experimentación en técnicas fundamentales de escritura, y esta es probablemente una lección que Labordeta aprendió de la vanguardia histórica y que mantuvo siempre como una exigencia estética irrenunciable.

Es un hecho que el surrealismo tuvo en él, tras la guerra civil, a uno de sus más entregados cultivadores, como muy bien vio José Manuel Blecua (apud Labordeta, 1983: 6), quien habla de una originalidad conseguida “con una lengua poética no fácil precisamente, puesto que más de una vez se perciben las patentes huellas surrealistas y el bucear en lo subconsciente”; del mismo modo, es también evidente que Labordeta trató de distanciarse de esa y de otras etiquetas, utilizadas una y otra vez como marbetes excesivamente simplistas y reductores. Y esos intentos debieron de dar sus frutos puesto que algunos críticos no tardaron en apreciar la singularidad del surrealismo labordetiano; así, Guillermo Carnero (1978) habla de un “surrealismo existencialista” para referirse a los tres primeros libros publicados por nuestro poeta, y Víctor García de la Concha, en una expresión que riza el rizo, de “surrealismo realista”. En todo caso, Labordeta representa un caso único, irrepetible y heterodoxo en la historia del surrealismo literario español, hasta el punto de articular una propuesta tan impregnada hasta la raíz de elementos expresionistas que, con frecuencia, sería preferible hablar de un expresionismo poético con elementos surrealistas (Ángel Crespo, en Pérez Lasheras y Saldaña, eds., 1996; Pérez Lasheras y Saldaña, apud Labordeta, 1994: 43). En todo caso, en los borradores del poeta puede comprobarse que este automatismo no solo está sometido a una severa y concienzuda revisión, sino que se trata más bien de un instrumento, una técnica que utiliza para crear imágenes en las que se asocian elementos dispares, disímiles, pero que mantienen una íntima relación con el subconsciente. Más aún, debido a las muchas veces lamentables circunstancias históricas en las que se desenvolvió la vida española tras la guerra civil, el mundo de los sueños y del subconsciente deja paso a menudo a una escritura renovada con elementos que proceden del trágico momento histórico, maniatado por limitaciones de todo tipo y, por otra parte, un mínimo análisis del taller poético labordetiano demostraría la constante reelaboración de sus escritos, un hecho que desmentiría de alguna manera el automatismo surrealista.

Así, su poesía zigzaguea sin cesar, interrumpe su avance, desanda a veces el camino, vuelve sobre sus pasos y se desvía de la ruta marcada, se despliega mostrando sin ningún pudor sus cartas pero al mismo tiempo trazando continuas líneas de fugas y derivas. Por todo ello —al calor de esa tendencia tan arraigada en la crítica literaria hispánica basada en el encasillamiento fácil—, esta escritura se ha leído a menudo como un exponente claro del surrealismo (o, en el mejor de los casos, de la vanguardia, en general) y, de esta manera, ha sido incluida en algunos volúmenes que recogen este tipo de poesía (ya en 1952 Joan Fuster y José Albi seleccionaron algunos poemas suyos para la Antología del surrealismo español que publicó la revista Verbo, considerándolo como uno de los poetas más activos en este movimiento). Sin embargo, el propio Labordeta, preguntado sobre esta cuestión, respondía: “¿Surrealista? Yo creo que nadie lo es enteramente, y que sin embargo, nadie de sensibilidad actual puede quedarse al margen de su influencia mágica” (Albi y Fuster, 1952: 184); casi treinta años después, Germán Gullón reunió algunos poemas suyos en su Poesía de la vanguardia española, icluyéndolo dentro del “surrealismo tardío”. En todo caso, flaco favor hacemos a esta escritura si su lectura se orienta únicamente desde el marbete —por muy amplio que sea, al fin y al cabo reductor— vanguardista; lo cierto, no obstante, es que apenas aparece en antologías de poesía española contemporánea (y ello en un país que experimenta una obsesiva, casi enfermiza, pasión por la elaboración de estos artefactos como elementos de canonización literaria). En todo caso, dadaísmo, surrealismo, expresionismo y letrismo no funcionan en Labordeta como horizontes u objetivos conceptuales sino como estrategias retóricas, simbólicas e imaginarias al servicio de su desgarrador universo lírico.

A este respecto, podría afirmarse que los ismos, en la poesía de Miguel Labordeta, antes que senderos artísticos claramente delimitados, funcionan como materiales de trabajo al servicio de una exploración personal, son procedimientos, métodos, caminos, medios o instrumentos de búsqueda de una voz propia, autónoma y al margen de todo tipo de etiquetas. Sobre esta cuestión de los epígrafes, marbetes, fórmulas, marcas o clasificaciones identificatorias que tratan de configurar el canon literario, es significativa la afirmación del propio poeta, quien en una entrevista definía su Epilírica como “uno de los primeros libros de poesía social”, matizando a renglón seguido: “bueno, de lo que luego se llamaría social por los oportunistas, que antes garcilasistas, correrán a gritos desaliñados por el hombre, la justicia, el cocido y tal […] estos figuran en las antologías como forjadores de la poesía social, etc., en cambio de Labordeta dicen desdeñosamente «es un surrealista»” (texto de 1966, editado por Rotellar, apud Romo, 1988: 67). De esta manera, Leopoldo de Luis despachó la poesía labordetiana tildándola de “disconforme y rebelde”, la excluyó de su Antología de la poesía social (1969: 36) y justificó su ausencia con la mención del poema “Un hombre de treinta años pide la palabra” como el más próximo de los suyos a esta tendencia.[3]

Es un hecho indudable que esta poesía, en vida de su autor, apenas despertó el interés de la crítica y, cuando lo hizo, fue casi siempre para destacar la aparición de un nuevo libro con un sustantivo, un adjetivo o un sintagma excesivamente estrechos y encasilladores: tremendista, surrealista, expresionismo de hondas raíces metafísicas, etc., etiquetas, en todo caso, erróneas por insuficientes, injustas por traicionar la complejidad de una escritura que respira imaginación y libertad por todos sus poros, una escritura rebelde, subversiva (en el fondo y en la forma) y dispuesta en todo momento a retorcerse sobre sí misma y romper con el entramado léxico y la linealidad discursiva, una escritura, además, elaborada con palabras, sintagmas y expresiones que con frecuencia no pueden interpretarse a partir de las acepciones que recoge el diccionario puesto que ofrecen sentidos traslaticios, figurados, metafóricos, simbólicos, imaginarios, distintos, en cualquier caso, a los que colectiva y habitualmente aceptamos según dicta la norma lingüística académica.

Y una poesía concebida a partir de estas premisas no puede sino calificarse de revolucionaria, “poesía revolucionaria”, expresión con la que el propio Labordeta tituló una especie de poética publicada en 1950 en la revista Espadaña, revolucionaria por su constante afán de subvertir los conceptos más arraigados en el imaginario colectivo, alterar la sintaxis más usual, quebrar la lógica interna de la gramática, pero también por su irrenunciable deseo de alcanzar nuevos y liberadores sentidos a partir de esa incansable labor de erosión y desintegración del lenguaje. En todo caso, vanguardista y revolucionaria son adjetivos que conectan a la perfección si de lo que se trata es de definir un tipo de poesía “de avanzada”, preocupada por describir los verdaderos problemas del hombre, aunque no sea entendida en su momento ni permita ganar ningún gran premio literario (como declara el propio poeta). Germán Gullón comenta que “Para identificar, en principio, a un poema como vanguardista, el rasgo más indicativo es la rotura de la arquitectura gramatical o de la lógica interna del poema, o de ambas cosas a la vez, causadas por un desajuste rítmico, su entrecortamiento, y la pérdida del lirismo tonal”, y poco más adelante, al hacer referencia a la aparición de las greguerías de Gómez de la Serna, primera manifestación vanguardista en la literatura española, añade: “el discurso poético aparece ya disgregado, la referencialidad tradicional de las palabras puesta en entredicho y tomada a broma” (Gullón, 1981: 8). No de otra manera actúa nuestro Miguel Labordeta.

Tras su muerte comenzaron a publicarse algunos trabajos de cierta entidad sobre esta poesía; a los iniciales de Ricardo Senabre —“Prólogo”— y Rosendo Tello —“Claves circulares (en torno a la obra de Miguel Labordeta)”— (incluidos en las Obras completas de 1972 junto a un “Retrato” de su hermano José Antonio) seguirían otros, como los agrupados en el volumen colectivo Miguel Labordeta. Un poeta en la posguerra (1977, que reúne, entre otros, textos de Mariano Anós, Federico Jiménez Losantos, José Antonio Labordeta, José-Carlos Mainer, Carlos Edmundo de Ory y Pedro Vergés), un volumen que lamentablemente no contribuyó a la recuperación de la poesía del autor sino, más bien, a propagar la confusión. Habrá que esperar a la década de los ochenta para que surjan algunos trabajos elaborados ya desde planteamientos científicos y hermenéuticos más sólidos; así, los estudios de Francisco J. Díaz de Castro (“La poesía de Miguel Labordeta, 1”, 1984), que se había doctorado en 1974 en la Universidad de Valencia con un estudio sobre nuestro poeta, Jesús Ferrer Solá (La poesía metafísica de Miguel Labordeta, 1983, publicación derivada de su tesis de licenciatura), Clemente Alonso Crespo (Materiales para una edición anotada de la poesía de Miguel Labordeta, resumen de su tesis doctoral leída en la Universidad de Zaragoza en 1983) y el más documentado y extenso de Fernando Romo (Miguel Labordeta: una lectura global, 1988, resultado asimismo de su tesis doctoral) apuntalan los cimientos de una nueva crítica labordetiana basada en el análisis de mecanismos textuales y no tanto en prejuicios más o menos intuitivos. Los años noventa suponen una consolidación de la bibliografía científica que esta poesía ha generado; en 1994 la revista de cultura aragonesa Rolde dedicó al autor de Sumido 25 un número monográfico coordinado por Antón Castro y la Universidad de Zaragoza organizó un congreso dedicado a este poeta cuyas actas (Pérez Lasheras y Saldaña, eds., 1996) recogen una buena representación de las lecturas críticas que esta escritura ha suscitado; en 1996 Díaz de Castro publica en Ínsula un breve pero revelador texto en el que vincula esta escritura con la vanguardia y el compromiso, dos conceptos en absoluto incompatibles, como en tantas ocasiones ha querido hacerse ver. Al margen de estas publicaciones, la poesía labordetiana ha sido objeto de atención en diferentes trabajos de alcance más general; así, por ejemplo, en un ensayo sobre la pervivencia del surrealismo en la poesía española de posguerra Raquel Medina (1997) se ocupa de nuestro poeta junto a Carlos Edmundo de Ory, Juan Eduardo Cirlot y Camilo José Cela.

La poesía de Miguel Labordeta surge en un momento en el que todavía se escuchan los ecos de la guerra civil. Son los años de la represión política más dura, la miseria, el hambre y las cartillas de racionamiento, unos años en los que los poetas, en general, entienden su labor de dos maneras sustancialmente diferentes: poetas intimistas, religiosos, vinculados a una lírica de los sentimientos amorosos y las necesidades espirituales y, probablemente por eso mismo, desvinculados de la realidad histórica más desgarrada y apremiante, garcilasistas, por un lado, y poetas sociales, tremendistas, partidarios de una escritura atenta a la denuncia y el compromiso político pero despreocupada al mismo tiempo de alcanzar un nivel elevado de exigencia formal y expresiva, espadañistas, por otro, configurando un escenario que derivaría poco después hacia otra fórmula bipolar materializada en la consabida polémica entre comunicación y conocimiento. Miguel Labordeta —frente al Juan Ramón Jiménez purista y selectivo, partidario de una poesía de las esencias y las formas más depuradas, apta solo para un restringido club de iniciados, y al Blas de Otero y al Gabriel Celaya preocupados por elaborar un discurso poético que respondiese a las necesidades de la inmensa mayoría— pareció encontrar muy pronto acomodo en una especie de término medio más o menos equidistante de ambos extremos, una suerte de limbo o tierra de nadie donde él quiso encontrarse, a solas, de verdad, con los suficientes, una posición que reflejó con claridad en un artículo de 1951, “Ni poesía pura ni poesía popular”. Labordeta aboga por una concepción de la poesía como “reconocimiento”, en una singular mezcla de elementos neoplatónicos, románticos, psicoanalíticos, existenciales y orientales, en la que se busca el autoconocimiento, lo que justificaría esa constante indagación sobre el propio ser. Por otra parte, y sin renunciar en ningún momento a su independencia, Labordeta mantuvo relaciones más o menos estrechas con poetas en un momento dado tan diferentes entre sí como pudieron ser Gabriel Celaya —con quien entabló una amistosa polémica que el poeta vasco reflejó en Las Cartas boca arriba (1951)— o Carlos Edmundo de Ory, uno de los fundadores del postismo, con quien mantuvo una intensa relación epistolar salpicada en ocasiones de hondas reflexiones literarias. Ambos coinciden en aconsejar y aleccionar a Miguel Labordeta sobre los derroteros que debería cobrar su poesía, en el caso del primero incluso con severas, aunque cariñosas, admoniciones.

Ajeno, pues, a todas esas inconsistentes y muchas veces artificiales y estériles polémicas que, de una manera u otra, siempre han intentado instrumentalizar la poesía al servicio de objetivos más o menos espurios, Miguel Labordeta parece empeñado desde el primer momento —una vez superados los escarceos iniciales— en desarrollar una voz personal que diese vía libre a sus preocupaciones temáticas y a sus figuraciones expresivas, y esa voz se encuentra ya en Sumido 25, su primer libro, donde se pueden leer poemas perfectamente medidos, dotados de unas sorprendentes y poderosas imágenes, desde el inicial y archicitado “Espejo”, pasando por “Elegía a mi propia muerte”, “Puesto que el joven azul de la montaña ha muerto” (musicado por su hermano José Antonio), “Agonía del existente Julián Martínez” (uno de sus heterónimos, otros fueron Nerón Jiménez, Valdemar Gris, Mr. Brown, Nabuco, etc., denominaciones que, junto a otras como “Ciego insumiso”, “Buzo ardiente”, “ilustre profesor sin chaqueta”, “un existente jovial y atribulado”, “este señor calvo encantador”, dan testimonio de una identidad compleja, con frecuencia escindida), “Hombres sin tesis”, hasta el poema con que se cierra, “Mensaje de amor que Valdemar Gris ha mandado para finalizar este Sumido 25”, unos textos escritos por un poeta de veinticinco años con una identidad descompuesta y fragmentada y desde la perspectiva imaginaria de la muerte (que se convertirá en una de las constantes de esta escritura en sus libros posteriores) y en los que se hallan esbozadas prácticamente todas sus claves simbólicas. La poesía labordetiana es de una asombrosa riqueza inaginaria y, en ese sentido, ofrece vetas todavía no del todo exploradas, como recientemente ha demostrado Isabel Bueno Serrano (2009).

Y, con la muerte, ese otro tópico de la tradición literaria que es el viaje se convierte en uno de los grandes motivos vertebradores de sus primeros libros —en algún caso, ya desde el mismo título, como se lee en la imagen del “transeúnte”—, de ahí que el deseo de evasión de una realidad que se percibe como dolorosa, castrante y brutal acabe convirtiéndose en un elemento recurrente. Poemas de su primera etapa como “Desnudo entero”, “Puesto que el joven azul de la montaña ha muerto”, “Plegaria del joven dormido” o, entre otros, “Un hombre de treinta años pide la palabra”, reflejan muy bien una actitud basada en el inconformismo, la rebeldía y —por decirlo con expresión más reciente— la apuesta por otro mundo posible. Ahora bien, si en Sumido 25 se escuchaba la voz de un sujeto que contempla atónito los desastres del mundo,  a partir de Violento Idílico nos encontramos con un cambio de registro, la mera observación se prolonga en llamadas constantes, subversivas y revolucionarias a la transformación social, un gesto que culminará en Transeúnte central, su libro más explícitamente político y social, en el que son elementos constantes la denuncia de cualquier forma de injusticia y la solidaridad con los desfavorecidos. A partir de Violento idílico se aprecia también la influencia de Heidegger, manifestada sobre todo en el concepto de dasein (así se titula uno de los poemas de este libro, en evidente homenaje al pensador alemán), por medio del cual la muerte se concibe como un no-ser pero también como la posibilidad de mirar desde el otro lado.

Aunque publicado en 1961, Epilírica, escrito entre 1950 y 1952, supone, como hemos recordado más arriba, el cierre de su ciclo poético inicial y, en ese sentido, participa de la cosmovisión poética que Labordeta fue gestando a partir de su primer libro; así, inconformismo, rabia, desarraigo y denuncia de unas condiciones de vida injustas son rasgos que acercan esta obra a ese tipo de escritura política que ya había aparecido en textos anteriores. La censura prohibió dos poemas (“Hermano hombre” y “Mientras muero en el frente”, dos textos que, sin embargo, ya se habían publicado en diferentes revistas) y la primera edición salió por lo tanto amputada, con siete y no con los nueve poemas con que veinte años después, en 1981, Clemente Alonso Crespo la editaría. Y junto a ese registro existencial, civil, social, con el que el sujeto lírico comparte inquietudes y aspiraciones con los demás, encontramos otros de hondo calado sentimental arropados por una metafísica y una mitología muy personales.

Y en esas circunstancias se encuentra cuando, avanzada ya la década de los sesenta, Julio Antonio Gómez pone en marcha con Eduardo Valdivia y Luciano Gracia (y con la inestimable colaboración gráfica del fotógrafo Joaquín Alcón) la colección de poesía Fuendetodos, que acoge una pequeña editorial denominada Javalambre. Julio Antonio Gómez insiste sin reblar hasta conseguir que Labordeta acepte publicar unos poemas que verán la luz con el título de Los soliloquios, unos poemas escasamente figurativos en los que las palabras reflejan el desequilibrio que se da entre la experiencia, las sensaciones y las ideas, unos textos, en definitiva, que marcan un punto y aparte —sobre todo en el plano formal— con respecto a sus entregas anteriores; introduce así un nuevo giro de tuerca en su trayectoria poética que solo la muerte habría de truncar muy pronto. “Desaparecer” es la palabra troceada y descompuesta en cinco líneas con que se cierra un poemario enmarcado entre palabras de Ovidio y René Char, al comienzo, y Vicente Aleixandre y Fernando Pessoa, al final.

Se ha repetido con frecuencia y ha llegado a convertirse ya en un tópico: la poesía es una pregunta que planta cara a todas las respuestas. Más que proponer explicaciones o respuestas a los interrogantes y desafíos del mundo, la poesía se presenta como una radical oportunidad para generar espacios de tensión, conflicto e incertidumbre. Así, la poesía labordetiana no habría intentado responder a la pregunta que se lee en el primer y citadísimo verso de su primer libro, “Dime Miguel: ¿Quién eres tú?”, sino llevar a un primer plano ese escenario de crisis, convertir esa situación conflictiva que afecta a la construcción de la propia identidad en la raíz medular de su poética, verbalizar la imagen difuminada de la identidad desde un lugar manchado por la otredad, y todo ello en un territorio marcado por la presencia del espejo, ese elemento que al mismo tiempo delimita y expande difuminando las fronteras entre la realidad y la ficción, entre el aquí y el allá, entre lo que es y lo que parece, entre lo propio y lo ajeno. En este sentido, es sabido que la disolución del sujeto y su intento de reconstrucción en el texto se ha convertido en un lugar común de la lírica contemporánea. Baudelaire, primero, Nerval, Rimbaud y Mallarmé, después, abren grietas que afectan a la línea de flotación del estatuto identitario; así, la pérdida de la propia identidad y su posterior búsqueda en el poema se han convertido en motivos recurrentes de la lírica labordetiana, en la que nadie y nada funcionan con frecuencia como símbolos de un vacío ontológico y metafísico que encuentra su referente existencial en un escenario donde la identidad vive volcada hacia el abismo de su propia disolución.

Porque, en efecto, “vanas son las preguntas a la piedra / y mudo el destino insaciable por el viento”, como dejara escrito en “1936”, aquel poema de Los soliloquios en el que el vate maduro que por entonces ya era Labordeta lamentara cómo a toda una “generación perdida” —la suya— le habían sido arrebatadas la juventud y la alegría “por la historia siniestra / de un huracán terrible de locura” (Labordeta, 1994: 186). Nuestro poeta se adentró por el sumidero en el que emergen las preguntas esenciales en busca de respuestas que jamás encontró y, así, la poesía que nos legó, rigurosa y crítica consigo misma como muy pocas otras obras poéticas españolas contemporáneas, no permite ningún tipo de concesiones, se presenta al mismo tiempo como un admirable ejercicio de libertad e independencia creadoras y funciona como el testimonio de un sujeto que hizo del extrañamiento ante la barbarie del mundo una constante actitud personal.

 

Referencias bibliográficas

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[1] Es bastante significativo que uno de los primeros estudiosos que pretendió incluirlo en la historia de la poesía española de posguerra, Víctor García de la Concha, se encontrara con dificultades para encuadrarlo bajo alguna de las etiquetas más usuales y tuviera que acudir a una contradictio in terminis como “surrealista realista” (García de la Concha, 1987: 746) y que una de las historias literarias más leídas por los estudiantes de Filología Hispánica (futuros profesores de lengua y literatura) incluya a nuestro poeta en un apartado titulado “Francotiradores” junto a dos grupos más o menos formados (el postismo, representado por Carlos Edmundo de Ory, y el grupo Cántico de Córdoba) que, como él, tuvieron asimismo una presencia periférica en la vida literaria durante los años posteriores a la guerra civil.

[2] “Por los 50 otros poetas que experimentan con la iconicidad y la plasticidad son Miguel Labordeta y Juan Eduardo Cirlot. Al principio se dejan influenciar por el surrealismo pero llegan a crear un lenguaje personal. Cirlot es un poeta e intelectual desconocido en parte porque hay libros que todavía se están publicando póstumamente. Su libro Variaciones fonovisuales publicado póstumamente en 1996 utiliza técnicas permutatorias que combina con el dibujo tipográfico. Cirlot era un gran conocedor de lo simbólico, de filosofías orientales, de la música, numismática, medievalismo, cine, escultura, etc.” (López Fernández, 2001). En este sentido, no debemos olvidar que Cirlot realizó su servicio militar en Zaragoza, donde contactó, siendo muy joven, con Labordeta y los poetas e intelectuales que se reunían en el café Niké.

Julio Campal organizó la exposición “Poesía concreta” en la galería Grises de Bilbao, entre enero y febrero de 1965, y fue este el primer evento de poesía experimental que tuvo lugar en España. Unos meses más tarde, del 18 al 24 de noviembre, se inauguró en la Sociedad Dante Alighieri de Zaragoza la muestra “Poesía visual, fónica, espacial y concreta”, que Labordeta, con su OPI, ayudó a organizar. Y al año siguiente, en Madrid, se celebraron dos actos que contribuyeron al asentamiento definitivo de este movimiento: la “Exposición Internacional de Poesía de Vanguardia”, en la galería Juana Mordó, y la “Semana de poesía concreta y espacial”. Finalmente, en el verano de ese mismo año 1966 se celebró en la galería Barandiarán de San Sebastián la “Semana de poesía de vanguardia”.

[3] Al margen de esta polémica en torno a la catalogación de la poesía labordetiana como “surrealista” o “social”, lo cierto es que encontramos varios textos suyos incluidos en antologías de poesía surrealista (Corbalán, 1974; Gullón, 1981 —en el epígrafe “surrealismo tardío”—; Pariente, 1985) o de poesía visual (Muriel, 2000).

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña y Antonio Pérez Lasheras

La conmemoración del centenario del nacimiento de Juan Carlos Onetti nos ha tomado por sorpresa. Nadie se lo esperaba tan pronto: ¡si hace apenas quince años todavía lo creíamos inmortal, cuando nos miraba, entre burlón y resignado, desde ese altar —la cama— que lo había consagrado en vida! Estábamos sus fieles lectores y críticos atentos a cada una de sus páginas, acostumbrados a que los años pasaran como si le fueran indiferentes. Contra todo pronóstico, acompañado de cigarrillos, vino o whisky, lacónico y confinado voluntariamente al modesto espacio de un piso en Madrid, la longevidad de Onetti nos parecía la mejor prueba de que lo importante en un autor es su íntima y total dedicación a la escritura, la que le permite sobrevivir a todas las adversidades. El resto es inútil vanidad.

Lo confesaba él mismo: “Le diré que cuando me cortaron el cordón umbilical se llevaron también el de la vanidad. Me refiero a la vanidad literaria. La gran mayoría de nuestros escritores trata de alcanzar el triunfo. Y a esto se llega de manera incidental y nunca deliberada. Si alcanzamos el éxito nunca seremos artistas plenamente. El destino del artista es vivir una vida imperfecta: el triunfo, como un episodio; el fracaso como verdadero y supremo fin” [1].

Esta preocupación por la escritura, esa imperfección como destino lejos de la vanidad y lidiando con el fracaso, lo acompañó toda su vida literaria: desde El pozo (1939) a su última novela, Cuando ya no importe (1993), en la que desde el título aludió a la futilidad de toda ambición, mirada desencantada que proyectó al borde de la muerte. En esta novela, publicada pocos meses antes de su propia desaparición, Onetti apenas se disimula detrás del protagonista, el derrotado y enigmático Carr, para decirnos en las líneas finales y en la complicidad de una cansada primera persona: “Escribí la palabra muerte deseando que no sea más que eso, una palabra dibujada con dedos temblones”, para precisar poco después: “Otra vez, la palabra muerte sin que sea necesario escribirla”.

Ahora, tan próxima de la fecha de su muerte, tan cerca de esos “dedos temblones” con que escribió la fatídica palabra en Cuando ya no importe, conmemoramos el centenario de su nacimiento. Nos asomamos al vértigo de estos años para profundizar en esa “imperfección” como destino, asumida a modo de lema existencial. Recapitulemos.

La imperfección como destino

“Onetti: maestro de escritores que no es profeta en su tierra”, titula el semanario Reporter de Montevideo una larga entrevista que le hace Carlos María Gutiérrez en octubre de 1961. En la portada Onetti fuma con la mirada perdida en el horizonte y el artículo está ilustrado por una foto del dibujante Hermenegildo Sabat que se convertiría con el tiempo en emblemática. Onetti está sentado en una silla de anea y vestido con traje negro y corbata. Lleva un sombrero Stetson ladeado a lo Humphrey Bogart, sobre el que ha forjado una leyenda. El chambergo está atravesado por una bala calibre 45 que le dispararon en una revuelta en Bolivia que había cubierto como corresponsal del diario Acción en 1956 y de la que milagrosamente salió con vida. El todo enmarcado desde un ángulo insólito: Sabat se ha subido a una mesa y Onetti lo mira desde abajo con un dejo de contenida ironía.

La tierna hosquedad, la corteza rugosa que de vez en cuando dejaba escapar la savia que lo embargaba, apenas disimulan en Onetti la excepcionalidad y marginalidad de un escritor que no se había plegado a “la banda de los lúcidos” de la generación del 45 uruguaya que detentaba el poder cultural: Mario Benedetti, Carlos Martínez Moreno, el propio Rodríguez Monegal y un emergente y ambicioso Ángel Rama. Orgullosamente solitario e independiente, pero al mismo tiempo con la modestia de no intentar que sus ideas se impusieran a nadie, Onetti confirmaba  ser —según lo había definido la solapa de Para esta noche en 1941— un escritor que “cree en muy pocas cosas, rara vez habla de ellas y nunca las escribe”.

La entrevista de Gutiérrez pone en evidencia una realidad del momento: Onetti es un escritor desconocido en su propio país, donde empieza a ser reconocido gracias a la sorprendente madurez literaria de El astillero (1961) que saluda en ese mismo número de la revista Reporter el crítico Emir Rodríguez Monegal: “el lector encontrará en esta novela que el cinismo, la desesperanza, la frustración de su protagonista, no le impiden ser también un alma tierna y desgarrada. Encontrará, en fin, una obra maestra”. Sin embargo, El astillero había concursado al premio organizado por la editorial Fabril de Buenos Aires que ganó Jorge Masciangoli con El profesor de inglés, autor y obra hoy completamente olvidados. La novela de Onetti que formaría parte, con el paso de loa años, de la constelación de las mejores latinoamericanas, pasó desapercibida.

Ese mismo año de 1961, Paco Espínola, obtiene el Gran premio Nacional de literatura del Uruguay y se consagra como “escritor nacional”. Onetti no lo será nunca. Según un feliz distingo, será siempre un escritor uruguayo y nunca un escritor nacional, lejos de toda connotación nacionalista. Un escritor subterráneo, una especie de Blaise Cendrars uruguayo, cuyo nombre se repite vagamente, pero del que sus libros apenas se leen.

En realidad, Onetti nunca tuvo muchos lectores. No los tuvo cuando vivía en Montevideo o Buenos Aires. La primera edición de El pozo (1939) de apenas 500 ejemplares se podía adquirir hasta mediados de los cincuenta en las librerías montevideanas; La vida breve publicada por Sudamericana en 1950 y Los adioses por Sur en 1954 se vendía hasta mediados de los sesenta. Onetti no se preocupó nunca por esas cifras y recordaba lo que James Joyce respondió cuando le preguntaban para quién escribía: “Me siento en un extremo de la mesa y le escribo a la persona que está en el otro extremo. En el otro extremo está James Joyce. Bueno, yo hago igual —repetía Onetti—: le escribo cartas a ese señor que está en mi mesa, a mi mejor amigo, yo mismo”.

Prisionero de su propia leyenda

Cuando Onetti es “enganchado al furgón de cola” del exitoso tren de la nueva narrativa latinoamericana de los 60, su participación no es menos equívoca. Hasta cerca de 1980, era común que los onettianos convictos y confesos nos lamentáramos de la falta de reconocimiento de la obra de “una de las figuras más personales y atractivas de la novela hispanoamericana contemporánea” —al decir del hispanista belga Christian de Paepe— situación calificada de “infortunio literario”. Se lo podía comprobar repasando diccionarios, enciclopedias, lexicones y obras de referencia, donde autores menores ostentaban el olímpico título de escritores de la Weltliteratur, mientras Onetti era ignorado por la crítica imperante: Fernando Alegría, Juan Loveluck y Jorge Lafforgue. Tampoco figuraba en la divulgada antología del cuento hispanoamericano que publica Seymour Menton en 1964.

Cuando a mediados de los años sesenta Onetti es asociado al boom de la literatura latinoamericana, su nombre figura como un coetáneo mayor de edad, un escritor algo anacrónico entre el joven Mario Vargas Llosa y los flamantes best sellers Gabriel García Márquez con Cien años de soledad y Julio Cortázar con Rayuela. Figura entre predecesores reconocidos tardíamente y en un sistema solar del que es alejado planeta. Comparte su “excentricidad” con Juan Rulfo —cuyas únicas obras El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo(1955) habían sido publicadas con anterioridad—, el propio Jorge Luis Borges cuyo reconocimiento llega tardíamente, vía Europa, y un quejoso José Donoso que en Historia personal del boom (1972) reclama su lugar en el pelotón de primera división del que se siente excluido. En resumen, Onetti es citado en el conjunto de escritores de moda, sin duda prestigioso, pero que pocos leen. Pocos lectores, pero incondicionales, iniciados a un culto subterráneo de una literatura que prescindía de los índices mediáticos de los “libros más vendidos”, que optaba por la marginalidad y asumía como propia la “mirada sesgada” del autor sobre el mundo. Un “raro”, en definitiva.

A esa fama de “raro” contribuyó el propio Onetti. Cuando Luis Harss, autor de Los nuestros —libro que forjó en 1966 el nuevo canon de la literatura latinoamericana— entrevista personalmente a Miguel Ángel Asturias, Jorge Luís Borges, Juan Rulfo, João Guimarães Rosa, Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, se topa en Montevideo con un elusivo y hosco Onetti.

Onetti dilata el encuentro y le da excusas dignas del mejor humor negro, como encontrar clavada en la puerta del pequeño apartamento de la calle Gonzalo Ramírez la advertencia: “Si es Harss, no estoy”. Cuando finalmente logra trasponer el umbral, Onetti es más lacónico que nunca. Harss se ve obligado a contextualizar cada una de las breves respuestas y, evidentemente, en el conjunto de los ensayos de Los nuestros, el capítulo que le consagra —“Juan Carlos Onetti o las sombras en la pared”— es con el de Juan Rulfo, otro parco conversador, el más breve y, en todo caso, el menos entusiasta.

La atmósfera general de Montevideo que precede el encuentro no puede ser más sombría: es invierno, llueve, hace frío y agobia la humedad bajo un cielo donde se agolpan “pesados nubarrones, sombras mortuorias de los malos tiempos”. El país está paralizado por huelgas y una sequía previa obliga al racionamiento de la energía eléctrica. “La vida prosigue, pero apática, irreal” —anota Harss— entre la “aflicción general” que descubre en las miradas fugaces de los transeúntes trabajando en tétricas oficinas de viejos edificios de ascensores atascados.

Onetti no desentona en ese contexto: lleva un pesado abrigo, tiene una mueca dolorosa en los labios, su andar es de oficinista envejecido y parece huérfano, desocupado y ausente, con las huellas de la renuncia y el desgano por algún fracaso interior marcadas en el rostro, como si llevara una cruz sobre los hombros purgando una culpa innominada e imperdonable. La entrevista no logra despegar. Al recordar viejos tiempos, Onetti se pone áspero, parsimonioso, huraño y, finalmente, taciturno. Harss abandona y construye su ensayo con glosas de las obras del autor de La vida breve, esos “templos de desesperación”, como las califica.

Onetti ya es prisionero de la leyenda que se ha forjado, tal vez a su pesar, pero en buena parte por una deliberada prescindencia de los mecanismos de ascenso y participación en los poderes culturales y, sobre todo, porque cree que lo fundamental es la escritura y no el escritor. Por eso no cultiva su faz de personaje público y prefiere la de escritor secreto, lejos de modas y estilos que halaguen al lector. “Yo no soy un creador ni un ‘hombre letras’. Nada de eso —se defiende— Soy como Eladio Linacero, el protagonista de El pozo: un hombre cualquiera que escribe en los rincones de la ciudad”.

Pero también porque Onetti ha ido elaborando un personaje llamado Onetti a partir del retrato que de él mismo elaborara en La vida breve en 1950. Brausen, el protagonista, comparte una oficina con un hombre que “no sonreía, usaba anteojos, dejaba adivinar que sólo podía ser simpático a mujeres fantasiosas y amigos íntimos”, un hombre de cara aburrida que no hace preguntas, ni manifiesta ningún síntoma de deseo de intimar, que no es otro que el propio autor. El autorretrato de un personaje hosco, amigo del silencio, de la meditación y diálogo consigo mismo, accesible solo en raros momentos, hecho por un escritor taciturno se completa: “Onetti me saludaba con monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración de cariño, una burla impersonal. Me saludaba a las diez, pedía un café a las once, atendía visitas y el teléfono, revisaba papeles, fumaba sin ansiedad, conversaba con una voz grave, invariable y perezosa”. El espejo le devuelve a partir de entonces una imagen literaria que cultiva con esmero y que trata de no desmentir en la realidad. Onetti será siempre el personaje Onetti de La vida breve”.

Escribir sin ser escritor

Cuando Onetti, finalista del Premio Rómulo Gallegos 1965 con Juntacadáveres, es derrotado por Mario Vargas Llosa con La casa verde,  Emir Rodríguez Monegal —el crítico que lanzó a Onetti fuera de fronteras con Narradores de esta América y la exhaustiva edición de sus obras completas con Aguilar México— considera que hay una perfecta coherencia y una secreta simetría en ese fracaso.  “Onetti ha llegado demasiado tarde. Su fracaso no es el fracaso de la calidad sino de la oportunidad. Llega tarde en 1965, como había llegado demasiado pronto en 1941 cuando Ciro Alegría ganó el Premio Rinhart y Farrar con El mundo es ancho y ajeno. Descolocado, desplazado, Onetti no está nunca en el tiempo literario. Está en la literatura, aunque no coincidan sus fracasos con su indiscutida calidad literaria”.

Lo reconocería él mismo cuando recibió el premio Cervantes en 1980: “Nunca trabajé con los codos para embromar a alguien, para trepar. Siempre viví absolutamente ignorante de la práctica de convenciones sociales. A veces tengo la impresión de que mi imagen anda separada de mi”. En ese momento, Rodríguez Monegal cree esperanzado que “la fama ha terminado por dar caza, al fin, a Juan Carlos Onetti”. Sin embargo, el flamante Premio Cervantes no cambia en absoluto sus costumbres, su modesta residencia en Madrid, sus amigos y su alergia a toda forma de vanidad literaria. Desde la cama que ha convertido en su centro vital asegura con tono burlón y desinteresado: “Mi vida es escribir de vez en cuando algunas páginas de una novela. Y leer muchos libros, sobre todo policiales. Aunque las policiales estén cada día peor”.

El distingo que ha presidido su vida sigue siendo esencial. “Los que se acercan a la literatura pueden dividirse en dos grandes categorías —precisa en esos años— “Los que quieren llegar a ser escritores y los que simplemente quieren llegar a escribir. Sólo respeto a estos últimos”. Y añadía con tono elíptico: “la palabra creación me parece desmesurada. Algunos se autodenominan “creadores”; otros, “hombres de letras”. Yo no soy nada de eso. Como Eladio Linacero, soy un hombre cualquiera que escribe en los rincones de la ciudad”.

Como ese antihéroe solitario —protagonista de El pozo— que “se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas”, Onetti podía seguir repitiéndose cincuenta años más tarde: me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no. O los sueños. Desde alguna pesadilla, la más lejana que recuerde”. La vida de Linacero y la del propio Onetti se identificaban y tenían su secreta razón en ese refugio —la escritura— la misma en que se reconoció Brausen, protagonista de La vida breve (1950), cuando descubre la noche en que decide “hacer algo” que “cualquier cosa repentina y simple iba a suceder y yo podría salvarme escribiendo”.

Refugio y salvación en la escritura

Escribir para salvarse, sí, pero no escribir de cualquier manera, porque la salvación no puede ser ni sencilla ni directa. No basta sentarse y escribir sueños y pesadillas para quedar libre de su espectro. Como dice el viejo Lanza en La novia robada hablando de su creador, es decir del propio Onetti: “Es fácil la pereza del paraguas de un seudónimo, de firmar sin firma : J.C.O. Yo lo hice muchas veces. Es fácil escribir jugando”. La imagen, casi surrealista, de la “pereza del paraguas” la había aclarado años antes en un reportaje periodístico cuando lo interrogaron sobre las influencias que reconocía haber tenido en su escritura: “Centenares pienso. Tuve, desde la adolescencia, el terror de aparecer —luego de años de trabajo— descubriendo el paraguas. Y de exhibirlo con sonrisa satisfecha”.

Sin pretender haber descubierto el paraguas y sin exhibicionismos, con “sonrisa satisfecha”, bajo la apariencia de un anti intelectualismo llevado al extremo de ser abrupto, como trasuntara tantas veces en el curso de entrevistas periodísticas o comparecencias públicas, Onetti esgrimió, sin embargo, el mejor catálogo de técnicas de la narrativa contemporánea que sus insaciables y numerosas lecturas nutrían: la ambigüedad de Hermann Melville, los puntos de vista de Henry James, el monólogo interior de James Joyce, los personajes colectivos de Sherwood Anderson, la redonda perfección del relato de Stephen Crane, la realidad vista a través de una mirilla de L’enfer de Henri Barbusse, el estilo jadeante de Le voyage au bout de la nuit de Céline, la absoluta indiferencia y el hondo desencanto de L’Etranger de Camus o la atmósfera trágica del condado de Yoknapatawa en William Faulkner que Onetti transforma en el sombrío patetismo del reino de Santa María.

Lejos de toda verdad absoluta

Una salvación por la escritura construida, sin embargo, sobre la duda, lejos de toda verdad absoluta, apoyándose en las realidades múltiples de un mundo que no puede ser unívoco y que, por lo tanto, apuesta a las virtudes de la distorsión. Deformación de la realidad que es sinónimo de creación y supone siempre la “responsabilidad de una elección”. De otro modo —precisaba Onetti— se “hace periodismo, reportajes, malas novelas fotográficas”.

Seleccionar y deformar han sido operaciones fundamentales en la configuración de la escritura del creador de Santa María. La conciencia de que “la literatura es lo irreal mismo” o más exactamente que la ficción dista de ser una copia analógica de lo real, surge de la integralidad de su universo. Sin embargo, esta conciencia de la irrealidad de la literatura no es una conciencia de lo irreal del lenguaje, sino el resultado de una postura filosófica previa traducida a un código literario. La “racionalidad arbitraria” con que selecciona y deforma los hechos obedece al principio de lo que podría ser “una ética de la estética”.

La selección y deformación debe conservar, en todo caso, “el alma de los hechos”, idea central que ya aparece en El pozo, cuando Linacero, después de su frustrado intento de reconstruir una escena del pasado en que había sido particularmente feliz con Cecilia, escribe: “Hay varias maneras de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llena” [2]. Este proceso creativo no importa tanto como mecanismo de liberación de la fantasía, sino de la conciencia a través de los cuales se percibe la realidad: el punto de vista del narrador. Son los protagonistas “testigos” de la acción ajena, narradores de lo que observan desde “afuera” sin comprometerse, pero desde una primera persona que instaura la ambigüedad del punto de vista, los que seleccionan y deforman.

El manejo del punto de vista, a partir de la conciencia individual o colectiva siempre marginal, permite a Onetti borrar en muchos casos las hipótesis de la narración. Resuelto con eficacia en el final de La cara de la desgracia, el procedimiento es explicado en Una tumba sin nombre, cuando el personaje-testigo expresa: “Esto era todo lo que tenía después de las vacaciones. Es decir, nada; una confusión sin esperanza, un relato sin final posible, de sentido dudoso, desmentido por los mismos elementos de que yo disponía para formarlo”[3]. El narrador prefiere ignorar lo que ha visto, porque le resulta “repugnante” la idea de averiguar y cerciorarse. Es decir, hay un rechazo de la certeza como posibilidad de conocimiento que dignifica la posición marginal, que justifica cualquier desinterés en nombre de una especie de pudor por todo lo que sea participación efectiva.

Protagonistas testigos del quehacer ajeno

Por otra parte, el manejo de la primera persona del singular, que en la novela tradicional supone un compromiso del protagonista con la acción que se desarrolla, le permite recordar que el “yo” es siempre otro, lejos del testimonio o la connotación autobiográfica. En Onetti, el yo del narrador no habla de sí mismo, sino de los demás, distancia que teóricamente permitiría una cierta objetividad, pero que en realidad imprime al relato un sesgo que puede llegar a ser una deformación. La primera persona no es titular de un rol protagónico, sino la de un testigo secundario que observa, cuando no imagina, versiones contradictorias sobre lo que ocurre a su alrededor y, por lo tanto, subjetiviza indirectamente el relato.

El sesgo específico que le imprime esa mirada indirecta, muchas veces oblicua, le da un tono de aparente indiferencia, pero no de imparcialidad. Hay que “estar al margen de todo” —se dicen— como para convencerse a sí mismos. Díaz Grey se esfuerza por ser diferente cuando afirma: “Exigíamos que la gente de Santa María nos imaginara apartados, distintos, forasteros, y hacíamos todo lo posible para imponer esa imagen” [4].

En la mayoría de las obras del ciclo de Santa María, la primera persona es la del Doctor Díaz Grey o la de Jorge Malabia. Es el narrador quién representa al autor y, en cierto modo, al lector, ya que es ese el punto de vista en el cual lo invita a situarse para conocer su historia. Es una situación privilegiada, pero también forzada. El lector está obligado a situarse en ese punto de vista. No se trata de una simple diversidad de formas gramaticales, donde las funciones pronominales permiten una comunicación horizontal entre estas partes en el interior mismo del texto, estructuras que en el curso del relato podrían evolucionar, permutarse, simplificarse o complicarse, ampliarse o reducirse, sino además de instalarse en la conciencia de un narrador ajeno a la historia. En otros casos, esa primera persona está matizada con puntos de vista de terceros, también ajenos a la historia contada, lo que permite revelar o contradecir claves que el testigo privilegiado ha escamoteado o desconoce. La creación de esta arquitectura pronominal permite introducir en el texto luces y penumbras y esa ambigüedad relativa que regula las informaciones que se transmiten.

Esta visión subjetiva es la que otorga el sesgo específico a cada una de sus obras, aunque el conjunto constituya un universo coherente e interdependiente, especialmente entre los cuentos y novelas del ciclo de Santa María. Porque del análisis de esta summa literaria —compuesta por nueve novelas, tres de las cuales son novelas cortas, cuatro nouvelles  y una veintena de cuentos recogidos en su mayoría en libros— resulta claro que Onetti, como su reconocido maestro William Faulkner, ha comprendido que, no sólo cada obra debe tener un diseño, sino que la totalidad debe obedecer a las leyes precisas de un “cosmos de mi propiedad”, como llamaba el autor de Absalón, Absalón al condado de su creación Yoknapatawa y como podría haber repetido Brausen, el fundador de Santa María.

Nada merece ser hecho

“No se puede hacer nada”, dicen sus escépticos personajes o, lo que parece más grave, “nada merece ser hecho”. Lejos de la angustia, de la nausea y aún de la detresse, en las que fuera pródiga la narrativa europea de su época, en Onetti debe hablarse de fatalismo y resignación. Nada del escepticismo de Cioran, menos aún la lucidez de Pascal.

Se sospecha que cuando Díaz Grey afirma en El astillero que la vida “no es más que eso, lo que todos vemos y sabemos” y que su único sentido es “no tener sentido” y no hay porqué complicarse con las “palabras y ansiedades” que conlleva la ambición humana, como sugiere Aranzuru en Tierra de nadie, porque en la vida hay que esperar, “no hacer nada”, “es mejor estarse quieto”[5].

En realidad no vale la pena esforzarse por luchar por otro futuro ya que “un hombre evolucionado no debe hacer nada”, porque “todo es falso y lo autóctono lo más falso de todo”. Este principio de que “un hombre evolucionado no debe hacer nada”, cuya suprema negación se manifiesta en la pasividad y la voluntad de prescindir, es una suerte del desconcertante “preferiría no hacerlo” que enuncia con tono respetuoso y “mansa desfachatez” Bartleby en la obra homónima de Hermann Melvilla con la que, sin querer, se emparenta Onetti. Tono modesto, pero determinado y determinante, “desdén tranquilo” que nos sumerge en la incómoda sospecha de compartir esa “melancolía fraternal” que siente el biógrafo por el taciturno copista Bertleby, ese “hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza”. Una melancolía que se transforma en miedo, lástima y finalmente en repulsión.

Hundirse en una inercia contemplativa parece el resultado inevitable de una certeza previa: el hombre no renuncia al auténtico escepticismo que nace de la ruina y del caos. Onetti está convencido de que no hay certezas firmes y los fundamentos están agrietados, por lo cual la pasiva contemplación es la única fuente de conocimiento. “Toda la ciencia de vivir está en la sencilla blandura de acomodarse en los huecos de los sucesos que no hemos provocado con nuestra voluntad, no forzar nada, ser, simplemente cada minuto”. Declara. Algo que ya había intuido el primer outsider de la novelística contemporánea, el oscuro protagonista de las Memorias del subsuelo de Dostoievsky y comprobó para todo un siglo de literatura El hombre sin atributos de Musil, aunque los tonos en Onetti aparezcan diluidos, amortiguados por las propias características del medio rioplatense en que se insertan.

La crítica ha señalado esta auto-negación de sus anti-héroes desarraigados, opuestos a los de una épica tradicional, incapaces de creer en las propias bases de la nacionalidad como una especial acritud típicamente rioplatense[6]. Más que una forma de desarraigo, la falta de fe pregonada sin aspavientos supondría una comprensión mejor del tiempo vital, de la falta de diálogo, de la frustración presente y de la necesidad de evasión hacia una soñada vida mejor, que caracteriza parcialmente a una zona de la psicología colectiva del Uruguay.

El espíritu de indiferencia

Para comprender la dimensión de esta comprensión vital del desarraigo hay que remontarse a la breve advertencia a su segunda novela, Tierra de nadie, publicada en l94l, cuando Juan Carlos Onetti declara :

Pinto un grupo de gentes que aunque puedan parecer exóticas en Buenos Aires son, en realidad, representativas de una generación; generación que, a mi juicio, reproduce, veinte años después, la europea de la posguerra. Los viejos valores morales fueron abandonados por ella y todavía no han aparecido otros que puedan sustituirlos. El caso es que en el país más importante de Sudamérica, de la joven América, crece el tipo de indiferente moral, del hombre sin fe ni interés por su destino.

Como para que no quedaran dudas que su advertencia no era sólo el diagnóstico de una época, sino además el fundamento de una postura estética y existencial asumida deliberadamente, Onetti completaba : “Que no se reproche al novelista haber encarado la pintura de este tipo humano con igual espíritu de indeferencia”.

En principio, los países del Río de la Plata no tenían porqué padecer los efectos de ese desajuste existencial. Habían sido beneficiarios directos de la primera guerra mundial en el plano económico y habían mantenido una cierta neutralidad política. Los “indiferentes morales” de que hablaba Onetti en l94l no tenían porque prosperar en países plenos de posibilidades y abiertos al futuro. Sin embargo, era evidente que la problemática de una gran ciudad como Buenos Aires no variaba mucho de la de una urbe europea. Es más —tal como pudo verse reflejado en la literatura y el ensayo de la época— los desajustes eran aún mayores en el Río de la Plata que en Europa. Una alta proporción de la sociedad estaba compuesta por inmigrantes. En las orillas de aguas barrosas de un estuario que estaba lejos de las metrópolis de origen, estos hombres debían sentirse naturalmente nostálgicos y desarraigados.

En efecto, alrededor de l940, con los veinte años de retraso comprobados por Onetti, pero con igual intensidad, los habitantes de las grandes urbes de América Latina enfrentaban los desajustes que había vivido Europa al final de la Gran Guerra 1914–1918. La llamada civilización occidental estaba en crisis. Los valores tradicionales de la sociedad humanista y liberal decimonónica, no soportaban su confrontación con la nueva sociedad industrial y de masas emergente. La idea del progreso científico y social indefinido no podía sostenerse con validez frente a la realidad de grandes ciudades donde la comunicación humana iba desapareciendo. El individualismo sólo podía hablar de crisis y de la “decadencia de occidente” de la que se lamentaba Spengler en su obra.

El escritor omnisciente del siglo XIX que operaba como un demiurgo sobre seres y situaciones, había cedido su lugar a un autor que se refugiaba detrás de una verdad mucho más ambigua y variable, representativa de los diferentes puntos de vista que podían desmentirla. Personajes desorientados, anti-héroes anónimos rechazados por  la sociedad industrial, seres indiferentes, desubicados y marginales, cuando no rencorosos y frustrados, habían irrumpido en la posguerra de 19l8. Outsiders, disconformes y desarraigados que se negaban a desarrollar las cualidades de sensatez práctica requeridas para sobrevivir en el seno de la compleja civilización emergente, inauguraban el punto de vista múltiple, la mirada oblicua.

Frente a la dificultad de comunicación con los demás y al sentir que la autenticidad estaba reprimida por la sociedad contemporánea, estos nuevos personajes se refugiaban con sus angustias en el espacio de una pequeña habitación —como Eladio Linacero en El pozo— y efectuaban un solitario e intenso «descenso en sí mismos», ya adelantado por el primer outsider de la literatura moderna, el protagonista de Memorias del subsuelo de Dostoievsky.

Los protagonistas de esas novelas expresan sus desilusiones, pero buscan todavía un fundamento para la fe en el hombre, intentan dar literalmente una significación a la vida en el interior de la crisis general de los valores que afectan a la sociedad. Existencialmente, la obra de Juan Carlos Onetti tiene que integrarse después de la de los grandes novelistas que van pautando esa disolución, naturalmente después de Musil y Mann (asidos al mundo que se desmorona), de Joyce (jocundo ordenador estético del caos que descubre), de Kafka (refugiado en un atormentado, aunque no exento de sutil humorismo orden creado para sí mismo) y de autores como Sartre y Camus preocupados básicamente por justificar filosóficamente ese estado de angustia.

La metafísica del aburrimiento

Vale la pena detenerse por un momento en la inercia vital que se deriva de pensar que “nada merece ser hecho”: el aburrimiento. En el aburrimiento existe tanto el vacío de una voluntad agobiada por el tedio como una forma pasiva de rechazar el orden social y las leyes que lo gobiernan. No hay héroes aburridos, apenas testigos del quehacer ajeno.

¿Cuándo sobreviene el aburrimiento? Sobreviene con su implacable cortejo de rechazos, derrumbe de creencias y desprecios inesperados cuando se enfrenta el bochorno y la pérdida de la fe en la edad adulta, olvidada la infancia y la desapacible adolescencia. El ingreso a la edad madura opera como desencadenante del hastío y la resignación. Linacero inventaría su desgracia en la víspera de cumplir cuarenta años; Brausen reflexiona sobre su fracaso y lo acepta con “la resignación anticipada que deben traer los cuarenta años”; Díaz Grey es imaginado en su frustración como un médico de alrededor de cuarenta años; Larsen es derrotado en Juntacadáveres cuando tiene cuarenta años. A veces ese tope se puede adelantar como en el caso de Julián, el hermano suicida del protagonista de La cara de la desgracia, al que “desde los treinta años le salía del chaleco un olor a viejo”. Al narrador de Bienvenido, Bob se le dice con evidente crueldad: “No se si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios”[7]. A esa edad, Bob se mueve “sin disgusto ni tropiezos entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones”, las “formas repulsivas” de los sueños gastados[8]

Onetti traspone el umbral del hastío desde la primera página de El pozo. A lo largo de una calurosa y húmeda noche de verano, Eladio Linacero fuma y se pasea sin parar en la desordenada habitación de un inquilinato. Está aburrido de estar echado en la cama y oliéndose alternativamente las axilas con una mueca de asco, hace el inventario de su vida: no tiene trabajo ni amigos, se acaba de divorciar, sus vecinos le resultan “más repugnantes que nunca”, hace más de veinte años que ha perdido sus ideales y, según las informaciones que ha escuchado en una radio, “parece que habrá guerra”. De la descripción del momento existencial que vive Linacero, esta palabra clave —aburrimiento— parece ser la consecuencia o la causa de todo, especialmente de la pérdida de ideales que lo han conducido a la indiferencia en que se ha sumergido progresivamente en los últimos veinte años de su vida.

El aburrimiento, causa de inactividad y parálisis, es, al mismo tiempo, un sesgo preciso, un punto de vista desde el cual se contempla el mundo, un “estado” que no solo empapa la primera novela de Juan Carlos Onetti, sino buena parte de su obra. En el ciclo de Santa María es el propio paisaje creado el que influye sobre los estados de ánimo y los hace desembocar fatalmente en el hastío. Un sábado estival en Una tumba sin nombre está “henchido por la inevitable domesticada nostalgia que imponen el río y sus olores, el invisible semicírculo de campo chato”. La pasividad, enancada en el aburrimiento, llevará a que la previsión del futuro de Santa María sea “mirarse envejecer parsimonioso, ecuánimes, sin sacar conclusiones”, con “sudorosas caras de aburrimiento y tolerancia”[9]

El Doctor Díaz Grey —en el que algunos críticos y el propio Onetti han querido identificar como su alter ego[10]— asume su papel protagónico en Jacob y el otro, aunque parte también de una marginalidad derivada del estado indiferenciado del tedio: “yo estaba aburriéndome en la mesa de poker del Club y sólo intervine cuando el portero me anunció el llamado urgente del hospital”.

Esta necesidad de un acontecimiento exterior que irrumpa en la monótona atmósfera donde reina el aburrimiento puede ser un simple recuerdo, como el evocado en La casa en la arena con el que se neutraliza el “aburrirse sonriendo” en que están inmersos, como idiotizados, sus entumecidos personajes[11]. Ese fondo —el estado del aburrimiento—puede conducir también a la anamorfosis de caras “infladas por el aburrimiento”. En un caso extremo —como Julia en Juntacadáveres y Moncha Insaurralde en La novia robada— el suicidio es el resultado de un acto deliberado, de un “echarse a morir” porque se está “aburrida de respirar”.

Aburrimiento, tristeza y felicidad pueden ir, sin embargo, de la mano en una perspectiva filosófica marcada por una piadosa resignación. Jorge Malabia, en el cuidadoso análisis que hace de sus sentimientos en Juntacadáveres, maneja con sutileza ese pasaje de un estado —el aburrimiento— a otro —la tristeza — y el equilibrio posible que puede brindar en algún momento la felicidad: “Yo, éste al que designo diciendo éste, al que veo moverse, pensar, aburrirse, caer en la tristeza y salir, abandonarse a cualquier pequeña, variable forma de la fe y salir”. En las sucesivas salidas de un estado al otro puede llegar a “aquel punto exacto del sufrimiento que me hacía feliz; un poco más acá de las lágrimas, sintiéndolas formarse y no salir”. En ese “punto exacto” se rozan las emociones aparentemente más contradictorias, permitiendo que todo sea “un poco nebuloso, tristón, como si estuviera contento, bien arropado y con algo de ganas de llorar”.

Paul Valery decía que el tedio, esa forma sofisticada del aburrimiento y el hastío de vivir en que se traduce, sirve para ver la existencia sin aderezos, desnuda, para comprender “las cosas tales como son”. En ese aburrimiento casi visceral, por no decir metafísico, se adivina una esperanza: la de una lucidez del absurdo de la existencia que salva del crimen o del suicidio. Desde el hastío se contempla el mundo como un paisaje ajeno, deliberadamente distanciado por el cansancio.

A partir de ese fondo existencial sobre el cual se edifican otras sensaciones o actitudes, el aburrimiento —tal como lo entiende Onetti— se inscribe en una trayectoria filosófica que tiene su mejor expresión en una página de Soren Kierkegaard en O lo uno o lo otro (Entweder-Oder), cuando expresa que:

Los dioses se aburrían y crearon al hombre. Adán se aburría porque estaba solo, y así se creó a Eva... Adán se aburría solo, y luego Adán y Eva se aburrieron juntos; entonces Adán y Eva, y Caín y Abel se aburrieron en familia; entonces aumentó la población del mundo, y las gentes se aburrieron en masa. Para divertirse a sí mismos, idearon construir una torre lo bastante alta para alcanzar los cielos. La idea misma es tan aburrida como la altura de la torre, y constituye una prueba tremenda de cómo el aburrimiento ha alcanzado a la mano superior[12].

¿Malestar perpetuo o spleen baudeleriano?

¿Es, entonces, el aburrimiento una forma suprema de conocimiento? Por ello, me pregunto si no hay algo del spleen de Baudelaire en la actitud displicente de Onetti que desemboca en ese “ennui” distanciado e indiferente. Linacero, Brausen Díaz grey, Jorge Malabia, podrían repetirse: “Sufro de una ociosidad perpetua manejada por un malestar perpetuo”, que solo puede calmar la escritura. En el poema Spleen et idéal  con que se abren Las flores del mal, se anuncia la irrupción del poeta —el escritor— en un mundo aburrido, sumido en el gran bostezo que se tragaría todo a su alrededor.

Así, “lorsque, par un décret des puissance suprêmes,/ Le Poëte apparait en ce monde ennuyé”, el tedio es desalojado de nuestros espíritus y trabaja nuestro cuerpo como secreción de una realidad ocupada por “la sottise, l’erreur, le péché, la lésine”. Lo hace para alimentar “nos aimables remords, /Comme les mendiants nourrissent leur vermine”. Ese aburrimiento reenviado al lector: “Tu le connais, lécteur, ce monstre délicat, —Hypocrite lecteur, —mon semblable,— mon frère” [13], invita a contagiarse de una progresiva resignación de la que solo se puede salir mediante la escritura. Por ello, el poeta de Las flores del mal irrumpe en el mundo aburrido que bosteza y nos salva con estilo y elegancia. Linacero cuando empieza a escribir afirma: “estoy contento por que no me canso ni me aburro”, aunque añade “no sé si esto es interesante, tampoco me importa”[14]

¿Es la escritura un ensalmo contra el aburrimiento? Esta idea sería feliz, si no fuera banal. La escritura no alivia, apenas distrae, brinda la ilusión de una posible coherencia en un mundo condenado a la desolación. Se trata de escribir para no sucumbir a la tentación del crimen o del suicidio[15]. Es apenas un alivio para exorcizar el tedio, para salir de la simple y pasiva contemplación de lo ajeno, aunque sea también un modo de descuartizar la comodidad de quienes creen que todo va bien.

Por ello, cree salvarse Linacero escribiendo sus pesadillas y “el sueño de la cabaña de troncos” y Brausen cuando se sienta ante una mesa donde “tenía bajo mis manos el papel necesario, un secante y la pluma fuente” para describir la ciudad a la que finalmente se evade, la emblemática Santa María escenario del resto de su obra. Allí un monumento se levanta luego a su memoria (La novia robada), un bar lleva su nombre y se lo invoca para erradicar la sequía (Cuando ya no importe). La ciudad incendiada en las páginas finales de Cuando entonces se reconstruye en el astillero de la escritura.

Y Onetti, supremo artífice, se salva para marcar un destino que cumplió con ejemplar cabalidad a lo largo de su larga vida, consciente que solo el arte y la apariencia pueden constituir la compensación estética de una realidad engañosa e insuficiente[16]. No es contradictorio afirmar —por lo tanto— que gracias a esa falta de fe en cualquier dogma que no fuera su propia condición de creador, dispuso de la libertad que le permitió traspasar los planos de un presunto realismo (que sabía al fin de cuentas tan producto de la imaginación como lo puramente fantástico) hacia una estructura onírica de las que El pozo y La vida breve son su paradigma.

Con ello Onetti demuestra que su aproximación a la realidad es básicamente sensible y estética y no intelectual o racionalizada. Este aspecto suelen olvidarlo los novelistas que tienden a racionalizar ideológicamente el contorno en perjuicio directo de las experiencias sensibles que reclaman «una poética de la novela» (Susan Sontag). La obra de Onetti, en la medida en que no acepta la imposición de pactar con una definición precisa de la sociedad, evita el riesgo de no perecer sin remedio, apenas esa misma visión de la sociedad pudiera ser reemplazada por otra construida con prejuicios distintos. Ello permite entender la obra de Onetti en una dirección global, como una aspiración totalizadora, pero autónoma, alejada de toda consideración crítica estrictamente sicoanalítica, moralista, política o social. También acerca su creación a lo que nos ha interesado marcar particularmente: un esfuerzo extremado y sin residuos, en el que Onetti ha empeñado la totalidad de sus intereses y recursos a lo largo de más de cincuenta años de existencia practicante volcada al desenvolvimiento de una «saga» mínima, pero intensa.

Contar es comprender, comprender es crear

Círculos concéntricos, intercambiables en la medida en que el autor era dueño de la mentira original, de la falacia o ficción en que toda escritura se apoya en definitiva; libertad asumida con una intensa vocación de escritor; clave del particular sello de la originalidad estética de su literatura; exaltación de los poderes de la imaginación, credo estético que tiene un nítido apoyo gnoseológico: contar es comprender, comprender es crear.

Este principio circular —se cuenta para comprender, porque comprender es crear— lo llevó Onetti hasta sus más desgarradas consecuencias. Porque en los sucesivos mecanismos con que proyectó a sus personajes fuera del contexto de una realidad hostil y agresiva, todo los condujo a callejones sin salida, a las bocas enrejadas de túneles que habían recorrido a ciegas. Este “hombre que se sabe enfermo en una civilización que ignora estar enferma”—como definiera Colin Wilson al Outsider[17]— es la desvalida materia prima con la que trabajó, el legado directo que no ha dejado lo mejor de su narrativa. Lo hizo en la libertad que habían conquistado a través del progresivo despojamiento de certidumbres de sus personajes, todos ellos acérrimos solitarios.

Porque la soledad no es en la obra de Onetti el resultado de una vocación deliberada de independencia, sino el de una lucidez paralizante. Todo impulso es negado a partir de un desmenuzado análisis introspectivo. Hay una claudicación decretada de antemano; una negación de todo lo que pueda ser alborozado entusiasmo vitalista, llevada al extremo de hombres que reflexionan demasiado para gozar abiertamente de la vida. Protagonistas encerrados en sus habitaciones como Linacero y Brausen, observadores no comprometidos del quehacer ajeno como Díaz Grey o Jorge Malabia, empresarios derrotados de antemano como Larsen, eternos diseñadores de proyectos que no se ejecutan como Aranzuru, todos parecen haber llegado a la conclusión de que no vale la pena esforzarse por luchar por “algo”, en la medida en que la acción es un privilegio de “otros” a quienes —como los “gringos”— les gusta “deslomarse” trabajando, ya que “un hombre evolucionado no debe hacer nada”. La razón, “yo no tengo fe; nosotros no tenemos fe. Algún día tendremos una mística, es seguro; pero entretanto somos felices”, se asegura en Juntacadáveres.

En este contexto en que “todo es falso y lo autóctono lo más falso” el cierre oclusivo de toda esperanza parece inevitable y una posible filosofía de la existencia puede parecer, en consecuencia, débil. Sin embargo, si se rastrea en los párrafos aislados de sus cuentos y novelas se descubre una visión que sorprende por su coherencia y su profundidad. Por lo pronto, se descubre sutilmente que como buen rioplatense, Onetti entiende como sinónimo de virilidad cierta contención, cierta obligada parquedad en la expresión de los sentimientos y sus secretas razones, una constante que aparece en autores tan diversos como Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y en muchas letras de tango y que el cine consagra con su galería de héroes de gesto adusto y serio. Es “la vida en sordina” de que hablaba Mallea en Historia de una pasión argentina, los “rostros impasibles” que no deben dejar traslucir emociones, saber protegerse por “la indiferencia y el desdén” como sugiere Carr en Cuando ya no importe. El héroe lacónico marca con su aire sombrío y taciturno el tiempo vital con que se arropa una visceral misantropía.

En el bulevard de los sueños perdidos

Estamos lejos aquí de toda demoníaca angustia existencial; estamos cerca de una especie de beatífica superación comprensiva de todos los afanes humanos y terrestres, una postura resignada que podría ser religiosa si estuviera alimentada por la fe. La aceptación de lo inevitable, nada angustiada por cierto, convierte la propia muerte en parte de una rutina.

La resignación progresiva que, como esperada catarsis, culmina en un sentimiento melancólico solo atenuado por la piedad, por una cierta conmiseración, tiene su expresión en “el juramento sagrado” que Carr nunca hizo pero que lo siente impuesto, de escribir Cuando ya no importe. Lo confiesa en la

última anotación de su diario, fechada el 30 de octubre, cuando anuncia que “en algún día repugnante del mes de agosto, lluvia, frío y viento” irá a ocupar un nicho, cuya losa no protege totalmente de la lluvia. En el planificado retorno a su ciudad natal, obvio apócope de Montevideo, Carr buscará el merecido reposo en “un cementerio marino más hermoso que el poema”, en directa alusión al poema El cementerio marino de Paul Valery[18]. Ese será el hogar definitivo de quién no lo tuvo en vida, pero “última morada” al fin, y, sobre todo, morada en la tierra natal. Esa tumba tendrá el nombre de su familia y le otorgará la seguridad póstuma que no pudo tener “la tumba sin nombre” de Rita, la protagonista de Para una tumba sin nombre.

Sin falso pudor Carr escribe la palabra muerte, aunque lo haga con “dedos temblones”. De golpe, el juego distante con una palabra tan radical como muerte al que Onetti había apostado durante más de cincuenta años, la sutil invitación al suicidio de muchos de sus personajes, las obsesivas y minuciosas descripciones forenses de sus cadáveres, ese ambiguo coqueteo con la fragilidad del instante que transforma una palpitación vital en un silencioso hueco ominoso, la parodia de la salida definitiva del teatro de la vida que había representado con tanta ironía, se condensaban en un par de líneas lapidarias.

Onetti bajó así con discreción el telón de una representación con el signo de “una muerte anunciada” que nunca pudo ser otra cosa que una comedia, aunque se quisiera tragedia. En forma deliberada ponía fin a un largo monólogo existencial y anunciaba la salida del mundo con la misma lucidez paralizante, el mismo rigor, dignidad y pudor con que acompañó la reflexión de su escritura desde aquel lejano día de 1939 en que Eladio Linacero decidió escribir un sueño y el instante que lo precedía, mientras se paseaba y fumaba sin parar en la desordenada habitación de un inquilinato oliéndose alternativamente las axilas con una mueca de asco. Como entonces, pero desprovisto ahora de sueños liberadores, Onetti dictaba, a través de Carr, su última voluntad. Lo hacía con una inesperada paz y sosiego, convirtiendo “los adioses” plurales de su obra en un consciente salto al vacío, atravesando “el bulevar de los sueños perdidos”, aceptando “con hastío y resignación” lo irremediable.

De Una tumba sin nombre de Rita a la tumba con nombre de Carr bajo cuya lápida se “filtra pertinaz la lluvia”, protegido por “la indiferencia y el desdén”, Onetti culmina el largo monólogo existencial y la rigurosa reflexión sobre la escritura iniciada cincuenta y cuatro años antes. Una lucidez que pudo ser paralizante durante su vida y que, gracias a la muerte, se transformó en una forma descarnada de la sabiduría.

Con esta novela que puede leerse como un verdadero testamento literario —”el maestro”, como lo solíamos llamar afectuosamente en Uruguay— cerró el ciclo narrativo de su obra con un sabio mutis por el foro del teatro de la vida y recordó desde el propio título a todos aquellos que lo ensalzaban como uno de los autores más representativos del boom latinoamericano que nada, en definitiva, importa. Nos hizo ver la condición deletérea de lo que “ya no importa”, la inútil vanidad de toda fama a la que él mismo tuvo legítimo derecho y a la que nunca prestó atención.

De escribir hasta el final, de eso se había tratado siempre.

 

 



[1]          Ramón Chao, Un posible Onetti, Barcelona, Ronsel, 1994, p.31.

[2]          El pozo, Montevideo, Montevideo, Arca, 1965,  p.36.

[3]          Una tumba sin nombre, Montevideo, Marcha, 1959, p.82

[4]          Una tumba sin nombre, o.c., p.25.

[5]          Tierra de nadie, Montevideo, Ediciones Banda Oriental, 1965, p.36

[6]          Entre otros el venezolano Juvenal López Ruiz, el argentino Juan Carlos Ghiano y el uruguayo Manuel Martínez Carril.

[7]          “Bienvenido, Bob”, Un sueño realizado y otros cuentos, 53 Montevideo, Número, 1951, p.37

[8]          “Bienvenido Bob”, o.c. p.42

[9]          Una tumba sin nombre, o.c., p.25.

[10]         Onetti confiesa a Ramón Chao: “A Díaz Grey lo siento como mi alter ego, pero no totalmente, claro. Hay cosas de Díaz Grey que son onettianas. La indiferencia, el escepticismo, aunque al cabo es una persona que se preocupa por los demás”. Un posible Onetti, .o.c., p.199.

[11]         “La casa en la arena”, Un sueño realizado y otros cuentos, o.c. p.53.

[12]         Soren Kierkegaard, O lo uno o lo otro, Madrid, Ediciones Trtotta, 2008.

[13]         Charles Baudelaire, Les fleurs du mal, Oeuvres completes, Paris, La Pléiade, 1954, p.81–83.

[14]         El pozo, o.c., p.22.

[15]         Para todos aquellos personajes a los que la escritura no pudo salvar —como lo hacen  Linacero o Brausen— la muerte es la inevitable compañera que los lleva a la liberación del suicidio, al frío asesinato (la adolescente de La cara de la desgracia; Magda en Cuando entonces; el crimen de La muerte y la niña) o a un dejarse morir en la “naturalidad” de un viaje o en la “realización” de un sueño (Un sueño realizado). Se suicidan Risso en El infierno tan temido, el deportista tuberculoso de Los adioses, Julia en Juntacadáveres, la protagonista de Tan triste como ella; Julián en La cara de la desgracia. Elena Sala se muere como si estuviera “de vuelta de una excursión con las revelaciones de lo cotidiano, no recogidas por nadie. Muerta y de regreso de la muerte, dura y fría como una verdad prematura, absteniéndose de vociferar sus experiencias, su derrotas, el botín conquistado” (La vida breve, p.273). Ossorio, al final de su fatigada huída en Para esta noche, sonríe por primera vez cuando adquiere conciencia de su muerte inminente. Moncha Insurralde en La novia robada se deja morir. Por algo el certificado de defunción que extiende el Doctor Díaz Grey establece que el “estado o enfermedad causante directo de la muerte” es “Brausen, Santa María, todos ustedes, yo mismo” (La novia robada).

[16]         Lucien Goldmann desarrolla la idea de que “sólo el arte y la apariencia pueden constituir la compensación estética de una realidad engañosa e insuficiente” en El teatro de Jean Genet, Caracas, Monte Ávila, 1967.

[17]         Colin Wilson, El disconforme, o.c. p.23

[18]            En alusión directa al poema de Paul Valery, Le cimetière marin (1920), Onetti se refiere al cementerio El Buceo en la ciudad de Montevideo, edificado en un gran parque arbolado que desciende hacia el Río de la Plata.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aínsa

15 de julio de 2013

1

—¿Y entonces qué les vas a contar? —le preguntó su mujer mientras desayunaban en la terraza del ático en el que llevaban viviendo cuarenta años, desde la boda, en el que habían visto crecer a sus hijos, desde el que les habían visto marcharse uno a uno, en la misma terraza en la que desayunaban cada mañana a la misma hora antes de que él se fuera a la Academia.

—¿Pues qué quieres que les cuente, mujer? —dijo el académico, que aquella mañana tenía una reunión muy importante—. Lo mejor es no arriesgar. Les diré lo de siempre.

El académico se limpió la boca con la servilleta de lino, fue al cuarto de baño y se lavó los dientes con mucho cuidado para no hacerse sangrar las encías ni mancharse la corbata. Su mujer se despidió de él en la puerta con un beso seco, rozándole apenas, a la hora habitual.

Todo va bien, todo va bien, pensaba el académico en el ascensor, sonriente, y salió a la calle, y cruzó el paso de cebra con decisión, casi sin mirar.

El académico era un hombre metódico. Siempre iba al trabajo y volvía a casa por el mismo camino, a la misma hora. Lo tenía todo calculado y cronometrado: los minutos del aseo, el tiempo para vestirse, el café, la calle tal, la calle cual, la plaza tal, los semáforos, los jardines de la academia, las escaleras, la inconveniencia del breve saludo a los colegas, del saludo aún más breve al portero, de la leve inclinación de cabeza al cruzarse con la mujer de la limpieza.

—La Academia es un método —le había dicho en el lecho de muerte su Maestro, de quien había heredado el sillón M, ese sillón de cuero, reclinable y de respaldo altísimo que era para él una especie de alter ego, una segunda piel, y que siempre le esperaba, limpio y reluciente, sin una mota de polvo, en la sala de reuniones.

El método le había ido tan bien durante tantos años que le parecía una tontería abandonarlo ahora. Pero con lo metódico siempre acaba cruzándose lo fatídico.

La reunión de aquella mañana era muy importante. Se trataba nada menos que del futuro del diccionario, que es como decir el futuro de la Academia, el futuro de la lengua, su propio futuro, el futuro de todos.

Es una vergüenza, había dicho el Presidente en la reunión anterior, que el diccionario de nuestra lengua sea tan pequeño. Había que compararlo con el de tal lengua, de veinte volúmenes, o con el de esa otra lengua, de cincuenta, o con aquel otro diccionario, de diez volúmenes en papel biblia que había que pasar con pinzas, cada uno de los cuales tenía mil páginas cubiertas casi por completo de una letra minúscula, a tres columnas, que sólo podían leerse con lupa. Era una vergüenza, repitió. ¿Cómo era posible que a pesar de su pujanza en el mundo entero, a pesar de estar conquistando diariamente nuevos territorios lingüísticos, a pesar de que cada vez más jóvenes en todos los rincones del planeta elegían estudiar nuestra lengua como tercera lengua e incluso como segunda lengua, a pesar de haber desbancado en número de alumnos a casi todos los institutos de cultura de las más grandes potencias, a pesar de que el alcalde de una gran capital del continente nos había ofrecido —¡a nosotros, no a ellos!— un edificio emblemático como sede, cómo era posible, se preguntaba el Presidente, que a pesar de todo eso el diccionario oficial de nuestra lengua sólo tuviera un volumen, de gruesas páginas, impresas en tipos grandes y sólo a dos columnas? Era una gran vergüenza, había concluido, y era urgente remediarla.

Cierto, añadió, en el pasado se intentó algo parecido con el proyecto de los ochenta y un volúmenes, tres por cada letra del alfabeto, pero no había llegado a fructificar. Los trabajos se iniciaron doscientos años atrás. En los cien primeros años sólo llegaron a terminarse los dos primeros volúmenes de la letra A, y cuando se publicaron ya eran inútiles: la lengua había cambiado, el diccionario sólo tenía un interés histórico, miles de fichas de las otras letras yacían cubiertas de polvo en los sótanos de la Academia, los miembros del proyecto habían muerto, y ni siquiera habían sido nombrados los sustitutos.

Esta vez iba a ser diferente, continuó, porque el nuevo proyecto era moderno, se basaba en las tecnologías más avanzadas y respondía a una nueva mentalidad. Veinte volúmenes, ni más ni menos que los del espléndido diccionario de ese país tan admirado por todos que tenemos a tiro de piedra, y veinte volúmenes que habían de ser rentables. El proyecto sería todo un éxito porque contaba con patrocinadores importantes: la fundación tal, el banco cual, la constructora X, el grupo de información Y, la empresa de telecomunicaciones Z, etc., etc. Todos iban a arrimar el hombro, pero a cambio querían resultados. La edición de lujo, en papel verjurado. La edición de bolsillo, para todos los hogares. La edición on-line. El CD-ROM. El MP3. Etc. El diccionario tenía que ser un auténtico bestseller. Las entradas tenían que ser atractivas, divertidas incluso, alejándose del rigor y la austeridad de la lexicografía tradicional. Los ejemplos tenían que ser más atrevidos. En algunos casos las definiciones podían sustituirse por imágenes. En pocas palabras, había dicho el Presidente después de un breve silencio: el diccionario tenía que ser más sexy.

Al oír esto muchos académicos se habían ruborizado y algunos habían consultado el diccionario para ver si esa palabra existía.

El diccionario, había terminado diciendo el Presidente, recordando que parafraseaba a un insigne escritor a quien había tenido el honor de conocer personalmente, ya no podía ser el cementerio, el lugar en el que reposan los restos mortales de las palabras: tenía que convertirse en un ser vivo.

Gran ovación, vivos aplausos, sonoros bravos. El propio académico había sacado del bolsillo de la americana un pañuelo en el que su mujer había hecho bordar sus cinco iniciales para secarse dos o tres lágrimas debidas a la emoción que sentía al ser testigo y protagonista de un acontecimiento histórico de tal magnitud, y un poco de saliva que le caía por la comisura de los labios. Entusiasmado, de inmediato se había ofrecido voluntario para participar en la comisión que iba a redactar el anteproyecto de estudio preparatorio para elaborar un plan para un nuevo diccionario de la lengua. Y se le había encomendado, además y como era natural, dirigir el equipo encargado de la letra M, una de las letras más complicadas e importantes del diccionario, una letra sobre la que tenía una experiencia de décadas.

—Poder decir que una palabra existe, poder decir que una palabra no existe —le había dicho su Maestro y predecesor en el lecho de muerte—, ese es el mayor honor, el sueño dorado de nuestra profesión.

Ahora el sueño dorado se hacía realidad. Y en el camino de vuelta a casa había pensado en todas la palabras deliciosas que empiezan con la letra M: mar, madera, mío, melocotón, muchacha. Ahora podría definirlas, incluirlas o excluirlas, en virtud del poder secularmente reconocido a la Academia para establecer la norma lingüística en el mundo entero.

—La norma, ah, la norma, ese misterio… No es autocrática. No es democrática. Es… Es…

Eran otra vez las palabras de su Maestro, esta vez las últimas, las que dijo justo antes de expirar. No había llegado a decirle lo que era la norma, el misterio de la norma, pero era el fundamento de su poder, al académico le gustaba ese poder, y nunca se había preguntado sobre el fundamento del fundamento, sobre el fundamento último, prefiriéndose fiarse ciegamente de los arcanos que su Maestro se había llevado a la tumba.

Melón, mesilla, mejilla, merluza, había seguido pensando, pero luego habían surgido en su cerebro, sin saber cómo ni por qué, otras palabras menos agradables: merluzo, melón, mendrugo, mostrenco, memo, mamón, mequetrefe, mamarracho y por último mameluco, que en milésimas de segundo y como por arte de magia se convirtió en lameculo.

Ah, aahh, aaahhh, pensó el académico llevándose las manos a la cabeza, me estoy volviendo loco. Y había dejado de lado las palabras para concentrarse en el futuro, esa tabla de salvación. Aunque estaba contento con lo que tenía y había llegado a pensar que nunca podría aspirar a nada más alto, el diccionario le abría muchas perspectivas nuevas, después de más de veinte años como académico. Los cargos desfilaron ante sus ojos como si se tratara de caballos de un carrusel: Director del Instituto de Cultura en tal capital del continente, Director de Rimas, Subdirector de Letras, Secretario General de Palabras, Ministro de Libros, hasta Presidente de la Cultura. Acariciaba la palabra Cultura con los labios y la saboreaba con la punta de la lengua. Cultura, Cultura, Cultura… El futuro le sonreía aún más que su mujer, que en ese instante le abría la puerta del ático. El reposo del guerrero, pensó mientras le traía las zapatillas y le preguntaba si quería beber algo. El reposo del guerrero, volvió a pensar, y se acordó de la definición del diccionario que él mismo había redactado nada más llegar a la Academia: «Dícese de la mujer dedicada a mimar y complacer al hombre cuando vuelve del trabajo». Y no pudo reprimir una sonrisa satisfecha al darse cuenta de que la realidad se ajustaba perfectamente a la definición.

 2

 

Ahora, un día más tarde, caminando hacia la Academia, estaba algo nervioso. La reunión era muy importante. Allí estarían los directores de las fundaciones, de las empresas, de los grupos que iban a financiar tan magno proyecto, muchos de los cuales, además, acababan de ser nombrados académicos, aprovechando algunos fallecimientos y dimisiones oportunas, por edad o enfermedad, así como la vuelta al diccionario de ciertas letras que veinte años atrás habían sido suprimidas en su esfuerzo de racionalización y para reducir el prosupuesto de la centenaria y muy noble institución. Ahora imperaba una nueva razón, rezaba el decreto de restauración de las antiguas letras, y había que devolverlas al puesto que merecían entre todas las demás.

Era una reunión importante, y el académico y su mujer habían pasado toda la noche sin pegar ojo, encima de la cama, pensando en su discurso. Su mujer era partidaria de un discurso nuevo, más atrevido, más gerencial, más adaptado al signo de los tiempos. Además del discurso tenía que renovar su vestuario y su peinado. No podía seguir yendo por ahí con esos trajes anticuados, con esos pelos tan aburridos. Si seguía así acabaría siendo devorado por los nuevos académicos, esos tiburones de la lengua, había dicho. Al principio él se había dejado seducir por estas ideas, pero enseguida había recordado otro consejo de su Maestro en el lecho de muerte:

—En la Academia toda innovación está proscrita. La Academia es la Academia porque no cambia nunca, porque siempre es la misma. Innovar en la Academia se paga caro. Nunca te olvides de las tres emes: lo mismo, siempre lo mismo y nada más que lo mismo.

El académico siempre había seguido los consejos de su Maestro. Además no tenía ni idea de economía, ni sabía cómo rentabilizar la inversión, como obtener resultados. ¿Abaratar el coste del papel?, había pensado por un instante; pero no, eso no es lo mío, se dijo. Lo mío es la lexicografía. Sólo ahí puedo aportar algo. Por eso aquella mañana había decidido llevar el discurso de siempre, que iba a leer como siempre.

Al doblar la esquina que doblaba cada mañana y adentrarse en la calle estrecha por la que siempre se adentraba y que le llevaba a la plaza en la que estaba el edificio de la muy noble institución al académico le pareció ver una aberración con el rabillo del ojo. Había algo nuevo: un mendigo vestido con harapos negros de puro sucios echado en una manta asquerosa. Tenía los pies desnudos y agrietados, el pelo grasiento agrupado en seis o siete mechas verdosas, las manos gordas y rajadas, el rostro cubierto de costras, la nariz hinchada y roja. A cinco metros a la redonda podía notarse un olor inmundo. Hedor, pensó el académico, un mendigo hediondo. Su rostro era irreconocible y casi no se le veían los ojos, por la suciedad, y al no poder reconocerlo ni verle los ojos el académico sintió miedo. Pero la aberración que le había hecho detenerse no tenía que ver con el aspecto físico ni con el olor del mendigo, sino con el cartel de cartón con el que pedía limosna, que estaba detrás de una latilla de sardinas en la que había tres monedas doradas y relucientes. El cartel decía así:

 

TENGO AMBRE. HABER SI PUEDEN DARME UNA AYUDA, POR FABOR.

 

El académico había dado un respingo al verlo, como si alguien le hubiera propinado un puñetazo en el ojo.

Por un momento pensó en excluir la palabra mendigo del nuevo diccionario, como si esa decisión hubiera bastado para hacer desaparecer aquel ser infecto y con él aquel cartel aberrante, pero luego pensó que aunque se trataba de una palabra de su competencia necesitaba el consenso de sus colegas, que difícilmente obtendría, y que en todo caso el nuevo diccionario tardaría muchos años en aparecer. Pero tuvo otra idea.

—Hombre de Dios —le dijo al mendigo, manteniéndose a una distancia prudencial—. ¿No le parece que hay algo raro en el cartel?

—¿Y qué podría ser? —dijo el mendigo, y como su boca no se movía la voz parecía salir de la barriga.

—¿No le parece a usted que hay faltas?

—Ya lo sé. ¿Y a usted qué le importa?

—Digamos que tengo cierto interés en el asunto. Veamos. Si corrige esas faltas yo le doy este billete —dijo el académico, enseñando un billete nuevo lleno de ceros—. ¿Qué le parece?

El mendigo pasó un rato en silencio. Sus dedos se movían muy deprisa. Luego dijo:

—Tengo que pensármelo. Vuelva usted mañana y le daré la respuesta.

El académico se quedó desconcertado y siguió su camino.

La reunión, a la que estuvo a punto de llegar tarde por culpa del encuentro imprevisto con el mendigo, fue un desastre. Los nuevos académicos no comprendían a los viejos. El discurso de nuestro académico fue criticado con una dureza que nunca antes se había visto entre los muros de tan noble institución. No había comprendido la lógica del nuevo diccionario, dijeron. Un proyecto así sólo podía ser deficitario. ¿Cómo se proponía asegurar el cash-flow, los inputs, el output, sin recurrir al outsourcing?, dijeron mientras los antiguos académicos se volvían locos buscando palabras en el diccionario y movían la cabeza de un lado a otro al comprobar que no estaban en él. Advenedizos, alguien dijo en voz baja. Inadmisible, dijo otro. Acabarán nombrando a sus porteras, se oyó decir. Por encima de mi cadáver, proclamó el académico de más edad, provocando los comentarios escatológicos y las carcajadas sarcásticas de los nuevos, uno de los cuales dijo que la Academia se había convertido en el cementerio de los inmortales. El Presidente de la Academia, un hombre que no era ni nuevo ni viejo, un contemporizador y en cierto modo un oportunista, trataba de calmar los ánimos y no paraba de tomar notas.

El académico volvió a casa cabizbajo y pensativo. Seguía viendo el mismo futuro de antes, los mismos cargos de antes: Director del Instituto de Cultura, Director de Rimas, Subdirector de Letras, Secretario General de Palabras, Ministro de Libros, Presidente de la Cultura. Ah, la Cultura. Pero ahora era un futuro que se le escapaba, ahora eran caballos que se alejaban de él, trenes veloces que no había llegado a coger y se perdían en la distancia, barcos que veía alejarse desde el muelle y que se difuminaban al alcanzar la línea del horizonte.

Al pasar por la esquina el mendigo ya no estaba allí. En casa dijo que le dolían las muelas y se metió en la cama sin cenar. Cuando se acostó su mujer se hizo el dormido.

 3

 

—Aquí tiene usted el billete —le dijo al mendigo al día siguiente—, a condición de que corrija los errores del cartel, claro está.

El académico pensaba que era una victoria fácil con la que se desquitaba de los sinsabores del día anterior.

—Mire, se lo agradezco de veras —dijo el mendigo—, pero he llegado a la conclusión de que no me interesa.

—¿Cómo es posible? —dijo el académico entre sorprendido e indignado.

—Ya ve usted: he estado haciendo números. Mucha gente se fija en los errores y se paran por eso. Luego piensan que soy analfabeto, se apiadan de mí y me dan una moneda. En realidad no lo soy. Fíjese, hace mucho tiempo tuve veleidades literarias, hice mis pinitos con la poesía, hubo un periodo en el que hasta se habló de mí para la Academia.

—¿Para la Academia?

—Sí. Para la Academia, ese edificio que está tan cerca de aquí, en la plaza…

El académico se quedó mudo al oírle pronunciar la palabra Academia.

—En fin —prosiguió el mendigo—, si el cartel estuviera bien escrito muchos no se fijarían en él. De manera que ese billete que me da usted ahora me haría perder el doble en cuatro o cinco días. Me tendría que dar usted cien, no, mil, tampoco, cien mil billetes como ese. Y en tal caso no corregiría el cartel. Me jubilaría.

—¿Se jubilaría?

—Claro, claro. Ya voy teniendo una cierta edad, al menos para una prejubilación, y todos los días meto unas monedillas en mi plan de pensiones.

—Bueno, hombre, bueno, a la paz de Dios —dijo el académico.

Y siguió su camino hacia la Academia pensando que él aún estaba en lo mejor de la vida, que ni siquiera tenía que preocuparse por buscar un discípulo, que aún estaba lejos del momento en el que, en el lecho de muerte, sería el Maestro que transmitía a su sucesor los mismos consejos que él recibió de su Maestro.

Al llegar a la Academia se encontró con una nota en la mesa de su pequeño despacho. El Presidente quería verle.

—Querido amigo —le dijo el Presidente al recibirlo en su enorme despacho, entre helechos, cactus y palmeras gigantes, con fuertes y sonoras palmadas en la espalda—, los tiempos están cambiando. ¿Conoce la canción?

—Creo que no —dijo el académico.

—¿Lo ve? Ni siquiera conoce la canción, y es de hace treinta años o más. Todo cambia y usted no se da cuenta. Yo lo aprecio mucho. Todos lo apreciamos. En la casa se le quiere. Por eso hemos descartado la idea inicial.

—¿La idea inicial?

—Sí. La idea inicial. La idea de suprimir la letra M. Los tiempos están cambiando, pero es una letra demasiado importante como para acabar con ella de un plumazo. Demasiadas palabras, algunas de ellas imprescindibles. No encontrábamos razones, justificaciones.

—Ah —dijo el académico, como aliviado.

—Por eso hemos decidido ofrecerle una oportunidad única, una magnífica oferta que no podrá rechazar.

—¿Y de qué se trata? —dijo el académico con una voz casi imperceptible mientras el futuro volvía a la línea del horizonte y los caballos del carrusel se le acercaban al galope.

—Se trata de una prejubilación muy muy ventajosa, y del outsourcing completo de la letra M. Usted podrá seguir asociado, como emérito, a las actividades de la Academia. Ya sabe: conferencias, exposiciones, excursiones, etc. Le daremos una medalla de plata con un diseño único, especial para la ocasión, y una inscripción con su nombre.

—Pero yo…

—Los tiempos están cambiando, mi querido amigo. Terminará por comprenderlo —dijo el Presidente mientras se levantaba, acompañaba al académico al pasillo y pedía a su secretaria que hiciera pasar al siguiente. En el pasillo había una larga fila de académicos. Todos tenían el pelo blanco.

El académico pasó las cuatro últimas horas en el despacho mientras cambiaban los letreros e instalaban un aparato horrible encima de la mesa.

—¿Quieres llevarte a casa las fichas, los libros? —le preguntó el empleado.

—No importa. Tírelo todo —dijo el académico.

No soportaba que le trataran de tú.

El académico bajó las escaleras de aquel imponente edificio octogonal. Al pasar por el centro se paró a leer las inscripciones que había en las paredes, cientos de palabras grandilocuentes que siempre le habían parecido hermosas y que ahora le resultaban vacías. Miró a lo alto y vio la gran claraboya de la cúpula, un círculo perfecto por el que entraba el agua cuando llovía y que ahora enmarcaba un trozo de cielo azul surcado por nubes muy veloces.

Salió del cementerio de los inmortales con la cabeza baja y se despidió de los leones de bronce de la entrada. Un pensamiento melancólico teñía su rostro de un color neutro, grisáceo. Ya nunca tendría un discípulo predilecto a quien dejar el sillón M. ¿Y cómo iba a contarles lo sucedido a su mujer, a sus hijos?

Estoy acabado, pensó, es el final. Caminaba encorvado. Aquella mañana había entrado en el edificio un hombre maduro, y ahora salía de allí un viejo. Una ráfaga de viento desordenó su pelo y una nube de polvo lo hizo parecer aún más blanco. Se enganchó en un arbusto y la americana se le rasgó. Los zapatos se le mancharon. Cayó al suelo y las manos y los pantalones se le llenaron de barro. Algo le picaba en la cara y al rascarse se la embadurnó. Un gatito famélico maulló y el académico lo acarició. Nada más salir de los jardines de la Academia le entraron ganas de mear. La próstata, pensó mientras decoraba aquellos nobles muros con una palabra amarillenta:

 

MIERDA

 

Pero la palabra desapareció enseguida.

El gatito le seguía. Le daré de comer y será mío, pensó el académico. Siempre le habían horripilado los animales, pero de repente, sin saber por qué, sintió una gran compasión por aquel ser indefenso y débil.

Al pasar por la esquina el mendigo no estaba. Había un letrero que decía:

 

ME E HIDO HA COMER

 

La lata de sardinas rebosaba de monedas doradas. La manta del suelo, los olores, la roña, todo empezó a parecerle muy acogedor. Entonces se puso detrás del letrero y se echó en la manta. Alguien pasó y dejó una moneda. El académico era la viva imagen del primer mendigo.

Escrito en Lecturas Turia por Julio Baquero Cruz

15 de julio de 2013

Existe por los caminos una raza de gentes que, ellos también, han jurado ser libres

Jules Vallès

 

To

dos sabréis que ella

era la francesa Charlotte, la

drona de libros. “Allí toda

vía encontré bosques encantados, islas

en el Índico, arena entre

las sillas, un vaso de té y otro de aguar

diente. Yo le vi. Un camino

que serpentea hacia el casti

llo, una gran nube viajera, un resplandor ca

si de locura, un hueco de si

lencio entre el ruido

de los árabes. Yo

le vi. Claros ojos ahu

mados, sentado, con la voz

terca repitiendo: ¡cobardes en

loqueced! Me habló

de la inocencia antigua, de las

preguntas que hieren

como vino rojo, de

los días en el desierto con un fardo.

Me habló, me gri

tó, me escupió, me quiso vender por

una botella, por un vaso, por el trago

que le faltaba. Azulísimos ojos y el

viento y las telas blancas y el olor negro

de los días negros. Allí estaba, junto

a los barcos que esperan, con un rifle

y un cuaderno sin

más. No quiso

mi voz ni mi cuerpo ni

firma ni dirección alguna.”

Todos sabréis que ella era Charlotte,

que llegó al con

fín para encontrar

le, que no dejo car

tas, sólo el recuerdo, el hue

co de lo no dicho, la mirada

de los hombres que mienten.

Charlotte, que leía novelas de Conrad

recordando a un niño con volun

tad de dios, con nombre de pájaro

y pocas ganas de morir, recordando

que los escritores pier

den la cara. 

Todos sabréis su nombre, 

la francesa Charlotte.


Escrito en Lecturas Turia por David Mayor

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