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Configurar sentido descendente

De la emoción a las palabras es una antología de escritos en prosa del Premio Nobel Seamus Heaney. Dicha antología, elaborada y traducida de modo impecable por Francesc Parcerisas, se basa en tres volúmenes de crítica del poeta publicados respectivamente en 1980, 1988 y 1995.

“Mossbawn” es el título del primer texto seleccionado. Tiene un carácter más lírico que ensayístico y recrea aspectos autobiográficos de la niñez y la adolescencia. El paisaje primordial, la confusión con la tierra, la llamada del agua y de los árboles tienen algo así como un valor iniciático, de investidura, de trato –no verbal todavía- con la poesía. No es ajeno al texto, muy bello por otra parte, a una cierta dimensión mítica. Me refiero a esa experiencia infantil que de modo inconsciente enlaza con los valores sagrados de la cultura celta (S.H., sin embargo, como poeta adulto, no es, como sí lo fue en cierto modo Yeats, una especia de oficiante o profesional del tema gaélico). Su relación –insisto- con la mitología irlandesa tiene un sentido más telúrico que cultista. Se aprecia a través del niño que al escoger un árbol como cobijo, como dios tutelar, está ritualizando un contacto, estableciendo una conexión mágica: “A mí me encantaba la horcadura de un haya al comienzo del camino que llevaba a casa (…), pero sobre todo pasaba muchas horas en la garganta de un viejo sauce al extremo del patio. Su boca era como la abertura gruesa y sólida de una collera de caballo”. En la poesía de S.H. hay una pulsión evidente relacionada con la humedad, el agua; incluso la inseguridad de las tierras pantanosas se convierte en referencia literaria: “Aquél era el reino de los espectros de la ciénaga”. Este instinto telúrico, seguramente común a cualquier poeta de infancia campesina, se acentúa mediante una herencia de símbolos y de referentes más cercanos a la leyenda que a la historia en sentido estricto; por la isla vagará entonces, en un cruce de mitologías, el espíritu de los druidas al lado de la sombra benéfica de San Patricio. Es así como las realidades elementales trascienden el orden natural para alcanzar una vigorosa función poética: un bosque, tras la iniciación o la ritualización inconsciente, ya no es sólo un simple bosque. Su rumor, vastísimo, incorpora voces que enlazan el prosaísmo del presente con la magia de un pasado fundacional: “Los tejos frondosos y salvajes cubrían el lugar y me transportaban a Agincourt y Crecy, batallas en las que sabía que los arqueros ingleses habían empleado arcos fabricados de varas de tejo”, “la tentación de cortar una rama de aquel macizo silencioso de Church Island hubiese constituido una traición demasiado sacrílega”.

No fue, desde luego, la infancia de S.H. la de un pequeño roedor de biblioteca. Ante él se desplegaba otro libro abierto seguramente más fecundo que aquellos “cuatro o cinco volúmenes mohosos” que siempre fueron, por estar en un estante demasiado alto, “libros cerrados”. Su primer “estremecimiento literario” lo relaciona con la lectura escolar de la historia de Irlanda; en realidad, se trataba de la integración de un acervo legendario que podría luego transferir al paisaje. Secuestrado, de Robert Louis Stevenson fue ese primer libro “poseído y atesorado” que, cuando se trata de la infancia, cobra más un valor fetichista, objetual, que de significación. Coplas obscenas, en las que se juega con el doble sentido de las palabras, también están en el aprendizaje literario de S.H. Y seguramente tuvieron más fortuna en su imaginación que las largas tiradas versiculares de Lord Byron y Keats. Un verso de éste, sin embargo, se salva de los estragos que produce el suplicio escolar de la recitación mecánica: “los árboles llenos de musgo se doblan bajo el peso de las manzanas”. Es decir: la poesía deja de ser lenguaje hermético –una compleja articulación de sonidos nuevos-  cuando entre ella y la realidad puede establecerse algún correlato objetivo. Así, los árboles de la “Oda al otoño” de Keats funcionan poéticamente sólo porque el tío de S.H. tiene una pequeña huerta con manzanos musgosos. La anécdota, en fin, nos da una clave importante para entender a alguien que después conforma una identidad poética: “La lengua literaria, la dicción civilizada del canon clásico de la poesía inglesa, era una especie de alimentación forzada”. No falta tampoco, en relación al tema, una ironía muy contextualizada que suaviza la frecuente rigidez del tono ensayístico. Será un rasgo muy peculiar de Heaney: “había muy poca diferencia entre la música (de la poesía) con su “cadencia voluptuosa” y la “consagración del matrimonio dentro de los grados prohibidos de consaguinidad”. “Se comprende, en fin, que entre los muros de la ortodoxia, saliendo del canon religioso para entrar en otro –el literario- no menos abstruso, un escolar perplejo –un futuro poeta- opte por trepar a los árboles de su tío Keats.

“Belfalst” es el segundo texto seleccionado. Alude tanto a un conflicto político –el terrorismo del IRA, etc….- como a una disociación que se abre en la conciencia de S.H. Existe, en efecto, una dialéctica entre la autonomía del arte (su derecho natural a la forma, la creatividad, la divagación incluso) y los imperativos que dicta “un mundo público y brutal”. Otra disociación es la del escritor que vive en situación de frontera, el que está a caballo entre dos culturas. S.H. habla, en su afán ecléctico de armonizar contrarios o de conciliar dicotomías, de un elemento originario femenino (el relativo a Irlanda, “racimos de imágenes y emociones”) y otro masculino (el componente inglés, voluntad e inteligencia). Y en definitiva, su identidad de poeta empieza a definirse cuando se produce un cruce entre sus raíces irlandesas y sus lecturas inglesas. Sin dudar de la sinceridad de tal afirmación, a este prodigio de síntesis (y de diplomacia) un castellano tradicional lo llamaría quedar bien con Dios y el diablo. O a la inversa, si se prefiere. Esta misma política de buenas maneras (no caer en categorizaciones tajantes ni excluyentes) la observo en la lectura que Heaney hace de muy distintos poetas. Se diría que a un irlandés ecuménico –o a un inglés bien educado- no le está permitido transigir con la debilidad humana de las fobias…

“De la emoción a las palabras”, ensayo que da título a la antología de Parcerisas, se abre con una cita de Wordsworth. Para Heaney parece ser no sólo un artista emblemático, casi el poeta por antonomasia, sino también el referente obligado de su propia labor creadora: una autojustificación. De él procede esa concepción de la poesía “como adivinación, como revelación del yo a uno mismo”. Esta revelación, por otra parte, coincide con lo que solemos llamar el hallazgo de la propia voz, la que nos va a identificar lo mismo que lo haría una “rúbrica” o una “huella dactilar”. El poeta, en definitiva, juega con un arte parecido a la técnica del zahorí: “El arte de adivinar, de dar con el agua subterránea no se puede aprender, es un don que sólo poseen los que están en contacto con aquello que tienen una existencia oculta y real, un don que sirve para mediar entre un bien en potencia y la comunidad que desea verlo liberado, fluyendo”. Con lo dicho queda claro que Heaney –diferenciador entre “artificio” y “técnica”, dos conceptos pocas veces bien delimitados- valora en la poesía lo que ésta tiene de impulso, de obediencia, de función oracular, de don que no se puede reducir a explicaciones lógicas o mecanicistas. Y no es de extrañar así su preferencia por Wordsworth frente a un Auden, por ejemplo, para quien un poema es un simple “artefacto verbal”. La polémica, pues, entre el prosaísmo y lo inefable, está servida. Aunque convendría no olvidar, a la hora de las definiciones, el peligro que entrañan las metáforas: entre un relojero, pongamos por caso, y un zahorí siempre habrá un espacio disponible para cualquier otro oficio. Par algo que, a la postre, sólo tendrá el valor de otra metáfora.

“La construcción de una música” vuelve a insistir en Wordsworth, ahora contrapuesto a Yeats. A propósito del primero, el entusiasmo –la simpatía- de Heaney roza el campo semántico de lo religioso. El poeta, como en una Visitación de la Palabra, queda embebido, transfigurado. Se habla de “música obsesionante o donné, de estado de alerta, de anhelo, de disponibilidad”. De tal modo, el sujeto -¿creador?- sólo tiene que pronunciar el “fiat”, dar la clave para que se desate el manantial de la poesía, para que se produzca el milagro de “una música hipnotizante que nada a favor de la corriente de su forma y no contra ella”.

Yeats, por el contrario, representa a ese otro tipo de poetas que practican una suerte de violencia sobre la fuerza primordial de la palabra. Su método es la disciplina, la cerebralidad, la negación o el encauzamiento de impulsos motrices o de ritmos generadores. Producen “una música afirmativa que intenta controlar y no hipnotizar el oído, y que nada con fuerza en dirección opuesta a la corriente de su forma”.

Resumiendo: el oficio de Wordsworth consistiría en soltar la rienda a un caballo desbocado; Yeats sería el domador de ese mismo caballo. Y al lado de una fuente, el uno se comportaría como un bardo, el otro como un ingeniero. Entre ambos –la imagen explícita del río que crece libre y la del que invierte su impulso original vuelve a recordarnos la sacralización celta de los elementos naturales- la identificación teórica de S.H. no deja lugar a dudas. Otra cosa será la impresión particular que nos produzcan sus propios poemas…

El artículo siguiente es un homenaje a Patrick Kavanagh, poeta irlandés prácticamente desconocido en España. El valor que le atribuye Heaney es, sobre todo, su verdad de poeta rural, arraigado, que no cede a la tentación mitologizante de Yeats ni al internacionalismo urbano de Joyce. Lo que en él prevalece, por encima de la retórica de una mística nacional, es la conciencia de pertenecer a un lugar, de estar en contacto con ese elemento estable que es la tierra. La poesía, después de todo, no es un ente abstracto desligado de raíces físicas localizables. Y existió además, en algún momento, una simbiosis entre “país geográfico” y “país mental”, ya que antiguamente “el paisaje era sacramental, estaba preñado de signos que implicaban un sistema de la realidad situado más allá de las realidades visibles”. Pero, en fin, esa visión mágica, mitad pagana, mitad cristiana, ha dado paso a poetas como Kavanagh en cuya imaginación es imposible rastrear huellas de una mitología tribal. No obstante, los valores ancestrales y la primitiva poesía irlandesa subsisten en la fascinación del fuego o en el canto de los helechos, las cascadas, el rumor de los árboles… No sólo el realismo, también un viento de leyenda que ignora la devastación de los siglos crea “la sensación de pertenencia a un lugar”.

W.H. Auden, Robert Howell y Silvia Plath son poetas que S.H. estudiará desde una perspectiva individual, al margen del tópico. En menor medida, Osip Mandelstam y Elisabeth Bishop también son objeto de análisis y de devoción estética.

La dicotomía que antes se estableció con Wordsworth y Yeats se podría extender ahora a Auden y Silvia Plath. Si el primero es ejemplo de poeta cerebral, experimentador, voluntarioso, poderosamente lúcido (“agarró la poesía inglesa por el pescuezo y le hundió la cara con fuerza en la modernidad”) la segunda, desequilibrada, frágil, emocional, instintiva, sería representación perfecta de la escritura como rapto, iluminación, impulso. Tenemos de nuevo confrontadas la luz fría de la inteligencia y la luz ardiente de la inspiración. Según Heaney “el gran  atractivo de Ariel y de su constelación de poemas líricos es la sensación irresistible de encontrarnos ante algo dado. En esa poesía hay una sensación inherente de llegada asombrada, de ser atónito”.

Dichos poemas son, en palabras de Howell, “acontecimientos y no recuerdos de acontecimientos”. Sugieren de nuevo la imagen del caballo desbocado: “el ruido infatigable de los cascos”.

Por último, el volumen recoge dos conferencias pronunciadas por Heaney en la Universidad de Oxford. Otra vez la realidad civil –política- parece desencadenar una dialéctica entre la conciencia del poeta que trata de redefinir su función en la sociedad actual. No cabe duda de que en tiempos de horror, después de Auschwitz, cualquier proceso formal autocomplaciente debe resultar sospechoso. Sospechoso de inutilidad o, lo que es peor, de traición. Ante los fantasmas de la duda –ya Platón había puesto en tela de juicio que la poesía tuviese una influencia positiva dentro de la polis- Seamus Heaney acude a voces autorizadas como la de Wallace Stevens: “la nobleza de la poesía es una violencia interior que nos protege de la violencia exterior”. Y él mismo añade después: “la poesía no puede permtirse perder su fundamental inventiva de autodeleite, su goce por ser no sólo una representación de cosas del mundo, sino un proceso de lenguaje”.

A pesar del buen tono anglosajón, este libro de S.H. podría ser una fuente inagotable de polémica. En cualquier caso, nadie podrá dudar de que es una invitación eficaz y cortés al ejercicio de la inteligencia.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Eugenio García Fernández

30 de agosto de 2013









A Pablo García Baena

 

La castidad de un cántaro

abandonado a la lluvia

tiene pulso de doncella

en mañana opalescente.

La debilidad de su presencia

apenas un momento sujeta la mirada,

pues importa más que el ver

lo que desde un fondo el cuerpo rescata

con esa inconsistencia que acompaña el despertar,

turbación sin gesto ni destino

que declina en su propio vapor.

Una brisa de ángel

mueve íntima luz

allí donde en belleza se turba

el abandonado a su deseo.

Entre las ruinas de un beso

un rostro se transparenta

y todavía nos estremece

su móvil emanación quieta.

El solitario se turba

enfermo de advenimiento,

y en su palpitación sin secreto

se reclina el inocente.

No existe turbación para quien sabe,

pues vive en su altitud

exento de corrientes,

y el ignorante mudo nieva

sus imágenes sin tiempo ni espacio.

Las manos de los amantes se entrelazan

en total vislumbre

que en  su turbación los paraliza.

Un rostro turbado es siempre la vida

en su intersección de llamas y sombras.

Escrito en Lecturas Turia por Javier Lostalé

30 de agosto de 2013

La primera vez que supe de Patrick Modiano, sin saber aún de él o de su literatura, fue cuando a la casa familiar, situada en una de las avenidas que habían sustituido a las murallas de la ciudad,  vinieron a vivir unos primos míos de Barcelona. Debió de ser allá por 1965. Yo tenía nueve años y Modiano veinte. Mis primos vinieron con sus padres –ella era una de las hermanas pequeñas de mi madre– y se instalaron en el entresuelo de la casa. Aquella casa que ya no existe –fue derribada en 1971– la habían comprado mis abuelos y tenía una curiosa característica: su planta noble era, en vez de la primera, la superior del edificio. Mis tíos recién llegados de Barcelona unieron ambos entresuelos –que se asomaban al jardín posterior, rodeado por otros dos jardines correspondientes a las dos fincas vecinas–, de manera que su vivienda pasó a tener, si no la prestancia de la de mis abuelos, sí idéntica superficie. En ese gran entresuelo vi el segundo pick-up de mi vida –el primero estaba en la habitación de uno de mis hermanos mayores– y, gracias a su propietaria, mi prima Mercedes, –que entonces tenía catorce años y tocaba la guitarra– escuché por primera vez la voz de Françoise Hardy. La canción, cómo no, era Touts les garçons et les filles de mon age, y esa edad no era la mía sino la de la generación de la Hardy, que es la misma que la de Modiano.

Por la avenida –o tal vez debería escribir el bulevar de cintura– circulaban escasos automóviles y la mayoría eran de marcas extranjeras –Austin, Studebaker, algún Mercedes, viejos Renaults, Citroen tiburón y los primeros deportivos aerodinámicos: el Dauphine y su homólogo el Gordini–. Salvo estos últimos, que eran estilizados y de colores digamos que atrevidos –granate, azul eléctrico, verde acuático y marfil– los demás eran negros, salvo los taxis que eran blancos y negros como las cebras de la sabana africana. La soledad de la avenida donde se alzaba nuestra casa –en cuyo otro lado destacaba un edificio racionalista que parecía un buque encallado en el asfalto–, los coches negros como salidos de una película de la II Guerra o del Chicago del gang. y la voz de la Hardy, escuchada una y otra vez aquella tarde de primavera, fueron la primera atmósfera modianesca que yo habité sin saberlo. Es decir, creyendo que era una atmósfera que solo a mí correspondía.

He escrito ‘sin saberlo’ y ese no saber era entonces una búsqueda de saber sin saber aún tampoco que lo era. No sabía, por ejemplo, que en esa época Françoise Hardy y Patrick Modiano ya eran amigos y que esa voz sería una antesala al conocimiento de la literatura de Modiano. No sabía que éste firmaría algunas de las letras de la Hardy y que pronto les harían una fotografía por el boulevard de Saint Michel caminando los dos altos, bellos y delgados como sólo se es –alto, bello y delgado– cuando la vida se estrena y nos estrena. No sabía que en aquellos días, y en París, Modiano ya debía de estar dando vueltas a la trama de su primera novela –El lugar de la estrella, publicada tres años más tarde (y en España veintiún años después)–, novela que representaría, en pleno 68, un potente revulsivo en la buena conciencia francesa diseñada por el general De Gaulle, tras el fin de la guerra mundial. No sabía, en fin, que la manera de vivir literariamente Modiano la Ocupación, el viaje, la amnesia, la memoria y la mirada sobre el mundo adulto o la niñez, iba a tener su correspondencia –no global, pero sí fragmentaria– en mi manera de vivir la Guerra Civil, el viaje, la amnesia, la memoria y la mirada sobre el mundo adulto o la niñez. No sabía que eso iba a ocurrir sin haber leido, todavía, a Modiano y que la clave de todo ello, probablemente, estaba en el paralelismo entre la Ocupación y la Guerra Civil en cierta culpa dostoievskiana que unía a ambas. Con las canciones de la Hardy, ahí al fondo. La primera vez. Luego hubo otras, pero aquí me voy a referir a la segunda.

Ocurrió al poco de haber llegado mis primos de Barcelona en casa de unos amigos de mis padres. Sólo oí una frase: ‘cruzó la frontera en misión especial, clandestinamente; tenía que volver con alguien que había muerto al otro lado y volvió’. Y supe que esa frase guardaba alguna relación con el hecho de haber conocido la voz de Françoise Hardy. Esa frase se quedó grabada en mi memoria como grabada en mi memoria había quedado una imagen contada por mi madre en ese mismo año. La de mis padres bailando la música de El tercer hombre a la salida del cine donde habían visto esa película allá por el año 1949 y era de noche y había llovido y la luz de las farolas se reflejaba en los adoquines húmedos, como sus sombras enlazadas. Con la misma intensidad. Ambas imágenes –si las palabras son signos las frases son imágenes, como los recuerdos no vividos–– serían el núcleo de donde muchos años más tarde nacería mi novela Háblame del tercer hombre, tras cuya publicación se hizo referencia a cierta huella modianesca en ese libro.

 

Pero debo regresar a la casa familiar de mis abuelos maternos, al barrio periférico donde nací –si es que en una ciudad española de provincias, a mediados de los 50, no era en todos sus barrios una periferia del mundo–. He citado el edificio racionalista, que fue para mí el primer símbolo de la modernidad y cuando digo modernidad, digo Europa. Pasé muchas horas en el mirador del despacho de mi abuelo contemplando aquella nave de piedra bajo la que pasaban de vez en cuando los automóviles como lentos escualos. Muy cerca estaban los dos institutos de la ciudad, grandes edificios de principios de siglo con jardines y arcadas y un aire de liceo centroeuropeo. También había una finca en la que quedaban las huellas de metralla de los bombardeos de la aviación republicana durante la guerra y una explanada donde, con la llegada de la primavera, se instalaban los feriantes con sus montañas rusas y su noria y las casetas de lona donde se tiraba a unos patos de metal muy colorido. Al otro lado de esa explanada estaban el velódromo abandonado y el canódromo, con los gitanos y sus galgos y extraños personajes que apostaban y llevaban anillos de oro y tenían una mirada turbia y equívoca sobre una eterna sonrisa también veteada de oro. Era un lugar prohibido, como la fábrica de zumos Zuic que se levantaba, con el orgullo de cualquier edificación industrial, detrás del canódromo. Todo eso, más adelante o más atrás, quedaba a la izquierda de nuestra casa –como el taller del restaurador de pintura antigua y la casa vecina, con un aire berlinés, del médico familiar–, mientras a la derecha estaba el colegio de los hermanos franceses de La Salle, con sus baberos blancos que parecían salidos de la magistratura parisién y la Berlitz School, que era como un atlas a pie de calle y uno de esos portales misteriosos de los cuentos de Machen, que dieran a un mundo ajeno y atractivo, por cosmopolita. Las lenguas como pasaporte.

Recuerdo que los jueves abandonábamos el barrio con mi madre y nos internábamos en la ciudad antigua para visitar a mi bisabuela, que vivía en la vieja casona familiar –la de mis abuelos sólo era de los años veinte, mera novedad– con uno de los hermanos de mi abuela, frente al edificio colonial del Banco de España. La casa y el banco estaban en uno de los antiguos ghetos o calls de la ciudad, no tanto porque mi familia materna  fuera de ascendencia judía, que no lo era hasta donde yo sé, sino porque descendía de catalanes llegados a la isla a mediados del XIX,  que no habían vivido el rancio y atávico antisemitismo local y poseían cierta visión del negocio –de hecho fundaron en la misma calle una tienda de telas y trajes ingleses, por supuesto de importación– que debió de empujarles a vivir allí y no en otra parte de la ciudad. Por ese barrio no circulaban los automóviles y todavía se respiraba y se respira en el trazado callejero su origen diferenciador. Su destino al margen y su hermetismo autista.

La casa era una de las buenas casas del barrio, con patio gótico y jardín trasero, con grandes salones, una biblioteca que disponía de una mesa llena de milefiori venecianos –como un paisaje acuático– y pinturas oscuras de motivos religiosos repartidas por toda la casa. En una sala de tacañas dimensiones –’así está más protegida del frío’, oí decir– estaba mi bisabuela Rosa, pequeña y arrugada como una momia inca, a la que tanto mi madre como el resto de la familia tratábamos de usted. Doña Rosa Miret escuchaba a todo el mundo, pero hablaba ya poco; en cambio, a mi madre, cuando regresábamos de casa de mi bisabuela le gustaba contarme cosas del pasado y yo pensaba que el pasado era otra de las casas familiares de mi madre. Mi madre había querido ser bailarina, pero mi abuelo no le dejó. Bailaba muy bien el charlestón y yo siempre le pedía que lo bailara delante de mí. Entonces sus pies eran pájaros que danzaban con una alegría impagable y en su rostro surgía la bailarina que hubiera querido ser. Luego me contaba que su tatarabuelo había venido a Mallorca porque unos antepasados suyos, que se habían refugiado en la isla cuando la invasión napoleónica de Cataluña, le dijeron que Mallorca era un lugar virgen para la industria. Pero eso ocurrió, me decía, en un lugar que está más lejos que el olvido. De plus loin de l’oubli, un verso de Stefan George –el poeta que tanto gustaba a Jünger– que Patrick Modiano utilizó como título de una de sus novelas últimas. Mi madre, por supuesto, desconocía a Stefan George y Du plus loin de l’oubli es la única novela de Modiano donde aparece citada Mallorca.

 

Más allá del olvido: ese territorio modianesco donde se trazan, borran e inventan atmósferas, nieblas, vidrios empañados, sombras chinescas, amnesias, pistas, derivas, memorias, rastros, biografías, ocultaciones, fragmentos de historia civil, ciudades en las que nunca se estuvo, episodios de los que sólo pudo oirse una frase y después la literatura haría el resto. La literatura, la prosa del tiempo cuando se escribe a sí mismo. Pienso ahora en algunos escritores de mi generación –Juan Manuel Bonet (el único de todos que no es novelista y quizá por eso, poseedor del más grande catálogo de pesquisas modianescas), Miguel Sánchez-Ostiz, Marcos Ordóñez y Justo Navarro– que hallaron más allá del olvido una luz propia, como la hallaría yo, sabiendo todos que esa luz era también una luz familiar. Lo no contado porque ocurrió en otra parte –otra parte que ni siquiera sus sujetos conocieron y que no sabemos si ocurrió o no– y esa otra parte era un destino que a su vez era un origen que otorgaba la condición de exploradores en lugares que, años más tarde, se llamarían La patria oscura,  Tánger-Bar, El doble del doble, El puente del Rialto o La cámara de ámbar. Y al fondo, Patrick Modiano, no tanto como una deuda sino como la sombra de un hermano mayor, alguien que estuvo antes en el mismo o parecido sitio desde donde, por ejemplo, se escribieron los libros citados. Sólo eso; nada más que eso. Aunque hable del pasado; sólo del pasado; nada más que del pasado, esa casa común. Y en esa casa, las novelas de Modiano, antes de que llegáramos, surgiendo del callejón sin salida del nouveau roman y heredando su afición a la disección fría, ciertas técnicas del cine de la nouvelle vague o la huella de Kafka y Dostoievski.

 

Los libros de Modiano forman un gran puzzle en torno a una poética del desplazamiento, la pesquisa como forma de vida y el desentrañamiento de la culpa como forma de comprender esa misma vida. Desde las histriónicas andanzas del traidor Raphaël Schlemilovich –cuya traición se alza sobre el corpus teórico, político y literario del moderno antisemitismo francés– a la fantasmagórica ronda nocturna –celebrada una y otra vez en distintos libros– por el París del proto y postcolaboracionismo, o la búsqueda del padre –esa amplia generación de padres ausentes– entre los sórdidos espectros del desastre personal... es donde van perfilándose las claves de su obsesivo mundo literario: personajes clandestinos (reales o ficticios), recuerdos de infancia –inventados o no–, misterios que se desarrollan, siempre en flash back, a raíz de un encuentro fortuito... Y por encima de todo, la ceremonia de la memoria –de una morosidad que roza a veces lo cruel, de una vaguedad que roza a veces el delirio sonámbulo–, cuyos celebrantes –el sentimiento de ausencia, la apuesta por el extrañamiento y un sutil humor negro– se erigen sobre la angustiosa sensación de pérdida y de abandono. Una poética de ecos y claroscuros que, novela tras novela, ha ido estilizándose, soltando lastres barrocos, sin alejarse de sus constantes narrativas, sin perder un ápice de sus logros y hallazgos, sin abandonar el esfuerzo de comprensión de la propia vida a partir de la reconstrucción de los hechos del pasado, ya sin culpa ninguna. Aunque a menudo piense uno que, en Modiano, es el estilo, tan desmadejado como preciso y frío, el que borra la culpa.

 

El pasado y la culpa: no leí La place de l’Etoile en 1968, aunque hiciera algún tiempo que ya escuchaba a Françoise Hardy –tres años más tarde su disco Soleil sería la música de los primeros parties, cuando se apagaba la luz, y también el primer réquiem de mi adolescencia–, pero no faltaba mucho para que las andanzas del traidor Schlemilovich se hicieran españolas en la escritura de Juan Goytisolo. Reivindicación del conde don Julián –recuerdo el ejemplar de Joaquin Mortiz que me pasó un buen amigo de aquellos años– fue su equivalente español. Se publicó dos años más tarde que la novela de Modiano y guarda con ella bastantes paralelismos. Por ejemplo el traidor don Julián. Por ejemplo la construcción del texto sobre la deconstrucción (perdón por el palabro) del pensamiento conservador español, con los heterodoxos recopilados por Menéndez y Pelayo ahí al fondo. Por ejemplo, el extrañamiento y la voluntad de borrar la culpa, borrando todo lo demás. Es sólo un apunte, pero pienso que Reivindicación preparó, en cierto modo, el terreno a Los bulevares periféricos (1977 en Alfaguara) y después –siempre en traducción de Carlos R. de Dampierre, siempre en la Alfaguara dirigida por Jaime Salinas–, La ronda de noche (1979), Una juventud (1980), El libro de familia y Tan buenos chicos (ambos en 1982), con los paréntesis venezolanos (de desastrosa traducción en Monte Ávila) de Villa Triste (1976) y La calle de las tiendas oscuras (1980). Estos siete libros configuraron, ellos solos, la verdadera educación sentimental modianesca –si así puede llamarse– de mi generación. Y la Reivindicación... goytisoliana ocuparía el lugar de la estrella, la tierra abonada. Luego –tras el paréntesis de 1989: Exculpación en Calpe y, por fin, El lugar de la estrella, en Alcor– vinieron Domingos de agosto (1989), El rincón de los niños (1990) y Viaje de novios (1991) sobre el que me encargaron la crítica en El País, como a Miguel Sánchez-Ostiz la de El rincón de los niños, un año antes. Eran otros tiempos. Tiempos donde la publicación de estas últimas novelas mencionadas tomó la forma de una trilogía para connaiseurs, que irrumpiera en un rescate de Modiano tras siete años de abandono editorial español.

Más allá del olvido (1997) lo publicaría Alfaguara sólo para Hispanoamérica –en España Modiano seguía leyéndose poco, no eran raras las acusaciones de escribir siempre el mismo libro y acababa saldado (de hecho acabaron saldados casi todos los títulos mencionados más arriba)– y a partir de esa expedición americana –una especie de devolución de Villa Triste y La calle de las tiendas oscuras–, Modiano dejaría de publicarse en Alfaguara, ya para siempre. Dos años más tarde –en realidad ocho porque Más allá del olvido no se vio en España– Seix Barral publicó la magnífica Dora Bruder, o la novela donde los que no habían leido jamás a Modiano –o lo conocían sólo de oídas– cayeron seducidos, con el furor del converso, por su prosa sonámbula. Pero no tenían dónde echar la mirada atrás. Debate publicaría luego su libros de relatos Las desconocidas (2001) –todavía oigo los cascos nocturnos de los caballos– y su novela Joyita (2003) –la peor de todas, me parece a mí– y la editorial  Cruïlla su cuento Catherine (2001), traducido al catalán –como en catalán había sido publicada Diumenges d’agost por Columna un año antes que saliera en Alfaguara–. Y sin que nadie se haya preocupado por publicar Accident nocturne (2003), Anagrama va a sacar en breve su estupendo Un pedigree (2005). Hasta aquí Radio Modiano en España; fin de la emisión bibliográfica. Volvamos, pues, a las melodías de la Hardy, que ahora que lo pienso tienen a veces la cercanía de tono de otro Hardy, el poeta  Thomas, pasado por la hecatombe sentimental de los 60 y principios de los 70: otro fracaso, otras culpas.

 

He citado los títulos, pero siempre hay algo biográfico detrás de cada uno de ellos y no sólo ocupa el fragmento de vida que se dedicó a su lectura. Es algo que viene de más atrás, algo que está más lejos que el olvido pero que se hace presente en las novelas de Modiano. Digo ‘en’, no ‘a partir’. Puede que el ciclo  novelístico de Patrick Modiano otorgue una hermenéutica –como lo hacen las aventuras de Tintín o la Comedia balzaquiana–, pero las cosas ya estaban ahí antes. La búsqueda del padre, o de la culpa en la generación del padre, las ciudades de noche durante la guerra, el horror de la retaguardia, la supervivencia de la postguerra, sus lacras morales, los recuerdos imaginarios en la reconstrucción familiar, el reencuentro en la madurez de aquellos amigos de colegio (y el recuerdo de cómo eran, confrontado a cómo son ahora), la irrupción en nuestra juventud de esos avasalladores tipos estrambóticos que cambian tu vida y de los que hay acabar escapando, el fracaso, las vidas como bengalas...  Todo eso estaba antes de leer a Modiano. Y la topografía de la ciudad –de cualquier ciudad, pero especialmente de París– sólo comparable a la fascinación objetual camuflada en la frialdad de su descripciones. La frialdad de un topógrafo, la frialdad de un entomólogo, la frialdad de un detective privado –cuánta novela negra (de Simenon a Chester Himes) hay en la literatura de Modiano, la frialdad de un anatomista: calles, números, tiendas, bares, restaurantes, clubs, teléfonos, tarjetas de visita, facturas comerciales, garages, nombres, listas, listas, listas... Juegos de una sociedad de postguerra con el silencio de telón de fondo: el silencio donde todas las historias son posibles.

 

Recuerdo que en la avenida donde estaba la casa de mis abuelos, nuestra casa, había un paseo central flanqueado por plátanos o plateros. No muy lejos estaba la Casa de La Misericordia, que era hospicio y asilo para pobres y ancianos al mismo tiempo. Recuerdo que en otoño e invierno –lo recuerdo porque las hojas color ocre barrían el paseo y ellos ya llevaban abrigo–, esos hombres encerrados en aquel edificio hacían incursiones por la avenida en busca de colillas, que iban metiéndose una tras otra en los bolsillos del gabán. Iban siempre solos, nunca varios juntos, formando una escena entre barojiana y solanesca, pero yo, desde el mirador de casa me dedicaba a inventarles historias por las que habrían llegado a tan desastrosa situación. Un día, uno de nuestros vecinos –que era un conocido play-boy de la ciudad y años más tarde moriría en un accidente aéreo sobre Nantes– me habló de uno o dos de ellos: ‘ése era boxeador y sirvió en la Legión Extranjera, en Argel, ¿sabes?, y aquel fue portero en un club nocturno adónde iba Ava Gardner; contaba que la había conquistado. Ahora son ruinas, pero en su momento fueron flores de esas que sólo se abren por la noche y de día se esconden, flores venenosas’. Fleurs de ruïne. Eso ocurría al mismo tiempo que el rey Saúd de Arabia orinaba sobre las cortinas de su suite en el Hotel de Mar –eso se contaba en los cócteles vespertinos al menos– y regalaba relojes de oro a los camareros. Era el tiempo en que los pieds noirs huidos de Argelia se instalaban en Mallorca y abrían peluquerías y pastelerías; el tiempo en que secuestraron al expremier congoleño Thosmbé en el aeropuerto de Palma o que los militares británicos retirados, las viejas profesoras de botánica en Cambridge y algún que otro escritor inglés de novelas policíacas se reunían en el Club Anglo-Americano para festejar el cumpleaños de la Reina. Y ese tiempo fue el tiempo donde crecí y escuchando las historias de las fiestas de disfraces de Natasha Rambowa en las cuevas de Genova en la voz de mi tío abuelo, o las aventuras amorosas de la bella gimnasta Nadine; el tiempo donde ví, sentada en el Bar Mónaco, a Christine Keeler, la protagonista del Caso Profumo, y me la señalaron diciendo: esa mujer llevó a la ruina a un ministro de Su Majestad, y supe que mi ciudad era la ciudad donde todo podía ocurrir y reinventarse. Como me inventaba yo las historias de aquellos hombres derrotados que recogían colillas del paseo central de la avenida. Y al fondo –no sé por qué, pero estaban– estaban el miedo y cierto desasosiego. Estas cosas forman parte de mi vida y del libro que voy escribiendo sobre la memoria de mi ciudad, aunque a veces, cuando leo una nueva novela de Patrick Modiano escucho el eco de esa época en la que Palma era también todas las ciudades, con la puerta de la Berlitz School como la puerta de un pasadizo secreto para escapar de aquel miedo.

 

El día antes de finalizar estos folios, el periódico Le Figaro publicó un homenaje a Modiano con motivo de la aparición de su último libro, Dans le café de la jeunesse perdu, un título precioso que remite –esta ronda es española– al Tánger-Bar de Sánchez-Ostiz, que no era más que el café de nuestra juventud perdida. Abría el suplemento un magnífico retrato a color del autor trazado por el dibujante, y también escritor, Pierre Le-Tan. Recordé nuestras conversaciones en París mientras preparábamos su exposición para el Reina Sofía, dirigido entonces por Juan Manuel Bonet, hombre también afín a Le-Tan. Recordé la noche en que llegué a París para conocer personalmente a Pierre y que en esa noche yo tenía fiebre y estaba cansado y mi amigo el poeta Enrique Juncosa me llamó para cenar con otro amigo, el pintor Miquel Barceló, y decliné la invitación, cuando en esa cena también iban a estar Modiano y Catherine Deneuve. Y al día siguiente, en la casa de Miquel en El Marais, supe que Modiano se había quedado hipnotizado ante el oso hormiguero disecado del gabinete particular de Barceló, ese gabinete que Patrick Mauriès –otro letaniano– incluyó en su libro sobre las cámaras maravillosas. La monumentalidad del bicho no era para menos.

En las p?inas centrales del suplemento escrib?n algunos de los amigos de Modiano, entre ellos Catherine Deneuve, Pierre Le-Tan y Fran?ise Hardy. El azar siempre ha sido ? eso lo sabe muy bien Bonet, que fue quien me avisde la existencia de ese suplemento: ?i lo encuentras c?prame uno, que aquya lo han devuelto? uno de los ejes en la relaci? con la obra de Modiano ? tambi? con la de Le-Tan Por supuesto encontrdos ejemplares, que deb?n ser los ?icos que hab? en Palma. En esas p?inas centrales lea la cantante que hablaba del poder de sugesti? del estilo literario de Modiano, ?econocible entre todosy de cuando se conocieron a trav? de Emmanuel Berl y su mujer, de los que eran amigos comunes.  Recordentonces aquella tarde en la casa familiar donde escuchpor vez primera la voz de Fran?ise Hardy, reconocible entre todas y de un gran poder de sugesti?, y recordtambi? esa frase que hablaba de cruzar la frontera clandestinamente y supe que de nuevo volv? a pasear por las avenidas de un tiempo que estm? lejos del olvido, cuyo mejor cronista sersiempre el novelista Patrick Modiano.

 

Escrito en Lecturas Turia por José Carlos Llop

Montse Aguer[1]

 

El año 2004, año del centenario del nacimiento de Salvador Dalí, es un momento adecuado para hacer balance y situar a Dalí en el contexto artístico y de las vanguardias del siglo XX, tan rico en influencias y matices. Cabe analizar su vida y su obra con objetividad, con la distancia que nos aporta tanto el paso del tiempo como un más profundo conocimiento del artista.

Hoy Dalí, en todas sus vertientes, como pintor, pensador, escritor, apasionado de la ciencia, catalizador de las corrientes de vanguardia, es considerado una figura clave de la historia del arte.

Hay que situarlo, asimismo, como personaje inconformista, complejo, con una actuación personal capaz de captar y jugar con la importancia creciente de la sociedad de masas, a la que sirve y de la que se sirve, y, evidentemente, como artista capaz de intervenir en todos los campos de la creación, desde los más convencionales, como la pintura, la escultura, el dibujo o el grabado, hasta los más innovadores, como las instalaciones y las perfomances.

La figura y la obra de Salvador Dalí, indisociables, atraen cada día más audiencia (como demuestra la enorme cantidad de visitantes que cada año recibe el Teatro-Museo Dalí de Figueres o el hecho de que el óleo La persistencia de la memoria sea el que despierte más interés de los que exhibe el Museo de Arte de Nueva York). El misterio es una de las claves del artista, pero también la manipulación que hace de la realidad y el sentido de sorpresa pictórica contenido en su producción. Es autor de imágenes plásticas y literarias únicas y su iconografía es un referente para el imaginario colectivo.

Artista humanista, clásico en un sentido renacentista, es creador de una pintura literaria, minuciosa, virtuosa y laboriosa, con elementos figurativos procedentes de su particular mundo, de sus obsesiones y mitos; de una obra repleta de objetos cargados de simbolismo situados en paisajes solitarios, trazados con un profundo conocimiento del arte de la perspectiva y un extraordinario dominio de la técnica pictórica.

Una de las principales aportaciones de la plástica daliniana es la precisión a la hora de definir los elementos que pueden aparecer de forma evanescente en el imaginario colectivo o en el mundo de los sueños y de los automatismos intuitivos. Dalí establece con determinación y coherencia lo más efímero de nuestro pensamiento y lo hace de manera delirante. De esta imperiosa voluntad de explicar con determinación lo inconcreto, surge su famoso método paranoico-crítico, conjunción de pensamiento e imagen.

Igual de atrayente resulta el Dalí surrealista, admirado por Breton y Eluard, entre otros, como el Dalí nostálgico del Renacimiento y de la época de Rafael. A partir de un impresionismo sensual y pasional evoluciona hacia formas cubistas, puras y racionalistas que lo asocian con el Noucentisme de Eugenio d'Ors hasta convertirse primero en exponente destacado del surrealismo y descubrir después el poder iconográfico del arte clásico como herramienta perfecta para llevar a cabo su método paranoico-crítico.

Su obra refleja asimismo su interés por la ciencia y los efectos relacionados con la visión, especialmente su análisis de la doble imagen. Es el primer pintor del siglo XX que trabaja insistentemente en la recreación de la doble imagen de manera concreta, es decir, en la obtención de una imagen que, sin alterar ninguno de los elementos que la conforman, puede ser, por un simple estímulo de nuestra voluntad, otro sujeto completamente distinto del primero representado por el artista. En “Camuflaje total, para la guerra total” escribe:

“Tenía un espíritu paranoico. La paranoia se define como una ilusión sistemática de interpretación. Esta ilusión sistemática constituye, en un estado más o menos morboso, la base del fenómeno artístico, en general, y de mi genio mágico para transformar la realidad, en particular”.

A través de diferentes métodos y sistemas: la doble imagen, la estereoscopía, la holografía o la búsqueda de la cuarta dimensión, y de acuerdo con los avances de la ciencia, Dalí representa la realidad externa y, a la vez, la realidad interna, que pueden coincidir o no con la del espectador, pero que provocan en éste una serie de asociaciones psíquicas que permiten acabar sumergiéndolo en el discurso del pintor.

Un discurso que le es imprescindible para transmitirnos cómo se ve, pero sobre todo, cómo quiere ser visto por nosotros. En este sentido, en Dalí pintura y literatura son casi equivalencias y le sirven para construir su imagen. Su extensa obra escrita -que abarca desde el año 1919 hasta casi el final de sus días- así nos lo demuestra. Vida secreta de Salvador Dalí, magnífica autobiografía, es un claro exponente de la elaboración consciente de su “verdadera” realidad, la que él quiere que sea la cierta, que tenga validez de acta notarial.

En su comunión con la literatura, tanto como lector, escritor o ilustrador, siempre hay un hilo conductor: la imaginación, la fuerza de la imaginación. Dalí escribe: “Creo en la magia que, en última instancia, es meramente el poder de materializar la imaginación en realidad. Nuestra época supermecanizada subestima las propiedades de la imaginación irracional que no deja de ser la base de todos los descubrimientos” (del artículo “Total Camouflage for Total War” publicado en la revista Esquire, vol. 18, nº 2, agosto 1942). Imaginación que transforma en realidad y que, independientemente de la forma de expresión que utilice, nos atrae o inquieta, pero no nos deja indiferentes.

La relación de simbiosis entre Salvador Dalí y los libros evidencia una vez más el concepto humanístico que el creador ampurdanés tiene del Arte. La vida y la obra de Salvador Dalí están concebidas para obtener “todo” el conocimiento y desarrollarlo en todas las disciplinas artísticas. Hombre del Renacimiento, está constantemente experimentando e investigando en el ámbito de la pintura, del dibujo, de la literatura, de la ilustración; crea escenografías, espacios arquitectónicos, decora interiores, diseña... Es un artista dual: clásico e innovador, innovador y clásico, que busca obsesivamente hasta hallar su expresión propia, a menudo a contracorriente, en un mundo convulso y en constante cambio.

A través de su creación, su obra, descubrimos a un Dalí que, tal como escribió André Breton en una dedicatoria, “titubea entre el talento y el genio o, como se decía en otro tiempo, entre el vicio y la virtud”. No cabe duda alguna de que el genio ha triunfado. Un genio con talento que ha bebido de las fuentes clásicas y que ha sabido dejar constancia en su obra de la belleza convulsiva de los surrealistas. Un genio provocador.


[1]    Comisaria del Año Dalí.

Escrito en Lecturas Turia por Montse Aguer

También en lo que ambiguamente entendemos como ámbito literario ejerce su labor demoledora el paso del tiempo. Se ha dicho, a menudo, que éste se convierte en el definitivo juez de prestigios y valores. Desaparecido el autor en 1975, la obra de Salvador Espriu ha permanecido a merced de la crítica de las nuevas promociones, al vaivén de las estéticas. No es el tiempo, por consiguiente, el factor que deteriora o afianza una obra, sino la capacidad de ésta para coincidir con los gustos estéticos de quienes le suceden. Una obra aferrada sólo a su propia circunstancia, incapaz de suscitar el interés de otras promociones, acaba convirtiéndose en simple rareza bibliográfica. Pero, ¿cuánto tiempo se requiere hasta percibir la definitiva ubicación de una obra en ese frío, casi siempre, Partenón que se califica como repertorio “clásico”? ¿Puede entenderse como suficiente el paso de una década a la hora de formular una revisión que parece imprescindible? Y convendría cuestionar al respecto si la fecha de la muerte de un autor ha de significar el inicio de este purgatorio al que parece destinada cualquier producción estética o intelectual; si en algunos autores el proceso se ha iniciado ya con anterioridad, durante su misma existencia. Ya en la década de los setenta la obra espriuana había sido contestada por la neovanguardia catalana. La sombra de J.V. Foix resultaba quizás más alargada para las promociones que buscaban los modelos útiles de lo que se entendía como postmodernidad en la tradición poética catalana.

A la poesía de Espriu le perjudicaban seriamente dos circunstancias: haberse convertido en el poeta más popular de su tiempo y haber sido la figura poética emblemática del compromiso o de la “resistencia” antifranquista. En marzo de 1966, por ejemplo, coincidíamos en la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, tras haber sido sitiados por la policía durante tres días en el Convento de los PP. Capuchinos de Sarriá. Se trataba entonces de la fundación de un Sindicato Democrático de Estudiantes en Barcelona, en cuyo acto intervinieron, entre otros intelectuales y artistas, Jordi Rubio i Balaguer, Tàpies, Joan Oliver, Carlos Barral, Maria Aurèlia Capmany, José Agustín Goytisolo, Agustín García Calvo y Manuel Sacristán, entre un etcétera no excesivamente amplio. Debido a su salud, ya delicada entonces, la permanencia del poeta en los despachos policiales fue breve, aunque fue sancionado con una fuerte multa gubernativa, que había de corresponder a su ya destacada consideración. La primera transición postfranquista significó no sólo descartar las responsabilidades políticas o culturales del pasado sino, tal vez sin adquirir plena consciencia de ello, entender también como un lastre nombre y estéticas que habían de recordarnos silencios, renuncias y hasta culpabilidades.

Salvador Espriu había sido revestido en los últimos años de su vida de muchos honores en el ámbito de una literatura que había pasado de la lucha por la mera supervivencia a ocupar su lógico destino natural. Sus poemas, a través de cantautores como Raimon, se habían difundido hasta más allá de su ámbito propio. Con no poco sentido del humor el poeta refería que algunos admiradores, al conocerle, le preguntaban si era él, en efecto, el letrista de aquellas canciones. Ampliamente traducido, su obra pasó también a las aulas convirtiéndose en parte de la enseñanza obligatoria, en el ámbito de la antigua Segunda Enseñanza, de la literatura catalana. Pero su proyección había de resultar problemática porque, a diferencia de otros escritores catalanes, su estética personal, heredada de las escuelas simbolistas, carecía de discípulos naturales o de escuela. Con una obra de mucha menor dimensión, por ejemplo, la poesía de Gabriel Ferrater (1922-1972) dejó muchos más discípulos y seguidores. Ingresaba también en los fríos ámbitos universitarios e investigadores. Pero su poesía resultaba difícil, requería de un cierto esfuerzo intelectual, resultaba ambigua para algunos celadores políticos y hasta demoledora. La poesía fue para Salvador Espriu tan sólo una faceta de su labor creadora (aunque determinante y central), ya que, desde la década de los años treinta, conformó junto a Josep Pla y Josep Mª de Sagarra, el esfuerzo de dos promociones que habrían de conseguir, junto a E. d'Ors y Joaquim Ruyra, la prosa catalana de mayor ambición del siglo. Ni siquiera los admiradores de Espriu fueron en su tiempo suficientemente conscientes del valor de sus textos en prosa, integrados en el diseño de un mundo propio, a los que habría que volver. Tampoco el teatro le resultó ajenao. Su obra de mayor éxito fue Ronda de mort a Sinera, que estrenó y pulbicó en 1978, dirigida por Ricard Salvat e interpretada por una joven, entonces, actriz, Nuria Espert. Sin embargo, la obra fundamental, desde la perspectiva de un teatro innovador, fue Primera Història d'Esther (publicada en 1948, cuando la mera suposición de un teatro en lengua catalana podía parecer utópica, aunque fue representada en 1957). Reducir la obra de Salvador Espriu a su poesía, como se ha hecho tan a menudo, significa prescindir de zonas relevantes de su producción.

La vocación literariade Salvador Espriu se forja en la aulas de la Universitat Autònoma de Barcelona, en la que ingresó en 1930 para cursar estudios de Derecho y de Historia Antigua. Un crucero por el Mediterráneo, junto a un grupo de compañeros y profesores, que realizó en 1933, visitando Grecia, Palestina y Egipto, habrá de constituir el dato más emblemático de una vida dedicada a la literatura, labor que compartió con el trabajo en las oficinas de una mutua privada de seguros médicos. Era hijo de un notario y nació en la población gerundense de Santa Coloma de Farners, aunque su infancia transcurrió entre Barcelona (donde cursó el Bachillerato) y Arenys de Mar (la Sinera de su obra). Sus primeras obras, en prosa, fueron Israel (1929, en castellano), El doctor Rip (1931) y Laia (1932). En su prólogo, fechado el 18 de setiembre de 1978, daba cuenta de los orígenes de aquella su primera novela corta: “En 1930, cuando no había cumplido diecisiete años y estaba terminando el bachillerato escribí El doctor Rip. En aquel tiempo era muy leído un prolífico humorista gallego, que se producía en castellano, Wenceslao Fernández Flórez. Caído durante mucho tiempo en el olvido, como suele suceder en Sepharad, Konilosia, Alfaranja y por todo el país, cuando los escritores, buenos y malos, se mueren, creo que ahora se intenta, como pasa, por ejemplo con Blasco Ibáñez, ponerlo otra vez en circulación”.

“Si no me equivoco, en una de sus obras, Los que no fuimos a la guerra, Fernández Flórez afirma, de un modo u otro, que todos los temas novelísticos ya ha sido tratados, excepto la experiencia íntima y las reflexiones de un canceroso. Con el atrevimiento y la inconsciencia típicas de mi poca edad, decidí, cuando iniciaba el aprendizaje inagotable de escritor, que intentaría llenar ese vacío. No sabía ni un ápice del catalán gramatical. No lo había aprendido porque nadie, durante la dictadura de Primo de Rivera, nos lo había enseñado. Pero el instinto me llevó a escribir, a tientas, en mi lengua, hablada siempre en mi casa, en mi familia, el yerro que subtitulé, con ufana modestia, novela”[1] La extensa cita nos ha de permitir adentrarnos en los orígenes de la labor de un escritor que calificará el conjunto de su obra como Años de aprendizaje. Será su padre, según relata, quien hará las oportunas gestiones para que Carles Soldevila escriba el prólogo a la primera edición del libro y ejerza de maestro de ceremonias en el acto de presentación del novel. Y será también su padre quien financie la edición de aquella novela corta que revisará en 1972 y   publicará reformada seis años más tarde. Ésta no ha de ser la única coincidencia econ la obra y hasta con la biografía del argentino Jorge Luis Borges. Durante casi treinta años aquella obra inicial había sido borrada de su producción, según afirma en palabras casi textuales. También, como Borges, Espriu someterá su producción a constantes revisiones. Ariadna al laberint grotesc, por ejemplo, finaliza no sólo con las oportunas fechas de su composición, 1934-1935, sino con las de sus correciones: “Revisada en Sinera, agosto 1949 – julio 1964. Y en Lavinia, octubre 1967 – julio 1974, diciembre 1980 – julio 1984”. Los lectores de Espriu saben ya que Sinera esconde generalmente el nombre de Arenys de Mar y Lavinia el de Barcelona.

Al inicio de la guerra civil había publicado, además, una colección de relatos, Aspectes (1934) y la ya mencionada Ariadna al laberint grotesc (1935) y Miratge a Citerea, también en el mismo año. Ya en plena contienda aparecerá Letizia i altres proses y escribirá, en 1939, en la Barcelona ocupada, aunque antes de que finalizara la guerra, Antígona, que vería la luz en 1955 y se estrenaría en los escenarios en fecha aún más tardía, en 1958. Sin lugar a dudas, la obra de Salvador Espriu había de resultar determinada por la experiencia de la guerra civil. No volverá a publicar hasta 1946, Cementiri de Sinera, ya un libro de poemas, fechado entre marzo de 1944 y mayo de 1945, aunque alguna de sus composiciones, “Dansa grotesca de la morte”, aparezca fechada en octubre de 1934 (otra fecha histórica catalana emblemática). Los esquemas simbólicos que atraviesan la obra de Espriu, plenos de resonancias bíblicas, han de servirle al poeta para reflejar una dramática realidad: la desaparición de una Cataluña de preguerra y, en consencuencia, la inicial persecución por parte de las nuevas fuerzas políticas de cualquier signo de catalanidad, en especial de la lengua, tan determinante para cualquier escritor. Se trata, por consiguiente, de una doble muerte cívica, a la que se añadirá la desaparición de sus padres. El mundo familiar de Espriu, forjado de recuerdos, simbolizará el más amplio de una Cataluña liberal, reconocible, que tan sólo, con incontables esfuerzos, podrá mantenerse viva en pequeños cenáculos, en los que la mera expresión en catalán ha de significar un signo de esperanza. Espriu calificó también el conjunto de su obra como “una meditación de la muerte” proclamando tal vez la continuidad de la tradicional “meditatio mortis”, aunque ello no debe entenderse como una calificación monotemática. Habría de contribuir a una nueva deformación interpretativa la aparición, en 1960, de La pell de brau  que, para la literatura catalana, supondrá el equivalente, pese a sus considerables diferencias, de Pido la paz y la palabra (1955), de Blas de Otero.

A mi entender, la consideración de la obra de Espriu debe emprenderse desde sus primeras experiencias en prosa en las que convergen un haz de influencias diversas, desde los libros bíblicos y los textos egipcios antiguos hasta los esperpentos valleinclanescos y el aliento de la tragedia griega que puede advertirse también muy tempranamente. En el prólogo de 1934 de Miratge a Citerea revela sus probables fuentes: “¿Precedentes? ¿Influencias? Apresurémonos a facilitar la labor del crítico. Carlota la protagonista ha leído a Barbey, Wilde, D'Annunzio, Valle, algo (no mucho) de Cocteau”. También en las palabras introductorias a Ariadna descubriremos algunas de las claves que se había propuesto el entonces joven Espriu a la luz de quien acaba de revisarlo en 1974: “un hombre joven de veintiún años, no demasiado complaciente consigo mismo y muy duro con los demás, empezó a escribir este pequeño libro. Un hombre viejo de sesenta y un años, nada complaciente consigo mismo y que procura, de lejos, comprender a los demás, quizás lo ha terminado. Quizás (...). En este pequeño libro se apagaron, poco a poco y de forma sistemática, todos los ecos del noucentisme y del postnoucentisme que en algún lugar se hubiesen podido señalar. Si en el léxico y en la sintaxis alguno queda, es porque se utiliza con un retintín grotesco (…) En el pequeño libro del que antes se hablaba, además de algunos diálogos y monólogos, estrambóticos y extravagantes pero no gratuitos, hay algún gitanismo y muy pocos neologismos y extensiones semánticas, y el vocabulario y el discurso se someten, no sin una refrenada rebeldía, a las listas y a las leyes dictadas o codificadas por el Institut d'Estudis Catalans, algunas de cuyas imperativas reglas tendrán que irse revisando y modificando paulatinamente. Nos encontramos hoy entre los dos fuegos de la más paralítica rigidez purista y del más irresponsable e inadmisible patués. Quizá habría que insistir en buscar, entre uno y otro extremo, el equilibrio de un término medio”. En estas líneas advertimos las esenciales fórmulas creativas de su poética. Espriu proclama su intención de evadirse de la estética de la generación que le precedió, la que se califica como “noucentista”. Para ello propone una auténtica reconversión del lenguaje que, aunque “normalizado”, incorporará gitanismos y expresiones populares, acentuando de este modo su expresionismo y su decantación humorística, que se traduce en farsa, próxima al tratamiento específico de “lo grotesco” expresionista. Elegirá inicialmente la prosa, porque la literatura catalana anterior estuvo integrada por poetas, más reconocidos por la crítica.

El cultivo de la narración ha de resultar casi una excepción hasta el extremo de que Carles Riba se preguntaba provocativamente por la inexistencia del género novela en su promoción. Los relatos de Ariadna encierran lo fundamental del mundo más característicamente espriuano: una esperpéntica y ácida visión de la realidad a través de personajes que se diseñan como marionetas, las que más tarde cobrarán vida en su obra teatral. Allí podemos descubrir al “filósofo” Crisanto Bautista Mestres, quien descubre, para remediar la pobreza, que ha de convenirle saciar la vanidad de sus coetáneos. Sus lemas “Piense con pureza” y “Sois los mejores” le convierten en “académico (…), consejero del Banco nacional, diputado a Cortes, presidente del Patronato de Indios Descalzos y profesor de Grafología Caractereológica en la Universidad”. Aquí aparecerá ya Salom, el erudito local (“erudito y estúpido”) de Lavinia, quien recita sin éxito en “Barrios bajos”: “Esta es la ciudad de la perfecta belleza, la admiración de toda la tierra”. También, desde su producción primera, Doctor Rip, la muerte habrá de planear sobre el conjunto de seres que pueblan sus relatos. En “Tópico” es el cruel accidente de un trabajador de la industria y su temprana muerte lo que le permite ironizar sobre “el tópico del obrero honrado”. Y en “El país moribundo” identifica su “pobre y viejo país”, alabado ditirámbicamente, con un ahogado en el puerto. Los periodistas se limitarán a mandar un telegrama a las agencias: “¿Qué dice? Viejo país ahogado ayer aguas puerto. No se ha identificado cadáver. ¿Caramba, el país se murió, ¡viva! Tenemos incluso un país que se nos muere. Veamos, queremos más detalles. Aquel día las redacciones trabajaron de un modo febril y compensaron con creces la cotidiana penuria económica editorial: por lo menos se vendieron unos cincuenta periódicos en nuestra lengua, en esa lengua que con tan delicado amor han llamado después, inteligiblemente, vernácula”. El uso simbólico de las referencias a la Cataluña de su época son más que evidentes, incluida la preocupación por la supervivencia que habremos de ver en Espriu y en los escritores catalanes en los difíciles años de la dictadura franquista.

Ya en el primero de sus libros poéticos, Cementiri de Sinera, redescubriremos algunos de los grandes temas que habíamos advertido en sus prosas anteriores. Josep Mª Castellet los redujo a “la muerte, la patria, el recuerdo, el paso del tiempo, el cansancio, la soledad, Dios” y, en paralelo, sus habituales símbolos: “abril, los cipreses, las arañas, las barcas, los ojos de un ciego, la niebla, las nubes, la lluvia, el viento, los caballos, la arena, el mármol, el mar, el jardín”. La lista no es completa, aunque revela el proceso poético que se iniciará con este título emblemático, en el que sumará dos elementos fundamentales: los espacios elegidos (una Sinera que es, en ocasiones, el espacio local, el del paraíso de la infancia, también el más amplio, el de Cataluña); así como el cementerio, el espacio específico de la muerte. El camino de la interiorización, que habrá de operarse paralelamente, es una oscura vía, por la que han de desfilar los fantasmas, los miedos, las angustias personales. Uno de sus ejes simbólicos será, como en la obra de Borges, el laberinto, alegoría de la vida humana y, a la vez, el eslabón que enlaza la obra espriuana con la más antigua cultura helena. Explícitamente aparecerá en el título de Final del laberint (1955), considerado por la crítica como el más oscuro poemario de Espriu, junto a Llibre de Sinera, publicado por vez primera en Obra poética (1963). En el primer poema de Les cançons d'Ariadna (1949), libro que Espriu situará como pórtico de su producción poética, utiliza ya el tema del laberinto: “No hi ha laberint més clar”. El cuarto poema del libro, titulado “Barallade dos cecs captaires”, sitúa en primer plano otro tema fundamental: el de la ceguera, en esta ocasión, inspirada en una escena goyesca, esperpéntica, la de dos ciegos que se combaten con tremendos garrotes: “S'escometen tots dos, / garrots enlaire: / fericitat atroç / de brotonsaures”. Ecos de la frecuentada mitología egipcia figuran también en “Barca osiríaca”: “Barquer de l'etern viatge, / deixa'm amb tu reposar”. Pero tras estos dos grandes temas recurrentes planea la conciencia de la muerte, expresa en “Malalt”, desde la fórmula de la canción popular: “I la mort vindrà / -diuen les puntaires- / un dilluns proper, / a la matinada” e incluso figurará en el título de otro de los poemas de la serie, “Dansa grotesca de la mort”. Pero será Salom (alter ego ocasional de Espriu) quien en el poema titulado Petites cobres d'entenebrats asumirá el pesimismo del presente y la muerte como esperanza final: “Em dic Salom, fill de Sinera. / Contemplo el buit, mirant enrera. / I, temps enllà, tan sols m'espera / desert, tristor d'hora darrera”.

En Cementiri de Sinera (1946), el primero de los libros poéticos publicados por Espriu -tras once años de silencio- combina la desolación interior con un paisaje que pasa a convertirse en una proyección del cementerio, principal núcleo significante: “Quina petita pàtria / encercla el cementiri! / Aquesta mar, Sinera, / turons de pins i vinya, / pols de rials. No estimo / res més, excepte l'ombra / viatgera d'un núvol / i el lent record dels dies / que són passats per sempre” (II). Advertimos ya la densidad de la más honda poesía de Espriu, quien ha interiorizado el drama histórico, situándolo en un paisaje propio. Este cementerio, tierra de muertos, no será El cementerio marino, de Paul Valéry, aunque comparta con él el mar y el ambiente mediterráneo, sino la identificación con una conciencia de derrota que es, a la vez, cívica y personal. El poema XXVI de la serie, revelador en el sentido de conjugar lo familiar con lo personal, puede relacionarse con el conocido, aunque más retórico, poema “El remordimiento”, de Jorge Luis Borges, publicado treinta años más tarde, en su libro La moneda de hierro (1976). Situar los dos textos en paralelo nos permite advertir, una vez más, las coincidencias temáticas, ciertas afinidades que venimos reiterando: “No lluito més. Et deixo / el seplucre vastíssim / que fou terra dels pares, / somni, sentit. Em moro, / perquè no sé com viure” // He cometido el peor de los pecados / Que un hombre puede cometer. No he sido / Feliz. Que los glaciares del olvido / Me arrastren y me pierdan, despiadados. / Mis padres me engendraron para el juego / Arriesgado y hermoso de la vida /.../ Me legaron valor. No fui valiente. / No me abandona. Siempre está a mi lado / La sombra de haber sido un desdichado”. Les Hores (1952), dividido en tres partes, debe entenderse, asimismo, como una nueva reflexión, con variaciones, sobre la muerte. La primera está dedicada al poeta de su promoción e íntimo amigo B. Roselló-Porcel, fallecido el 5 de oenero de 1938; la segunda a su madre, que murió el 1 de julio de 1950; la tercera -un guiño más que significativo- a Salom (su alter ego). Espriu acompaña el nombre de una fecha significativa (18-VII-1936); es decir, el día del comienzo de la guerra civil española.

También el libro que publicará en el mismo año, Mrs. Death, mantiene la reflexión, que pasa de lo individual a lo colectivo, sobre la muerte. En el poema “El Governador”, por ejemplo, encierra en cuatro versos emblemáticos el pesimismo colectivo: “Habitem en sepulcres, / entenebrats, mirant-nos / dintre 'nostre, en un somni / que no retorna l'alba”. Será, sin embargo, en El caminant i el mur (1954) donde la voz poética de Salvador Espriu alcance sus mejores resonancias. Como hemos venido apuntando, la poesía espriuana, asentada en una estética simbolista, viene asegurando sus elementos sin apenas introducir nuevos temas. Su mundo revelado es aparentemente el del paisaje de Sinera, pero el conjunto de signos identificativos que lo fundamentan, alejado de cualquier rasgo urbano, ha de convertirse en las llaves que permiten adentrarnos en la desolación interior. En la segunda parte del libro, titulada “Cançons de la roda del temps”, descubriremos algunas de las más felices composiciones del poeta, quien utilizará la sencillez aparente de la canción para convertirla en eficaz vehículo de la pura lírica: “Mur de la nit: a penes / la remor d'unes ales / enllà de l'aire, somni / ja presoner. Camino / seguit de prop per passos / en la neu” (“Cançó de la mort callada”). En la tercera parte, “El Minotaure i Teseu” la canción se convierte en un cántico y el poeta se identifica, una vez más, con el pueblo de Israel. Los elementos bíblicos, presentes ya desde su primera obra juvenil, se acentúan. El pueblo elegido y perseguido es, naturalmente, Cataluña. Allí figurará, entre otros, el magnífico “Assaig de càntic en el temple” que habrá de convertirse en uno de los poemas más emblemáticos de la época. La estructura paralelística, la abundancia de adjetivos precisos, definitivos, configuran una dolorosa y entrañable relación entre el poeta y su “tierra / patria”: “Oh, que cansat estic de la meva / covarda, vella, tan salvatge terra, / … / Car sóc també molt covard i salvatge / i estimo a més amb un / deseperat dolor / aquesta meva pobra, / bruta, trista, dissortada pàtria”. Cabe entenderlo como el hilo que ha de conducirnos hasta La pell de brau.

Una simbología muy elemental, en todo caso, ha de permitirle introducirnos en un paisaje (que es interior) de íntimas resonancias: “Oh, sobretot estima la sagrada / vida de l'arbre i la remor del vent / a les branques que s'alcen vers la llum!” (“Llibre dels morts”). El árbol, en efecto, aparecerá con frecuencia como un signo de vida, como la presencia, en el invierno, de una vida secreta. La presencia de símbolos como el viento o la luz, mencionados en los tres versos antes citados, proceden de la simbología mística, de la que Espriu no se alejará nunca y constituyen las referencias habituales a las que tenderá progresivamente el poeta en sus últimas obras. Explícita será esta decantación en Final del laberint mediante las citas expresas, al comienzo del libro, publicado en 1955, del Maesro Eckehart y Nicolás de Cusa. Si, como apuntamos, una parte de Les Hores estaba dedicado a su madre, el presente figura dedicado a su padre con la indicación precisa de la fecha de su muerte: 30-IV-1940. El laberinto de ha transformado ahora, en el poema II, en “la casa del hacha del relámpago”, sin puertas ni ventanas, en una visión o pesadilla atormentada. Al final de los pasillos escucha el poeta, que avanza a ciegas, un llanto desolador. Y tan sólo, cuando comprueba que la sangre “es escampada amb ira per la roja tenebra” se justifica como un “home sencer” y de él puede brotar una canción. La poesía (“clares paraules”) nace, por consiguiente, desde una presión interna que se convierte en un difícil sistema comunicativo. Es frecuente la imagen de la noche, de la oscuridad, de tan rica tradición mística. El poeta es un mendigo, un ciego, un solitario, un labrador que labora su tierra -el lenguaje- a la búsqueda de las misteriosas palabras que han de convertirse en canción (XV). Así lo manifiesta el poema XVI, por ejemplo, de la serie: “Treballo durament / en àrides paraules. / S'agosta la cancçó. / quan provo d'entonar-la”. Introduce su propia imagen retenida en el espejo, busca la unidad de los contrarios, se adentra en la consideración de la nada.

La pell de brau resulta, sin embargo, una reflexión moral y política sobre la España de finales de los años cincuenta, formada por pueblos que se desconocen y se expresan en diversas lenguas. Sepharad (España) se nos ofrece como la piel extendida del toro, según se indica en el primero de los poemas de la serie. Resulta también un canto de árido  dolor y un clamor de esperanza. Rechaza cualquier rastro de odio y, en consecuencia, viene a coincidir en un claro compromiso personal con el programa que planteaban las fuerzas democráticas clandestinas y el entonces perseguido partido comunista: las tesis de la llamada “reconciliación nacional”, que habría de servir para superar el franquismo. Versos como “Fes que siguin segurs el ponts del diàleg / i mira de comprendre i estimar / les raons i les parles diverses dels teus fills” responden a esta intencionalidad. El nuevo libro de Espriu se mantiene, sin embargo, dentro de los límites del mundo ya diseñado anteriormente, de rasgos claramente bíblicos: el recuerdo del templo derruido, las lamentaciones frente al muro, la Golah, el ídolo que se identifica con el mal, el agua como bien reparador, etc. Se combinan las canciones con poemas de mayor amplitud. Se alternan la ironía y el expresionismo con claves líricas o reflexivas. En el poema XXV, sirviéndose de las fórmulas simbólicas que apreciábamos en su obra anterior, reclama el fin del miedo: “Amb la cançó bastim en la foscor / alter portes de somni, a recer d'aquest torb. / Ve per la nit remor de moltes fonts: / anem tancat les portes a la por”. El canto a la libertad se sxplicita en el poema XXXVIII: “Escolta, Sepharad: els homes no poden ser / si no són lliures. / Que sàpiga Sepharad que no podrem mai ser / si no som lliures. / I credi la veu de tot el poble: Amén”.

Llibre de Sinera incluye composiciones fechadas entre 1959 y 1962. Espriu mantuvo siempre una concepción unitaria del libro poético concediendo particular significación al número y a la secuencia de los poemas. Mantiene el desgarro habitual, los ciegos protagonistas: “Al vell orb preguntava l'esglai / si el meu poble tindra demà. / I la boca sense llavis començà / la riota que no para mai” (VIII). Los sesenta poemas del libro constituyen una manifestación evidente de la plenitud del poeta que acentúa ligeramente la oscuridad de algunas imágenes. Per al llibre de salms d'aquests vells cecs (1967) lo forman cuarenta poemas de estructura circular y de tres únicos versos, inspirados en los haikais, que sintetizan fórmulas expresivas, actitudes, simples descripciones o referencias a elementos de sus obras anteriores. Tampoco faltan rasgos de reflexión moral o intuiciones.

Algunos poemas de Setmana Santa (1971) figuraban ya en la primera edición de Poesia  (1968), aunque fechados en 1962. En su edición definitiva resulta una reelaboración del mito de la Pasión impregnado de elementos míticos judíos. Formes i paraules (1975), ilustrado con fotografías del escultor Apel.les Fenosa, va más allá del siempre difícil paso de un arte a otro, sobre los temas del artista. Los poemas adquieren el carácter de una autónoma reflexión metafísica, inspirada en el mito del retorno a Ulises.

Una relectura de la obra de Salvador  Espriu ha de servir para despejar cualquier crítica fácil, sentada en los prejuicios o propiciada desde estéticas antagónicas. Resultaría incongruente demandar a la poesía espriuana lo que ésta nunca se propuso. Esta consideración, sin embargo, no debe entenderse como la defensa de una obra que, según hemos apreciado, se defiende sobradamente por sí misma. Salvador Espriu sigue siendo, a los diez años de su desaparición física, una de las voces más inquietantes, críticas y originales de la lírica peninsular de nuestro siglo. Su mundo cerrado, críptico en ocasiones, emblemático, cruel, pesimista y, a la vez esperanzado, obsesivo, cíclico y recurrente, espiritual, discurre a través de vetas poéticas complementarias. Su riqueza de vocabulario, sus ritmos propios del cancionero popular, su versatilidad métrica a la vista están. Pasado el primer purgatorio que ha de soportar cualquier obra literaria, todo parece propiciar el asentamiento definitivo de su obra, aunque resulte imprescindible una reposada revisión crítica.



[1]    Los textos en prosa se citan en sus traducciones castellanas de la edición de sus Obras Completas. Fundación Banco Exterior / Edicions del Mall. Barcelona, 1985, en cuatro volúmenes. Los textos poéticos he preferido mantenerlos en su  lengua original. 

 

Escrito en Lecturas Turia por Joaquín Marco

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