Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 1266 a 1270 de 1353 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

19 de septiembre de 2013

Poeta Juan Luis Panero

 

Le agradezco Herr Roth este viaje,

sin usted no habría sido posible

o tal vez algo inútil, postales de colores.

Juntos, vimos la primera luz sobre el Danubio,

el amanecer en los muros de Melk.

Después en Viena, qué necesaria su presencia,

su guía cuidadosa: museos y palacios,

luz de los lienzos y encapotados muros,

tabernas y cafés, la tarta suntuosa

y el alcohol que redime.

Tantas sombras de sombras, años y desengaños

repetidos como una terca melodía

de apresuradas polkas, valses delirantes.

“Sobre las copas que alegres apurábamos

la invisible muerte cruzaba ya sus manos”

Si, querido Herr Roth, un hermoso recuerdo,

una pequeña resurrección amable

que ambos, inesperadamente, compartimos.

Luego, usted volvió a suicidarse,

borracho como de costumbre

-ya conoce el truco, el lugar y la fecha-.

Pero eso poco importa, sólo quiero decirle,

otra vez, muchas gracias por todo;

por haber iluminado el otoño de Viena,

por el cuadro de Vermeer que tanto disfrutamos,

por los vasos rozados y el helado cristal,

por la extraña canción que esos días repiten:

¿Quién es el que habla ahora,

qué tiempo compartimos,

dónde empiezan las sombras,

dónde la luz del día,

o es todo un sueño eterno,

un reflejo en la nada,

donde muertos y vivos

sólo somos un rostro,

unos ojos abiertos

contemplando el abismo?

Escrito en Lecturas Turia por Juan Luis Panero

Capítulo 1

 

Después de cenar Chi Ho habló largamente con la vieja en la cocina mientras Chi Uei les espiaba desde el jardín. Chi Ho le entregó un sobre a la tía y Chi Uei sintió un escalofrío similar al de la pesadilla que le acometía con frecuencia; mezcla de tifones, hojas con cuentas y uñas largas y rugosas clavándose con saña en la piel de alguien que parecía ser su madre. De aquel sueño se despertaba siempre mirando hacia la puerta: una sombra agazapada en la penumbra del corredor, cuyas paredes estaban empapeladas y olían a refrito, estaba a punto de entrar. Su tía Li contó los billetes  y los metió en un bote,  y Chi Ho salió de la cocina. De los matorrales ascendía un coro de grillos, monótono y preciso,  ahogando el ronroneo del tráfico y el trasiego de voces vecinales disparadas desde las ventanas abiertas. El bochorno de la atmósfera estival rezumaba el olor entre dulce y ácido de los nísperos, y a Chi Uei le gustaba pararse debajo del árbol aspirando la extrañeza de la noche, si bien ahora no estaba atento de su muda vibración. Se había quedado suspendido del dinero que la tía acababa de contar; de la vieja y de Chi Ho reunidos en la cocina como si asistieran a un conciliábulo.

Aquella mañana la tía, que siempre le había cortado el pelo en casa con una maquinilla, lo había llevado por primera en su vida a la peluquería. El camino se le hizo eterno y excitante, a pesar de que la zona norte de X., al pie de la montaña, estaba casi vacía. El cielo lucía gris, y al cabo de la cuesta interminable, a lo lejos, se levantaba imponente la montaña, de un intenso verde oscuro, que Chi Uei miraba todos los días cuando cruzaba la calle para ir a la escuela. La sensación de estar caminando hacia ella fue por un momento tan fascinante que sintió que se ahogaba. Tirando de la mano de la tía, mientras señalaba a lo lejos, dijo:

- ¿Vamos a ir a allí?

- No –respondió la tía-. Ya te he dicho que vamos a la peluquería.

Pero Chi Uei le parecía imposible no alcanzar aquella maravilla que se alzaba sobre ellos; casi podía tocarla ya con las manos, y aventuró que si la peluquería no estaba allí, en la montaña.

La peluquería era un pequeño establecimiento atendido por un señor de mediana edad, vestido con una bata blanca salpicada de pelos, que le sentó en una silla de escay azul frente a una pared de espejo y le hizo esperar quince minutos. La tijera le provocó escalofríos en la nuca, y cuando terminó quiso reclamar los mechones negros esparcidos sobre la losa, que el peluquero barría con una escoba. Todo el camino de vuelta se lo pasó mirando hacia atrás, interrumpiendo continuamente el paso ágil de la vieja, que le espetaba: “¡Vamos!”, y con una sensación insoportable de pérdida e impotencia, pues ya  nunca podría subir a la montaña. No concebía irse para siempre de allí sin haber satisfecho aquel deseo, que en ese momento le pareció la realización definitiva de su corta vida. Cabizbajo, se dedicó a levantar la tierra de los arriates del patio, cuyo declive evitaba las inundaciones del monzón.  Los arriates, debido a las frecuentes lluvias, estaba siempre húmedos, y a veces Chi Uei se entretenía haciendo bolitas de tierra que luego dejaba secar al sol. Pero esta vez no hacía bolitas; tan sólo escarbaba con un palo mientras pensaba en la montaña que jamás volvería a ver, y que de repente era más importante que la vieja y el orden diminuto y estático de los días que lo habían hecho feliz sin saberlo, porque todavía no tenía noción de lo que era la felicidad. La montaña se erigía como símbolo de lo que deseaba y jamás haría.  Cuando la vieja se percató de sus pantalones perdidos de tierra a punto estuvo de pegarle una paliza, pero se contuvo. La amenaza que se cernió sobre él durante aquellos breves instantes hizo que se olvidara de la montaña. Comió en calzoncillos, silencioso y contrito, y después la tía lo metió en la bañera. Repeinado y con ropa limpia,  esperó sentado en una silla del patio, muy quieto, atento a las sombras del otro lado de la puerta, que lucía grietas portentosas, a través de las cuales, y hasta hacía medio año, Chi Uei se había dedicado a espiar a su vecino, el viejo señor Chu Li. El señor Chu Li tenía una casa más grande que la de la vieja, a la que se accedía por un patio separado de la calle por un muro bajo con rejas. En mitad del patio el tío Chu Li, que era como lo llamaba Chi Uei, tenía una inmensa jaula con gallinas. Hacía ya medio año que el tío había muerto, y su casa había sido demolida. Un edificio tan gris como los que se construían en esa calle y en las adyacentes y más lejos aún; por toda la ciudad edificios grises, iba a ser levantado en el solar, todavía lleno de escombros.

- ¿Puedo jugar ya? –preguntó Chi Uei.

- No. Tu padre tiene que estar a punto de llegar  –respondió la vieja.

Pero su padre no llegaba, y para que no se pusiera nervioso y empezara a dar la lata,  la tía le dejó ver los dibujos animados. En unos  cuantos minutos Chi Uei se había olvidado también de la espera, sumergiéndose con una sensación de absoluta paz en los movimientos de los muñecos en la pantalla.

   A las cuatro de la tarde sonaron tres golpes. La vieja se había quedado dormida en el sofá, frente al televisor, y Chi Uei se deslizó silenciosamente del sillón y salió al patio. Los cristales le devolvieron una imagen borrosa de la vieja en el sofá, y  convencido de que no iba a despertarse ni con cien golpes más, se sentó tranquilamente en el suelo, muy cerca de la puerta. A través de una rendija observó los pantalones de paño azul marino y la camisa blanca, algo deslucida, del hombre que, se suponía, era su padre. No tenía sensación alguna de estar ante un padre. Se quedó muy quieto; volvieron a caer más golpes, cinco esta vez, sordos e impacientes, y luego aquel extraño miró por la cerradura. Chi Uei pudo seguir el movimiento de su ojo, que enfocaba la casa y le pasaba por alto. No fue capaz de permanecer en el suelo; de un salto se puso en pie y echó a correr, mientras el hombre de la calle pronunciaba su nombre con una energía que le resultó odiosa.  Pasó como un rayo junto a la vieja, despertándola, y se encerró en su habitación. Todavía podía escuchar, lejanos, los gritos del hombre de la calle, que disparaba alternativamente su nombre y el de la vieja, con autoridad, y también con cierta alegría. “¡Ya va!”, decía la vieja. No escuchó nada de la conversación que Chi Ho y la tía mantuvieron en el salón, ocupado como estaba en esconderse en algún sitio. Lo que sí oyó fue: “Chi Uei ha salido corriendo”, y luego el sonido de la puerta al abrirse. Se hizo el dormido sobre la cama.

- ¿No quieres saludar a tu padre, niño tonto? – le dijo la vieja. Chi Uei se puso en pie, y sin responder, con la vista clavada en el suelo, se acercó. Miró el cuello delgado y el rostro macilento, parecido al de las fotografías, y por ello mismo profundamente extraño, turbador. Chi Ho se acuclilló; estaba muy delgado y le olía mal el aliento.

- Se ha enfadado porque no ha venido su madre –se disculpó la vieja. Estaba apoyada en la cómoda.  Chi Ho lo observó durante largos minutos; le tenía agarrado del brazo, con fuerza, como si temiera una estampida. Trató de soltarse y su padre le dijo:

- ¿Te has acordado de mí?

Su voz era parecida a la del teléfono.

- Claro que se ha acordado –soltó la vieja.- ¿O no has estado todo el tiempo preguntando por tu padre y tu madre?

Chi Uei se encogió de hombros.

Después de que Chi Ho se lavara, cenaron. La tía había preparado una barbaridad de comida, y estuvo todo el tiempo levantándose para traer los platos, que se fueron sucediendo sin tregua en la mesa: la bandeja con carne y verduras frías, los salteados, los mariscos, los bocadillos dulces y la sopa con los tazones de arroz. Ella y Chi Ho comían directamente de las bandejas y los platillos, mientras que Chi Uei lo hacía en su tazón, esperando cada vez que lo terminaba que la vieja le pusiera más. Su padre le invitaba todo el tiempo a pescar de un caldero que hervía sobre una hornilla portátil los mariscos más grandes, pero Chi Uei, a pesar de que le resultara atractivo ponerse a cazar bichos en la olla, se negaba a participar de aquel falso y raro bullicio familiar, en el que de repente la tía parecía estar al lado de ese ser extraño, tan delgado y con el pelo, al igual que él, formado un champiñón grasiento alrededor del rostro demacrado. Su padre había empezado a hablar del restaurante, con cierta lentitud, quedándose a veces bloqueado cuando la tía le preguntaba algo. Aún así, conforme avanzaba, transmitía una sensación de enorme exhaustividad, como si no quisiera dejarse atrás un solo detalle, o como si huyera de las preguntas de la tía describiendo más y más. Las tarjas de lavado, los fogones, la campana de extracción de humos, la plancha, el horno, las freidoras, la cámara de congelación, las vitrinas, los refrigeradores, las repisas, la cafetera, la vajilla, los cubiertos, la licuadora, la mantelería, las sillas, las mesas, las lámparas, las sartenes y las ollas, la decoración, las paredes cubiertas de falsa madera para atenuar el ruido, el luminoso de la entrada, la comida. Todo fue descrito con una minuciosidad que daba vértigo. También habló de cómo se repartían el trabajo, de las horas a las que abrían, de que tenían muchos clientes habituales porque la comida era barata, de que había turistas. Chi Uei lo miraba como si  hablara en una lengua extranjera. Absorbía el rostro de su padre, seco, anguloso, con las aletas de la nariz vibrantes, y gracias a que nuevos bocados llegaban raudos a su tazón su mudo acecho no traspasaba el umbral de la estupidez. De vez en cuando su padre se refería a él para hacerle comentarios intrascendentes como: “Está bueno el pepino, ¿eh?”. Para Chi Ho no parecía haber transcurrido demasiado tiempo, tal y como demostraba aquella sencillez con la que le hablaba, en la que no había gran cosa que decir no porque él llevara cuatro años en casa de la vieja y se comunicaran sólo de tanto en tanto por teléfono, sino porque aun habiendo vivido juntos, las preguntas habrían sido exactamente las mismas. Lo único que llamaba la atención de su padre era su estatura, y le dijo, cuando la tía se levantó a por la sopa: “Ponte de pie para que vea otra vez lo que has crecido”. Chi Uei obedeció. Alrededor de su boca, sonriente, había restos de aceite. “Ya puedes sentarte”, y Chi Uei se sentó, mientras la vieja repartía los tazones con el líquido caliente.  Chi Ho se había puesto rojo, chorreaba sudor y le faltaba el aliento. “Es el asma”, dijo. Tras sorber sonoramente la sopa, se quedó dormido durante unos cuantos minutos en la silla, respirando de la misma forma entrecortada, histérica, y la tía comentó que tenía que estar muy cansado para dormirse en mitad de aquel ahogo. Chi Ho se despertó de golpe, y fue entonces cuando se levantó y sacó de una mochila el sobre que Chi Uei, desde el patio, vio entregar a la tía, y que contenía un voluminoso fajo de billetes. Luego, alegando no haber dormido nada en veintidós horas, se acostó.

 

(Fragmento de la novela en curso Historia del restaurante chino Ciudad Feliz –título provisional-).

 

Escrito en Lecturas Turia por Elvira Navarro

6 de septiembre de 2013

 

            La generación poética de la Expo en Bélgica, cuya obra se rebela al público con el tratado de Maestrich es de una extrema riqueza, con individualidades muy diversas, poetas con las inclinaciones de las generaciones precedentes o fuertes solitarios. La mundialización, la apertura prosaica, otros asimilan movimientos textuales  franceses en las revistas Nioque o Java o siguen el movimiento comenzado por dos generaciones anteriores: el fin de los caminos estrictos, de la regulación de las estéticas, el fin de las separaciones entre prosa y poesía, el mantenimiento del lado revuelta y ácido de la escritura en una producción intensa de editoriales y revistas marginales, por ejemplo, Le Fram o Source.

 

Guy Goffette (Jamoigne, Bélgica, 1947) es sin duda el poeta de esta generación más famoso internacionalmente y el más premiado en Bélgica y Francia. De su prolífera obra que contiene no sólo poemarios sino novelas,  libros de ensayos, libros de artista y una gran labor como crítico literario y compilador de ediciones antológicas de otros autores, podemos comentar los dos libros fundamentales que lo han catapultado a la fama, editados incluso juntos en Gallimard: Elogio de una cocina de provincia y el que pronto aparecerá en edición bilingüe en la colección de poesía internacional de la editorial E.D.A. Libros: La vida prometida.

 

Con el libro Elogio de una cocina de provincia Goffette alcanzó el reconocimiento de excelente poeta al serle asignado a su manuscrito antes de ser editado, en 1988 con el Premio Trienal de Poesía del Consejo de la Comunidad Francesa de Bélgica. Un jurado muy diverso saludó una de estas obras importantes que marcan no sólo la madurez de un autor, sino que revelan también, al mismo tiempo que ellas impulsan la orientación poética de toda una generación. La cocina de provincia, en un país apartado es el barco de sueños de Goffette. Estos sueños como los versos mismos se amplían en su estructura respecto a otros anteriores, en cada una de las partes y en todo el conjunto del libro. La variedad de los textos en las ciento setenta páginas es enorme: alternan textos amplios, zarpazos de escritura, bloques de prosa, poemas sutilmente rimados, textos narrativos, momentos de contemplación. Además Goffette no duda en cruzar sus poemas con los de los grandes poetas que él admira, practicando lo que él llama la «dilectura», una especie de homenaje siempre dinámico a la obra de Saba, de Frenaud, de Dickinson y de otros muchos. El libro es también por eso la prolongación de numerosas lecturas y hace de la aprehensión de la realidad misma un ejercicio de desciframiento en el que se cruzan las observaciones y los sueños, los sucesos y los mitos. La amplitud de este trabajo poético no excluye la coherencia de la visión del mundo que se prepara en esa cocina de la aventura del lenguaje. Ella es de hecho una biblioteca de todos los caminos leídos y los abiertos por el autor. Y de ellos el camino real lleva a La vida prometida.

 

El libro coronado con el Premio Henri Mondor de la Academia Francesa, es en declaración de Goffette un libro que hace balance, un libro de la madurez, cuando la ilusión deja lugar a la conciencia de haber fracasado en esto o lo otro. ¿Qué queda de esta “vida” que la infancia había oído cantar como una promesa? Ella se ha desvanecido mucho. El tiempo la ha cepillado. Pero la poesía y su evolución reciente en el sentido de una vuelta hacia la oralidad acuden todavía a cantar esa promesa.  Goffette sabe bien que el corazón crea el aburrimiento y que el silencio de una tumba dura mucho tiempo; conoce hoy la verdadera miseria de los hombres: el lenguaje desprovisto de los más altos valores, el hundimiento del zócalo en el que se podía construir un mundo, el triste miedo de cantar… Todo eso que dispersa el sentido, dispersa a los poetas. Pero la estación es incierta. El claro viene a veces a dispersar las nubes: «el amor permanece / muy por encima / como un bello relámpago que dura».

 

Guy Goffette escribe hoy más aplicadamente: le es necesario extirpar su poema «a los estragos del amor y de la usura.» Lucidamente: su obra erige decorados precisos. Generosamente: su libro tiende la mano al lector y lo lleva por los meandros de una alegría frágil, conquistada por la atención que él concentra en lo minúsculo cotidiano. Después de todo en un mundo arrastrado por las ciencias y la información a proporciones irrisorias, es mejor recorrer su casa, sus libros, sus sentimientos. Dando prueba de modestia, Goffette reanuda con la presciencia de una armonía posible en el asombro de vivir, el  estupor de amar y el placer de leer. Este rigor le lleva a recoger la poesía cuando ella pasa y abrevarla en el lenguaje común. Ella es ya de por sí extraordinaria. Se acompaña de un esfuerzo arquitectónico que pone un punto de atención a nuestra admiración. La orquestación de la obra lleva a cabo en efecto un paciente trabajo de reconciliación con la vida. Cada poema es un instante de dicha – de dicha triste, a menudo, pero esto no es incompatible – y estas oleadas se responden dentro del libro y de libro en libro, como para trazar entre cielo y tierra el esbozo de una vida posible, de una vida simplemente respirable.

 

Tres años después del estupendo Elogio de una cocina de provincia, Guy Goffette mantiene la palabra y se podían marcar con un lápiz muchos poemas que elevan la fruición de lo cotidiano  en el que el poeta encuentra tinta y luz. Ese tono, siempre sobre la cuerda de un lenguaje ordinario, permanece atento a lo que sube del paisaje.  Véase por ejemplo el poema «Marte en el establo» y la palabra de los animales: «Como un río demasiado tiempo / detenido, empujaremos delante de nosotros / las colinas testarudas y con la ebriedad en las sienes, / habiendo bebido, gritado a los cuatro vientos, // miraremos a los hombres directamente en los ojos.» Todo se vuelve harina en este molino: - el entierro de los pájaros por un niño emocionado: «saber / que hay tantas palabras, tantas palabras / y quedarse sin voz cuando todos los otros ríen» - o hasta la balada en bicicleta que lamenta al poeta « de haberse quedado horas sentado en vano / contemplando su hoja» en vez de la realidad. Goffette no es un poeta de papel. Los libros de su biblioteca le acompañan siempre, sin duda, como ciertos pintores, ciertos mayores por los que siente afecto. Pero esas dilecturas, como él las llama, no glosan apenas más de lo que parafrasean. Ellas testimonian de esta verdad muy simple: en la vida de un lector, los libros queridos son los sucesos, los acontecimientos privilegiados. Los poemas abren el alma, dan espacio y aliento, permiten crear. Esa es la lección de Goffette. Su vecindad con la cultura no difiere en nada de la fraternidad que su ascesis de vigía descubre en los simples hechos de la vida cotidiana. En ellos reluce aún La vida prometida.

 

LA VIDA PROMETIDA

                       

GUY GOFFETTE

 

UN POCO DE ORO EN EL FANGO

            

Yo me decía también: vivir es otra cosa

que este olvido del tiempo que pasa y los estragos

del amor y del desgaste – lo que hacemos

de la mañana a la noche: hender el mar,

 

hender el cielo, la tierra, a veces pájaro,

pez, topo, en fin: jugando a agitar el aire,

el agua, los frutos, el polvo; actuando como,

ardiendo por, yendo hacia, ¿recogiendo

 

qué? el gusano en la manzana, el viento en los trigos

pues todo recae siempre, pues todo

recomienza y nada es nunca igual

a lo que fue, ni peor ni mejor,

 

que no cesa de repetir: vivir es otra cosa.

 

 

                                                          

Se dice: el sol después de la lluvia, el mar

después de la montaña, el amor después

y partir, partir. Mañana cuando todo será,

cuando todo habrá, cuando.

 

Promesas de muertos si vivir es más

que aguardar, que esperar. Cenizas arrojadas

sobre el fuego que rezonga un poco y después se calla

sin consuelo: la noche

 

cae, se alza el alba, un verano ha pasado.

Ya, dice el humo del caserío

mientras los animales sin cólera siguen

acumulando el oro del tiempo, el oro

 

de nuestros ojos ávidos, tan pronto cerrados.

                   

NUBES

 

Decir, desdecir, amores, malentendidos,           

y día y noche, el uno en la otra,

el blanco valiendo el negro y todas

 

-- hilo blanco perdido en el bosque,

río lleno de gestos y de llamadas,

charca de patos astrosos – todas

terminan en el puro océano

y ninguna reivindica: yo, yo,

yo, como aquí, ninguna

 

que busque construir para sí sola

una barca perenne, un nombre

contra el tiempo y grabado

 

en la piedra, ninguna

porque de ellas es el cielo, al que desenredan

y remueven, las nubes.

 


LA PRENSA DEL TIEMPO

 

Mientras en la escuela recién pintada

el maestro permanece atento a los márgenes limpios,

a la corrección de las letras (trazan, dice,

el porvenir sin un paso en falso), un río distraído

se ha salido de su lecho, un tirano se ha levantado

hirsuto, o es la sombra de una nube

que cambia de repente la escritura del mundo

y el niño que soñaba en la complicidad

polvorienta de los libros ya no encuentra

el camino trazado donde se lee la vida como

las rayas de la mano. Entonces se hunde

en la prensa del tiempo como estas palabras

que lo han llevado ya se borran.

                        >>>><>>>>

EX-LIBRIS

 

Esto se calla tan fuerte que uno se detiene:

algunas briznas de tabaco, la flor ennegrecida

de una amapola y entre los cercos del café,

lágrimas. Detrás del vidrio de las palabras

 

está sentado un hombre que no puede más,

que ha quemado sus ojos, su nombre, perdido

todos sus bienes. Poco le importa

que un río continúe entre los  márgenes

 

del libro, si está más solo que una pajuela

arrojada a la orilla a merced del viento,

cuando vivir es una y otra vez

morir a todo lo que rehúsa

 

el exilio, la desnudez, la noche.

   >>>>><>>>>>>>>

 

EN FEBRERO

 

Él también creía en su fuerza de tigre

y que la juventud es inmortal.

Sabía de memoria el camino y el gusto

de la leche en el tazón mellado,

 

pero que la sangre fuera amarga y frío el metal

en la  tibieza del alba: no. Un repeluco

ha recorrido su pelo espeluznado, liberando

una brizna de hierba tan verde que he seguido

 

con los ojos su presto despegue, el tiempo

de un soplo, justo lo que necesita la muerte

para atravesar una vida de gato y lanzar

en un tazón de leche agria,

 

un bonito día de sol, para siempre mellado.

                                   <<<<>>>>

EL BAÑO APACIBLE                  

 

Que le importan la hilera de corredores

sin salida y el cielo decrépito y el encerado

sobre el que hace muecas un sol de diciembre:

ella es una ciega en medio de ancianos

que toma su baño a la hora de la visita,

en el flujo de las palabras que vertimos

para hacer pasar el acre olor de encáustico

y de amores ajados. Ella, que en otra

historia prendió fuego a las gavillas del verbo,

saborea sonriendo la tibieza de las palabras

que nos desvisten – y ya nos estremecemos

como si fuera preciso para alcanzarnos

sumergirse desnudos en la nieve.

 

                                   >>>><>>>>

BORGES

 

Un día, la noche se asentará sobre todas las cosas

y el bien y el mal podrán mirarse

directo a los ojos porque los espejos habrán dejado

de oponer el hombre a su vano reflejo. El tigre,

aun a la sombra de los barrotes, sabrá que la gloria

de los libros es nula; que al mítico héroe

de los cuentos populares le fue arrebatado

el oro inalterable y que ahora lastra su presa

friolera pero digna en el viento del combate.

Aquel que se creía ciego, tímido, sin

valor, descendió a los infiernos, esposó

a Beatriz y tendiendo su garganta a la vieja navaja

del tiempo, desafió al otro, ese doble desconocido

tras la puerta, que hace sangrar las rosas.

 

                                   >>>>><<<<<

A CAVAFY

 

Cuánta impaciencia, ¿y para qué si el mañana

no es sino una barca sin vela ni remos,

un puente sobre el vacío? Piensa en el anciano

de Alejandría, en sus tesoros ocultos

 

en un cajón entre las llaves, un resto

de tabaco, el perfil gastado de un reyezuelo caído.

Bastaba un claxon  en la calle,

un paso más vivo en la escalera

 

para despertar la habitación, el cuerpo voluptuoso

del ángel, la azotadora y frágil

belleza del amor y su voz en la oscuridad

como sal

arrojada al pasar sobre una llaga.

 

                                   >>>>><<<<<

 

NADA MÁS QUE UN SOPLO                 *(Salmo 38, versículo 6)

 

Sí, todo hombre de pie nos es más que un soplo,*

polvo en la garganta sus gritos, sus llantos,

sus cantos de amor y desamparo, arena

del deseo que se hunde: morir,

 

no morir, qué importa después de todo,

si el mar no es otra cosa que un suspiro

en el sueño del cielo que se abandona,

nuestros ojos la vela presa de vértigo

 

que cae rápido sobre la barca de carne

 – oh,  frágil esquife en la niebla, sin otro fanal,

que la pequeña voz que se balancea

detrás de la nuca, repitiendo

 

el incansable ¿quién eres tú, quién eres tú, quién?

 

                                  

 

Escrito en Lecturas Turia por José Luis Reina Palafón

6 de septiembre de 2013

El cielo es de un azul inusitado

                   en esta primavera estonia.

 

Jüri Talvet

 

 

1

 

Demasiada superficie.

Paz de la llanura.

Rencor de los volcanes sepultados.

 

2

 

¿Charcas, pantanos?

Agua que conoce su labor.

 

3

 

Apilas la leña.

A su calor confías

familia y hogar.

 

4

 

Triángulo de aves.

Dos se desprenden, ligeras.

Coloquios privados,

vuelos privados.

 

5

 

La floresta, eso sí, y los ríos,

que no falten los ríos,

las casitas de cuento,

la cigüeña en su nido,

y yo, sentado y en marcha.

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Vitale

6 de septiembre de 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nota

 

Las aves no sólo son protagonistas de la Poesía sino que son su imagen.

Albarracín es fértil es aves de carne, hueso y plumas, pero también en otras quiméricas, que habitan su catedral y el palacio de sus obispos, anidando en tapices o estucos.

No son menos inmortales las primeras que las segundas. Y todas enigmáticas.

 

Fénix 

 

Todas las páginas rasgadas resucitan y regresan desde la basura, desde los ojos de los peces, para construir la rosa de papel.

La rosa, triangulada por el agua, se pone a disposición del fuego, que ha seducido al sol con un trozo de vidrio.

El fuego sirve de nido al ave Fénix, cuya sangre hierve como la savia del sándalo y se reduce a las cenizas con que Kundry preparará su pomada. El incienso escribe la contraseña sobre el altar.

Las breves filacterias florecen en pájaros que el viento lleva en busca de otros montes, mientras escribo en mi cuaderno, antes de que la frase vuele y las emplumadas letras se extravíen.

 

La urraca

 

Urracas ladronas, fichas de dominó parlantes. Sorprendemos en sus nidos nuestras riquezas. Nuestras palabras nos las quitan de la boca. La sortija brillaba entre la hierba, pero no anduvimos tan despiertos como para rescatarla. Y voló.

Una chapa. Un zafiro. Un imperdible. Una cuchara de plata. Para la urraca son igualmente apetecibles. A veces yo tampoco distingo entre una estrella y un fumador asomado a su terraza.

Las urracas se nos adelantaron. El caracol se salió de su concha para fotografiarlas.

A tu alrededor, el tercer círculo concéntrico lo ha trazado un niño mientras jugaba ante el espejo. Miras, primero, dentro, y descubres el anonimato de tus órganos. Paseas a continuación por tu casa y pruebas los muebles como si fueras a comprarlos. Te cuelas, por último, entre los turistas, como si fueras uno de ellos y visitas las calles que tan bien conoces.

Pero la urraca se ha quedado las primicias.

 

El loro 

 

Reiterado, vigilante pero cómplice, los loros envuelven el sueño de Isolda. Sus colores, fingidos por la seda, son todo lo que del trópico sabrá la dama.

El loro venció a la alondra, pero lo derrotará el ruiseñor. Tiende a emboscarse en las orlas de los tapices, verde entre el verde, y sus ojos los confundimos al principio con cerezas, hasta que se descubre su figura como el error en los pasatiempos del periódico.

Venden loros en la pasamanería, junto a flecos y alamares. Mientras no pagues su precio no empiezan a hablar, y la primera palabra viene cosida con hilvanes a sus picos. Piedras preciosas parlanchinas. Cierto fraile embaucador, convenció a sus fieles de que la pluma de un loro perteneció al arcángel San Gabriel. En busca de uno de ellos se arriesgó el poeta en el Purgatorio de los animales. Pero allí no estaba.

Superviviente de su dueño, el loro se asoma tras las puertas, como un sacristán entrometido, para averiguar si todos hemos muerto.

 

Tordos

 

Un espino, cargado de bayas negras, prendido a la muralla. Acercándome, asusto a los tordos que, inmunes a sus pinchos, se abrigaban dentro. Sus alas suenan como las de moscardones, evadiéndose de la maleza y afrontando el frío del amanecer donde desaparecen, devorados por sus propias voces.

Soy hábil para espantar a los pájaros. Me había acercado a la base del castillo antes incluso de desayunar. Las campanas se paseaban entre los pinos, por las rampas que decoran la escarpadura sobre el Guadalaviar.

De noche nos hubiera desvelado el silencio del río. Ahora lo han callado las campanas. Los tordos vuelven a zumbar camino del cementerio. Los mismos u otros pájaros, a los que mi curiosidad persigue como una maldición.

Los tordos aman las espinas y comen de la mano de la nieve. En el frío del invierno su calor abre huecos en el aire, pinta aureolas de santos franciscanos. Entre las hogazas del metal de las campanas, tejen los caminos de la supervivencia y los hábitos pardos de su beatitud.

 

El avestruz

 

Te he soñado con cabeza de perro, buscando la inmortalidad entre tus zancas. Eras doble, y tu pareja, simétrica, me hizo dudar de su significado como una letra escrita del revés.

Pero por la mañana ya estás en tu sitio, y con el pico recoges las cortinas para que la luz penetre. Gracias a ti se puede ver a Yerobaal que, de rodillas, escurre su zalea en medio de la sala. Con tu ayuda descubriremos a Gedeón besando la lana seca entre el rocío.

Se dice que comes hierro. Pero he comprobado que rehúsas cuantas herraduras te ofrezco. Sí es cierto, en cambio, que Artemisa desenterró tus huevos para inventarse pechos. Las pléyades te distrajeron mientras la diosa cometía el hurto.

Estúpido animal, no parece inverosímil que te puedas tragar despertadores, confundiéndolos con frutas, pero te reirás de los jinetes cuando te persigan, y descubran que has desaparecido tras el polvo. En tu carrera construirán tus plumas el vallado perfecto, donde asomarse los niños, desde su jardín, al infinito erial.

 

Grajos

 

Hoy no se permite que toquen las campanas. Hasta que salgan los tambores y trepen por la hoz del Guadalaviar, hasta que la luna asome por una puerta abierta en las murallas, sólo sonarán las carracas en las manos de los monaguillos e, imitándolas, los grajos sacudidos por la primavera.

Tras el cristal, en la alcoba de los adúlteros, Lanzarote observa al pájaro negro. La bondad del rey tiembla convertida en una sombra que ha aprendido a utilizar sus alas. Sombra que sólo encuentra pareja en ella misma. La reina ha desaparecido al desnudarse, lo mismo que una llama a la que apaga un soplo. Lo mismo que el pecado que se imagina absuelto gracias al deseo.

La rama del fresno se agita y hace graznar al grajo que, espantado, vuela.

El ave acude a pasear su silueta por las baldosas de la catedral. Su imagen va duplicándose y desapareciendo al ritmo del metrónomo. Entre los bancos rueda su corona, de la que sustrajeron una a una todas las gemas. El sagrario se halla abierto y saqueado. Frente a él monta su guardia el grajo, como soldado romano, y mide con parsimonia las distancias.

Andan las demás aves sobre las cuerdas de tender la ropa, vanamente entretenidas con la lencería, mientras el grajo determina el tiempo con la cordura del reloj. Vieja sombra atrapada entre el mármol y los dientes de las ruedas.

 

El pelícano

 

Híbrido de Prometeo y su buitre, el pelícano se desangra sobre los sirvientes que vienen y van, indiferentes a su suerte, trayendo y llevando viandas al obispo. Ese mismo trajín fue el suyo cuando auxiliaba a los alarifes de la lejana Arabia, para quienes trabajó como aguador.

Indeciso entre el aire y el agua, hace de sí mismo una fuente y lava sus plumas blancas en su sangre, como los recién llegados de la gran tribulación. Al igual que arde el Fénix sobre su pira, al pelícano lo consume el apetito de sus hijos.

Replegado sobre sí, adopta forma de montaña. En virtud de esta apariencia, se les dio su nombre a las cordilleras donde su sacrificio se multiplica cada tarde.

 

El gorrión

 

Al gorrión le crecen las patas, elevan su sonrisa hasta nuestros ojos, y siguen creciendo cuando no miramos. Los árboles parecen hierba desde la altura de su ingenio. Un sudor de anís le hace flotar sobre las tejas.

El gorrión contiene a todos los pájaros. Es más, a todo ser que vuele, incluso al ángel, que no sería sin su ejemplo sino un hombre emplumado. Es el niño prodigio de las aves, la única a quien las manos no le dan envidia, porque sueña con ellas cada noche, desde las ramas de los árboles. Todos los demás pájaros se imaginan peces, sólo los gorriones despiertan, al dormirse, siendo humanos.

Papá gorrión lleva el delantal del herrero y no teme al martillo de la fragua. Le gusta el ruido del agua en el molino. Tampoco sufre en el invierno, ni se queja del calor, aunque durante el verano respire más tranquilo bajo una buena sombra.

Lo primero que aprende un niño sobre ornitología es que a los gorriones no les gusta caminar, sino ir a saltos. El primer truco de magia que ve un niño es el de las alas que el gorrión se saca de la nada y con las que desaparece.

 

Escrito en Lecturas Turia por Alejandro Ratia

Artículos 1266 a 1270 de 1353 en total

|

por página
Configurar sentido descendente