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6 de septiembre de 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El amor mata. Lo cantó Freddie Mercury.

Y cayó fulminado. El amor está aquí y se va.

También le puso música al silencio, a la soledad,

al sueño imposible de las drogas. La cocaína

fue su mejor refugio para intentar superar

la inutilidad de un cantante para cambiar el mundo.

De un cantante y de cualquier artista

que sepa lo que es el miedo y la tristeza,

la impotencia de luchar contra el tiempo,

que no espera nunca a nadie, porque

siempre se va y nos deja perdidos

en un oscuro bosque que no tiene salida

 

El amor mata. A Freddie Farrokh Bulsara

Mercury le acertó en medio del corazón,

como si fuera un dardo envenenado,

que no tenia antídoto posible. El amor

mató a toda una generación que un día

se sintió libre, pero el dios asesino

decretó que debía someterse  a las normas

o morir con dolor y con rechazo.

El mismo dios terrible a quien Freddie

en algunos momentos angustiosos,

con el cuerpo vencido por la fiebre,

pidió que le escuchara. Pero nunca fue oído.

Oh, my God, my  God, ayúdame.

Por favor ayúdame, Dios mío.

 

Pero el espectáculo debía continuar sin él.

Continuará sin nosotros. Si fallara algún día

se caería el mundo, el amor, la sonrisa

de un niño, el vuelo de la alondra

alrededor de todas las miserias.

El espectáculo debe continuar

porque afuera sigue amaneciendo

y nuestros errores y los del mundo

condicionan nuestras vidas sin remedio

posible. Somos unos juguetes en manos

de la nada que se empeña pertinaz

en perseguirnos y en atraparnos siempre

en medio de un sueño mortecino.

Podemos intentarlo otra vez, y otra

y otra. No hay nada que la detenga.

Estamos solos, expuestos al miedo

y a lo desconocido. Aunque intentemos

no venirnos abajo, será imposible

escapar al destino. Oh Dios mío

ayúdame, my God, my God.

 

(Poema perteneciente al libro inédito Sólo queda una sombra)

Escrito en Lecturas Turia por José Infante

El Gringo había ido a parar allí hacía muchos años, era callado y rubio, nunca vi a nadie a quien le gustara tanto la cachaza. Contar que la bebía como si fuese agua no es mucho decir, pues todos lo hacíamos. ¡Alabado sea Dios! Pero él se podía pasar dos días y dos noches pimplando botellas y no se alteraba. No le daba por ser charlatán, ni buscaba pelea, ni cantaba canciones de otros tiempos, no te venía con recuerdos de disgustos pasados. Callado era, callado se estaba, sólo sus ojos azules se entornaban, cada vez más pequeños, una brasa roja dentro de cada mirada, quemando el azul.

Contaban muchas historias de él, algunas tan bien atadas que daba gusto escucharlas. Todas de oídas, por supuesto, porque de boca del Gringo nada de cierto se sabía, boca cerrada, que no se abría ni en los días de grandes fiestas, cuando las piernas se volvían de plomo por tanta cachaza acumulada en los pies. Ni siquiera Mercedes, cuya inclinación por el Gringo no era un secreto para ninguno de nosotros, con lo curiosa que era, jamás consiguió arrancarle siquiera alguna información sobre la tal mujer a la que el Gringo había matado en su tierra y sobre el hombre al que persiguió a lo largo de años, por incontables sitios, hasta ensartarle un cuchillo en la barriga. Cuando ella le preguntaba, los días en los que la cachaza era más abundante que el respeto, el Gringo se quedaba mirando no se sabe adónde, con sus ojos menudos, ojos azules, de repente incandescentes, apretados, y articulaba un sonido como un gruñido, de significado dudoso. Esa historia de la mujer con diecisiete cuchilladas en las partes bajas, nunca supe cómo pudo llegar hasta nosotros, tan cargada de detalles, y sobre todo el asunto del mozo, su paisano, perseguido de puerto en puerto, hasta que el Gringo le clavó el cuchillo, el mismo con el que había matado a la mujer de diecisiete cuchilladas, todas en las partes bajas. No sé realmente si cargaba esos muertos sobre su conciencia, pues nunca quiso aligerar la carga, ni siquiera cuando, de tan borracho, cerraba los ojos y sus brasas rojas caían al suelo, a nuestros pies. Y mire usted que un muerto es una carga pesada, ya he visto a muchos valentones soltar su fardo hasta en manos de un desconocido cuando la cachaza apremia. Mucho más si son dos los difuntos, mujer y hombre, con cuchilladas en la barriga… El Gringo nunca se liberó de los suyos, por eso tenía la espalda curvada, de su peso, sin duda. No pedía ayuda, pero por ahí se contaba lo sucedido con todo lujo de detalles y la historia hasta llegaba a ser muy divertida, con sus momentos para reír y sus momentos para llorar, como debe ser una buena historia.

Pero no es una aventura del Gringo lo que quiero contar ahora, eso queda para otra ocasión, porque llevaría su tiempo, no es con una cachaza al tuntún ― sin pretender ofender a los presentes ― como se puede hablar del Gringo y desenrollar el ovillo de su vida, deshacer la madeja de su misterio. Queda para otra vez, si Oxalá lo permite. No, no han de faltar ni la ocasión ni el aguardiente, ¿para qué si no trabajan noche y día los alambiques?

El Gringo sólo aparece aquí, como quien dice, de pasada, pues vino aquella noche de lluvia, a recordarnos que estábamos en vísperas de Navidad. Cosas de allí, de su tierra, donde la Navidad es una fiesta de echar cohetes, pero no aquí, nada en comparación con las de San Juan, por no mencionar las de San Antonio y continuar con las de San Pedro, o con las de las aguas de Oxalá, la del Bonfim, las dedicadas a Xangô, mi padre, y por no hablar de la fiesta de la Concepción da Praia (¡eso sí que es una fiesta!). Porque aquí fiestas no faltan, ni necesitamos ir a pedírselas prestadas a ningún forastero.

Bueno, el Gringo se acordó de la Navidad en el mismo momento en el que Porciúncula, el mulato aquel de la historia de nunca acabar, cambió de sitio y se sentó en el barril de queroseno, tapando el vaso con la palma de la mano para defender su cachaza de la voracidad de las moscas. ¿Que las moscas no beben cachaza? Los notables me disculpen, dirán esa bobada porque no conocen a las moscas de la venta de Alonso. Son unas viciosas, locas por un trago, se metían dentro del vaso, cataban su gotita y salían volando, zumbando como abejorros. No había forma de convencer a Alonso, español cabezota, de acabar con esas desgraciadas. Decía, y no le faltaba razón, que había comprado la venta con las moscas, y no iba ahora a deshacerse de ellas por prejuicios, sólo por que les gustase probar un buen aguardiente de Paraty. No era motivo suficiente, también les gustaba a todos sus parroquianos y no iba a echarles por eso.

No sé si el mulato Porciúncula se cambió de lugar para estar más cerca de la luz de la lámpara de queroseno o si ya tenía intención de contar la historia de Teresa Batista y de su apuesta. Aquella noche, como ya he dicho, se fue la luz en aquella zona del muelle y Alonso encendió la lámpara rezongando. Ganas tenía de echarnos fuera, pero no podía. Estaba lloviendo, una de esas lloviznas cabronas que mojan más que agua bendita, penetran en la carne y en los huesos. Alonso era un español educado, había aprendido buenos modales en un hotel donde había sido botones. Por eso encendió la lámpara  y se quedó haciendo sus cuentas con una punta de lápiz. La gente hablaba de esto y de aquello, espantaba a las moscas, cambiaba de asunto, matando el tiempo como podía. Hasta que Porciúncula cambió de sitio y el Gringo gruñó aquella tontería sobre la Navidad, algo sobre la nieve y los árboles iluminados. Porciúncula no iba a dejar escapar una ocasión como esa. Ahuyentó las moscas, tragó la cachaza y anunció con voz suave:

― Fue una noche de Navidad cuando Teresa Batista ganó la apuesta y comenzó una nueva vida.

― ¿Qué apuesta? ― Si la intención de Mercedes era animar a Porciúncula con la pregunta, no hubiera necesitado abrir la boca. Porciúncula no precisaba que le espoleasen, ni se hacía de rogar. Alonso dejó la punta de lápiz, llenó los vasos nuevamente, las moscas zumbaban, convencidas de que eran abejorros ― ¡unas borrachas! Porciúncula dio un buen trago, aclaró la garganta y comenzó su historia. Ese Porciúncula era el mulato mejor contador de historias que he conocido, lo que es mucho decir. Tan letrado, tan fino que, de no conocerse sus debilidades, se podría llegar a pensar que había calentado un banco de escuela, cuando el viejo Ventura no le dio más escuela que la calle y el muelle. Era todo un pico de oro contando historias y, si esta no conmueve, la culpa no es de lo sucedido ni del mulato Porciúncula.

Porciúncula  esperó un poco hasta que Mercedes se acomodó en el suelo, apoyada en las piernas del Gringo, para oír mejor. Entonces explicó que Teresa Batista sólo apareció en el muelle después del entierro de su hermana, unas semanas después, el tiempo que tardó la noticia en llegar a donde ellas vivían, un tanto lejos. Vino para saber la verdad de lo ocurrido y se quedó. Se parecía a su hermana, pero el parecido tan sólo era de cara, exterior, no por dentro, pues aquel aire de María del Velo no lo tuvo ninguna otra, ni lo tendrá nunca. Fue por eso por lo que Teresa se llamó toda la vida Teresa Batista, el nombre con el que nació, sin que nadie tuviese la necesidad de cambiárselo. Además, ¿quién se acordó alguna vez de María del Velo como María Batista?

Mercedes, preguntona, quiso saber quien era finalmente esa tal María y el por qué del apodo del Velo.

Era María Batista, la hermana de Teresa, explicó Porciúncula con paciencia. Y contó que nada más llegar María todo el mundo la llamó María del Velo. Por aquella manía suya de no perderse una boda, la mirada arrebatada por los trajes de novia. De esa María del Velo se habló mucho en las inmediaciones del muelle. Era una belleza y Porciúncula, con presunción, decía que, cuando rondaba el puerto de noche, semejaba una aparición llegada del mar. Se hizo tan del muelle como si hubiese nacido allí, aunque, en vez de eso, vino del interior, vestida con pingajos y todavía con el recuerdo de los golpes. Porque el viejo Batista, su padre, no toleraba bromas y, cuando supo lo sucedido, que el hijo del coronel Barbosa había tomado las prendas de la chiquita, todavía verdes, como guayaba amarga, hecho una fiera, agarró el bastón y le atizó hasta cansarse. Después la puso de patitas en la calle, no quería una mujer de la vida en su casa. El lugar de una mujer de la vida es una esquina de la calle, el sitio de una perdida está en una calle de perdición. Así le gritaba el viejo, bajando el bastón, lleno de rabia, de rabia y de dolor, al ver a la hija de quince años, bonita como una sirena, deshonrada, sin otra salida que la prostitución.

Así fue como María Batista se convirtió en María del Velo y acabó por venirse a la ciudad, pues en su tierra, en el fin del mundo, no había futuro para su carrera de meretriz. Cuando llegó, fue dando tumbos de un lado para otro, hasta que acabó recalando en la cuesta de San Miguel, tan niña aún que Tiberia, dueña del burdel donde soltó su atillo, le preguntó si se creía que aquello era una escuela primaria.

Muchos de los detalles de lo sucedido antes y después, Porciúncula los supo por boca de Tiberia, persona del mayor respeto y la mejor dueña de casa de citas que tuvo Bahía. No es porque sea ella mi comadre por lo que elogio su conducta, ella no lo necesita, ¿quién no conoce a Tiberia y no respeta su talento? Buena gente, mujer de palabra, de gran corazón, que ayuda a medio mundo. En el burdel de Tiberia todos forman una sola familia, no anda cada uno por su lado y Dios por el de todos, nada de eso. Todo es armonía, forman una sola familia. Porciúncula era muy leal a Tiberia, persona de la casa, siempre estaba encaprichado con alguna de las chicas, siempre dispuesto a arreglar una tubería, a cambiar las bombillas fundidas, a arreglar las goteras del tejado, a echar de una patada en el culo a cualquier atrevido mala bestia que le faltase al respeto a alguien. Pues fue Tiberia quien se lo contó punto por punto, y así pudo así desarrollar su historia de principio a fin sin tropezar con ningún obstáculo. Se interesó tanto, porque, nada más encontrarse con los ojos de María, estuvo perdido por ella, con una de esas pasiones sin remedio.

María, nada más llegar, era la benjamina de la casa, no había cumplido ni dieciséis años, estaba muy mimada por Tibéria y por las mayores, que la trataban como a una hija, la colmaban de caprichos. Le regalaron hasta una muñeca para sustituir a una de trapo con la que ella jugaba a novios y casados. María del Velo hacía la vida en el muelle, le gustaba escudriñar el mar, cosas de gentes del interior. Apenas apuntaba la noche, hubiese luna o lloviese, lluvia fina o aguacero, ella deambulaba a orillas del mar, esperando a la clientela. Tiberia la reprendía riéndose: ¿por qué María no se quedaba en el burdel, a sus anchas, vestida con su bata de flores, esperando a los ricachones, locos por una chica joven como ella? Podía incluso conseguir un protector rico, un viejo que se encaprichase con ella, y así tendría buena vida, regalada, sin necesidad de dormir con unos y con otros, a razón de dos o tres por noche. En el mismo burdel, sin ir más lejos, tenía el ejemplo de Lucía, a quien visitaba una vez por semana el magistrado Maia, que le regalaba de todo. Consiguió hasta un empleo de portero para el vago de Bercelino, el novio de Lucía. Tiberia se sorprendía también de que María no hiciese caso a Porciúncula, estando como estaba el mulato consumido de pasión por la chica, y que durmiese con unos y con otros, menos con él. Con él iba de la mano por Monte Serrat, mirando el mar, o bien iba a su lado, con remilgos de novia, cuando salían a comerse un buen plato de pescado en un velero, en las noches de luna. Le contaba al mulato las bodas a las que había ido, la belleza del vestido de novia, la largura del velo. Pero a la hora de acostarse para lo que es bueno, a esa hora le daba las buenas noches, dejando plantado a Porciúncula, chafado.

Así lo contó Porciúncula aquella noche de lluvia cuando el Gringo recordó la Navidad. Por eso me gustan las historias que cuenta: ni siquiera para salir airoso el mulato cambia lo sucedido. Bien podía haber dicho que se la había beneficiado, incluso muchas veces. Eso era lo que todo el mundo pensaba, de tanto como les habían visto juntos en las inmediaciones del muelle. Podía haber presumido, pero, en lugar de eso, contó exactamente cómo había sucedido y para muchos de nosotros no fue una sorpresa. María se acostaba con uno y con otro, disfrutaba, no era que no le gustase. Pero, después de acabar, se había acabado, no quería ni conversar. Que le gustase con ese gusto sin fin, de enfermiza pasión de sufrir por no verle, etc., así, ¡ah!, a ella no le gustó nadie. A no ser que le hubiera gustado el mulato Porciúncula, pero, entonces, ¿por qué nunca se acostó con él? Se sentaba con él en la arena, metiendo los pies en el agua, jugando con las olas, escudriñando el final del mar que nadie consigue divisar. ¿Quién vio ya el fin del mar? ¿Algún notable? Disculpen, pero no lo creo.

Quien estaba realmente encaprichado era el mulato Porciúncula, que no pasaba una noche sin buscar a María a orillas del mar, vigilando sus contoneos, queriendo naufragar en ella. Así mismo lo contó, sin ocultar nada, y entonces aún le dolía su pasión, su voz conmovía. Por el hecho de estar encaprichado como un perro sin dueño, husmeaba en todo lo que fuera novedad sobre María del Velo, y Tiberia le iba susurrando cosas al oído. Y de ese modo él fue desovillando la madeja, poniendo los andamios de la historia de María hasta el asunto del entierro.

Cuando el hijo del coronel Barbosa, joven estudiante bien parecido, desvirgó a María, en vacaciones, ella no tenía aún quince años, pero había desarrollado su cuerpo y sus pechos de mujer. Era una mujer tan sólo exteriormente, porque por dentro era todavía una niña, que jugaba todo el día con una muñeca de trapo, de las de a doscientos reales en la feria. Conseguía un retal de tela y cosía para la muñeca un vestido de novia, con su velo y todo. Los días de boda en la iglesia, en aquel lugar del fin del mundo, allí estaba María vigilando, con los ojos fijos en el vestido de la novia. Sólo pensaba en lo bueno que sería ponerse un vestido así, todo blanco, con un velo largo y flores en la cabeza. Hacía vestidos para la muñeca, charlaba con ella y todos los días le organizaba una boda, sólo para verla con el velo y el tocado. La casó con todos los animales del terrero, especialmente con la vieja y ciega gallina que era muy buena para hacer de novio porque no salía corriendo, se quedaba agachada, obediente en su ceguera. Además, cuando el hijo del coronel Barbosa le dijo a María: “Tú eres ya mayor para casarte, muchacha. ¿Te quieres casar conmigo?”, ella le contestó que sí, si le regalaba un velo bonito. Pobrecita, no se dio cuenta de que el muchacho estaba hablando en lengua culta, y casar, en su idioma elevado, era acabar con su virginidad a la orilla del río. Por eso María aceptó confiada y se quedó esperando hasta el día de hoy el vestido de novia, el velo, el tocado. En cambio, se ganó una zurra del viejo Batista y, cuando se supo del asunto, el nombre de María del Velo. Pero no perdió la costumbre. Expulsada de casa, no había boda a la que no acudiese a mirar, ahora escondida en la iglesia, porque una meretriz no tiene derecho a mezclarse en la ceremonia. Cuando el joven Barbosa, el mismo que le había hecho el favor, se casó con la hija del coronel Boaventura, ¡ceremonia muy comentada!, allí estaba ella para ver a la novia, tan hermosa, una hidalga, con un vestido como nunca se había visto, algo asombroso. Fue así como María llegó a este muelle y atracó en el burdel de Tiberia.

Para ella no era diversión ir al cine, ni al cabaré, bailar, la taberna con cachaza, un paseo en barco. Lo era sólo asistir a las bodas para contemplar el vestido de la novia. Cortaba fotos de las revistas, de novias con velo, anuncios de tiendas con trajes para casarse. Todo lo pegaba en las paredes de su cuarto, novias y novios, sacerdotes, cortejos. Con retales, sobras de tela, vestía de novia a su nueva muñeca, regalo de Tiberia y de las demás. Una niña, todavía tan niña que le decía a Tiberia como una loquita: “llegará el día en que yo me ponga un vestido de estos.” Se reían de ella, contaban chistes, hacían bromas, pero ella no cambiaba.

 Por aquel tiempo, el mulato Porciúncula se hartó de esperar. Estaba cansado de pasar por tonto, de pasear de la manita, escuchando la charla a orillas del mar. Todo hombre tiene su orgullo, y se dio cuenta de que no tenía sentido,  era mucho sufrir, y no estaba por la labor de morir de pasión, que es la peor de las muertes. Se fue con Carolina, una mulatona entrada en carnes, que andaba echándole los tejos. De María del Velo se olvidó con unas cachazas y con las risotadas de Carolina. Nunca más quiso hablar del asunto.

En aquel pasaje, Porciúncula pidió más cachaza, y fue servido. Alonso daba la vida por una historia bien contada y la historia llegaba a su fin. El fin fue aquella gripe que años atrás acabó con medio mundo. María del Velo cayó con fiebre, era muy delgada, no duró ni cuatro días. Porciúncula solo lo supo cuando ya estaba muerta. Andaba medio desaparecido, debido a que le perseguían por causa de un tal Gomes, barraquero en Agua dos Meninos, furioso por una partida de cartas. Además, entrar en una timba con Porciúncula era tirar el dinero. Gomes jugó porque quiso, hizo mal en quejarse después.

Estaba Porciúncula esperando que amainase el temporal, cuando le llegó el aviso de Tiberia, metiéndole prisa, María le llamaba con urgencia. Cuando llegó, acababa de morir. Tiberia le explicó el ruego hecho en la agonía de la muerte. Quería ser enterrada con vestido de novia, con velo y tocado. El novio, dijo, era el mulato Porciúncula, tenían que casarse.

Era una petición de lo más absurda, pero era una petición de muerta, no tenía más remedio que satisfacerla. Porciúncula preguntó cómo iba a conseguir un traje de novia, una compra cara, y con la tienda, de noche, cerrada. Le parecía difícil, pero no lo fue. ¿Pues no sucedió que todas las mujeres, del burdel y de la calle, cayéndose ya de viejas, cansadas de la vida, pues no se volvieron costureras, y cosieron un traje con velo y tocado? En seguida se juntó el dinero para comprar flores, consiguieron la tela, encajes no se sabe dónde, encontraron zapatos, medias de seda, guantes blancos, ¡hasta guantes blancos! Una cosía una parte, otra pegaba una cinta.

Porciúncula dijo que no había visto nunca un traje de novia semejante, de tan bonito y tan lujoso que era, y él sabía lo que decía, pues en los tiempos de su pasión por María anduvo mirando muchas bodas, ya estaba aburrido de ver tanto traje de novia.

Después vistieron a María, la cola del vestido se salía de la cama, caía por el suelo. Tiberia trajo un ramo y lo puso en las manos de María. No hubo nunca una novia tan hermosa, tan serena y dulce, tan feliz a la hora de casarse.

Entonces, junto a la cama, se sentó Porciúncula, era el novio, y cogió de la mano a María. Clarice, una que había estado casada y a la que el marido dejó con tres hijos para criar, se quitó llorando la alianza del dedo, recuerdo de los buenos tiempos, y se la entregó al mulato. Porciúncula, muy despacio, la colocó en el dedo de la muerta y miró su rostro, María del Velo sonreía. Antes no se sabía, pero en aquel momento estaba sonriendo, así lo contó Porciúncula, asegurando además que no estaba borracho aquel día, ni siquiera había probado la cachaza. Apartó los ojos de tan hermoso rostro, observó a Tiberia. Y jura que vio, que vio de verdad, a Tiberia convertida en un cura, ataviada con todas esas vestimentas de celebrar bodas, con cíngulo y todo, un cura gordo, con aire de santo. Alonso llenó los vasos nuevamente, nosotros los vaciamos.

Y aquí paró el mulato Porciúncula, no hubo forma de arrancarle ni una sola palabra más de la historia. Ya había descargado su difunto encima de nosotros, se había liberado del fardo. Mercedes aún quiso saber si el ataúd era blanco, de doncella, o negro, de pecadora. Porciúncula solamente se encogió de hombros y ahuyentó las moscas. Sobre Teresa Batista, la apuesta que ganó y la nueva vida que había empezado, no dijo nada. Tampoco nadie preguntó. Por eso no puedo contarlo, no soy de hablar de lo que no sé bien sabido. Lo que puedo hacer es contar la historia del Gringo, pues esa la conozco como la conoce toda la gente del muelle. Aunque no sea una historia para contar en una ronda de cachaza con perdón del respetable. Es una historia para una larga sesión de cachaza, una noche de lluvia, o mejor, para un viaje en velero una noche de luna. Aún así, si quisieran, puedo contarla, no veo inconveniente.

 

(Traducción de Antonio Maura)

 

Escrito en Lecturas Turia por Jorge Amado

6 de septiembre de 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

Los vi, pero allí no estaban.

Me contaba mentiras,

me contaba paisajes, sueños,

silencios o conversaciones

que tal vez no sucedieron o

tal vez irían a ocurrir, no sé,

en otro espacio, a otros, en distinto idioma.

Me lo contaba y el silencio,

el vacío, se poblaba

de realidad, de memorias

desocurridas, buscando sitio

para ser verdaderas, o eso

que confundimos con verdad. Pasaban trenes,

se sucedían emociones de despedidas

olvidadas, de reencuentros nunca

sentidos, y los delfines danzaban en el humo,

en el vapor de las espumas azules, pasando

del no ser al ser en la emisión serena

de contar una historia que pudo ser verdad.

Y que lo es, sin serlo, en este paraíso

de las palabras alocadas, libres,

echadas por encima

del lecho blanco y sean

como si hubieran sido. Fueron ellas

las que ordenaron este juego

de los delfines solidarios, del humo, de su mar.

No se trata de una historia real, de un episodio

vivido, pero sí de la historia

que yo necesitaba:

la compañía de una tarde de sábado

en que todas las bocas se cerraron.

Solo un recuerdo de delfines

me hablaba

Escrito en Lecturas Turia por Julia Uceda

6 de septiembre de 2013

En 1558, el duque Albrecht de Baviera mandó construir para sus hijas una de las primeras casas de muñecas de las que se tiene noticia, réplica a escala de la mansión en la que vivía tan aristocrática familia. Rápidamente, se convirtió en el juguete predilecto de innumerables damiselas nórdicas, quizás porque el clima gélido del norte de Europa es el más propicio a los secretos inconfesables que se guardan de puertas para adentro, en el interior de la propia alcoba o la salita azul. Puede que por esa razón la casa sea el espacio que prefiero para ubicar mis relatos, el escenario perfecto, un decorado ineludible en el transcurrir de las historias de amor, desamor, locura y muerte.

De niña soñaba con tener una casa de muñecas, que era un juguete que sólo salía en las películas protagonizadas por chiquillas ricas y pálidas, de salud endeble y sumamente desdichadas. No conocía a nadie que tuviera una en la vida real y dudaba de que algo tan bonito, tan siniestro, tan delicado como los tirabuzones de aquellas niñas enfermizas, pudiera existir fuera de la ficción.

Yo era la quinta hija de una familia numerosa de las de antes, y había tantos niños por habitación que la casa de muñecas no hubiera cabido en nuestro pequeño piso, a menos que varios de mis hermanos hubieran sido puestos de patitas en la calle, cosa que quizás no me hubiera importado demasiado pero que nunca llegó a suceder. Por más que pedí en cada cumpleaños, en cada navidad, incluso en mi primera comunión, una de aquellas casas victorianas, con su hierática familia de loza sentada en mecedoras de madera, presidiendo un salón iluminado por resplandecientes arañas de cristal, nunca me la compraron. Así que ya de adulta,  como venganza he decidido escribir una, la mía, mi Casa de Muñecas. Os invito a visitarla conmigo, llevada por ese instinto exhibicionista que suele adueñarse del dueño reciente de una vivienda y que padecen, estoicamente, como es de rigor,  sus sufridas visitas.

Mi Casa de Muñecas tiene un dormitorio principal. En el ropero de esa alcoba caben relatos protagonizados por parejas  que nos revelan cómo cada historia de amor es una partida de ajedrez con sus expectativas de triunfo, el miedo a la derrota, las estrategias personales y los deseos de adelantarse siempre a las jugadas del adversario. Con frecuencia elijo las fichas blancas, muestro sobre todo cómo se vive esa partida desde la orilla de la reina, de la mujer.  Muchas de esas historias tienen algo, o mucho, de esqueleto guardado en el armario. El amante y su variedad más doméstica, el marido, se convierte en el Otro, un ser con el que nos arriesgamos a compartir la vida, sin saber gran cosa de él, en realidad.  No en vano, una serie específica de esos cuentos de dormitorio se encuentran enmarcados bajo un título, me parece, lo suficientemente elocuente: Terror nupcial.

El hombre equivocado (Terror nupcial, 1)

Te casaste con el hombre equivocado, pero nadie pareció darse cuenta, ni siquiera tú te percataste de que algo raro estaba ocurriendo, hasta que él giró la cabeza, al mismo tiempo que los doscientos invitados de vuestra boda, para verte entrar en la iglesia, cogida del brazo de tu padre.

Ese hombre no era tu novio, y él lo sabía, estaba escrito en el filo de la sonrisa cicatriz que asomó a sus labios mientras tú te acercabas por el pasillo central, cada vez más espantada. Viste a la madre de tu novio llorando a su lado, como un enorme pastel fucsia, pero él no era su hijo y tú empezaste a temblar. Sentiste que el corpiño de tu vestido de novia se agarraba a tus costillas, asfixiándote. Uno de los violines de la marcha nupcial se puso a chillar, desafinado. Quisiste salir corriendo de allí, pero tus zapatos de charol blanco roto te empujaron en la dirección contraria. Sólo dos pasos te separaban del altar, levantaste los ojos hacia la cúpula y te encontraste con el rostro horrorizado de un ángel precipitándose al vacío desde lo alto, enredado en los pliegues color plata de su túnica.

Un paso más y tu padre soltó su brazo del tuyo, arrojándote contra aquel falso prometido. Todos guardaron silencio, tú hubieras querido desmayarte para poder huir, pero en cambio te quedaste quieta, mientras el cura te amordazaba con sus palabras. El hombre equivocado te miró con ojos vacíos y viste cómo una araña atravesaba corriendo su pupila derecha cuando él tomó tu mano y ensartó en el anular la alianza pálida que habías elegido con tu novio. Entonces, casi como en un sueño, escuchaste susurrar a otra que no eras tú, sí quiero.

Pero no se queden ahí. Vengan conmigo, pasen, pasen, y vean el hermoso cuarto de baño principal, con ese majestuoso espejo de cuerpo entero donde se muestran las historias relacionadas con la mujer que habita en un reflejo. La apariencia física, el vestido como aliado femenino, la belleza obligatoria que debe adquirirse cada mañana para negociar con el mundo, las crisis de identidad, la no aceptación del propio rostro o el paso del tiempo, es decir, todos aquellos microcuerpos que he ido escribiendo, quizás para tomar conciencia de lo que supone ser una mujer del siglo XXI, se hallan recogidos en esa estancia que huele a albornoz  y sales de baño. Por ejemplo, este, titulado Venganza del esclavo:

Tú no eres la del espejo, eres aquella que la del espejo no quiere ser o este otro,

Vestido blanco

Lo vi besando a esa rubia plátano en un café del centro. Una a una, todas las flores de mi vestido comenzaron a ponerse mustias. La última de ellas, un pensamiento morado, se deslizó falda abajo, como los dedos suplicantes de un náufrago, y cayó al suelo justo cuando entraba en mi portal.

Después empecé a subir las escaleras con la lentitud triste de una novicia tullida, arrastrando el peso de aquel vestido, tan horriblemente blanco.

Como toda casa que se precie, la mía también, por desgracias, una cocina. Un habitáculo mucho menos grato, vinculado desde siempre a la mujer y a toda una serie de tareas domésticas que la distraen de sí misma y la convierten en sierva de los Otros, su familia. Yo, como venganza, nunca he aprendido a cocinar y maltrato sistemáticamente mi lavadora con microrrelatos como estos:

Centrifugado

La cabeza del hombre que amó da vueltas en el interior de la lavadora, acompañada de una colada de desquiciadas bragas viejas. Ella sonríe cuando se encuentra con sus ojos de ahogado iracundo anegados de jabón, al otro lado del bombo. Ya verás como pronto se te pasa el enfado, amor,le dice mientras añade un cazo de suavizante aroma frescor de primavera y programa media hora más de centrifugado.

Fantasma

El hombre que amé se ha convertido en un fantasma. Me gusta ponerle mucho suavizante, plancharlo al vapor y usarlo como sábana bajera las noches que tengo una cita prometedora.

Pero cómo olvidar en esta visita guiada por mi Casa de Muñecas el encantador cuarto de las niñas- Asómense conmigo, disfruten de esta habitación con papel pintado en las paredes donde permanecemos casi en régimen de supervivientes hasta que nos curamos de la enfermedad conocida con el nombre de Infancia. Aquí encontrarán todas las niñas que fuimos o pudimos haber sido. Como esta pequeña, adorable, niña monja, novia en miniatura.

La niña monja

La niña monja apenas sale en las fotografías del día de su comunión, que por otra parte han envejecido mal, como si alguien las hubiera rescatado en el último momento de una inundación en el trastero o del fondo de la lata de galletas a la que fueron desterradas sin que nadie las mirara una sola vez. La niña monja es la única con hábito. Le va grande, porque se lo dejó una prima rica que estudiaba en las salesas y la cruz de madera que pende de su cuello tiene algo de marca ignominiosa, la señala como un aspa o una estrella de desahuciada. Las demás niñas, princesas barrocas, hadas silvestres, pequeñas damas en su primera puesta de largo, son aún peores. Alguien, armado de una paciencia cruel, ha ido recortándoles los ojos poco a poco, las ha dejado ciegas a lo largo de los años y parece que todas se giran en la misma dirección, disimulando ante el fotógrafo, para mirar a la niña monja con el odio borroso de los fantasmas.

Por último, como no podía ser de otra forma, en el desván de mi Casa existe un lugar muy especial que me encantaría que vieran conmigo. En el rincón más alto y oscuro de este mansión de juguete se ubica el Cuarto del Monstruo, un lugar maldito con el que se amenaza constantemente a los niños traviesos, cuando se portan mal. Caben en él todos los miedos, las fobias irracionales, los pasillos oscuros que atormentan nuestra mente. Seres diabólicos, animales monstruosos o terriblemente bellos, fantasmas… Todos se cobijan allí y esperan sus visitas porque, no lo olvidemos, los miedos no existen fuera de quien los imagina.

Os dejo en compañía de una de esas criaturas, para terminar.

Mascota

Tras la muerte de mi viejo perro me dio por ir a la pajarería y comprar un dinosaurio. Verde. Horroroso. Enorme. Cuando la chica de la tienda lo sacó de la jaula ya le tenía un poco de miedo, pero aun así pagué por ser su esclavo. Todavía crecerá bastante, me dijo la dependienta, mirándome con algo de lástima al devolverme el cambio. Pensé que con el tiempo me acostumbraría a su cara de ginecóloga sádica y al cráter de escamas y excrementos que sembraba entre mis sábanas cada noche. Pero con todo, lo peor  de nuestra convivencia no era tener que dormir en el sofá o salir a la calle en busca de animales perdidos que calmaran su milenaria falta de escrúpulos. Lo peor era levantarse por la mañana, asomarse de puntillas al dormitorio y comprobar que, por desgracia, él seguía estando allí.

 

(Fragmento del libro Casa de muñecas, de Patricia Esteban Erlés, publicado por la editorial Páginas de Espuma)

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Patricia Esteban Erlés

¿Vivimos a raíz de la implantación universal de Internet un proceso de decadencia cultural? En un sugerente y sintomático libro de conversaciones entre Peter Sloterdijk y Alain Finkielkraut (Los latidos del mundo, Amorrortu, 2003), ambos ilustran las monstruosas metamorfosis de nuestro tiempo recurriendo a las metáforas de “lo ligero” y “lo pesado”. En el pasado, el llamado progresismo, caricaturizando y simplificando mucho el diagnóstico, representaba una tendencia orientada a aligerar la vida y la superación de las cargas indignas sobre el hombre, mientras que los conservadores buscaban reaccionar ante esta levitación general subrayando el peso trágico del mundo. Hoy, en cambio, las tornas parecen haber cambiado. Tras las transformaciones del siglo XX, no sólo los conservadores defienden ya un concepto de realidad duro, correoso, quizá más sombrío y resistente a la voluntad prometeica. Por otro lado, como ponen de manifiesto los “neocons” norteamericanos, no sólo los progresistas esgrimen ya la bandera de la movilización técnica incesante, del aligeramiento propiciado por el progreso incesante y la levedad informativa. No olvidemos tampoco cómo este ideal antigravitatorio descansaba también en la popularización y democratización de la información. Alí donde el viejo mundo se observaba a si mismo desde la verticalidad, el nuevo se siente comprometido fundamentalmente con la horizontalidad.

En relación con esta utopía de la levedad, podría afirmarse que la figura de Steve Jobs nos ha hecho reflexionar sobre cuánto se ha transformado, por ejemplo, la dinámica capitalista. Se nos cuenta que el co-fundador de Apple odiaba los botones hasta el extremo de suprimirlos de su propia indumentaria. El gran gurú de la digitalización, obsesionado por la sencillez, los consideraba simplemente un obstáculo innecesario en su vida cotidiana. Todos sabemos también en qué medida esta ideología del acceso cómodo e inmediato a la información ha modificado de forma irreversible la tecnología de nuestros ordenadores y nuestra relación con ellos.

Volviendo a las utopías de la levedad, hay que recordar que la marca Apple no puede entenderse sin el modelo utópico contracultural de los sesenta. En su juventud Jobs se interesó por la filosofía y llegó a viajar a la India en busca de iluminación espiritual. A su vuelta, introduciendo el discurso new age en la tecnología, terminó eliminando las mediaciones, las etiquetas, las jerarquías y la retórica. Este “capitalismo sin fricciones”, antigravitatorio, extremadamente ligero y líquido, del que Jobs fue el gran abanderado, nada tiene que ver con la pesada maquinaria del antiguo capitalismo y sus viejos valores ascéticos y disciplinarios. En realidad, nada más opuesto al elegante y aséptico minimalismo del mundo creado por él que los viejos paisajes industriales, el sudor, la disciplina y el esfuerzo. Un ejemplo elocuente del lema jobsiano del “Hazlo simple”: el ascensor de la Apple Store en Tokio carece de todo tipo de botones. No hay botón de llamada, ni botones para indicar la planta a la que deseas ir. Simplemente subes y bajas parando en cada una de las plantas de la tienda. Una hipótesis: si el capitalismo, digámoslo medio en broma, se ha ido convirtiendo cada vez menos en máquina y más en un espíritu líquido y profundamente inaprehensible, tal vez sea, entre otras razones, por los tecnófilos hippies que odiaban perder el tiempo desabrochando sus botones.

¿Pero somos realmente conscientes de lo que han cambiado nuestras vidas tras la aparición de Internet y las redes sociales? ¿Es legítimo hablar ya de una mutación antropológica, incluso del paso a un nuevo “hombre digital”, como nos recuerdan con un no disimulado optimismo los apóstoles de esta nueva fe? ¿Representa la buena nueva de “la red” la apoteosis de una cultura de la superficialidad radicalmente opuesta a toda jerarquía cultural? Que estas herramientas han alterado nuestra existencia parece un hecho incontrovertible; que las nuevas tecnologías de la información supongan un paso adelante en la historia del progreso humano sin costes y peligros, es otro asunto bien distinto, como nos recuerda el ciberactivista y agitador cultural Jaron Lanier en su sugerente Contra el rebaño digital (Debate, 2011), una crónica imprescindible y bien ponderada para todo aquel que quiere sumergirse en el apasionante debate sobre las ventajas e inconvenientes de Internet y las redes sociales sobre nuestras vidas.

Si, como ya advirtiera McLuhan, los medios son capaces de transformar los contenidos y los mensajes, ¿qué tipo de transformaciones estaríamos sufriendo bajo la influencia de estos nuevos medios? Cabría decir, sin ánimo de exageración, que si en el pasado buscábamos adaptar la respectiva innovación tecnológica a nuestra vida, hoy estaríamos en una situación algo diferente, como si nuestra preocupación pasara más bien por el hecho de que nuestra existencia se encuentre a la altura de nuestra herramienta. Es decir, ¿cómo hemos de comportarnos para estar a la altura de nuestro Facebook, nuestro blog o de nuestro Twitter? La ansiedad por filmar, grabar y colgar nuestros momentos de forma inmediata es elocuente a este respecto. Hoy es como si la vida que no se twitteara ya no fuera vida real.

El elemento provocador del libro de Lanier radica en su diagnóstico crítico. Según Lanier, un gurú informático muy reputado en el mundo anglosajón, la concentración de usuarios digitales en redes sociales, blogs o intercambio de archivos no garantiza un desarrollo óptimo de la comunicación; es más, a diferencia de los abanderados de las nuevas tecnologías, no considera que la supuesta eficacia de una “mente enjambre” trabajando en red de forma continúa y común constituya un avance, sino más bien una sumisión de lo humano al poder de la máquina tecnológica. Por otro lado, no deberían omitirse otros peligros, como el aumento de adicciones a las redes sociales. La obsesión por estar “conectado” es fuente de ansiedades y desórdenes emocionales, como están poniendo de manifiesto últimamente los profesionales del ámbito terapéutico.

En cierto modo, este debate sobre las nuevas tecnologías de la información puede en muchos puntos relacionarse con la célebre distinción que Umberto Eco realizara en la década de los sesenta al hilo de la lucha entre los llamados “apocalípticos” e “integrados”. En relación con la cultura de masas,  sostenía Eco que mientras los apocalípticos valoraban en los nuevos medios, por su horizontalidad, homogeneización y nivelación, la esencia de la “anticultura”, los “integrados” daban la bienvenida a estas nuevas tecnologías por impulsar el espíritu democratizador y abolir toda distancia cultural. Sin duda, estas categorías sirven todavía para definir nuestro escenario, marcado por la proliferación viral de la información a tiempo récord y por la resistencia de ciertos sectores a perder sus tradicionales marcas de identidad.

A la vista de todos los argumentos que parecen esgrimirse contra la supuesta superficialidad de Internet, no parece erróneo volver a acudir a la perspectiva de Eco. Para ciertos sectores de nuestra “aristocracia” cultural, amenazada por Internet, la idea de compartir la cultura de modo tal que pueda llegar y ser apreciada por todos es un contrasentido. De ahí que esta horizontalidad enemiga de todo vestigio vertical sea para ellos una "cultura de grado cero", por así decirlo. Por el contrario, quienes aceptan con complacencia este fenómeno, consideran que gracias a él es posible por vez primera acercar a las grandes masas manifestaciones culturales que hasta ahora solo estaban reservadas a las elites. Los aristócratas serían, pues, los pesimistas, o los apocalípticos, mientras que los optimistas serían los llamados integrados.

II

¿Supone Internet, por su tendencia frenética a la inmediatez, la horizontalidad y la superficialidad una “anticultura”? Antes de intentar aproximarnos a esta cuestión, puede ser útil recordar brevemente qué entendemos por “cultura”. La raíz latina de la palabra es “colere”, expresión que abarca desde el cultivo de la tierra para hacerla fértil a la protección o salvaguardia de un territorio delimitado. En sus Tusculanae Disputationes, Cicerón, por ejemplo, se hace eco de este significado cuando compara el proceder cultural y filosófico con la siembra y cultivo de los campos. Este significado de cultura como educación, formación, desarrollo o perfeccionamiento de las facultades intelectuales y morales del hombre ya recoge el matiz de la humanización en oposición al mundo natural o animal.

Muy ligado a esta “labranza” se encuentra el concepto griego de paideía. En su libro homónimo, Werner Jaeger desglosó minuciosamente las características de este arte educativo en la Antigüedad. La Antigüedad griega valoraba la educación, ligada a las buenas artes (la poesía, la elocuencia, la filosofía), como una actitud indistinguible del ocio y opuesta a las labores del esclavo, sumido en la necesidad, la inmediatez –no contemplativa- y el trabajo manual. Toda esta concepción será ensalzada posteriormente por el Humanismo renacentista, pero también, como veremos, servirá de modelo sobre el que se forjará el ideal de Bildung alemán (Goethe, Winckelmann, Schiller): la cultura respetuosa con la totalidad armónica.

Pese a la ambigüedad señalada, existe, grosso modo, cierto acuerdo inicial en identificar la cultura, en términos generales, con todo aquello que es producido por los seres humanos en contraposición a lo meramente natural. En un sentido parecido, se ha subrayado esta acepción de cultura, en sentido “subjetual”, como sinónimo de aprendizaje (y, por tanto, como concepto opuesto a herencia). Frente al animal, el hombre ocupa una posición peculiar, casi extravagante, dentro de la naturaleza: carece del ambiente específico de su especie (von Uexküll), o, dicho de otro modo, dada su constitución biológica imperfecta y prematura, no clausurada, las relaciones del ser humano con su ambiente se caracterizan por su ineludible “apertura al mundo”. Todo esto indica que el ser humano no sólo se interrelaciona con un ambiente natural no fijado de una vez por todas, sino también con un orden cultural y social específico mediatizado y sedimentado culturalmente.

En este contexto, el clasicismo alemán también hará uso frecuente de la idea de Bildung como desarrollo armónico de todas las capacidades humanas (anímicas, sensoriales o intelectuales) en el marco de una educación estética no reñida con una nueva participación social. Ésta, a decir verdad, no se identificaba ni con la aristocracia autocomplaciente de la época ni con la incipiente burguesía empresarial de mentalidad roma y utilitarista. No cabe duda de que la carta magna de este nuevo movimiento de renovación cultural es la obra de Schiller Cartas sobre la educación estética del hombre. Pero no puede orillarse la aportación de Moses Mendelssohn (1753-1804), quien en su opúsculo “Acerca de la pregunta ¿a qué se llama ilustrar?” ya identificaba sin tapujos Ilustración y Bildung.

En realidad, en algún sentido, toda esta polémica en relación con el debate información versus conocimiento podría retrotraerse y sintetizarse en la crítica realizada por Nietzsche a la acumulación histórica de datos propiciada por la metodología historicista. La crítica a la metodología historicista que desarrolla el filósofo alemán en la segunda “Consideración intempestiva” podría interpretarse como una crítica a la progresiva autonomía de la información respecto a los marcos matriciales tradicionales de sentido que empieza a desarrollarse a finales del XIX y experimenta su punto cenital en nuestra posmodernidad. Allí donde Nietzsche hablaba sobre la utilidad y el perjuicio de la historia (memorística, meramente informativa) para una vida sana, en términos formativos, hoy podemos hablar de la utilidad y el perjuicio de Internet para nuestras vidas.

Puede decirse que, de modo parecido a Funes el memorioso, ese personaje incapacitado para olvidar del cuento de Borges, tanto el hombre historicista como el cibernauta posmoderno ”viajan” por el mundo de la información como turistas ociosos e insensibles, como si estuvieran ante un museo de hechos de carácter anestesiante. Ambos parecen atiborrarse caóticamente de una información continuamente banalizada que, al mismo tiempo que anestesia interiormente su sentido histórico, extingue su subjetividad, sus aptitudes para la distinción crítica y su creatividad. De ahí la obstaculización de la información sin criterios, en definitiva, para una función educativa, pues la infinita acumulación de hechos impide cualquier actitud seria para el aprendizaje.

En algunos aspectos, esta línea crítica también hunde sus raíces en la polémica de La rebelión de las masas de Ortega, uno de los autores que más ha contribuido a clarificar el nuevo debate contemporáneo entre cultura de elites y “barbarie”. La critica orteguiana al “primitivismo” de las masas pone de manifiesto cómo un cierto Naturmensch ajeno a las pautas de la civilización emerge en el siglo XX “como si fuera naturaleza”, esto es, sin conciencia del arduo trabajo cultural: “el hombre masa cree que la civilización en que ha nacido y que usa es tan espontánea y primigenia como la Naturaleza, e ipso facto se convierte en primitivo. La civilización se le antoja selva”. Ha sido Ortega precisamente uno de los filósofos que, oponiéndose a esta inmediatez primitivista, más han insistido en este valor “sobrenatural” y “lujoso” de la cultura, de forma interesante además al hilo de sus consideraciones sobre la técnica. Dado que el hombre carece de un espacio dado o natural, es “un intruso de la llamada naturaleza”, un “animal fantástico” que al extrañarse de la naturaleza no puede por menos de crear mundo. En alguna ocasión —“Pidiendo un Goethe desde dentro”—, Ortega utiliza la metáfora del “náufrago” para expresar lo más significativo de la situación cultural: “esa agitación de los brazos con que reacciona ante su propia perdición, es la cultura —un movimiento natatorio”.

III

Tras esta breve digresión, ¿son las nuevas tecnologías de la información en este sentido herramientas culturalmente regresivas por cuanto obstaculizan esta dimensión formativa y embrutecen al ser humano? ¿Produce esta nueva inmediatez una relación tecnológica con el mundo que atrofia la relación necesaria con la temporalidad y las mediaciones e impide desarrollar el proceso de madurez? En tiempos relativamente recientes, ha sido Mario Vargas Llosa –en el artículo periodístico “Más información, menos conocimiento” (El País, 30 de julio de 2011)- quien ha vuelto a sacar a colación este debate en relación con el declive de la figura tradicional del lector en la era digital. No solo estamos perdiendo el buen metabolismo cultural en manos del obsesivo “picoteo” de información por la red que nos caracteriza. En pocas palabras, parece que “cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos”.  Vargas Llosa utiliza el ejemplo de Nicholas Carr, un voraz lector de buenos libros que, seducido por el “mariposeo cognitivo” de Internet, se convirtió en un experto en las nuevas tecnologías de la información. Un día, sin embargo, Carr, preocupado por el modo en que estas tecnologías estaban transformando su vida hasta el punto de hacerle insensible al “tiempo” propio de la lectura, toma la decisión de romper con ellas.

De esta experiencia nace su libro ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). En el artículo, Vargas Llosa parte de este ejemplo para reflexionar sobre cómo Internet, Twitter, Facebook, etc., no son solo herramientas; son medios que configuran y crean mundo. “Los defensores recalcitrantes del software –escribe- alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo […] ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse”.

“Acostumbrados a picotear información en sus computadoras”, los nuevos cibernautas no tendrían ya necesidad, según Vargas Llosa, de hacer prolongados esfuerzos de concentración: dejando de ser lectores para convertirse en algo parecido a “turistas culturales”, los nuevos hombres y mujeres de la era digital están siendo “condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la Red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura”.

IV

En una línea incluso más beligerante, alineada claramente en el sector apocalíptico, el filósofo Alain Finkielkraut, en su ensayo Internet, el éxtasis inquietante (Libros del Zorzal, 2011), es más rotundo: Internet denigra al hombre. ¿La razón? En su teclado, el cibernauta ha saldado todas sus deudas y sólo conoce sus derechos. “Amigable copartícipe del sentido y ya no pasivo destinatario”, el nuevo hombre de Internet “es el hombre que vale por todos los hombres y por cualquier hombre; libre, es decir, soberano, tiene al mundo en la palma de su mano”.

Pero Finkielkraut considera que el peligro de Internet no radica solo en su idiota superficialidad, sino en sus consecuencias políticas. Con el uso “ciudadano” del Internet, afirma, “los principios de la democracia triunfan sobre toda jerarquía y sobre toda autoridad: maravillosa perspectiva, que justifica, además, la negativa a abandonar la gran red en manos del ‘Big Brother o de los mercaderes del templo”. “Encerrado en su demanda y librado a la satisfacción inmediata de sus deseos o de sus impaciencias, preso de lo instantáneo”, el hombre de Internet, para Finkielkraut corre el riesgo de  condenarse a sí mismo “por su fatal libertad”. Nada le está prohibido para él, salvo el desconectarse. Y esta condena se agrava con el poder de hacer “zapping”, “navegar”, “cliquear” o “bloggear”.

En el diagnóstico apocalíptico de Finkielkraut llama la atención, sin embargo, su relación con un pensador muy diferente en realidad de sus coordenadas ideológicas. Nos referimos a Gilles Deleuze, quien, siguiendo algunas ideas del escritor norteamericano William Burroughs, en un magistral análisis de los nuevos sistemas de dominación en nuestras sociedades contemporáneas, intuyendo quizá el nuevo papel preponderante las nuevas tecnologías de la información, subrayaba hace ya unas décadas cómo el nuevo poder ya no se definiría por su capacidad de coerción o pesadez, sino más bien por su seductora levedad, su dimensión fluida. Partiendo del diagnóstico de Michel Foucault sobre las sociedades disciplinarias, Deleuze deducía la necesidad de complementar este análisis con nuevos sistemas reticulares y “líquidos”, solo aparentemente más democráticos y horizontales. Esta transformación se correspondía también, según afirmaba, con la transformación del modo capitalista de producción, en el cual se había reducido el papel productivo protagonista de la fábrica industrial en virtud de una nueva revalorización del trabajo comunicativo, cooperativo y afectivo. En la posmodernización de la economía global, la creación de la riqueza tiende cada vez más a darse a través de la producción en “enjambre”, en red, donde Internet es, ciertamente, fundamental. “El hombre de la disciplina –comenta Deleuze- era un productor discontinuo de energía, pero el hombre de control es más bien ondulatorio, permanece en órbita, suspendido sobre una onda continua. El surf desplaza en todo lugar a los antiguos deportes”.

Es significativo cómo el llamado “neoreaccionario” Finkielkraut parece estar de acuerdo con Deleuze en este punto: en virtud de esta transformación económico-cultural, estaríamos hoy asistiendo a una transición que nos conduciría de la "sociedad disciplinaria" a la "sociedad de control". Esta última se caracterizaría por un nuevo paradigma de poder. Si en la sociedad disciplinaria, correspondiente con la primera fase de acumulación capitalista, el poder se construía mediante un conjunto difuso de dispositivos o aparatos que producían y regulaban las costumbres, hábitos y prácticas productivas con ayuda de instituciones disciplinarias como la prisión, la fábrica, el psiquiátrico, el hospital o la escuela, la sociedad de control, en contraste, es una sociedad en la cual los mecanismos de sujeción se vuelven inmanentes al campo social. De este modo, los modos sociales de integración y de exclusión se interiorizarían cada vez más por medio de mecanismos que inmediatamente organizarían los cerebros y los cuerpos. En pocas palabras, lo que estaría en juego en Internet no sería solo la democratización de la información, sino un nuevo Big Brother: la producción y reproducción de la vida a través de la red.

 

V

Muy ajenos a estas conclusiones apocalípticas, han sido los pensadores Michael Hardt y Antonio Negri los que más han insistido en obras como Imperio en las virtualidades emancipatorias derivadas de las nuevas tecnologías de la información. Internet, que comenzó inicialmente siendo, como todo el mundo sabe, un proyecto del DARPA (la Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación del Departamento de Defensa de los Estados Unidos), y que ha terminado expandiéndose por todo el mundo, es para Hardt y Negri el ejemplo principal de una estructura de red democrática. En ella, un número indeterminado y potencialmente ilimitado de nodos interconectados se comunican sin ningún punto central de control; todos los nodos, independientemente de su localización territorial, se conectan con entre sí a través de una miríada de pasos y relevos.

 “Como no hay un centro y casi cada parte puede operar como un todo autónomo –escriben Hardt y Negri-, la red puede continuar funcionando aún cuando parte de ella haya sido destruida. Ese mismo elemento de diseño que asegura la sobrevida, la descentralización, es el que torna tan difícil del control de la red. Como ningún punto de la red es necesario para la comunicación entre otros, es dificultoso regular o prohibir su comunicación. Este modelo es el que Deleuze y Guattari llaman un rizoma, una estructura en red, no-jerárquica y no-centrada”.

Hardt y Negri, en el papel de “integrados” y defensores del nuevo campo de “lo común” abierto por las nuevas tecnologías de la información, afirman que nociones “rizomáticas” derivadas de esta nueva intelectualidad de masas –lo que denominan "trabajo inmaterial" y "general intellect"- nos ayudan a captar la relación entre producción social y biopoder. De este modo, el papel central que en la producción de plusvalía jugaba anteriormente la fuerza de trabajo del obrero-masa fabril se ve cada vez más ocupado por la fuerza de trabajo intelectual, inmaterial y comunicativa. La figura del trabajo inmaterial implicado en la comunicación, la cooperación y la reproducción de los afectos ocupa así, según Hardt y Negri, una posición cada vez más central en el esquema de la producción.

VI

A diferencia de Hardt y Negri, Finkielkraut, nostálgico de un mundo que todavía poseía peso, distancia y límites claros, no puede sino detestar esta nueva fluidez, inmediatez y falta de pudor del universo en red. Símbolo del nuevo expresionismo narcisista, Internet es para él exclusivamente el grado cero del pudor. Donde los “integrados” subrayan el valor democrático y comunicacional de esta milagrosa levedad en continua interacción, él advierte del “empequeñecimiento” y contracción de la experiencia del mundo. Si Internet, bajo este punto de vista, para Hardt y Negri representa la emergencia de un nuevo “intelectual colectivo” con capacidad de dinamitar la caduca noción de propiedad y los derechos del individualismo posesivo, para Finkielkraut simboliza, en efecto, una liberación, pero la de una libertad fatal. Allí donde el apocalíptico vaticina el virus de una horizontalidad enemiga de lo humano, el integrado alaba el ocaso de la verticalidad. ¿No ha representado precisamente la reciente discusión sobre la “ley-Sinde” un nuevo ejemplo de esta lucha entre el peso y la levedad?

Consciente de los peligros de Internet, pero también de sus indudables beneficios, Lanier en Contra el rebaño digital advierte, sin embargo, de la posibilidad de nuevos entramados de poder y de la devaluación de la comunicación, una “degradación” que podría adquirir gran velocidad “cuando los sistemas de información puedan funcionar –señala- sin la intervención humana constante en el mundo físico, a través de robots y otros ‘gadgets’ automáticos”. Pero, siguiendo este esquema, el interés último de su ensayo reside en su intento, nada ingenuo, de mediar entre ambas posiciones: la del detractor furibundo y la del ardor cibernauta. Su autor no está en contra del uso de la web, ni siquiera de un desarrollo más acentuado; más bien aboga por un cambio de paradigma que otorgue preeminencia a la subjetividad humana frente a la tecnología. De ahí la necesidad de inventar aplicaciones, herramientas y sistemas que tengan verdadera relevancia para un usuario y no le suman en el shock de la banalidad acumulada, una acumulación de páginas sin valor, de aplicaciones que tienden a uniformizar la experiencia humana y de tecnologías que limitan el potencial creativo. Éste sería, a su modo de ver, el auténtico reto de nuestro tiempo.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Germán Cano

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