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26 de junio de 2013

Para Yemira Sánchez


¿Quién ha sido Ángel Guinda?

Un poeta perfectamente inútil

que defendió la poesía útil.

 

 

 

¿Qué sabe de Ángel Guinda?

Perdía la razón por las mujeres,

el vodka con naranja y el gintónic.

 

¿Cómo era Ángel Guinda?

Vitalista y alegre. O pesimista,

triste. Frágil, activo, generoso.

 

¿De qué era partidario Ángel Guinda?

Del placer, de la paz, de la felicidad:

es decir, de poner patas arriba el mundo.

 

¿Pasiones de Ángel Guinda?

El rock, el rap, el fútbol y los toros,

los cementerios, la velocidad.

 

¿Los vicios de Ángel Guinda?

El sexo y el tabaco, el hachís y el alcohol,

el café y estallarse el corazón.

 

¿Qué amó y odió Ángel Guinda?

Amó la luz y el imposible. Odió

las dictaduras y a los pusilánimes.

 

¿Dónde acaba Ángel Guinda?

Cerca del horizonte, donde sigue la vida.

Donde empieza el Moncayo, allá, en Trasmoz.

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Guinda

26 de junio de 2013

            Vió aparecer las líneas desdibujadas por los errores de color, las caras pálidas, todo virado al azul triste, se maldijo a sí mismo por no haber renovado los quími­cos, las pasiones intensas, por no tirar a tiempo lo que parece vivo y está muerto, fingir, ahorrar, durar, y como siempre que estaba en el laborato­rio, sonaron el telé­fono y el timbre al mismo tiem­po.

            Atendió el teléfono, un momento por favor, y salió a abrirle la puerta a Valentina sin preocuparse por la invasión de luz, las copias ya estaban perdidas. Por ahorrar en revelador y trabajar con productos vencidos. Si su asistente seguía llegan­do a cual­quier hora, iba a tener que darle las llaves del estudio o echar­la. Sopesó las dos posibilidades mientras atendía el teléfono, escuchando la voz filosa de Alba.

            - Te la tengo que dejar ahí -dijo Alba- En un rato. No hay clases, tengo citados pa­cien­tes, no puedo suspender.

            Berenguer contestó con equivalente preci­sión.

            - No. Punto. Yo también tengo trabajo. Hábla­le a tu mamá.

            - Berenguer, no sos mi primera opción ¿A mí me gusta dejarla a Paulita en tu estudio? No me gusta. Te la dejo dentro de una hora.

            Alba cortó y el problema quedó allí, se condensó en el aire y sin embargo el silencio, la ausencia de esa voz, provocaba tanto alivio: sobre todo, ya no estaba casado con ella y todos los demás pro­blemas también tendrían solu­ción. 

            - Tenemos una chica de catálogo- le dijo a Valentina-  la manda la señora Mabel. Y en cualquier momento cae mi nena. Me la vas a tener que entre­tener en la oficina.

            Berenguer amaba a su hija con un amor torpe y temero­so. Nunca había pensado que se podía querer a alguien así, dándole poder absoluto sobre su felicidad. A Paulita le gustaba estar en el estudio. Cuando le pregun­taban qué hacía su papá, usaba el verbo "fotear".

            Había poco trabajo en los últimos meses. Berenguer hacía fotos para avisos publicitarios, empresas, revistas, supermercados, para actores, actrices y modelos y para personas que deseaban serlo. Desde hacía un tiempo también hacía retratos para agencias de acompa­ñantes, que trabajaban con catálogos de varios precios. A Berenguer le gustaba hacer retratos, y lo hacía bien. A sus nuevas clientas las llama­ba "chicas de catá­lo­go", incluso para sí mismo. Las tomas no eran diferentes a las que hacía con las modelos publicitarias. Las chicas posaban vestidas. El que quiera ver más, que pague, decía la señora Mabel, dueña de una de las agencias. Preparate porque te mando una flor de rubia, le había anunciado el día anterior: nunca se resignaba a la indiferencia de Berenguer por sus pimpollos.

Valentina preparó café. La rubia de catálogo llegó puntual, acompañada por su marido. No era exactamente una chica. Usaba un traje bordó. Tenía bolsas debajo de los ojos un poco saltones, una magní­fica cascada de rulos teñidos de rubio, y una distancia extraña entre la nariz y la boca. Unos cuarenta años: el ojo del fotógra­fo estaba acostum­brado a calcu­lar la edad de las mujeres y a distiguir las tetas de silicona de las verdade­ras. Las tetas de silicona, firmes en su puesto de bata­lla, miraban siempre al frente, sin titubeos, netas y rígidas como una nariz. Las tetas verdade­ras mantenían siempre una agradable inercia que les daba un aire independiente, un poco salvaje.

            El señor y la señora López Belmonte le dieron la mano al fotógrafo con entusiasmo de principiantes. Cuando la señora entró con Valeria a la sala de maquillaje, su marido sonrío confiado, pidió algo fresco para tomar y se aflojó la corbata.

           - Qué día -dijo- Vinimos directamente de la sucursal. La gente está como loca.

            - ¿Trámites? - preguntó cortesmente Beren­guer.

            - No, somos empleados bancarios. Los dos. Lamentablemente. Pero vamos a salir de esto.  La señora Mabel la alentó mucho ¿sabe? Y nos habló muy bien de usted. Me interesa su opinión.

            Berenguer sabía que cuando la señora Mabel alentaba realmente a alguien, le pagaba las fotos. En este caso, las fotos se las pagaba directamente la mujer. O el marido.

            - Yo no opino -dijo- Yo hago las fotos.

            - Pero usted tiene experiencia. La de mujeres que habrá visto.- el señor López Belmonte emitió una risita pícara. Tenía el pelo escaso, de color negro billante.

            Afuera estaba el mundo, había sol, sandwiches tosta­dos, autos de colores. Berenguer no tenía ganas de estar encerra­do en su estudio antiguo, fresco pero un poco sombrío, de techos altos, con el matrimonio López Belmonte.

            La señora López Belmonte, flor de rubia, emergió de la sala de maqui­llaje vestida con un pantalón de cuero apretado, que provo­caba una oleada de grasa sobre la cintura. La blusa roja dejaba ver el co­mien­zo de sus pechos blandos, levan­tados y unidos por un corpiño tipo bandeja.

           El señor López Belmonte la recibió con una mirada de admiración y un silbido estimulante.         

           - ¿Y, qué me decís? - le comentó al fotógrafo - ¿No es una máquina? ¿En qué catálogo la pon­drías?          

           La señora caminó, balanceando el culo chato, hacia la tarima de la sala de tomas. Tomó la silla y se sentó en pose, con las piernas cruzadas. La ropa menos ajustada podría haber di­simulado, quizás, el efecto pantalón de montar en los mus­los, el grosor de los tobi­llos. El fotógrafo y su asistente cruzaron una mirada rápida.         

            - ¿Así? - preguntó la señora López, con un mohín desa­compasado.

            - No, esperá - dijo Berenguer-  A ver, parate. Quiero que mires para abajo y levantes la cabeza cuando yo te diga.           

            - ¿Así? - preguntó la señora López, sacudiendo su rubia cascada de rulos como un perro mojado.           

            - Estás bien, estás re buena, Betty -decía el marido-  Vas a ver, no vas a dar abasto.           

            - ¿Vos creés? - decía Betty, tirando insinuante del escote de la blusa. -¡Imaginate si se enteran los clien­tes del banco! Más de uno me anda detrás.          

             - A ver. No mires la cámara ahora, Betty. -decía Berenguer- Sentate en la silla al revés, con el mentón sobre el respaldo, así.          

             Pero al abrir las piernas para pasarlas a cada lado del respaldo, las costuras del pantalón simplemente se negaron a seguir resistiendo la presión a que las sometía el destino y se desgarraron con un sonido sibilante.           

             - No importa. -dijo la señora López- Abajo tengo el conjunto de lencería para las tomas que siguen.           

              Sonó el timbre de la puerta de calle. Paulita.          

              - Enseguida volvemos, que la señora, quiero decir, que Betty se cambie nomás. –Berenguer salió a abrir.           

              Saludó a su ex mujer que lo despedía desde el auto. Paulita estaba parada en el umbral, todavía con el delantal  del Jardín. 

              - ¿A quién estás foteando, pa? ¿Es alguien famoso de la tele? - preguntó.

              - Papi termina enseguida. Vení, vamos a jugar a la oficina -dijo Valentina.

Se llevó a la chiquita y cerró la puerta.

            En la sala de tomas la señora Betty se había sacado la blusa y el pantalón. El efecto era asombroso. La tanga cubría apenas el monte de Venus dejando ver la gruesa cica­triz de una cesárea. El señor López Belmonte la estaba haciendo practicar poses, gestos y expresiones, azuzándola con voz ronca, seductora.           

           - Vamos mi hembra, mi potra, mi rubia, así, con esa carita de reventada que vos sabés, dale que me volvés loco, así, así.

             Berenguer empezó a sacar fotos al azar, ya no pretendía más que terminar el rollo y que se fueran. Pero los López Belmon­te pare­cían haberlo olvidado y se dedicaban con ale­gría a su peque­ño espectáculo priva­do.        

            - Nosotros hicimos una terapia de vidas pretéri­tas. ¿Oíste hablar? -le confesó de pronto, en voz baja, el marido - ¿Betty, te parece que lo puedo contar?

            - Claro, se lo cuento yo. -dijo Betty. Y entrecerrando los ojos lanzó al fotógrafo una mirada casi lánguida – Nos dijeron quiénes habíamos sido antes.           

            - Es posible que Betty haya sido la Reina de Saba. Hace casi dos mil ochocientos años. No sé si se da cuenta. Eso explicaría muchas cosas. -dijo él.           

            Tratando de concentrarse en su trabajo, el fotógrafo se empeñaba en sacar el mejor partido posible de esa cara, de ese cuerpo sufrido de dos mil ochocientos años. Se trataba de golpear a las puertas de la fantasía: era insensato exhibir sin velos las maduras ofren­das de la Reina de Saba. Había un montón de ropa en el perchero y le pidió a Betty que eligie­ra una bata.           

            - Vas a tener que seducir a la cámara -le dijo- Mostrar y no mostrar, hacerla entrar de a poco.           

            - ¡Divino, me encanta! -dijo ella. Eligió una bata de toalla y se la puso dejando los hombros al descubierto- ¿Qué tal?...¿Me mojo el pelo?            

            Y le sonrió al objetivo con la alegre dentadura que debía usar para asegurar que sí, señor, sus garantías son muestra del solvencia y el banco ha decidido otorgarle su crédito.        

             Berenguer se lanzó a lo suyo, clic, clic, un paso al costado, la cabeza levantada, clic clic, no te muevas, clic, muy bien, vamos muy bien, otra vez esa sonrisa, clic clic mientras el señor López Belmonte miraba extasiado.

            Un ruido violento, la caída de algo grande y pesa­do, vino de la oficina. Un instante de silencio y después el grito agudo y demasiado largo de Paulita. Berenguer corrió por el pasillo.         

           En un rincón estaba parada Valentina, paralizada de susto. Paulita estaba sentada en el suelo con la cara ensan­grentada, rodeada de libros tirados por todas partes. Se había caído un estante de la biblioteca.      

           - Se quiso trepar...- la voz de Valentina temblaba.        

           Mientras Berenguer corría a abrazarla la chiquita, con la cara lívida, se derrumbó. No respiraba.           

           La señora López Belmonte apareció de golpe, inespera­da.           

           - Es un espasmo de sollozo. Ya recupe­ra el aliento. - su voz era tranquila y segura.          

           Se acercó a Paulita, que en efecto estaba recuperando el aliento y empezaba a gritar otra vez. Con manos expertas le palpó la cabeza.       

           - Se salvó por un pelo, el estante no le golpeó la cabeza, va a estar bien.        

           Berenguer, con Paulita en los brazos, la miró con desesperación.      

           - Crié un par de estos bichos, no se preocupe. A ver de dónde sale la sangre.      

            El llanto feroz de Paulita no le permitía pensar a Berenguer. La acunaba sin darse cuenta.        

           - Ya está, ya está, ya está, ya está -decía torpemente.          

           Betty actuaba con rapidez y eficacia. Alzó a Paulita, la llevó al baño, le lavó la cara con agua fría y se la devolvió a su padre.         

           - Aquí y aquí -dijo- ¿Ve? Se le partió el labio, no es nada. Y perdió un dientito de leche. ¿Cómo se llama la nena? Vos -le dijo a Valentina- traeme hielo. ¿Tienen hela­de­ra? Paula. Mirá Paulita, aquí está tu dientito: vas a ser la primera nena de la salita de cuatro sin un diente. ¡Les vas a ganar a los de preescolar!     

            Paulita seguía llorando pero levantó la vista interesa­da. Hacía apenas un momento Berenguer, con la cámara en la mano, detentaba el poder, hacía que la escena se moviera al ritmo de su voluntad. Ahora Betty era la que mandaba y él se sentía simplemente agradecido, se entregaba, confiaba. El pelo rubio de la mujer, hermoso, flexible, pura luz, era como una aureola que subrayaba la gracia segura de sus rasgos. El señor López Belmon­te apareció en el marco de la puerta. Valentina llegó con el hielo.          

          - A ver, papi te va a poner el hielito en la boca y no te va a doler más. -decía Betty-  Valentina, acomodá los libros en su lugar. Aquí está la otra lastimadura, ¿ves el corte?, necesito tira emplástica y una tijerita.       

           El señor López Belmonte se acercó tímidamente.      

           - ¿Le puedo contar un cuento? - le preguntó a su mujer, que le hizo una seña afirmativa.          

           Los gritos de Paulita parecían llenar todo el espacio de la habitación, le quitaban el aire, Berenguer apenas podía respirar.          

           - Había una vez una señora que se llamaba Doña María. Y esta señora tenía huerta llena de plantitas ricas  para comer. ¿Cómo por ejemplo qué puede ser? - dijo el señor López.        

            Entonces Paulita hizo algo asombroso. Dejó de llorar por un momento y con la boca ensangrentada dijo:       

           - Lechuga.

            Fue la palabra más hermosa que Berenguer había escucha­do en su vida. Mientras tanto, Betty cortaba tiritas muy finas de tira emplástica y le cerraba con prolijidad la herida del brazo.

             - Y entonces el chivo le empezó a comer las plantitas -decía el señor López Belmonte- Y la pobre Doña María llora­ba, lloraba, y se sonaba la nariz así...

            El señor López Belmonte apoyó la nariz sobre la manga de su saco y fingió sonarse con fuerza, haciendo ruido con la boca. Paulita se rió a carcajadas.

            Después la señora Betty se vistió y se fueron todos a tomar un helado. La sesión de tomas la terminaron otro día y Berenguer les regaló las copias deseándoles mucha suerte, muchos clientes, el mejor catálogo.

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana María Shua

Albert Camus, uno de los grandes nombres propios de la literatura universal de todos los tiempos, es el gran protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA. Quien escribió que “la libertad no es nada más que una oportunidad para ser mejor”, protagoniza más de 100 páginas de interesantes artículos y estudios originales sobre un autor inolvidable. Doce escritores analizan, a través de textos inéditos, a Camus y su obra: desde Claudio Magris a Carme Riera, y también se publican colaboraciones de Valentí Puig, José Luis Pardo o José María Ridao, entre otros.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

26 de junio de 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tengo sed. Me has quitado las praderas del norte,

regadas por arroyos de respeto y cariño.

Tengo frío. Te has ido con el sur de mi alcoba,

dejándome las huellas de tu hielo en mi cuerpo.

No sé qué hacer. La vida me parece una tumba

donde me has enterrado viva, una oscuridad

irrespirable, un túnel sin salida, una muerte

prolongada, el vacío, la ausencia, el desamparo.

Me siento tan vencida por tu odio, tan débil,

tan aterrorizada y tan inexistente,

que no puedo llorar, ni llamar por teléfono

a mis padres (que acaso me dirían: “Aguanta,

que por algo naciste mujer”), ni hacerle señas

a la vecina desde la ventana. Me quedo 

acurrucada en un rincón del dormitorio

esperando que vuelvas y sigas arrasando

con gestos de desprecio, con golpes y con gritos

aquel campo de amor que cultivamos juntos.

Escrito en Lecturas Turia por Luis Alberto de Cuenca

25 de junio de 2013

 

En un mundo cultural en el que lo más frecuente es que cada individuo aspire a la singularidad y a la excelencia atrincherándose en un campo especializado dónde pueda sentirse seguro, invulnerable, es particularmente grato poder celebrar una figura como la de Claudio Magris, abierta y poliédrica, constantemente arriesgada en el tablero de lo diverso, que no vacila en intentar nuevas empresas y en asumir desafíos inéditos que podrían comprometer el seguro prestigio de sus logros ya oficiales. Por supuesto, este triestino nacido en 1939 es uno de los más respetados académicos de Italia, catedrático de lengua y literatura alemana en la universidad de su ciudad natal y en Turín, miembro de numerosas entidades culturales internacionales, autor de estudios concienzudos y sabios en su especialidad sobre Wilhelm Heinse, Hoffman, Joseph Roth, Dorst, Canetti, Rilke y el mito hausbúrgico en la literatura austríaca moderna, entro otros muchos. También ha traducido as Ibsen, a Kleist, a Buchner y a numerosos autores de primer rango. Ha sido senador de la República Italiana por dos legislaturas y ha obtenido innumerables premios y distinciones, de los que podemos destacar por su relación con España el premio Juan Carlos I en 1989, la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes en el 2002 y el Premio Príncipe de Asturias de Humanidades en el 2004. Con todo, tan justificados reconocimientos y tantas pruebas de competencia universitaria no bastan para agotar ni definir suficientemente el perfil de lo que yo llamaría –representando indebidamente a muchísimos lectores españoles- “nuestro Magris”.

Para la mayoría de nosotros, simples lectores (pero ¿alguien puede tener título más alto y más honroso que el de lector?), Claudio Magris es el autor inolvidable de El Danubio, uno de los libros que más han contribuido a descubrir Europa a los europeos. También quién nos reveló el sentido del más auténtico y liberador humanismo fabricado con piedad e ironía en Microcosmos, el narrador esencial de Il altro mare o el ensayista que ha sabido significativamente y sin desmayo circular entre la utopía y el desencanto, ayudándonos a combatir con lúcidas lecciones los peligros de una y otro. Hablo de “nuestro” Magris, porque se trata de un autor del que cada lector se apodera con especial identificación y aún con posesivo celo personal. Para cada uno de los muchos amigos que se ha ganado a través de las páginas que ha escrito, Claudio Magris tiene su rostro especial e inconfundible que corresponde a la deuda de agradecimiento que cada cual guarda con él.  Aprovecho la honrosa ocasión que ahora me brinda la Universidad Complutense al rendirle el tributo de esta distinción académica para señalar con dos rasgos esenciales las características principales del Claudio Magris que considero más indispensablemente mío.

En el hermoso ensayo que sirve de prefacio y justificación a uno de sus libros más recientes, L’infinito viaggiare (Mondadori), el viaje aparece como una actividad fundamental y definitoria para Magris, que forma trío con vivir y escribir: Vivere, viaggiare, scribere. El viaje aparece así como el trazo de unión que lleva desde la vida a la escritura. Se viaja no sólo a través del espacio, sino también a través del tiempo y contra el tiempo. Claudio Magris es un viajero excepcional porque no sólo sabe trasladarse con atención, humildad y perspicacia (las virtudes fundamentales para viajar) a lo largo de las rutas y los caminos, sino que también y juntamente se desplaza por las capas superpuestas del tiempo, tal como las conservan los libros y los monumentos o nos las transmiten las confidencias de quienes recuerdan su experiencia. Los embelesados lectores de El Danubio conocemos bien la intensidad inolvidable y reveladora como una iniciación órfica de esa forma de viajar practicada por el autor. El viajero según Magris no es un simple curioso ni un mero testigo sino también un crítico que ha roto amarras con la serenidad de todos los puertos y sabe afrontar sin escándalo pero también sin plena resignación las lecciones del desencanto. “El viajero- escribe Magris en este prefacio- es un anarquista conservador; un conservador que descubre el caos del mundo porque lo mide con un metro absoluto que revela la fragilidad, la provisionalidad, la ambigüedad y la miseria”. Condición paradójica la de ese anarquista conservador, ese revolucionario que –siguiendo fielmente la etimología astronómica de la palabra “revolución”- da la vuelta completa horadando caminos y acumulando voces o paisajes hasta regresar finalmente con algo que contar a su punto de partida.

El regreso a casa es la parte más difícil, más preciosa e incluso más arriesgada del viaje, nos dice Magris. Porque es en la casa propia dónde se juega la gran apuesta, la capacidad de gozar de la vida sabiéndola irrepetible y frágil; es en casa dónde hay que demostrar la difícil destreza de conseguir felicidad y sobre todo de ser capaz de darla, es ahí dónde logramos crecer a través del coraje o nos encogemos en los espasmos menguantes del miedo. ¿Qué aporta el viaje a la casa propia, según Magris? El descubrimiento de que es imposible que la consideremos realmente “propia”, es decir como algo separado y cortado del resto infinito del universo. Es sólo un albergue provisional, que dura una noche o toda la vida y que debemos habitar con respeto y gratitud. Porque a través del viaje hemos aprendido el sentido originario de esa hermosa palabra, “cosmopolita”, que tanto irrita a las nacionalistas de toda laya pero que no se refiere a la superficialidad y desapego del desarraigado desdeñoso sino a una forma más rica y más amplia de fraternidad. “Poco a poco-nos explica Claudio Magris- el viajero descubre, está obligado a descubrir la fraternidad y el común destino del mundo, está obligado a sentir que el mundo entero es su casa y que sólo este sentimiento hace verdadero su amor por la casa que ha dejado en su país, el cual de otro modo no sería más que un horrible y regresivo fetichismo”. Contra ese horrible y regresivo fetichismo glorificador excluyente de “lo nuestro”, “lo de aquí” y desconocedor del común destino humano de habitar la tierra que podría rescatarlo para hacerlo entrañable y lúcido, ha vivido, viajado y escrito Claudio Magris. Gracias al viaje nos convertimos en extranjeros para nosotros mismos, sí, extranjeros entre extranjeros pero por tanto descubridores de la auténtica calidad de quienes son y no pueden ser sino hermanos nuestros en las rutas del mundo. Porque, concluye Magris, “la meta del viaje son los hombres; no se va a España o a Alemania, sino entre españoles o entre alemanes”.

Junto a este cosmopolitismo fraterno que nos descubre no la lejanía sino la proximidad de los otros y nos permite desmitificar la idolatría de lo propio para amarlo con sencillez de veras, hay otro rasgo en “mi” Magris que quiero ante ustedes destacar, muy precisamente en las circunstancias actuales de nuestro país y en el ámbito de una institución educativa. Me refiero a su defensa de la laicidad, tal como la expone en un breve ensayo, Laicitá e religione, publicado primero como artículo en el Corriere de la Sera en el año 98 y recientemente incluido en el volumen colectivo Le ragioni dei laici (ed. Laterza). Ahí expone: “Laicidad no es un contenido filosófico, sino más bien un hábito mental, la capacidad de distinguir lo que es demostrable racionalmente de lo que es en cambio objeto de fe –prescindiendo de la adhesión mayor o menor a tal fe- y de distinguir la esfera de los ámbitos de las diversas competencias, por ejemplo la de la Iglesia y la del Estado, o sea –según el dicho evangélico- lo que hay que dar a Dios y lo que hay que dar a César”. Y después amplía este concepto hasta convertirlo en la virtud más característica de la conciencia civil que se niega por igual tanto al fanatismo como a la apatía: “laicidad significa tolerancia, duda  dirigida hacia las propias certezas, autoironía, demistificación de todos los ídolos, también de los propios; es la capacidad de creer fuertemente en algunos valores, sabiendo que existen otros que también son respetables”. A continuación narra Magris una anécdota deliciosa que no sólo describe su pensamiento sino también su personalidad. Cuenta que en cierta ocasión uno de sus hijos, al verle especialmente sublevado por un ataque personal de inusual bajeza, le recomendó: “¡Sé más laico!”. En efecto, dado que la adoración más constante de cada cual es la que profesamos a nuestro propio ego, no cabe duda que la laicidad mejor entendida empieza por uno mismo…

Admirado y querido doctor Magris: no hace falta que le recuerde que alta estima el público culto español tiene por su obra y  su persona. Ya ha recibido importante muestras de ello en forma de galardones y sobre todo por la devoción de los muchos lectores, que es la mejor recompensa para cualquier autor. Ahora entra usted a formar parte del claustro de nuestra mayor universidad, en cuyas aulas suenan a menudo su nombre y los títulos de sus obras o la mención de sus ideas. Es cierto que en todo recinto académico y en toda corporación, por docta que sea, hay algo de agobio opresor. Usted lo dijo muy bien en una página de Microcosmos: “Toda endogamia es asfixiante; incluso los colleges, los campus universitarios, los clubs exclusivos, las clases piloto, las reuniones políticas y los simposios culturales son la negación de la vida, que es un puerto de mar”. Tiene usted mucha razón. Pero la universidad que hoy le abre sus puertas está en Madrid y un poeta calificó a Madrid, en cierta ocasión épica, como “rompeolas de todas las Españas”. De modo que no se sienta usted encerrado, ni siquiera por la amabilidad de tantos colegas: aquí también suenan las rompientes libres y bravías, amigo Claudio Magris. Le damos la bienvenida a este otro mar.

 

Nota: Este texto corresponde a la intervención que Fernando Savater realizó en la Universidad Complutense de Madrid con motivo de la concesión a Claudio Magris de su doctorado honoris causa.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Savater

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