Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 1316 a 1320 de 1353 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

 

Hoy se cumple un mes de nuestra presencia en Facebook y del estreno de nuestra web.

Es un placer contar con lectores inteligentes como vosotros. Pero, para que esta aventura

cultural continúe, necesitamos crecer en difusión tanto en formato papel como digital.

¡Ayúdanos a conseguirlo! ¡Juntos podemos! ¡Invita a tus amigos a leer TURIA y a

hacer click en Me gusta! 

Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

El próximo domingo día 16 de junio, un homenaje al escritor francés Albert Camus protagonizará uno de los actos de la jornada de clausura de la Feria del Libro de Madrid, la más importante de cuantas se celebran en nuestro país. El evento, que ha sido organizado por la sección autónoma de traductores de la Asociación Colegial de Escritores (ACETT), permitirá hacer balance de los 57 años de Camus en español y dar a conocer el nuevo número que la revista cultural TURIA dedica al autor de El extranjero y Premio Nobel de Literatura.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

12 ESCRITORES LE RINDEN HOMENAJE CON MOTIVO DE SU CENTENARIO Y REIVINDICAN SU HUMANISMO RADICAL

La revista cultural TURIA, que distribuirá este mes de junio su nuevo número, rinde un atractivo y completo homenaje al escritor francés Albert Camus. Quien escribió que “la libertad no es nada más que una oportunidad para ser mejor”, protagoniza en TURIA más de 100 páginas de interesantes artículos y estudios originales sobre un autor inolvidable. Doce escritores analizan, a través de textos inéditos, al personaje y su obra: desde Claudio Magris a Carme Riera, y también se publican colaboraciones de Valentí Puig, José Luis Pardo o José María Ridao, entre otros.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Múltiple en su desaforo, surrealista en sus inicios, rebelde contra tantas causas, oportunista en la edad madura. El sueño sería poder reducir todo Dalí en un objeto, como alguien intentó concentrarlo en un rostro. Las dificultades serían muchas, la selección casi imposible. De hecho podría reducirse toda su obra a un inmenso autorretrato, en el que de forma superficial, en ocasiones, y llegando a los recovecos más espeluznantes de su ego, en otras, describe los avatares de una personalidad tremendamente narcisista. Pero, por fortuna, los artistas son varios, pasan por fases diversas, evolucionan y al culminar su vida vuelven a unos, pocos, mitos y obsesiones de juventud, las que de verdad impulsaron un choque contra el mundo. Dalí, excelente escritor siempre, artista excepcional, aunque discutido a partir de 1940, nos ha dejado una larga serie de señuelos a lo largo de su trayectoria. Y manifestó por escrito en varias ocasiones su intimidad.

Dalí es una figura incómoda. Genial, irreverente, insultante. Su obvia genialidad roza, por momentos la inocencia más absoluta y se le convierte en un engorro. Para sí mismo, para muchos de sus lectores, para los espectadores. Hay un tono de suficiencia y superioridad que preside buena parte de sus escritos: "Tengo la seguridad de que mis facultades de analista y de psicólogo son superiores a las de Marcel Proust. No sólo porque, entre los múltiples métodos que él desconocía, yo me apoyo en el psicoanálisis, sino, sobre todo, porque la estructura de mi espíritu es de un tipo eminentemente paranoico y, por tanto, el más indicado para esta clase de ejercicio, mientras que la estructura del suyo es la de un neurótico deprimido, es decir la menos apta para sus investigaciones".[1]

Hay una gran unanimidad de criterio en la valoración positiva de la obra pictórica de Dalí anterior a 1940. Las disensiones se abren después de esas fecha. Pero es obvio que el mercado artístico y el gran público han continuado favoreciendo su obra a pesar de las opiniones divididas de gran parte de la crítica. Un lugar común en los estudios dalinianos dice que el artista efectuó un cambio radical en su trayectoria a partir de 1940. Y como tantos lugares comunes tiene un fondo de verdad. Después de la residencia de más de 8 años (de 1940 a 1947) en los EEUU, con motivo de la segunda guerra mundial y la ocupación nazi de Francia, Dalí cambió radicalmente. En los fundamentos de su arte, en su sistema de relación con el mundo artístico. Desaparecieron los marchantes y fueron sustituidos por Gala. Y se inició un giro en su arte que puede ser leído como relectura y parodia de su paso por el surrealismo. Como en otros artistas, se produce una relación especular (parecida a la que se produce entre el Antiguo y el Nuevo Testamento) entre la primera parte de su vida, de formación y triunfo, y una segunda de formalismo y decadencia.

Y en esa maniobra, de reinvención y de reordenación, juega un papel decisivo la literatura autobiográfica. Esta, a través de sus diversos modos, nos permite la ilusión de un acceso privilegiado a su intimidad. Aunque, por su misma naturaleza, y por su conocimiento espaciado, no completamente controlado por Dalí, se ha convertido en un campo de minas. De sorpresas y contradicciones. De denuncias y confirmaciones.

Nativo del Ampurdán, una comarca famosa por la gran cantidad de "esventats" tocados por la tramuntana, el fuerte viento del norte, que ha producido, Dalí ha conseguido integrar en su obra obsesiones y paisajes genuinamente ampurdaneses, de Figueras, Cadaqués y Port Lligat. Son paisajes -ahora ya engullidos por el torbellino del ladrillo-, que eran de una mineralidad intensa, de una belleza pura, de una dureza liminar. En un caso bien particular de lo que Hobswan calificó como "la invención de la tradición", Dalí se creó a sí mismo a partir de la apropiación de la tradición. O de la invención de una, a la medida de sus propios intereses y necesidades. La notable Vida secreta es un ejercicio de dimensiones colosales en una melagománica ceremonia de la confusión, en una maniobra de la perversión. Como afirmó Luis Romero: "Inquietante y paradójico Dalí, derrochador de ingenio extrapictórico, discutible, discutido, catártico, racionalizador de lo irracional, suscitador de entusiasmos desbordados, catalizador de reacciones furibundas, subversivo, virulento, injusto con quien siguen distintas vías".[2]

He apuntado al principio que podría resumirse la totalidad de la obra de Dalí, literaria y pictórica, a un inmenso autorretrato. Los biógrafos y críticos que aprovechan su voz, a través de sus escritos literarios (prosas poéticas, memorias, diarios y ensayos, entrevistas) deben hacerlo siempre cum grano salis, puesto, ¿hasta qué punto es creíble su voz? Buena parte de la obra pictórica de Dalí puede ser leída como capítulos de una inmensa autobiografía. Dejo para ellos la labor ingente de analizarla desde esa perspectiva. Pero, desde la palabra, Dalí nos presenta una obra mucho más limitada. De hecho, me interesan tres aspectos de su obra: las memorias de 1942 (escritas a la edad de 37 años), con las que organiza y justifica un abandono del surrealismo y el proceso de comercialización que adoptó; los diarios escritos entre 1952 y 1964, que son, en apariencia, una clara maniobra de autopromoción, pero que, al mismo tiempo contienen reflexiones importantes sobre su estado en aquel momento; las cartas escritas a los amigos, recuperadas después de su muerte, que no han podido ser manipuladas y son unas de las vías de acceso más veraces a la intimidad del maestro ampurdanés.

Como afirmó Gilbert Lascault, los textos literarios de Dalí despiertan dos tipos de respuesta: la sospecha y la agresividad; o los subordinan a una lectura los cuadros.[3] Por fortuna se adivina otra, más útil, centrada estrictamente en el valor literario de los mismos y, entonces, Dalí sobresale siempre como un autor original: una de las voces mayores del Surrealismo, en su etapa catalana y parisina. Y un autobiógrafo de gran calibre. A pesar de la crítica negativa de La vida secreta que escribiera Georges Orwell, en la que le criticaba el hecho de no cumplir con una condición de las grandes autobiografías: revelar alguna desgracia. Pero Dalí sí cumple con una condición general que impuso hace tiempo Paul Ricouer: "Existe entre la actividad de contar una historia y el carácter temporal de la experiencia humana una correlación que no es puramente accidental, sino que presenta una forma de necesidad transcultural. O dicho de otro modo: que el tiempo se hace tiempo humano en la medida en que es articulado en un modo narrativo, y que la narrativa alcanza su plena significación cuando se hace condición de la existencia temporal".[4] Dalí se ocupó en tres frentes simultáneos de cumplir con esta articulación del tiempo: a través de una autobiografía, los diarios y las cartas.

Se puede relacionar su interés por la autobiografía con su obsesión por el retrato y el autorretrato, las cuales arrancan de antiguo. A grandes rasgos se pueden distinguir tres tipos distintos de autorretratos: de género en su juventud; los surrealistas, en los que su faz se confunde con otros objetos en los cuadros anamórficos; o los autorretratos dobles, de sus últimos años, en los que aparece junto a Gala. Desde muy joven Dalí cultivó el autorretrato como tema pictórico. De la época de Madrid sobresalen "Autorretrato con ‘L'Humanité'" (1923), en el que su rostro aparece ya sin boca (como en "El gran masturbador") y "Autorretrato con ‘La Publicitat'" (1925), en el que somete la figura a una dinámica de planos en aceleración vertical, siguiendo el ejemplo del futurismo o el vibracionismo de Rafael Barradas. Con García Lorca compartió esta afición, como comprobamos en "Retrato triple de García Lorca", Café Oriente, Madrid, 1924, o "Autorretrato dedicado a Lorca" (1926-27). En "Pez y ventana (Naturaleza muerta al claro de luna malva)" (1925) reconoció que había dibujado un retrato de Federico García Lorca, "pero la sombra del busto es la sombra que corresponde a mi propia sombra, o sea un poco la sombra de un autorretrato".[5] En 1926, ilustró un texto de J.V. Foix, "Introducción a Salvador Dalí", en L'Amic de les Arts, que más tarde serviría para presentar la primera exposición en la Galería Dalmau, con un dibujo de las cabezas unidas de Dalí y Lorca, para el que escogió el título de "Autorretrato".

En la época surrealista desarrolló una versión de su rostro de perfil, con los ojos cerrados y sin boca, inspirado en una roca de la cala Cullaró del cabo de Creus. Esta versión se repite en gran número de cuadros, la cual le sirve para ilustrar su condición de onanista. En las memorias lo explicó así: "Representaba una gran cabeza, amarilla como la cera, muy encarnadas las mejillas, largas las pestañas, y con una nariz imponente apretada contra la tierra. Este rostro no tenía boca, y en su lugar había pegada, una enorme langosta. El vientre de la langosta se descomponía y estaba lleno de hormigas. Varias de esas hormigas corrían a través del espacio que habría debido llenar la inexistente boca de la gran cara angustiada, cuya cabeza terminaba en arquitectura y ornamentación estilo 1900".[6]  En efecto, la base de la cabeza sugiere un pedestal de estilo modernista que se repite en diversas ocasiones. Es semejante al pedestal de la estatua dedicada a Frederic Soler, también conocido como Serafí Pitarra (1838-1895), que se encuentra en la Rambla de Barcelona, cerca del Liceo.

Más tarde explicó el cuadro así: "El erotismo es una parte infinitesimal de nuestro mundo interior. Después de Freud, es el mundo exterior, el de la física, el que convendría erotizar y cuantificar. Todo el horror de este cuadro está para mí en el hecho de que la cara no tiene boca. En su lugar, hay un terrorífico saltamontes".[7]  El rostro de Dalí contrasta la dureza de las rocas en que se apoya, con la fragilidad de esta nariz apoyada en el suelo. Además, hay una serie de símbolos fálicos: el lirio, la lengua del león. El autorretrato de "El gran masturbador" aparece en una versión en miniatura debajo de un busto de Guillermo Tell, en "La memoria de la mujer-niña" (1931).

En "Profanación de la hostia" (1929) repite cinco veces la misma cara de "El gran masturbador". De la cara situada en la parte superior del cuadro cae semen manchado de sangre encima de la hostia. El cuadro no debe leerse sólo en clave antirreligiosa, sino como expresión del rechazo del deseo y con la teoría del simulacro que había teorizado en "El asno podrido". Para Dalí hay tres grandes "simulacros": la sangre, los excrementos y la putrefacción. Sangre y putrefacción aparecen en este cuadro. Rompe así con grandes tabús. Como ha indicado Lubar, Dalí llega a invertir el dogma católico de la transubstanciación de Cristo para atacar a los agentes de la represión. La idea de la transubstanciación es una metáfora de la disolución del yo, puesto que el deseo amoroso y el rechazo o la llamada de la muerte, son los dos grandes instintos que controlan los límites corporales y psíquicos.[8]  Santos Torroella ha indicado que el tema del semen y la hostia puede tener su origen en la novela de Ernesto Giménez Caballero, Yo, inspector de alcantarillas (1928), en la cual un viejo jesuita recuerda cómo un compañero suyo de colegio solía alardear de haber eyaculado encima de un cáliz, mientras exclamaba "me corro en Dios y en la Virgen, su madre, y en el copón bendito".[9]  (VD).

Sin duda, su mejor autorretrato escrito es The Secret Life of Salvador Dalí (La vida secreta de Salvador Dalí), que publicó en 1943. Es una autobiografía con la que Dalí justifica su cambio de rumbo a partir de las estancia en los EEUU. La dedicatoria reza: "A Gala-Gradiva, celle qui avance". Dos ilustraciones en colores abrían el volumen. Una era un montaje a partir del "Autorretrato blando" y la otra un retrato de Gala. Ambos estaban enmarcados por una orla que incluye objetos característicos del mundo daliniano anterior: muletas, hormigas, etc. El libro está muy pensado desde una perspectiva estrictamente literaria: tiene una total simetría y la ordenación de los capítulos dan la sensación de una verdadera conclusión. En los extremos un "prólogo" y un "epílogo. Son comentarios que dan sentido al conjunto, en relación con el presente de la escritura. Las dos partes de catorce capítulos cada una, concentran el paso de la adolescencia a la expulsión del núcleo familiar.[10] Las páginas finales de La vida secreta confirman que el libro es una gran maniobra de justificación de hechos recientes. Termina con la llegada a Norteamérica, justo en el momento en que está ultimando la redacción del libro. Después del capítulo 13, en el que explica su repulsa hacia las ideologías comunista y nazi, escribe: "Pero ya la hiena de la opinión pública escurríase en torno mío, pidiéndome con la babeante amenaza de sus expectantes comillos, que me decidiera por fin, que me hiciera stalinista o hitlerista. ¡No, no, no, y mil veces no! Continuaría siendo, como siempre y hasta la muerte, daliniano y únicamente daliniano!"[11] La impresión del lector es la de una gran manipulación, para explicar el nuevo rumbo que está adoptando el arte daliniano. El mismo Dalí se vio obligado a justificar, al final del libro, que no es normal escribir las memorias antes de vivir. Porque la Vida secreta es una reinvención, un gran proceso de manipulación de la "verdad" autobiográfica: "Pero con mi vicio de hacerlo todo diferentemente de los demás, de hacer lo contrario de lo que los demás hacen, creí que era más inteligente empezar escribiendo mis memorias y vivirla después. ¡Vivir! Liquidas media vida para vivir la otra media enriquecida por la experiencia, libre de las cadenas del pasado. Para esto era necesario que matara a mi pasado sin piedad ni escrúpulo, debía desembarazarme de mi propia piel, esa piel inicial de mi vida amorfa y revolucionaria del período de posguerra".[12] De hecho, propone con esta imagen tan precisa, la de la serpiente, empezar una nueva vida: "¡Nueva piel, nueva tierra!". (422). La publicación del libro tiene un efecto devastador en su amistad con Luis Buñuel. Le ha acusado de ser ateo y Buñuel pierde su empleo en el MOMA de Nueva York. En sus memorias, Buñuel escribió: "a pesar de todos los recuerdos de nuestra juventud, a pesar de la admiración que todavía hoy me inspira parte de su obra, me es imposible perdonarle su exhibicionismo ferozmente egocéntrico, su cínica adhesión al franquismo y, sobre todo, su odio declarado a la amistad."[13]

Los diarios de Dalí publicados hasta el momento corresponden a dos momentos bien diferenciados. El primero, Un diari: 1919-1920 Les meves impressions i records íntims[14] corresponde a dos años cruciales en su formación. EL segundo, Diario de un genio parece un inmenso ejercicio de autojustificación, en un ajuste de cuentas pendientes, pero también una imprescindible confesión del artista. Un diari: 1919-1920 Les meves impressions i records íntims es un diario de "impresiones" y "recuerdos" que nos ayudan a entender al artista adolescente, al comprobar que el escritor de invierno corresponde al pintor del verano. Dominan cinco ejes: el interés por el activismo político radical; el miedo a los profesores del instituto; las actividades de artista incipiente, conversaciones con amigos, lecturas (Baroja, Iglesias, Darío, Xènius, etc.); el ardor del adolescente tímido y enamoradizo, dotado con una imaginación desbordante; las notas sobre el paisaje mezcladas con apuntes atmosféricos. En 1919 sentía todavía una fascinación por la revolución bolchevique, lo cual que hjace escribir frases sorprendentes a favor del terrorismo y de la tiranía, o sobre el ejército español como una "organització de criminals". Poco a poco, a medida que las notas se hacen más seguras y extensas, es mucho más certero. El arte -pintura, cine, teatro, literatura- se convierten en el gran tema. La muerte de un profesor, por ejemplo, le permite expresar el odio al espíritu conformista de la burguesía: "gaudir de la vida que no és altra cosa que esperit i poesia." Atisbamos ya al gran Dalí escritor, el que sabe componer una espléndida narración de juna excursión a la ermita de Sant Pau con técnicas que anuncian sus mejores poemas en prosa. O que sabe establecer un contraste fulgurante entre lo más siniestro de la Barcelona industrial y el recuerdo de la naturaleza que ha podido observar durante el verano en Cadaqués. Aquello, en definitiva, que en su opinión expresan sus cuadros: "aquests matins i aquelles tardes de lluminositat exquisida, i aquell sofrir, i aquell sensualisme del sofrir, i aquella noia d'aquells ulls que mirava cada vespre quan els grills cantavem."

La redacción de diarios puede relacionarse con una afirmación del propio Dalí en el Manifiesto místico. El artista debe someter sus ensueños místicos a un proceso de riguroso examen diario, para fabricarse "un alma dermoesquelética". Así obtendrá un éxtasis místico, el cual es "superalegre, explosivo, desintegrado, supersónico, ondulatorio y corpuscular y ultragelatinoso, pues es la erupción estética de la más alta felicidad paradisiaca que la humanidad puede alcanzar en la tierra."[15] Así, por ejemplo, en el catálogo de la exposición en la Galería Goemans, Breton lo caracterizó en términos contradictorios: "Dalí est ici comme un homme qui hésiterait (et dont l´avenir montrera qu´il n´hésitait pas) entre le talent et le génie, on eut dit autrefois le vice et la vertu". Adaptó muchas ideas de Dalí. Su admiración por él le hizo proclamar que "durante tres o cuatro años, Dalí encarnó el espíritu surrealista y lo hizo brillar con todo su esplendor". La relación entre ambos se rompió por las crecientes diferencias políticas. La ruptura decisiva fue sellada por la referencia que Breton hizo en 1940: definió a Dalí con un anagrama crítico, "Avida Dolars". En el Diario de un genio, Dalí escribió: "Breton: ¡tanta y tanta intransigencia por tan insignificante decadencia!"[16] El texto le sirve para justificar la situación geográfica de la cala de Port Lligat y su propia originalidad: "Mientras desayuno, veo salir el sol y me doy cuenta de que, siendo Port Lligat, geográficamente, el punto más oriental de España, soy cada mañana el primer español en recibir la caricia del sol".[17] O bien, ampliar la reflexión sobre conceptos centrales de su mundo. Los excrementos, junto con la sodomización, ocupan un lugar singular en el imaginario sexual daliniano. En la época que vivía en Madrid, en tiempo de los excesos con Lorca y Buñuel la deposición matutina "era una innombrable ignominia pestilente, discontinua, espasmódica salpicante, convulsiva, infernal, ditirámbica, existencialista, escocedora y sanguinolenta comparada con la de hoy".[18] Amplía, por otra parte, las razones de su reivindicación de Francesc Pujols: "Como con tanto acierto ha dicho el filósofo catalán Francesc Pujols: ‘La mayor aspiración del hombre, en el plano social, es la sagrada libertad de vivir sin tener necesidad de trabajar.' Dalí completa este aforismo añadiendo que esta libertad condiciona a su vez el heroísmo humano. Aurificarlo todo, he aquí la única forma de espiritualizar la materia."[19]

Uno de los rasgos físicos más universalmente conocidos de Dalí son sus bigotes. En el Diario se encarga de justificar su importancia:"Federico García Lorca, fascinado por los bigotes de Hitler, debería proclamar que ‘los bigotes constituyen la constante trágica del rostro del hombre'. ¡Hasta en los bigotes iba yo a superar a Nietzesche! Los míos no serían deprimentes, catastróficos, colmados de música wagneriana y de brumas. Serían afilados, imperialistas, ultrarracionalistas y apuntando hacia el cielo, como el misticismo vertical, como los sindicatos españoles."[20] O explica el sentido de la estación de Perpiñán como centro del universo. Cada año, antes de partir para los EEUU, Gala expedía los cuadros desde la estación de Perpiñán. El edificio atrajo la atención de Dalí. "Siempre es en la estación de Perpiñán, en el momento en que Gala procede a facturar mis cuadros que nos siguen en tren, cuando me asaltan las ideas más geniales de mi vida. Ya unos kilómetros antes, en Le Boulou, mi cerebro empieza a ponerse en movimiento, pero la llegada a la estación de Perpiñán da lugar a una auténtica eyaculación mental que alcanza su máxima y sublime cota especulativa."[21]

Las cartas nos permiten un acceso directo al Dalí sin máscaras. Hay un juego de cartas apasionante cruzado entre el padre, Salvador Dalí y Cusí y Federico García Lorca. En ellas explicó su reacción a la actitud de su hijo: "No sé si estará enterado de que tuve que echar de mi casa a mi hijo. Ha sido muy doloroso para todos nosotros, pero por dignidad fue preciso tomar tan desesperada resolución. (...) Es un desgraciado, un ignorante, y un pedante sin igual, además de un perfecto sinvergüenza. Cree saberlo todo y ni siquiera sabe leer y escribir. En fin, usted le conoce mejor que yo." Su indignación estaba muy relacionada con el concubinaje con Gala: "Su indignidad ha llegado al extremo de aceptar el dinero y la comida que le da una mujer casada, que con el consentimiento y beneplácito del marido lo lleva bien cebado para wue en el momento oportuno pueda dar el mejor salto."[22]  O bien, en carta a García Lorca, Dalí concretó su visión de la impasibilidad, serenidad e indiferencia hacia San Sebastián, como encarnación de la objetividad: "Otra vez te hablaré de Santa Objetividad, que ahora se llama con el nombre de San Sebastian."Asimismo, expresaba una necesidad de autocontrol: "Cadaques es un ‘hecho suficiente', superación es ya exceso, un pecado benial; tambien la profundidad excesiva podria ser peor, podria ser estasis - A mi no me gusta que nada me guste extraordinariamente, huyo de las cosas que me podrían extasiar, como de los autos, el éxtasis es un peligro para la inteligencia.”[23]

Algunas fueron cartas públicas y pudo controlar su efecto. En 1933, con motivo de una exposición en la Galería Pierre Colle escribió una "Carta a André Breton" en la que reivindicaba la figura del pintor francés de temas históricos Ernest Meissonier (1815-1891): "Pero, mi querido Breton, sabe usted asimismo y tan bien como yo, que mi soledad se vuelve inmensa e incurable en el propio instante en que, llegando sediento voluptuosamente a la cava, pienso repentinamente, palpitante el corazón, en Napoleón a la cabeza de su ejército, en la campaña de Rusia, en los caballos con todas las correas reglamentarias en mitad de esa nieve de pequeña sed fina que cubre el paisaje ‘tal'como lo pintara Meissonier en el conocidísimo e inmortal cuadro que con esa delicadeza de técnica académica que le es propia y que en este momento me parece el medio más complicado, más inteligente y extrapictórico que se pueda utilizar en los próximos delirios de exactitud irracional, a los que el surrealismo me parece estar destinado, de inmediato."[24] Esta defensa de Meissonier no sentó muy bien a Breton. Pocos años después le criticó duramente su uso de una técnica "ultraretrograda" y el acercamiento a la pintura de Meissonier. En especial le criticaba su uso del academicismo, llamado por Dalí "clasicismo". ("Genesis and Perspective of Surrealism", Art of this Century (New York: Art of this Century Gallery, 1942, 13-27).

Otras cartas son de confesión. En una carta a Luis Buñuel, escrita a poco de acabada la guerra civil, trazó un interesante análisis de los hechos, que ilumina su posición posterior: «metieron a mi hermana en prisión en Barcelona los rojos 20 dias (!) i la martirizaron, se a buelto loca, esta en Cadaques, le tienen que dar la comida por la fuerza, i se caga en la cama, imaginate la tragedia de mi padre al que le an robado todo, tiene que vivir en una casa de huéspedes en Figueres, naturalmente le mando dolares, se ha convertido en un fanatico adorador de Franco que considera un semi-dios, el glorioso caudillo como dice a cada linea de sus delirantes cartas (me an salvado todo lo de la casa de Cadaques) El ensayo revolucionario a sido tan desastroso que todo el mundo prefiere Franco. Recibo a este sugeto noticias colosales. Catlinistas de toda la vida, republicanos federales, anticlericales acerrimos, me escriven entusiastas por el nuevo regimen! al menos».[25] Poco después el propio Dalí hijo iba a seguir el camino de su padre en la conversión a un franquismo desaforado. En otra carta a Buñuel amplía los términos de su conversión en curso: «Resumen - mi vida deve orientarse hacia España i Familia. Destrucción sistematica del pasado hinfantilista y representado por los amigos de Madrid imagenes sin consistencia real. Gala, hunica realidad, ya incorporada a mi libido en sentido constructivo. No puedo hablarte mas FRANCO que me es posible. -» Y añadía: «Viva! el individualismo de los tiburones (marquis de Sade) que se coman a los debiles -NICTCHE- i el Ampurdan -realista, surrealista- Que mierda el marxismo, hultima supervivencia de la mierda cristiana - El Catolicismo lo respecto mucho».[26]  (26)

También, el epistolario incluye episodios de la amistad. Federico García Lorca pidió en carta a Dalí: "inscribe mi nombre en esta tela, para que mi nombre diga algo al mundo." (Dalí residente, 177-8). "La miel es más dulce que la sangre" alude a una frase de Lidia de Cadaqués, que significa que el amor es más importante que los lazos de familia.

La literatura autobiográfica de Salvador Dalí debe leerse en paralelo a una obra pictórica de carácter particular, puesto que el autor se desnuda ante el espectador, incorpora objetos y obsesiones, se analiza en público. Los textos son el negativo de un arte, y nos proporcionan claves decisivas para trazar el sentido de una obra marcada por una vida enmascarada.

NOTAS

 



[1] Salvador Dalí. Journal d'un génie. Paris: Éditions de la Table Ronde, 1964. (trad. Tusquets, 1983), p. 75.

[2] Luis Romero, Todo Dalí en un rostro. Barcelona: Blume, 1975, p. 306.

[3] Gilbert Lascault, "Une Schéhérazade du gluant. Autour des textes de Salvador Dalí". Salvador Dalí. Retrospective: 1920-1980. Paris: Musée National d'Art Moderne, Centre Georges Pompidou, 1979. pp. 235-243.

[4] Paul Ricoeur, Tiempo y narración I. Configuración del tiempo histórico. México DF: Siglo Veintiuno Editores, 1985, p. 85.

[5] Ian Gibson, La vida excesiva de Salvador Dalí. Barcelona: Empúries, 1998, p. 680.

[6] Vida secreta,p. 266.

[7] Robert Descharnes, Dalí de Gala. Lausana: Edita, 1962, pp. 62-63.

[8] Robert Lubar, The Salvador Dalí Museum Collection. Boston: A Bullfinch Press Book, 2000, p. 58.

[9] I. Gibson, op. cit., p, 367.

[10] Alsina, Jean. "Salvador Dalí autobiographe dans La vida secreta de Salvador Dalí por Salvador Dalí." Écriture sur soi en Espagne. Modèles & Écarts. Ed. Guy Mercadier. Aix-en-Provence: Université de Provence, 1988. 257-271, p. 260.

[11] Salvador Dalí, La vida secreta de Salvador Dalí. Trad. José Martínez. Figueres: DASA Edicions, 1981. p. 387.

[12] Vida secreta, op. cit. p. 422.

[13] Luis Buñuel, Mi último suspiro. Barcelona: Plaza & Janés Editores, 1982, p. 218.

[14] Salvador Dalí, Un diari: 1919-1920 Les meves impressions i records íntims, Edició, introdució i notes de Fèlix Fanés, Edicions 62, Barcelona 1994.

[15] Salvador Dalí, Journal d'un génie. Paris: Éditions de la Table Ronde, 1964. (trad. Barcelona: Tusquets, 1983).

[16] Ibidem, p. 94.

[17] Ibidem, p. 54.

[18] Ibidem, p. 42.

[19] Ibidem, p. 30.

[20] Ibidem, p. 16.

[21] Ibidem, p. 232.

[22]  I. Gibson, op. cit., p. 317.

[23] Ibidem, p. 199.

[24] Salvador Dalí, ¿Por qué se ataca a la Gioconda? Edición de María J. Vera, Madrid: Ediciones Siruela, 1994, p. 150.

[25] I. Gibson, op. cit. p. 501.

[26] Ibidem, p. 502.

 

 

 

Fotografía: Enrique Meneses

Escrito en Lecturas Turia por Enric Bou

10 de junio de 2013

Capítulo uno

1988

Unos pequeños árboles habían atacado los cimientos de la casa de mis padres. Tan solo eran unas plántulas con un par de tiesas y vigorosas hojas. Aun así, los tallos de los retoños habían conseguido deslizarse por las delgadas grietas de las tablillas decorativas y marrones, que cubrían los bloques de cemento. Habían crecido dentro del muro invisible y no resultaba nada fácil arrancarlos. Mi padre se limpió la frente con la palma de la mano y maldijo su resistencia. Yo utilizaba una vieja y oxidada horquilla para dientes de león con el mango astillado; él blandía un largo y fino atizador de hierro para chimenea, que probablemente resultaba más perjudicial que beneficioso. A medida que mi padre taladraba la tierra a ciegas, allí donde intuía que podían haber penetrado las raíces, seguramente realizaba en el mortero oportunos agujeros para los pimpollos del próximo año.

Cada vez que yo lograba desenterrar algún arbolillo a duras penas, lo colocaba a mi lado, como si fuera un trofeo, en la estrecha acera que rodeaba la casa. Había brotes de fresnos, olmos, arces, arces americanos e incluso una catalpa de buen tamaño, que mi padre guardó en un tarro de helado y regó, pensando que podría encontrarle un sitio para replantarla. A mí me parecía un milagro que esos minúsculos árboles hubieran sobrevivido al invierno de Dakota del Norte. Habían recibido agua, desde luego, pero escasa luz y apenas unas migajas de tierra. Aun así, cada semilla había logrado enterrar y afianzar una raíz en lo más hondo, así como asomar fuera un zarcillo.

Mi padre se enderezó y estiró la espalda dolorida.

—Ya es suficiente —anunció, aunque solía ser un perfeccionista.

Yo era reacio a parar, sin embargo, y después de que entrara en casa para llamar por teléfono a mi madre, que había acudido a la oficina a buscar una carpeta, seguí  escarbando las ocultas raíces. Mi padre no volvió a salir y pensé que debía de haberse acostado para echarse una siesta, como ahora acostumbraba. Uno podría pensar que yo, un muchacho de trece años con mejores cosas que hacer, dejaría entonces de trabajar, pero  fue  al contrario. Conforme fue avanzando la tarde y la quietud y el silencio se fueron

apoderando de la reserva, me parecía cada vez más importante exterminar a cada uno de estos invasores hasta el extremo de la raíz, donde se concentraba todo el crecimiento vital. Y también me parecía importante hacerlo con precisa meticulosidad, al contrario de tantas tareas que había realizado de forma chapucera. Todavía hoy me sorprende el esmero tan riguroso que mostré. Hundía la horquilla de hierro lo más cerca que podía a lo largo del brote con forma de ramilla. Cada diminuto árbol requería su propia y particular estrategia. Resultaba casi imposible no seccionar la planta antes de extraerla intacta de su tenaz escondrijo.

Desistí al fin; estaba leyendo y tomándome un vaso de agua fresca en la cocina cuando mi padre se levantó de la siesta y apareció, desorientado y bostezando. Yo había entrado a hurtadillas en su despacho y había cogido el libro de derecho que mi padre llamaba «La Biblia». El Manual de la Ley Federal India de Felix S. Cohen. Mi padre lo había heredado de su padre; la cubierta de color rojo óxido estaba arañada y el largo lomo cuarteado, y en cada página aparecían anotaciones escritas a mano. Yo intentaba familiarizarme con la antigua lengua y las constantes notas a pie de página. Mi padre, o mi abuelo, había garabateado un signo de exclamación en la página 38, junto al caso escrito en cursiva, que naturalmente también había despertado mi interés: Estados Unidos contra ciento sesenta litros de whisky. Supongo que uno de ellos debió de pensar que ese título era ridículo, al igual que yo. No obstante, estaba analizando la idea, puesta en evidencia en otros casos y reforzada en este, de que nuestros tratados con el Gobierno parecían ser tratados firmados con naciones extranjeras. Que la grandeur y la fuerza de las que hablaba mi Mooshum no se habían perdido por completo, ya que permanecían protegidas por la ley, al menos hasta cierto punto, que yo me proponía conocer.

A pesar de su importancia, el manual de Cohen no era un libro plúmbeo y, cuando mi padre apareció, lo escondí rápidamente en el regazo debajo de la mesa. Mi padre se lamió los labios resecos y se puso a dar vueltas en busca del olor a comida, tal vez, el ruido de cacharros, el tintineo de vasos o el sonido de unos pasos. Lo que me dijo me sorprendió, aunque aparentemente sus palabras sonaron intrascendentes.

— ¿Dónde está tu madre?

Su voz era ronca y áspera. Deslicé el libro en otra silla, me levanté y le di mi vaso de agua. Lo apuró de un trago. No repitió esas palabras, pero ambos nos quedamos mirándonos fijamente de un modo que me pareció adulto en cierta medida, como si él supiera que con mi lectura yo me había introducido en su mundo. Me sostuvo la mirada hasta que yo bajé los ojos. La verdad es que yo acababa de cumplir trece años. Dos meses atrás, tenía doce.

— ¿Trabajando? —respondí, para romper su mirada.

Yo daba por sentado que él sabía dónde estaba, que había obtenido esa información con una llamada telefónica. En realidad, yo sabía que no estaba trabajando. Ella había contestado a una llamada de teléfono y después me había dicho que iba a la oficina a buscar un par de carpetas. Como especialista del registro tribal, seguramente estaría dándole vueltas a alguna solicitud que había recibido. Era domingo; de ahí tanto secretismo. El tiempo detenido del domingo por la tarde. Aunque hubiese acudido a la casa de su hermana Clemence para hacerle una visita después, mamá debería de estar ya de vuelta para preparar la cena. Ambos lo sabíamos. Las mujeres no son conscientes del enorme valor que otorgan los hombres a la regularidad de sus hábitos. Metabolizamos sus idas y venidas en nuestros cuerpos y sus ritmos en nuestros huesos. Nuestro pulso acompasa el suyo, y como siempre en las tardes del fin de semana, aguardamos a que mi madre nos marque inexorablemente el paso del tiempo hasta la noche.

Por lo que su ausencia detuvo el tiempo.

— ¿Qué   hacemos?  —preguntamos   al   unísono,   algo   que   resultó   de    nuevo desazonador.

Pero al verme nervioso, mi padre, al menos, tomó las riendas de la situación.

— Vamos  a  por  ella —dijo.  E  incluso  en  ese  momento,   mientras   me  ponía   la cazadora, me alegraba de que se mostrara tan decidido: «a por ella», no solo buscarla, ni salir en su busca. Saldríamos y la encontraríamos.

— Habrá  tenido  un pinchazo —razonó—. Seguramente llevó a alguien a casa y tuvo un pinchazo. Estas malditas carreteras. Caminaremos hasta la casa de tu tío para que nos deje el coche e iremos a por ella.

«A por ella» otra vez. Caminé a su lado. Andaba con paso ligero y todavía vigoroso una vez que se ponía en marcha.

        Se había hecho abogado y después juez, y también se había casado ya mayor. También yo supuse una sorpresa para mi madre. Mi viejo Mooshum me llamaba «Ups»; era el apodo que me había puesto, y por desgracia, a otros miembros de la familia les hizo gracia. Por ello, a veces me llaman Ups hasta el día de hoy. Bajamos la colina hasta la casa de mis tíos —una casa verde claro del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano, protegida por unos chopos y cuyos aspecto y categoría habían sido mejorados con tres pequeños abetos azules. Mooshum también vivía allí, en una eterna neblina. Todos nos sentíamos orgullosos de su extraordinaria longevidad. Era un anciano, pero todavía cuidaba activamente del jardín. Tras los esfuerzos realizados, se acostaba en un catre —un amasijo de palos— junto a la ventana para descansar, echaba unas cabezadas, a veces emitiendo unos roncos chisporroteos que seguramente eran risotadas.

Cuando mi padre explicó a Clemence y a Edward que mi madre había sufrido un pinchazo y que necesitábamos su coche, como si de verdad fuera sabedor del supuesto pinchazo, casi me eché a reír. Parecía haberse convencido a sí mismo de la verdad de su conjetura.

Salimos del camino de acceso marcha atrás en el Chevrolet de mi tío y nos dirigimos a las oficinas tribales. Dimos una vuelta completa al aparcamiento. Vacío. Las ventanas estaban a oscuras. Tras salir marcha atrás de la entrada, giramos a la derecha.

— Seguro que ha ido a Hoopdance —dijo mi padre—. Necesitaría algo para la cena. Tal vez quería darnos alguna sorpresa, Joe.

Soy el segundo Antone Bazil Coutts, pero me pelearía con cualquiera que añadiera un número a mi nombre. O me llamara Bazil. Decidí llamarme Joe al cumplir seis años. A los ocho, me di cuenta de que había elegido el nombre de Joseph, el padre de mi padre, el abuelo al que nunca conocí salvo por las inscripciones en los libros de páginas amarillentas y de cubiertas de cuero cuarteadas. Dejó en herencia varias estanterías repletas de estas antiguallas. Me molestaba no tener un nombre totalmente inédito para distinguirme del tedioso linaje de los Coutts —hombres responsables y rectos, incluso improvisados y desenvueltos héroes, que bebían tranquilamente, fumaban algún que otro puro, conducían un coche razonable y solo mostraban su valía al casarse con mujeres más inteligentes. Yo me veía diferente, aunque todavía no sabía en qué. Incluso en ese momento, aplacando mi angustia mientras partíamos en busca de mi madre, que había ido a la tienda de comestibles —nada más, seguramente nada más—, fui consciente de que lo que estaba sucediendo era algo fuera de lo normal. Una madre desaparecida. Algo que no

le ocurría al hijo de un juez, ni siquiera a uno que viviera en una reserva. De un modo impreciso, esperaba que algo ocurriera.

Yo era ese tipo de muchacho que se pasaba los domingos por la tarde arrancando de cuajo arbolitos de los cimientos de la casa de sus padres. Tendría que haberme rendido a la ineluctable evidencia de que ese sería el tipo de persona en que me convertiría al final, pero no dejaba de luchar contra esa perspectiva. Sin embargo, cuando digo que deseaba que ocurriera algo, no me refiero a nada malo, sino tan solo a algo. Un acontecimiento excepcional. La observación de algo singular. Ganar al bingo, aunque los domingos no eran días para jugar al bingo y habría sido totalmente anómalo para mi madre ir a jugar. Eso era lo que yo deseaba, no obstante: algo fuera de lo normal. Nada más.

A mitad de camino a Hoopdance, caí en la cuenta de que la tienda de comestibles cerraba los domingos.

— ¡Pero claro!

Mi padre estiró el mentón y apretó el volante con las manos. Tenía un perfil que parecía indio en un cartel de cine y romano en una moneda. Había cierto estoicismo clásico en su nariz aguileña y su mandíbula. Siguió conduciendo, porque —sostuvo— quizá a ella también se le había olvidado que era domingo. Fue entonces cuando nos cruzamos con ella. ¡Allí mismo! Pasó zumbando por el carril contrario, absorta, superando el límite de velocidad, ansiosa por volver a casa con nosotros. ¡Pero ahí estábamos nosotros! Nos echamos a reír ante su gesto tenso mientras dábamos media vuelta en la carretera estatal y nos pusimos a seguirla, pisándole los talones.

—Está loca —se echó a reír mi padre, aliviado—. Lo ves, ya te lo dije yo.

Se le olvidó. Se fue a la tienda y olvidó que estaba cerrada. Ahora estará furiosa por haber malgastado gasolina. ¡Ay, Geraldine!

Había adoración, asombro y un tono divertido en la voz de mi padre cuando pronunció esas palabras. «¡Ay, Geraldine!» En tan solo esas dos palabras quedaba claro que amaba y siempre había amado a mi madre. Nunca había dejado de agradecer que ella se hubiera casado con él y, además, que en el mismo paquete, le hubiera dado un hijo cuando había empezado a pensar que sería el último de su linaje.

Ay, Geraldine.

Sacudió la cabeza con una amplia sonrisa mientras conducía, y ya todo estaba bien, más que bien. Ahora podíamos admitir que la inusual ausencia de mi madre nos había preocupado. Podíamos tomar una repentina y nueva conciencia de lo mucho que valorábamos el carácter sagrado de nuestra pequeña rutina cotidiana. Por muy alocado que me viera a mí mismo reflejado en el espejo, en mi mente valoraba tales placeres corrientes.

Así que ahora nos tocaba a nosotros preocuparla a ella. Un poquito nada más, dijo mi padre, solo para que probara un poco de su propia medicina. Nos tomamos nuestro tiempo para llevar el coche de vuelta a casa de Clemence y subir la colina a pie, anticipando esta vez la indignada pregunta de mi madre: «¿Dónde estabais?» Ya me la estaba imaginando con los puños cerrados y los brazos en jarras. Su sonrisa a punto de asomar detrás de su ceño fruncido. No tardaría en reír en cuanto oyera la historia.

Recorrimos el camino de tierra de la entrada, donde mi madre había plantado los brotes de pensamientos que había cultivado en cartones de leche, y que ahora lo bordeaban formando una estricta hilera. Los había sacado pronto. La única flor capaz de soportar una helada. A medida que nos acercábamos por el camino, advertimos que permanecía dentro del coche. Sentada en el asiento del conductor ante el panel blanco que conformaba la puerta del garaje. Mi padre echó a correr. Yo también lo vi en la postura de su cuerpo: una contracción y una rigidez, algo que estaba mal. Cuando llegó al coche, abrió la puerta del conductor. Mi madre tenía las manos aferradas al volante y la mirada vacía clavada en el horizonte, como la habíamos visto cuando nos cruzamos con ella en dirección contraria, de camino a Hoopdance. Habíamos advertido esa mirada fija y nos había hecho gracia entonces. «¡Estará furiosa por haber malgastado gasolina!»

Yo me hallaba justo detrás de mi padre. Incluso en ese momento tenía cuidado de no pisar las hojas festoneadas y los capullos de los pensamientos. Colocó sus manos en las de ella y, con delicadeza, fue despegando sus dedos del volante. Sosteniéndola por los codos, la levantó fuera del coche y la sujetó mientras ella se giraba hacia él, todavía encorvada con la forma del asiento del coche. Se desplomó sobre él, con la mirada ausente, sin verme. Había vómito por toda la parte delantera de su vestido, y su falda y la lona gris del asiento del coche estaban empapados de su sangre oscura.

—Ve a casa de Clemence —dijo mi padre—. Ve y diles que me llevo a tu madre a urgencias a Hoopdance. Diles que vayan.

Con una mano, abrió la puerta del asiento trasero y, después, como si se tratase de algún espantoso baile, condujo a mamá hasta la esquina del asiento y, muy despacio, la tendió allí. La ayudó a ponerse de costado. Ella se mantenía callada, aunque se humedeció los labios partidos y ensangrentados con la punta de la lengua. Vi cómo parpadeó, frunciendo el ceño. Su cara comenzaba a hincharse. Di la vuelta al coche y subí a su lado. Le levanté la cabeza y deslicé una pierna debajo. Me senté a su lado, sosteniéndola por el hombro con el brazo. Tiritaba con un temblor continuo, como si hubiesen encendido un interruptor en su interior. Desprendía un fuerte olor, a vómito y a algo más, como gasolina o queroseno.

— Te dejaré allí arriba —dijo mi padre, mientras daba marcha atrás y hacía chirriar los neumáticos.

— No, yo también voy. Tengo que sujetarla. Llamaremos desde el hospital.

Casi nunca había desafiado a mi padre ni con palabras ni con hechos. Pero ni siquiera nos dimos cuenta de ello. Ya habíamos intercambiado esa mirada, extraña, como entre dos hombres adultos, y yo no había estado preparado. Pero aquello no importaba. Sujetaba ahora a mi madre firmemente en el asiento trasero del coche. Me había manchado con su sangre. Extendí la mano en la luna trasera y extraje una vieja colcha de cuadros, que guardábamos allí. Tiritaba de tal forma que temí que fuera a romperse en mil

pedazos.

— Rápido, papá.

— De acuerdo —respondió.

Y salimos volando. Aceleró el coche hasta ponerlo a ciento cincuenta. Volamos.

 

(La novela La casa redonda, de Louise Erdrich, que obtuvo en EE. UU. el National Book Award 2012 en la categoría de ficción, será próximamente publicada por la editorial Siruela)

Escrito en Lecturas Turia por Louise Erdrich

Artículos 1316 a 1320 de 1353 en total

|

por página
Configurar sentido descendente