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Trece películas le produjo Elías Querejeta a Carlos Saura desde La caza hasta Dulces horas. Allá por los primeros años sesenta empezaban sus carreras y unieron su talento. Juntos hicieron el cine más personal que se haya producido en España en aquellos años difíciles. Tuvieron que construir su  obra cinematográfica sorteando el acecho de la  censura franquista. En 1963 el cineasta  guipuzcoano había creado su propia productora, Elías Querejeta PC. Produciendo las películas de Saura, confirmó sus convicción de que lo suyo era el cine, superando los malos augurios de algún agorero que le recomendó  que se dedicara a otro oficio. Elías ha sido productor de Saura y también, en alguna ocasión guionista, por ejemplo de Elisa, vida mía. Cuando nos encontramos para hablar del director le pregunto por ese momento inicial, el  que le llevó a producir su cine durante veinte años.

“Conocí a Carlos Saura en 1961. Yo había llegado a Madrid de San Sebastián el 10 de Octubre del 60. Un año después, o quizás algo más,  Antonio Ecieza y yo habíamos realizado un primer corto que se llamaba “A través de San Sebastián”. En una Universidad, no recuerdo en cual, hicieron una especie de cineclub con Los golfos. Previamente a proyectarla  pasaron nuestro corto. Lo proyectaron antes, pero a la hora de hacer  el coloquio se habló sobre todo de la película de Saura. Estaba también con nosotros Pedro Portabella. Creo que hubo un momento en el que hasta protestamos porque no se hablaba de lo nuestro en el coloquio, sólo de Los golfos. Yo me enfadé porque se hablaba muy poco de A través de San Sebastián. Fue casi una broma. El caso es que en esa situación conocí a Carlos. A Pedro Portabella le conocía de antes, me lo había presentado Eduardo Chillida en San Sebastián. Esa tarde simplemente nos vimos, hablamos algo y nada más. Fue una cosa cordial. Me tomaron el pelo y yo seguí con mi trabajo”.

- ¿Pasó mucho tiempo desde ese encuentro hasta que se decidió a producir La caza?.

“Fue, como unos meses más tarde. En aquel momento la productora estaba en la calle Lista. Un día estaba yo trabajando y apareció Carlos . Me dijeron que quería hablar conmigo. Me levanto, voy, nos saludamos y entonces Carlos me dice “tengo un guión que me gustaría que leyeras”. Era un primer guión de “La caza”. Lo leí y al día siguiente llamé a Carlos y empezamos, a partir de eso, a discutir y a discutir. Ahora también, cuando nos vemos, seguimos discutiendo. O sea, que todo muy bien”

Querejeta ha producido las mejores películas de  Víctor Erice, Fernando León de Aranoa, de Antón Eceiza y también de  su hija Gracia, por citar sólo algunos de los directores. Tiene pues mucha andadura para definir la manera de hacer cine de Carlos Saura. Algunos dicen que deja mucha libertad a sus colaboradores.

“Si lo comparamos con otros directores hay que reconocer que cada uno tiene sus formas particulares de trabajar. Yo lo que acostumbro a hacer es discutir cada uno de los aspectos de la película. Eso es lo que he hecho en todas las que le he producido a Carlos. Unas discusiones yo creo que muy agradables, muy simpáticas y nunca enfrentamiento. Sobre su manera de trabajar, yo no creo que existiera esa  libertad, sino que era un control eficaz desde el punto de vista creativo , pero no que cada uno pudiera hacer lo que le diera la gana”.

En algún momento algo ocurrió y decidieron separar sus carreras, después de veinte años de colaboración. Su última película juntos fue  “Dulces Horas” que se estrenó el mismo año que “Bodas de Sangre” y tuvo muy poco éxito. A  Elías Querejeta debió parecerle que Saura había tomado unos derroteros que ya no le interesaban. 

“Lo que pasa es que yo no estaba de acuerdo con hacer ese tipo de cine en ese momento y no me atraía, no me conmovía, no me apasionaba. Lógicamente Carlos hizo aquello que le parecía conveniente y no hubo nada, ni ningún enfrentamiento, ni ninguna pelea. Cada uno siguió su camino  y ya está.”

Sabemos por el propio Carlos Saura que varias veces le ha propuesto hacer otras películas. Concretamente una adaptación de una obra de Juan Benet. Quizá  recuerda alguna otra. ¿Por qué no salieron adelante? 

“Sí, lo de Juan Benet es cierto. No sé porqué no llegamos a hacerlo. Luego hablamos de hacer una cosa más concreta sobre Robert Cappa del período de la guerra civil del fotógrafo americano en España. Carlos es un fotógrafo estupendo y estuvimos hablando. Pero en ese momento Carlos tenía otros proyectos. No pudo ser entonces  y no ha podido ser,  hasta ahora”.

Durante los años en los que trabajaron juntos, la censura franquista debió de ser uno de sus puntos de mayor complicidad. ¿Saura dejaba en sus manos la habilidad para esquivarla? 

“Te voy a contar una anécdota que sirve como ejemplo de nuestra relación con la censura. Ocurrió una cosa muy graciosa con “La caza”. En aquel momento, todavía no era más que un guión. Se llamaba “La caza del conejo”. Fue así como se presentó la película. Era censura de guión primero y luego de película terminada. Y presentamos un guión, como yo acostumbraba a hacer, parcheado para que pasara los filtros. Un día me llamaron para decirme que el guión sí, estaba aprobado, pero que me quería ver el secretario de la censura. Fui a la planta novena del antiguo Ministerio de Información y Turismo. No recuerdo cómo se llamaba el personaje. Sé que era un señor alto y nada más. Entré en su despacho y me dijo, bueno el guión ha pasado la censura, pero el título no puede ser éste. Tiene que ponerle “La caza.” Y yo dije: bueno. No entendía porqué tenía que quitarse lo del conejo, pero me parecía bien el nuevo título. Como yo hice un gesto de no comprender, el secretario de censura  me preguntaba, “lo del conejo ¿no entiende?” y entonces se miraba  hacia sus partes púdicas  y yo seguía sin entender. Nada más salir, lo primero que hice fue buscar una cabina de teléfono y llamar a Carlos. Se lo conté. Le dije “Carlos,  la caza del conejo, no, La Caza”. Y  le pareció muy bien. Le oía reír al otro lado del teléfono  y dijo “mejor, mucho mejor”. Así pues, sin quererlo, la censura ha aportado un título que a los dos nos pareció  que era mejor que el que tenía al principio. Hay que reconocer que en este caso la censura acertó.”

Antes de despedirnos, le pregunto a Elías Querejeta si sigue teniendo relación personal con Carlos Saura, aunque no trabajen juntos desde hace más de veinte años. La relación siempre ha sido excelente. Nos vemos poco, pero, cuando nos vemos,  estamos muy a gusto y nos reímos mucho”.

Escrito en Lecturas Turia por Duarte L. Carbajo

De niño, a Antonio Muñoz Molina, le gustaban mucho los tebeos, los libros, las películas, los seriales de la radio y los programas de discos dedicados. Lo cuenta, en primera persona, en un texto biográfico, “Autorretrato”, esencial para acercarse a sus orígenes humildes, a las lecturas del artista adolescente, a las emociones, formaciones, intereses y afectos de quien con el tiempo se iba a convertir en uno de los escritores más sólidos e interesantes de cuantos empezaron a emerger en la década de los 80 bajo la refrescante etiqueta de “nueva narrativa española”. En el Muñoz Molina de hoy, el que recibe en el silencio de su casa de Madrid un día lluvioso, se sigue reconociendo al niño que fue, tímido y despierto a la vez, atento a las palabras, a los ruidos que llegan de fuera, pero muy apegado a sus estancias interiores, a sus primeras querencias y convicciones.

Si algo transmite como persona es sencillez, una sencillez que parte de quien se siente orgulloso de su procedencia campesina, de quien no ha olvidado su germen pese a los éxitos y reconocimientos, pese al salto cosmopolita que le ha llevado a contemplar el mundo desde la perspectiva de otras voces y otros ámbitos, desde la atalaya de ciudades como Nueva York; allí llevó durante una temporada el timón de la sede del Instituto Cervantes y allí continúa viviendo parte de su tiempo junto a su mujer, la también escritora Elvira Lindo. Si algo le define como creador es su carácter de prestidigitador en el mejor sentido de la palabra, entendido  éste como una capacidad innata para convertir cada nuevo libro en una experiencia diferente, lejos de amarres a determinados temas u obsesiones, sin que ello suponga dejar de reconocer esas inevitables señas de identidad que dotan de coherencia cualquier obra destinada a permanecer en la memoria de los lectores.

Si en algún lugar tiene que empezar lo que pretende ser esta entrevista: el repaso a la trayectoria del autor de obras como Beatus Ille o El jinete polaco es en el principio, en la infancia. Ahí está el niño cuyo padre hubo de dejar la huerta para alistarse en el ejército republicano. Ahí está el niño que recibió en la escuela y en el instituto públicos la formación intelectual que sus progenitores no pudieron darle y que, entre sus primeros héroes, enumera a Julio Verne, Mark Twain, Stevenson o Dumas. Ahí es donde nace la arquitectura de un hombre que si algo mima como un tesoro es la mirada, seguro de que sólo la observación, la curiosidad por los pequeños detalles, por las en apariencia mínimas cosas que suceden alrededor de una vida, pueden llegar a fraguar los más grandes relatos, esos cuentos inesperados, deslumbrantes, tan fieramente humanos, que sigue buscando con afán.

- ¿Cree que la infancia es un paraíso perdido o considera más bien que ese es un mito que debe ser derribado?

- Creo que la infancia está sobrevalorada por el psicoanálisis y por todas esas corrientes. Hay cosas de mi vida infantil que, sin duda, son muy importantes; pero yo he crecido. Recuerdo que un psicólogo y amigo, al que he consultado algunas veces, me decía que yo no tenía 10 años sino 50 cuando le hablaba -intentando relacionarlo con mi presente- de una inseguridad que sentía en el pasado, siempre que tenía que ir a hacer la matrícula a la escuela. No podemos negar que las impresiones, las imágenes de la infancia son muy poderosas, pero tampoco es para tanto.

- Sin embargo, he ahí el pozo del que bebe gran parte de la literatura.

- Sí, por supuesto, gran parte de la literatura tiene que ver con ello, pero no siempre. Aquí, de mi reflexión en torno a todo esto, surgió precisamente “Cosas de niños”, el cuento final, el único inédito, de mi nuevo libro de relatos [Nada del otro mundo, Seix-Barral]. Es una historia en la he puesto mucho de mí, que cobró una importancia emocional muy grande y que tiene que ver con el mito de la infancia porque es ese el mundo del que procede.

- ¿Cómo ve ahora al niño que quería contar historias, que empezaba a vislumbrar que lo que de verdad deseaba era ser escritor?

- Bueno, tenemos que distinguir entre dos circunstancias diferentes. Por un lado está el hecho de empezar a escribir literariamente y por el otro, la fantasía de ser escritor, común a tanta gente. Hay fases en la vida en que uno tiene esas fantasías, pero sucede que cuando se acaba haciendo realidad, cuando se acaba concretando en una biografía, parece que se ha cumplido una profecía. Lo cierto es que esos sueños, esos anhelos pueden cumplirse o no, y ahí entran en juego muchos factores. Otro elemento a tener en cuenta es el momento, la época en la que uno realmente se sumerge y nota con fuerza la vocación por contar historias. En ese relato inédito se habla mucho de los cuentos que cuentan los niños, del hecho de construir, de fantasear con las historias. Es en ese impulso tan elemental, tan primitivo, donde en el fondo está el origen de que una persona luego quiera escribir. Y no hay que buscarlo sólo en los escritores. Todo niño, todo ser humano, necesita entender el mundo mediante historias.

- Pero, en su caso concreto, ¿dónde nace el escritor, dónde están esos primeros esbozos, manifestaciones?

- A mí, de verdad, la creencia de que podía ser escritor me llegó muy tarde, cuando alguien empezó a hacerme caso. Es cierto que mientras estaba en el instituto y en la carrera, y después, al empezar a trabajar, ya era consciente de cuál era mi vocación, pero no se producía ningún resultado. Escribía obras de teatro que no se representaban, cuentos que no eran publicados ni premiados, ni siquiera mencionados. Tenía una novela, sí, pero no ocurría nada. Realmente, mi despertar como escritor se produjo cuando ya llevaba algún tiempo escribiendo artículos en un diario de Granada y algunas personas mostraron verdadero interés por lo que estaba haciendo. Quizás tenga que ver con mi carácter autodidacta, con el hecho de que, excepto algunos buenos maestros en la escuela, en el instituto y en la universidad, casi siempre me he educado solo, a través de las lecturas que iba descubriendo. Frente a otros aspectos de mi vida en los que he estado bastante bien acompañado, en ése me sentí muy solo hasta una edad bastante avanzada, sin interlocutores que compartieran mis gustos, mis inquietudes literarias.

- Partiendo de su experiencia personal y enlazando con la reflexión sobre la necesidad de los niños de fantasear, incluso de contar mentiras para adecuar el mundo a sus deseos, ya sea a través de la escritura, de la expresión oral, de la plástica... Se puede llegar a la conclusión de que el papel de los terceros, que pueden mostrar indiferencia o no, hacia esas primeras inclinaciones,  puede explicar que unos niños lleguen a realizarse creativamente o no.

-Cierto, yo así lo creo. Pero aquí también entra en juego la casualidad. Hay dos factores, uno la constancia y otro la casualidad, que tienen mucho peso. La primera es la que hace que uno no se desaliente con las primeras indiferencias y continúe leyendo con esa voluntad de aprender. Y aquí es donde el azar tiene una  importancia fundamental. Que alguien se fije en lo que estás haciendo, como sucedió en mi caso, te estimula poderosamente, te proporciona una gran fuerza interior. Hace poco escribí un artículo sobre eso. Generalmente la vida del escritor, del artista, se interpreta como el desarrollo autónomo de algo que siempre estuvo allí y yo no estoy seguro de que eso sea así. No estoy seguro de que sin la pequeña ayuda de unos cuantos amigos uno pueda llegar a algo. Creo que es una construcción mucho más colectiva de lo que habitualmente consideramos. Si yo miro honradamente a mi trayectoria no sé cuánto tiempo más habría continuado escribiendo si no hubiera podido empezar a publicar artículos, ni cuánto tiempo más habría continuado elaborando novelas si no hubiera encontrado un editor y si las novelas no hubieran sido aceptadas por los lectores. Si uno no publica no puede aprender, sin dar a conocer lo que haces resulta muy complicado progresar como escritor.

- El papel del lector es tan activo, tan creativo como el del escritor, se desprende de sus palabras, del mismo modo que la compañía de los lectores salva al autor de la enorme soledad que supone la creación.

- Esa es una gran verdad. En mi caso, sin la resonancia del lector, probablemente hubiera continuado escribiendo cosas y disfrutando de leer, pero alimentando una enorme frustración que me habría amargado bastante. De eso estoy seguro. Y repito: si uno no publica no puede crecer, soltar lastre. En el proceso hay un primer paso, una primera conquista, que es terminar, terminar aunque sólo sea un cuento de dos páginas. Entre poner el punto final a una historia y no ponerlo hay un mundo y entre publicar y no hacerlo hay otro. Y yo, de verdad, he tenido la suerte de haber encontrado a unas cuantas personas que en cada momento han leído lo que he hecho; que por una parte lo han acogido con una enorme generosidad, y por otra parte lo han criticado constructivamente, indicándome cosas que me han ido iluminando el camino.

- ¿Es Muñoz Molina de los que aceptan bien las críticas?. A menudo los críticos literarios se quejan de lo mal que reaccionan los escritores ante los comentarios negativos; de los muchos enemigos que tienen que estar dispuestos a aceptar.

- Yo creo que sí, que acepto bastante bien la crítica, siempre que no sea devastadora  o malévola. En esos casos puede llegar a anularte, a sentarte como un tiro, sobre todo si se mete en terrenos personales, que nada tienen que ver con el discurrir de la propia obra. Eso es lógico, le ocurre a todo el mundo. Pero la crítica constructiva, hay que aceptarla con humildad. Fíjese, cuando yo hice mi primera novela, Beatus Ille, Pere Gimferrer, editor de Seix Barral,  me aconsejó que aligerase ciertas partes, que había cosas de las que se podía prescindir, unas 40 páginas que en su opinión podían ser suprimidas. No me dijo cuales, pero yo volví a la novela, fui consciente de lo que quería decir, lo vi y eliminé las 40 páginas. Si algo echo siempre de menos es el trabajo de un editor exigente. En EEUU a veces exageran, los del New Yorker, por ejemplo, llegan a ser mortíferos. Cuando he escrito algún artículo para ellos ha sido una auténtica pesadilla. Te intentan variar el enfoque tantas veces que te ves tentado de decirles que hagan lo que quieran. Pero una persona que toma el libro, que sabe leer con cuidado, que te sugiere cosas, que te indica lo que podría mejorarse, lo que sería aconsejable que fuese eliminado, eso es fundamental. Cuando yo doy clases en la universidad de Nueva York me siento con los estudiantes, leo sus textos con un cuidado absoluto y les indico aquellos elementos que se les han podido colar en el relato y que son perfectamente prescindibles. Es una ayuda extraordinaria. Un libro siempre se mejora cuando es bien corregido y editado.

- Siempre, claro, que no se llegue al extremo de Raymond Carver y Gordon Lish, el editor de sus primeros y más populares cuentos [“De qué hablamos cuando hablamos de amor”], quien llegó a influir de una manera extrema en su estilo.

- Por supuesto, ese es un caso distinto, límite, que tiene que ver con la inseguridad en la que vivía Raymond Carver en esos momentos. Para nada es lo común. Yo tengo en EEUU una magnífica editora, que también es la de Günter Grass y la de tantos otros autores internacionales. Su función es la de cuidar el texto que se le entrega y, a través de sus indicaciones, hacer ver lo que aparece velado para quien está demasiado dentro del proceso de creación. Nada más alejado de la figura del gestor, demasiado pendiente de los resultados económicos, de las ventas del producto. Esa es una historia diferente. Lo que necesitamos los autores es una mirada cordial y al mismo tiempo incorruptible. Lo mismo que a mí me ayuda esa señora lo hacen unos cuantos amigos muy cercanos, en cuyo criterio confío, y, por supuesto, Elvira, mi mujer. Ella me ayuda a ver y yo hago lo mismo con sus libros.

- Llegó a la literatura a través del periodismo. Me imagino que ahí fue donde aprendió a observar, a darse cuenta de que tras la apariencia había que buscar la verdad, las distintas interpretaciones. Esa es una constante de sus artículos, pero también de sus narraciones literarias.

- Pienso que se trata de observar más que de interpretar la realidad. Cada vez procuro fijarme más en las cosas, no apresurarme a hacer juicios y valoraciones, que es algo bastante español. Me doy cuenta cuando recibo a amigos que van de visita a Nueva York y que, inmediatamente, desde el primer día, ya tienen una interpretación tremenda, una teoría, de lo que perciben. Vamos a ser cautelosos, vamos a fijarnos más y a ver qué es lo que hay detrás de las cosas antes de exponer qué es lo que pensamos que está sucediendo. Yo empecé escribiendo artículos, sí, y en realidad he seguido siempre haciendo lo mismo, ir por la ciudad fijándome, prestando atención. Orwell decía que ver lo que se tiene delante de los ojos requiere un trabajo enorme y eso es algo que todos los que nos dedicamos a estas cosas podríamos tomar como un mandamiento. Porque uno no ve, la mitad de las veces está distraído. Y se trata de saber mirar, saber escuchar lo que se nos está diciendo. Cuántas veces en una conversación no prestamos atención a lo que nos intentan comunicar los otros, deseando encontrar un hueco para introducir las ideas propias. Es maravilloso tener la capacidad de fijarse y yo creo que la mayor parte de lo que escribo procede de ahí.

- Y ¿cuándo se fija en algo cómo sabe si el resultado va a ser un artículo periodístico o va a derivar en una novela o en un cuento?

- Ah, eso no lo sabes en un principio, lo vas descubriendo. Por ejemplo, en mi último libro de relatos hay un cuento que se llama “La colina de los sacrificios”, que está basado en una noticia que leí en el periódico El ideal hace muchísimos años y que trataba de una casa en la que se habían encontrado los huesos de una mujer con el cráneo abierto por un hacha. Me quedé con la idea, con las sugerencias que me despertaban esas imágenes, y todo eso acabó fructificando en un relato de ficción.

- ¿Le preocupa la transformación que está experimentando el periodismo tradicional debido al auge de las nuevas tecnologías, cómo ve qué afecta eso al modo de relatar las noticias, de interpretarlas, de contar, de transmitir las historias?

- Yo tengo mis dudas respecto a que las cosas ahora sean radicalmente distintas a como fueron en otras épocas. Hoy se dice que a la gente cada vez le interesa menos leer, que no es capaz de seguir informaciones largas y en profundidad, y eso lleva a contenidos más ligeros, más superficiales, pero si leemos testimonios de hace un siglo nos damos cuenta de que las quejas sobre el aturdimiento o la falta de atención también existían, pero es que volvemos a lo mismo. Hay que fijarse mucho. Enterarse de algo, igual que aprender algo y hacer algo bien hecho, requiere mucho esfuerzo, ya sea tocar el violín, leer, escribir, o hacer una estupenda tortilla de patatas, cada cosa en la dimensión que le corresponde. Lo que hizo por ejemplo Wagner con la ópera es que reclamó la atención permanente, seguida, del espectador. En la tradición del “bel canto” italiano la gente iba a la ópera, se ponía a hablar  de sus cosas, haciéndose gestos de un palco a otro palco, y cuando llegaba el aria de la cantante se callaba, atendía y aplaudía, para luego seguir con sus cosas. Wagner hizo la música de manera que era un flujo continuo y a ese flujo había que prestar una constante atención. Podemos entenderlo como una metáfora de lo que sucede.

- En la introducción de Nada del otro mundo se queja de que actualmente no hay cabida para los relatos literarios en los periódicos, de que cada vez se ofrece información más fragmentada. Sus directivos, según dice, están haciendo periódicos para quienes no los leen, del mismo modo que si los vinateros elaboraran vinos para abstemios.

- Sí, y es absurdo, porque ahora hay más lectores que nunca, más gente que sabe leer y escribir como nunca antes en la Historia. Vamos a dejarnos de fantasías. No hubo un pasado en el cual la gente leía mucho y un ahora en el que han dejado de hacerlo, y lo mismo sucede con la música clásica y con las exposiciones. En la España actual sucede algo que uno no se cansa de ver y de celebrar: hay más orquestas y más público que nunca, y ahora es precisamente cuando se ha decidido que no hay que informar sobre los conciertos. ¿Cuándo ha habido más público para el arte, para la música, para la literatura?

- ¿Cómo se explica esta contradicción?

- Pues no sé, probablemente será que los directivos de los periódicos a los que me refiero viven al margen de la gente de la calle: no van a  exposiciones, ni a conciertos, ni viajan en metro y ven a la gente leer. A mí me alegra muchísimo comprobarlo y me fijo en los libros que se leen en los trayectos hacia el trabajo. Y hay buena literatura. Que no me digan que sólo se lee a Ken Follet, cosa que a mí me parece muy bien, perfecta, porque forma parte del ecosistema de la literatura. Lo que pasa es que los lectores de esos libros ya no encuentran su afición reflejada en los periódicos. Eso es lo que de verdad está pasando.

- ¿Sucede lo mismo en Estados Unidos?

- [Llegados a este punto, Antonio Muñoz Molina responde con un gesto. Se levanta y coge un ejemplar de la mítica y eterna New Yorker. Repasa sus páginas, da cuenta de su espesor] ¿Sabe cuántos suscriptores tiene esta revista? Un millón. ¿Qué son pocos en un país de trescientos millones? Vale. Pero es que yo no necesito vender un millón de libros. Deberíamos tener un sentido de las proporciones. Hay un público que simplemente está dejando de ver los periódicos porque no les dan lo que desean. Y no se trata de Internet, en Internet se pueden leer cosas muy serias. ¿Qué está ocurriendo? Pues que muchas veces la lectura reflexiva sobre literatura está emigrando a “blogs” y otros medios alternativos. Y lo mismo pasa con otros ámbitos de la cultura. Lo bueno que tienen el periódico es que se trata del sitio donde está todo junto y por eso es una institución fundamental de la cultura democrática. Sin una prensa rigurosa y cultivada no hay cultura democrática, no la hay. Una costumbre que se ha impuesto en España, ya como norma, es que llega el verano y parece que cambia el estado mental de las personas, a las que ya sólo les interesan las anécdotas frívolas, las pildorillas informativas. ¿Por qué, quién ha decidido eso? Eso no ocurre en otros países europeos ni en EEUU. Yo no veo que el New York Times se ponga en bañador en verano. Yo creo que ese tipo de estrategias son una claudicación. Que lejos de resolver los problemas lo que hacen es empeorarlos, porque están contribuyendo a que el público natural, el público lector, desista del periódico como un lugar en el que reconocerse. Hay mucha gente a la que le gusta leer, muchos jóvenes. Yo estoy viendo ahora una generación de lectores nueva, magnífica, que lee los libros que yo escribía cuando ellos no habían nacido. Hablamos de una comunidad lectora, minoritaria, pero es que no necesitamos llegar a millones, a la inmensa mayoría, con literatura de calidad. 50 o 60.000 lectores es una cifra estupenda. Ya es bastante.

- Pero da la impresión de que las cosas están sucediendo tan deprisa que no da tiempo a pararse, a reflexionar, a digerir el proceso de cambio que se está produciendo en todos los ámbitos: en la sociedad, en la economía, en los modos de relacionarnos, de recibir la información, de acceder a la lectura...

- Pues tenemos que pararnos porque a menudo usamos la idea de que todo va tan deprisa para justificar nuestra propia prisa y nuestra propia falta de atención. Y no es culpa de la tecnología. Las nuevas herramientas a nuestro alcance pueden servir de muchas maneras, para mejorar la atención y el conocimiento o para empeorarlo. En mi caso concreto, por ejemplo, he notado que ahora, cuando hago crónicas sobre libros, exposiciones u otros asuntos que reclaman mi interés, puedo documentarme mejor, tengo acceso a más información en mucho menos tiempo. Hace poco tenía que dar un curso en Pamplona sobre imágenes y relatos, sobre cómo se cuentan historias en imágenes y en palabras, y pude preparar con relativa facilidad una especie de itinerario  a través de obras de arte y de canciones, disponibles para mí en gran parte gracias a Google. El buscador me permitió mostrar a la gente los cuadros que quería que vieran. Aquí en España muchas veces se interpreta que en la práctica los cambios nos obligan a ser más livianos, más frívolos o más superficiales, y no es necesariamente así. Pueden también llevarnos a lo contrario, eso depende de lo que nosotros elijamos hacer.

-Ya son muchos los libros en el camino. Si por algo se caracteriza su trayectoria es por la variedad, la no repetición de temas ni de fórmulas. Cada historia parece ser un reto. Cada novela es un mundo.

- Me gusta eso de que cada novela es un mundo y, sí, sucede en mi caso. Puede tener que ver con los intereses tan variados que tengo, con las cosas tan distintas que me gustan y, sobre todo, con mi intenso desasosiego por aprender, con mi inconformismo. No suelo complacerme mucho en lo que he hecho, de manera instintiva no necesito esforzarme para pensar que lo siguiente va a ser algo distinto, sencillamente se me ocurre, surge. Lo que me atrae inmediatamente al terminar un libro es encontrar algo diferente, explorar otra cosa. Me estimula no saber qué puede venir a continuación. Y, efectivamente, el que lee un libro mío no puede deducir a partir de ahí lo que habrá de venir. Después de Beatus Ille hice El invierno en Lisboa, que es completamente distinto. Y luego El jinete polaco, nada que ver, y a continuación El misterio de Madrid y Ardor guerrero. He hecho lo que he podido, vigilando siempre, eso sí, la autocomplacencia.

- Incluso cuando trata un mismo tema, la Guerra Civil, punto de partida de El jinete polaco y de su última novela hasta el momento, La noche de los tiempos, el tratamiento es totalmente diferente.

- Bueno, es que uno también va viviendo, creciendo, cambiando... Y eso no quiere decir que yo no tenga temas que se repiten. Pero me hace mucha ilusión la posibilidad de mejorar, de ir más allá cada vez. Luego, claro, hay que tener en cuenta que uno está cautivo de sí mismo, pero me mueve ese sentimiento de envidia en el mejor sentido, envidia de muchos libros que me llevan a pensar, a decir: Yo quiero llegar a escribir algo así.

- ¿Por ejemplo?

- Pues me dio mucha envidia Al faro, de Virginia Woolf cuando lo leí, me influyó mucho en la manera de escribir mi última novela, del mismo modo que otra de sus obras, La señora Dalloway. Me han fascinado otros muchos autores. Ahí están Faulkner, Onetti, Philip Roth, Grosmann, Sebald, Alice Munro... Hay tantos... Ahora estoy releyendo, despacio y con sumo cuidado, a Flaubert. La educación sentimental la terminé hace poco y decidí volver a Madame Bovary, una novela que, igual que yo, todo el mundo cree que se ha leído. Todos tenemos cosas que decir de ella, pero, ¿quién se acuerda de que está contada en primera persona? Es una obra de un vanguardismo tremendo. Empieza no con Madame Bovary, sino en una escuela al que va de niño el que después será su marido. Y habla en primera persona el narrador. Yo de eso no me acordaba para nada y resulta fundamental. En otro clásico, Fortunata y Jacinta también habla en primera persona el narrador, un narrador muy raro... [se hace un silencio largo, son muy frecuentes a lo largo de la conversación. Muñoz Molina baja la cabeza en un gesto reflexivo, antes de proseguir]... Ayer me fui a pasear al Botánico y me puse a leer. En un momento dado empecé a pensar sobre esto. Todos hablamos de oído continuamente. Y suele pasar que las cosas, las lecturas, son mucho mejores de lo que recordamos. A mí me gusta mucho este tipo de deslumbramientos. Creo que hay tantas maravillas y que uno tiene que aprender tanto de todas ellas.

- Por lo que veo atraviesa una etapa de relecturas.

- Estoy en todo. Leo cosas nuevas y emprendo la aventura de releer obras maestras, sí. De pronto me he puesto a recuperar esos libros que suelen darse por supuestos. Este verano le tocó a otro, La montaña mágica, que hacía mucho tiempo que no visitaba. ¡Madre mía, qué buen libro, qué buenos libros hay!

- Volviendo a su obra, decía que su motivación principal es mejorar. ¿Le da la impresión de que cada nuevo libro supera al anterior?

- Ya quisiera yo que eso fuese así porque nos anima la idea del progreso, pero eso es algo que no puedo saber. Entre Beatus Ille y La noche de los tiempos han pasado muchas cosas, sobre todo ha pasado el aprendizaje inevitable de la vida. Hace algún tiempo, tres o cuatro años, tuve que leer (no había releído nada desde que corregí las pruebas en 1985) Beatus Ille en inglés para revisar la traducción y fue muy curioso. Me di cuenta de que era una novela muy juvenil y empecé a preguntarme de dónde había salido ese mundo que estaba en el libro, cuando mis experiencias vitales eran entonces tres o cuatro, cuando mi conocimiento de la vida era muy limitado. No quiero decir con esto que la historia me pareciera muy profunda ni nada de eso. Me refiero a la variedad de temas que se trataban. Con el tiempo espero haber aprendido a ser más preciso, menos literario.

- En su primera novela, igual que en la segunda, El invierno en Lisboa, su alimento eran las referencias librescas, de películas. El lector percibe que en su obra posterior esas referencias se van convirtiendo en vida. Un proceso inevitable. ¿Hay momentos del camino en los que recuerde especialmente que se produjeron vueltas de tuerca en la manera de concebir la creación literaria?

- Yo creo que ha habido varios. Hubo un momento que tiene que ver con lo que plantea en su pregunta, cuando descubrí que podía hacer literatura abiertamente con la vida que yo había conocido hasta entonces. Eso dio lugar a una parte de El jinete polaco. Recuerdo que estaba haciendo una descripción para un artículo sobre la aceituna que me habían pedido para una revista y empecé a hablar con naturalidad sobre la época de mi adolescencia, de una manera directa. Entonces me di cuenta de que podía hacer literatura con esos materiales biográficos. Fue un momento importante para mí, del mismo modo que cuando me fui por primera vez una temporada a Estados Unidos y empecé a leer de verdad literatura de no ficción. Se podía hacer literatura sin inventar, qué descubrimiento. O cuando, poco a poco, empecé a encontrar las cosas de las que escribí en Sefarad, a partir de la idea de plasmar un mundo narrativo que fuera mucho más amplio que la experiencia española. Fue ahí cuando intenté aprender a escribir sobre aspectos relacionados con el Gulag, con el Holocausto... Sí, la verdad, es que ha habido varios puntos de inflexión muy decisivos.

- Plenilunio, también fue una novela muy impactante, en el sentido de que trataba un tema tan conflictivo y tan doloroso en la historia de España como el del terrorismo y la violencia, un asunto al que se ha referido, muchas veces levantando la polémica, en sus artículos de prensa.

- Sí. Plenilunio fue una novela escrita en momentos difíciles para mí, por muchas razones. En cuanto a mis artículos sobre el terrorismo lo que me ha preocupado siempre es la falta de empatía. Yo recuerdo que en algunos periódicos del País Vasco cuando se publicó Sefarad hubo algunas personas que dijeron echar en falta que yo no hablase de lo que pasaba allí cuando me estaba refiriendo a distintas persecuciones. En realidad sí lo estaba haciendo, estaba hablando de manera implícita del hecho terrible de señalar a otro, de decirle tú no eres como nosotros, tú no mereces vivir. Eso es algo tremendo y ha pasado, se ha llegado a aceptar en la sociedad vasca, en el mundo, en muchos momentos diferentes de la Historia. Cuando hablamos de esto, sin necesidad de establecer comparaciones, no se puede olvidar la España de la época de la expulsión de los judíos. Los judíos eran una parte muy importante del tejido social y de un día para otro se convirtieron en extranjeros. Fue terrible.

- ¿Cree que en un presente tan carente de ideologías claras, de referencias, faltan intelectuales de peso?

- No, no nos fiemos de los intelectuales. La historia intelectual del siglo XX está llena de disparates. Los únicos de verdad lúcidos y racionales han sido muy pocos: Orwell, Albert Camus, más recientemente Claudio Magris... Lo que hace falta son ciudadanos que ejerzan su ciudadanía escribiendo, cumpliendo con su trabajo. Una democracia lo que necesita son ciudadanos y si de algo peca nuestro país es de un exceso de opinionismo. Eso sí que es una dolencia, algo tan local como el hecho de que la información consista en una medida tan grande en lo que dicen los políticos. Eso también es  una irregularidad española. Aquí vuelvo a lo mismo: Vamos a ver, a fijarnos, a enterarnos de lo que pasa, no de lo que dicen los políticos que pasa.

- ¿Cuál es el papel de la ficción en nuestros días, iluminar la realidad, convertirse en una vía de escape, dar respuesta a las encrucijadas del presente?

- La ficción sirve para todo eso. Sirve como refugio y sirve para comprender la propia experiencia y para convertir en cercanas las experiencias de los otros. Hay ficciones que, además de distraernos, nos ayudan a analizar lo real, a ser cómplices de lo que les pasa a los demás, a percibir que no somos únicos, que lo que estamos viviendo y sintiendo en cada momento ya ha sido vivido, sentido, por otros.

- Los libros que ha escrito sobre la reciente historia de España, ¿le han ayudado a entenderla mejor o todavía le gustaría explorarla más?

- Hay un tipo de conocimiento que proporciona la ficción y que es un conocimiento empático o emocional. Es decir, a través de la ficción uno intenta ponerse en el lugar o en la piel de quienes han vivido otras experiencias. Esta percepción, en mi caso, la llevé al extremo en La noche de los tiempos, donde traté hipotéticamente de ponerme en el lugar de alguien parecido a mí que hubiera vivido en ese momento, en la etapa de la Guerra Civil, del exilio de tantos republicanos. Y debo decir que si algo me quedó de todo ello fueron unas ganas tremendas de descansar de todo ese mundo. Es muy curioso porque cuando se publicó la novela mucha gente me escribió y me sigue escribiendo proponiéndome continuaciones. La historia termina de una manera abrupta y no han faltado lectores que me han indicado por dónde podría seguir, pero sinceramente, pese a que como aficionado a la Historia, los vaivenes del siglo XX me siguen apasionando, considero que como novelista debería moverme hacia el porvenir, hacia más cerca del presente. Es una necesidad que percibo cada vez más intensamente.

- Toda la novela parece un intento de explicar una frase de Pedro Salinas, de cuya biografía, parte precisamente la novela: “Tenemos la patria deshecha, la vida en suspenso, todo en el aire”.

- Lo que me interesó con esa historia fue meterme en la piel de las personas, en lo que sintieron en esos momentos, más allá de las categorías ideológicas que se impusieron a posteriori. Me interesaba contar la desazón, la sensación de fracaso de una generación que  compartió la posibilidad de que España se convirtiera en un país progresista, europeo. Una generación que fue el eslabón, la conexión emocional, el modelo estético y político al que nos asimos los que por fin pudimos vivir la llegada de la Democracia.

- Parte del interés de “La noche de los tiempos” radica en mostrar que en situaciones extremas hay muy pocas posturas intachables, que ningún bando estuvo -pese a las diferencias evidentes- libre de pecados. Resulta llamativo que se siga hablando -que se siga percibiendo- la sombra de las dos Españas tanto tiempo después.

- Los dos bandos eran muy poco homogéneos. Ni todos los de izquierdas eran comunistas, ni todos los de derechas, fascistas. Basta leer las memorias de Julián Marías para que estos estereotipos salten por los aires. Marías era republicano de convicciones firmes, pero también escrupulosamente católico. Él cuenta que el 19 de julio, al ir a buscar a su novia para ir juntos a misa, ve los repartos de armas en la calle. La escena es muy significativa. Lo de las dos Españas es una mentira, sólo la irresponsabilidad política puede alimentar esa idea. Si algo aprendí al escribir esta novela es la gravedad de las palabras, el cuidado que hay que tener con lo que se dice.

- Otra idea que se perpetúa, que sigue escuchándose, es la de: “Me duele España”. En su novela hay momentos en los que se bromea sobre ello.

- Eso es retórica. A mí los misticismos patrióticos no me van. Todo nacionalismo es místico, pero el nacionalismo español de la Generación del 98 y todo eso, es pura metafísica, como lo de las dos Españas. Yo veo las limitaciones y los defectos de este país, evidentemente, y me gustaría que ciertas cosas mejoraran, pero hay otras de las que estoy muy contento. Lamento carecer de sensibilidad suficiente como para que me duela España o para que me duela Andalucía. Los del 98 estaban todos elucubrando sobre el alma de España en los llanos de Castilla y lo que necesitaba Castilla no era que Unamuno se paseara por ella en estado místico, lo que necesitaba Castilla era una reforma agraria, regadíos y justicia social. Lo que hacía falta, lo que sigue haciendo falta, son cosas concretas. Si de algo estoy harto es de vaguedades.

- En cuanto a la estructura de la novela optó por jugar con los puntos de vista, demostrando también que muy pocas verdades se imponen. ¿Era su intención o ese planteamiento se impuso durante el proceso de escritura?

- Al principio no era así y por eso precisamente creció la novela. Es muy distinto el modo en que uno se ve a cómo lo ven los demás. Y para mí era muy importante mostrar eso, mostrar cómo desde el punto de vista de dos enamorados el mundo responde a lo que ellos sienten, pero también como alrededor de esa percepción existen otras que pueden ser completamente opuestas. En la novela los personajes se envían cartas y hay cartas de amor que al ser leídas por uno de los amantes le puede dar la vida, pero que si por equivocación cae en manos de quien no debe leerla le puede dar la muerte. En mi caso, cuando de pronto descubrí el punto de vista del hijo o de la mujer del protagonista, que está enamorado de otra, la novela experimentó un cambio radical. La esposa también tiene su propia historia, la de una mujer convencional frente a los amantes. Y esa historia también merece la pena ser contada. Cada historia son muchas historias. Y mi novela tiende a eso, a lo poliédrico.

- ¿Cuando trabaja en una novela llega a sentir que habita en un mundo paralelo?

- Cada novela es como un gusano de seda. A medida que trabajo en ella, poco a poco, según va creciendo, siento que voy encerrándome cada vez más en su discurrir. Tiene algo de mundo paralelo, sí, pero nada que ver con un proceso psicótico. Hay muchas cosas que sabes que van a ir a la novela, cosas normales que de pronto te encuentras y dices: “esto para dentro”. Me acuerdo que cuando estaba con la última vi en un mercadillo de Nueva York una máquina de escribir de los años 30, y me dije: “esta máquina de escribir la quiero llevar allí”.

- Nueva York es una ciudad clave en su trayectoria. ¿En qué medida ha cambiado su percepción de las cosas?

- Bueno, sigo viviendo allí gran parte del año. Y, sí, me ha hecho más pragmático. Creo que he aprendido a ser más tolerante, menos vehemente, a intentar buscar las salidas, las respuestas más racionales, menos dogmáticas a las cosas, porque las soluciones a los problemas generalmente no son drásticas e inmediatas. De algún modo, me he echo más respetuoso en las diferencias.

- Vivió de primera mano la caída de las Torres Gemelas. Entonces se decía que esa tragedia daría lugar al nacimiento de un tiempo nuevo, en el que la seguridad no era tal. ¿Cómo afrontar estas ideas con perspectiva?

- Si algo nos ha demostrado todo aquello es que los seres humanos somos frágiles, pero tampoco tanto. Quizás una cosa que hemos aprendido es que se puede reaccionar. Cuando, ahora con distancia, vemos las cosas que entonces decían Bush, Aznar y Blair sobre el eje del mal, sobre las grandes amenazas del mundo, en realidad no había tantas amenazas. Al terrorismo no se responde invadiendo países, se responde con policías, con espionaje, con jueces. Percibimos que éramos frágiles, pero también hemos aprendido que se puede responder de otras formas, que la invasión de Irak fue un disparate gigantesco que vino provocado por aquello y fíjese a lo que ha dado lugar. El otro día estaba leyendo un libro en el que se analizaba que a Bin Laden el atentado de las Torres Gemelas le costó unos 500.000 dólares; a EEUU todas las guerras en las que se ha metido a continuación le han supuesto trillones de dólares. Es como si España hubiera respondido al terrorismo declarando el estado de excepción o militarizado el País Vasco. La principal lección es que se necesita cabeza fría ante lo que se está viviendo.

- ¿Una lección que aprender de los tiempos de crisis -no sólo económica, sino de valores- que estamos atravesando?

- El problema fundamental es que nuestro modelo político y social está en crisis, en peligro, y la culpa de ello no la tienen sólo los mercados, la tenemos nosotros. Una lección que tal vez podamos aprender de todo esto es el sentido de la responsabilidad. Vamos a hacernos responsables de aquello de lo que podamos hacernos responsables. ¿Podemos disfrutar de un bienestar sin contrapartida? ¿Podemos tener el derecho a la educación y no cuidarlo? ¿Podemos tener el derecho a la sanidad y no cuidar la sanidad? Son cosas muy complicadas. Esto habría que planteárselo a nivel global, europeo, y en España concretamente tenemos un problema de productividad, no sabemos para qué va a servir nuestra economía y no nos decidimos a modificar adecuadamente un sistema educativo que no funciona.

- Pese a todo, ¿cree que estamos viviendo momentos estimulantes?

- Estimulantes y aterradores al mismo tiempo. Vamos a olvidarnos del pasado. Vamos a ver qué podemos hacer nosotros. Es muy difícil. Estrictamente hemos vivido muy por encima de nuestras posibilidades. Otra cosa es la necesidad de preservar la justicia social. Eso es distinto. Necesitamos preservar y salvar un cierto modelo social europeo, que es el mejor que se ha inventado nunca. Por una parte tiene las ventajas de la democracia liberal y por otra una solidaridad del sistema sanitario y educativo, algo de lo que no disfrutan los norteamericanos.  EEUU tiene la ventaja de que el sistema de integración de los emigrantes es más efectivo y más rápido que el europeo, pero yo conozco muy bien el modelo americano y es preferible éste, mucho más. Tenemos que ver qué hacemos, cómo lo defendemos, porque ahora mismo está en peligro.

- ¿Es el siglo XXI el siglo de las prisas, de la velocidad?

- ¡Qué va! Esa es la misma percepción que ha tenido la gente siempre. El otro día me encontré una carta de Flaubert en la que decía: “todo el mundo se queja de que el presente va cada vez más rápido. No es para tanto”.

- ¿Cómo es el Muñoz Molina del siglo XXI, cómo se enfrenta como escritor a sus desafíos?

- Bueno, he escrito dos novelas sobre la actualidad, El invierno en Lisboa y Plenilunio. Y ahora quisiera saber escribir una novela estrictamente contemporánea, como le decía antes, necesito hacerlo. Una novela que aprese lo que estamos viviendo, lo que estamos sintiendo ahora. Ya está bien de darle vueltas al siglo XX [nuevo silencio, cabeza baja, manos juntas, momento de reflexión]. Cuando nos acercamos a grandes novelas como La educación sentimental, comprobamos que está hecha con cierta perspectiva, con 20 años de distancia. La novela es un género complicado porque requiere una cierta destilación. Difícilmente es una respuesta inmediata a lo real, a la experiencia. Pero también es cierto que los americanos son mucho más rápidos que nosotros. Ya hay excelentes novelas sobre la caída de las Torres Gemelas, sobre todo lo que está sucediendo con la crisis. Y llegar a eso, comprobar si soy capaz de acercarme al hoy es, de algún modo, una preocupación, más bien una zozobra que siento, siempre desde la consciencia de que al final uno escribe lo que puede. ¿De dónde nace ese anhelo? Claramente de mi inquietud ante lo que vivo y también de una inquietud profesional. Un escritor debería medirse con su tiempo, debería saber hacerlo.

 

Fotografía: Elena Blanco

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

Miquel Barceló y Andrés Trapiello forman una extraña, quizá imposible, pareja artística y creativa. Sin embargo, y más allá de las divergencias que puedan separarles, a ambos les une el inequívoco desparpajo intelectual de quienes poseen talento y opiniones propias.  Unas opiniones que, además, no dudan en proclamar con absoluta libertad, caiga quien caiga. De ahí que la revista TURIA haya decidido, en su nuevo número que se distribuye este mes de junio,  reunirlos en su sumario y dedicarles sendas entrevistas a fondo y en exclusiva que los lectores no deben perderse.

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Escrito en Noticias Turia por Revista Turia

31 de mayo de 2013

 

Yo recordaba con horror un bidón en una acera de la avenida Ferdowsi, no lejos de la entrada de un hotel, lleno hasta formar un copete de patas de gallo y lo asocié –durante el pase de Cría cuervos- a la voluntaria sumisión que escoge el espectador de cine cuando entra en la sala. Ningún fenómeno de la vida cotidiana me restablece de tal manera la ilusión de ser dueño de mis actos como la decisión de abandonar el cine cuando no se ha alcanzado todavía la mitad de la proyección. Suele ser un regreso al vacío, acrónico y algo estupefacto; no solamente la calle parece más desierta, los locales animados por un público intemporal que se hubiera trasladado a otra ribera del tiempo sin obligaciones ni compromisos –como si tomaran café y charlaran por una inercia que durase siglos-, sino que no habiendo contado con esa hora que el plan había previsto en una butaca de patio, se levanta íntegra, ociosa y desocupada, como una gratuita ofrenda que el ubicuo y eviterno deber otorga estérilmente al quejoso para demostrarle a la postre que tan sólo sabe malgastarla y convertirla en polvo de tedio. La última ocasión, ni siquiera hace un par de meses, me la brindó un insoportable film de incidentes familiares con el que Visconti vino a demostrar una vez más su reconocido talento para transformar en mal gusto la escasez de sus ideas.

No es fácil levantarse de la butaca y abandonar la sala cuando apenas ha transcurrido un tercio de la película. A la subyugación ejercida por la pantalla se suma la imantación de la butaca, nada desdeñable; es preciso reconocer que –de entre las muestras que ofrecen nuestros cines comerciales- con harta frecuencia son las producciones nacionales las que con mayores garantías pueden brindar al espectador tan inusitada e infrecuente oportunidad. ¡Supremo don del cine español que, adelantándose a los anticuados y corrompidos usos de otros países, ofrece al ciudadano la opción de ejercer su soberanía, su libre albedrío, su libertad de juicio y su independencia de conducta! ¡Y tanto más encomiable el empeño cuanto que, desoyendo durante decenios voces apresuradas que le instan a cambiar de ropajes y actitudes, permanece fiel a su propósito –haciendo incluso sacrificio de las retribuciones que podía dispensarle la taquilla- para procurar al ciudadano un beneficio, más oculto pero más alto, que transformará su afición al espectáculo en el libre ejercicio de sus valores espirituales! Y más aún cuando se piensa que para llevar adelante ese designio tendrá que luchar con la incomprensión, a veces con el ridículo y siempre, siempre, con la estrechez de medios económicos.

A duras penas pude durante un buen rato apartar la vista de aquel bidón lleno hasta rebosar de patas de gallo. Era de noche y los cubos de basura amojonaban el borde de las aceras de Ferdowsi pero la luz de una farola caía de lleno sobre él para acentuar –si cabía- el mórbido color hepático del montón, la granular epidermis de medio quintal de pesuños tan entreverados que resultaba imposible distinguir y destacar con la vista una sola pata entera. Tres veces seguí adelante y tres veces hube de volver, la última sospechando si aquello se movería, por si a una hora dada instaban a rebullirse animados por los postreros tirones de mil haces de nervios desolados e impacientes, confrontados con su definitiva quietud.

Los que como yo van casi siempre al cine a instancia de hijos y amigos que consideran poco menos que una obligación ver determinadas cintas, se pueden hacer cargo de lo difícil que resulta para el hombre remolón y cargado de prejuicios asistir a un espectáculo que, con toda probabilidad, le tendrá fascinado durante dos horas. A poco que esté hecho con algo de talento resulta imposible –real, estadística y socialmente imposible- abandonar la sala. Incluso si cunde el aburrimiento es preferible aguardar al final –con la esperanza puesta en una escena que compense del esfuerzo del tedio o con la resolución de extraer de éste una diversión pervertida- a ganar la calle y volver a casa con la cinta entre las piernas. En el cine todo hay que sacarlo de la pantalla... o del sueño. Resulta imposible divagar y desconectarse de la proyección a menos que alguien –hypnos o la pareja- le saque del encantamiento para sumirle en otro.

Cuantas más actitudes estéticas y más atentos sentidos se ponen en acción, en la contemplación o en la lectura de la obra menos espacio deja para una interpretación propia de la misma, quedando relegada la divagación a aquellos planos de la memoria o la sensibilidad que han quedado en libertad por la decisión autónoma del artista o por la índole del producto que suministra. En efecto, una obra bien hecha –sea una narración, una sonata, una fachada o un óleo- no permite que se ejerza la capacidad de recreación por el plano en que discurre y nadie puede divagar ni añadir nada musical mientras escucha el piano ni concebir algo arquitectónico, cuando contempla una fachada, fuera de lo expuesto por la propia piedra. Y así la obra bien hecha en un plano de la sensibilidad se puede definir como aquella que cierra todo el campo de la fantasía en dicho plano. En contraste, la divagación puede discurrir transportada por el vehículo de aquellos sentidos menos afectados por la experiencia estética y, sobre todo, por aquellas “formas” estéticas adquiridas por la experiencia que no se hallan presentes ni interfieren apenas en el acto: la narración con la melodía, ésta con la estampa, la estampa con el recuerdo de aquélla; así acuden los rumores de una leyenda pagana que parece esconderse tras las sombras de un jardín umbro y la mirada del enigmático conspirador –casi oculto por los visillos- replicará siempre a la curiosidad del inocente aficionado que contemple la fachada de Sansovino. Una frase del violín deja muy pocas dudas acerca del carácter cromático de la melancolía.

Y bien, el film no permite que el espectador se vaya por su lado. Sobre todo si se piensa que no tiene donde ir, a menos que gane la calle donde no es probable que le espere –en esa hora vacía y gratuita- un bidón repleto de patas de gallo. Dejando la guerra de lado y algunos actos de la carne imprescindibles para su equilibrio, tal vez sea el cine lo más absorbente que el hombre ha inventado. Tan absorbente que si está bien hecho apenas puede reparar en los detalles... por falta de tiempo, no puede volver atrás ni por lo general desviar su mirada del centro de la pantalla ni perder una frase ni recapacitar sobre el sentido de una escena que se le ha escapado si no quiere verse metido en una mayor confusión ; a lo más las dudas se despejarán a la salida –como en los exámenes- preguntando a quien tenga capacidad para responder. No digo que no haya lugar para la ambigüedad cinematográfica pero sí afirmo –sin ambages- que me “es más difícil concebir una película dudosa que una estrella que baile”. Por eso sin duda son los detalles tan importantes, porque el espectador no debe caer en ellos. Y si eso ocurre y no responden a lo que se esperaba de ellos... es mejor abandonar la sala y ganar la calle, pase lo que pase. ¡Loor al cine español que con riguroso y casi científico esmero descuida de tal modo los detalles que permite al espectador ganar la calle sin la menor sensación de haber sido defraudado en cuanto la protagonista, al llegar a casa, se deja caer en su lecho a sollozar y acude su madre a prestarle consuelo!.

La verdadera revolución –la segunda y más decisiva-, según he leído en alguna revista especializada, la aportó el cine hablado. A partir de ese momento, todas las formas tradicionales de la experiencia estética se concentran en la narración cinematográfica: la atención dramática a una escena que es consecuencia de lo ya visto y antecedente de lo que vendrá, sin posible vuelta atrás, sin la menor opción para la relectura; la audición musical de una frase que sólo en la armonía se enlaza con el resto pero que por sí misma requiere la presencia de todo el espíritu; la fijación de toda la mirada por una imagen pictórica fuera de la cual no hay más que sombras; la retentiva literaria de una narración cuya memoria, por si fuera poco todo lo anterior, gravita durante toda la proyección. Una experiencia tan extensa sólo se soporta si es intensa y un fallo en cualquiera de las categorías tradicionales de la experiencia estética –la dramática, la musical, la plástica y la literaria- supone por lo general el hundimiento de todas las demás. No hay doctrina del repoussoir que valga para el film; no hay posibilidad de abandonar el primer plano –si existe- para descansar la vista con la quietud del paisaje de fondo; no hay desplazamiento ni en el eje ni en la magnitud, como en el  San Jerónimo flamenco todo él ocupado por la vista imaginaria del lago, los acantilados y los quiméricos castillos, mientras el santo apenas se distingue en un rincón, arrodillado y casi oculto por un cedro; no hay digresión gratuita, como el relato inserto en la novela y apenas hay cambio de tono, de modo o de compás. En el film hasta la incoherencia debe ser coherente.

Numerosos amigos –todos ellos más jóvenes que yo, que en buena medida han madurado en la cultura de la imagen y muy aficionados al cine aun cuando –observo- su entusiasmo va decayendo a medida que se alejan de los treinta años- constantemente me reprochan mi incomprensión hacia el séptimo arte, mi incultura cinematográfica y mi apego a los prejuicios elaborados a lo largo de cuarenta años de espaldas a la pantalla. Las acusaciones son exageradas y ni que decir tiene que, incapaz para discutirlas, no me siento nada conforme con ellas. He visto mucho cine –a lo largo de cuarenta años- casi todo él malo, que es lo más formativo; es decir el que, una vez asimilado, más ayuda a degustar el bueno. Creo que como cualquier individuo de mi edad y educación, me ha sido dado ver mucho cine comercial y muy poco cine –recurriendo a una denominación que no entiendo cabalmente- de autor; ha sido, en definitiva, una gran suerte para mí pues de haber frecuentado el cine de autor hoy sería –sospecho- un hombre profundamente amargado. Pero, por encima de todo, tengo la certidumbre (de la que ningún amigo me puede apear) de que cuento exactamente con la cultura cinematográfica precisa para extraer de un film todo el beneficio que se puede sacar. Lo mismo me ocurre con el drama, con la novela y la pintura al óleo. No me ocurre lo mismo con la poesía, la música y la arquitectura, disciplinas cuyas manifestaciones me dejan siempre la insufrible sensación de que me sobrepasan, que hay algo en ellas que siempre me perderé por ser incapaz de aprehender sus últimas consecuencias. (En cuanto a la danza clásica cuento con la convicción y la cultura necesarias para estar seguro de que cualquier manifestación de esa mortificante actividad siempre me producirá horror). No tengo demasiado respeto por las experiencias estéticas –cualitativamente diferentes- de los especialistas y no creo que el film –bueno o malo- sea otra cosa que un producto para profanos. Todo depende de la clase de profano que se sea y ningún conocimiento técnico o profesional puede venir en ayuda del espectador si aquello que le muestran no le satisface en cuanto hombre común y medianamente culto. El manejo de la cámara, el dominio de los actores, las delicadezas del montaje, el respeto al eje... son cosas que pueden ser de utilidad (cuando se toma asiento en la butaca) siempre que lo que a uno le muestren tenga el interés macroscópico de todo espectáculo, un producto organizado con vistas a cierto vulgo.

No creo que se pueda definir con una palabra ese nervio conductor y tenso que sin asomar jamás a la pantalla, enhebrando todas las escenas, permite que toda la proyección desde el principio hasta el fin tenga interés y tal vez un único interés. Supongo que no siempre será de la misma clase; ora la gracia, ora la compasión, ora la intriga... no lo sé, todo lo que se quiera, todo de lo que –con su conocido talento para el disimulo, la perversión, la vulgarización de lo exquisito- carecen un Visconti o un Rocha. Un sentimiento bien llevado basta no sólo para llenar una hora y media sino para alcanzar el supremo espejismo de que esa hora y media no pueda ser otra ni puede cumplirse de otra manera. Por ejemplo, el aburrimiento de tres niñas huérfanas durante los últimos días de sus vacaciones de verano. Es la misma declaración –desde la perspectiva de los seis, ocho o diez años- de Nizan en el pórtico de Aden-Arabie: “Je ne laisserai personne dire que c’est la plus bel âge de la vie”. Pero el aburrimiento es siempre una consecuencia, nunca lo originario ni lo primordial. Existe un pathos que crea el clima de aburrimiento que no se despejará mientras aquél se inmovilice, de la misma manera que sólo el viento levantará la niebla.  El pathos se halla por doquier: en las fotografías con que ya no se distrae la abuela paralítica, como ya no se alimenta la persona desganada que picotea unas avellanas; en la soledad de una criada rezongona que muestra sus ubres como inmóviles testimonios de antiguas concusiones carnales; en el baile de tres niñas dos a dos que sólo esperan gracias a él transportarse más allá de esa abyecta edad que nada –sino pequeños deberes y reprimendas- les puede ofrecer. Y más allá del horizonte de las niñas, la terrible sospecha de que –a la vista de lo que han vivido sus mayores- lo que les va a ofrecer el tiempo venidero es mucho peor. En el espejo cronológico por el que transcurre la película –dejando de lado ese abstracto futuro desde el que una de las supervivientes vuelve hacia atrás su mirada- no ha lugar a esperar que mitigue el aburrimiento; tan sólo del colegio con sus clases –por la ocupación del propio tiempo desde fuera- puede llegar un alivio cierto.

Ciertamente la horrenda tragedia por la que han pasado las niñas –sobre todo la central y sólo porque a causa de su insomnio ha sido testigo de las escenas más crueles, pues Saura con sumo tiento ha tenido buen cuidado de no manifestar en ella un rasgo de carácter decididamente diferencial- pesa demasiado para que quepa esperar otra cosa; el abandono de la madre y una muerte presentada con sus rasgos más atroces; la sustitución de su ternura por la disciplina ancilar; la culpable frivolidad del padre; el implacable distanciamiento del mundo de los mayores (que se manifiesta en lo sucesivo en la forma de órdenes, miedo, deseos de muerte, antipatía, imposibilidad de llegar al corazón de nadie y menos de la peripuesta, acicalada, estupefacta y sonriente abuela de la que por sus escasos gestos cabe colegir que un día albergó alguna ternura, no se sabe por qué ni por quién) y esa crisálida del vacío que no será capaz de romper una canción, ni una muñeca, ni una pistola, ni una excursión al campo, ni la cháchara agridulce de la doméstica, pautado y acentuado por el paso frente a la puerta del dormitorio –casi siempre en la misma dirección- del fantasma querido de su madre.

Pero el clima del aburrimiento no se consigue así como así; no siendo sino una medida del tempo, un gesto o una expresión pueden bastar para consignarlo pero no para mantenerlo. Aquel detalle que con carácter signaléctico lo denuncia es preciso llevarlo hasta el final; el baile de las niñas se prolongará –sin excesivo entusiasmo- hasta que concluya el disco; el juego del escondite hasta que nada se pueda obtener ya de él; para las adivinanzas de la abuela es preciso repasar todo el retablo de fotografías; la canción es siempre la misma y siempre el mismo, el cuento infantil. La agonía de la madre no puede reducirse a una crisis de dolor y todo el talento de la actriz tendrá que ponerse a prueba en la reincidencia, en la caída –más vertiginosa en cada imagen- en la nada del sufrimiento y de la muerte. Son los grandes momentos del film, cuando el espectador ha de retener el aliento porque ese tiempo vacío, tétrico y sin sentido ha saltado de la pantalla para introducirse dentro de él: la niña insomne que aprieta los párpados para forzar la visión imaginaria que conjugará al poderoso señor de las sombras y del tedio. El tema no puede ser más antiguo y más primario el sentimiento al que apela si la atención se centra en las criaturas desvalidas; pero el acierto es desviar esa atención –gracias a la dureza de las niñas y en particular de la protagonista, que nunca reclama ayuda y rara vez despierta la compasión- de las vertientes psicológicas del drama hacia las alturas de ese tiempo empíreo que sustenta indiferente todos los acaecimientos. En la mejor muestra de su arte que nos ha ofrecido hasta la fecha, Saura ha dirigido su cincel –recreándose en la limitación del escenario, en el enclaustramiento de la acción- para extraer del bloque marmóreo del tiempo la infantil efigie del aburrimiento.

 

(Este texto constituye el prólogo que Juan Benet realizó para la publicación del guión de la película de Carlos Saura, Cría cuervos. Agradecemos a su editor, Elías Querejeta, la autorización para reproducirlo)

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Benet

31 de mayo de 2013

                    
                                                                                            

                      ...y de nuestro amor primero

                   y de su fe mal pagada

                   y también del verdadero

                   amante de nuestra amada

                                 Antonio Machado

 

            La noche en que murió tu hermano ya no era noche. Bueno, no lo sé. Había hilachas de amanecer entre las nubes y arriba, en el monte, se empezaban a distinguir las casitas que salpicaban el camino de los pinares. Pero eso lo observé cuando me lancé afuera, temblando, descalzo, al escuchar y comprender los gritos del cabo primero. Quizá todavía pesaban mucho las sombras allá en la garita y precisamente le dio el impulso definitivo esa insidiosa mancha de leche con que se anunciaba el alba sobre las tapias del otro lado del cuartel, yo mismo la percibí tantas veces. Siempre hemos hablado de la noche en que murió tu hermano y sólo hoy me doy cuenta de que la noche puede que estuviera terminando para todos menos para él, que penetraba en otra. Recuerdo las voces que reclamaban al oficial de guardia y, cuando dejé la litera, al brigada Vélez con las canas revueltas, subiéndose la bragueta y ajustándose el correaje. A mí me agarraron entre varios, no sabía adónde iba, a ver a tu hermano, me imagino, para decirle lo que ya no podría oír. Te lo he contado antes, lo he contado antes a tu familia, a los amigos de tu hermano y a los míos. Esos detalles insignificantes, a los que uno les concede la importancia de un certificado de verdad, quedan impresos en la memoria –los olores que acompañaban la noticia de la muerte de tu hermano, por ejemplo, el olor a la chistorra de los bocadillos de la cena y el olor a calcetines sucios y el olor al sueño sudado del cuerpo de guardia--, o será que lo que se queda impreso es la historia que transmitimos de los acontecimientos, como si nuestro relato barriera todas las perspectivas diversas y las demás sensaciones que no estaban incluidas en él. Te lo he contado antes, sí. Pero hoy escucharás una versión que nadie ha repetido.

            A tu hermano lo reconocí cuando apareció por la puerta de la compañía vestido de paisano con una trinca verde, creo, y un flequillo a lo beatle bajo el que se afligía una mirada de huérfano. Esa era la impresión inicial, la de orfandad, supongo que no muy distinta de la que ofrecimos los demás pero en el caso de él con el agravante de que llegaba con dos semanas de retraso, sin el arropamiento de la masa. De un hombro le colgaba el petate. Miraba hacia los dos lados del barracón sin decidirse a entrar del todo. Yo diría que tiritaba, estábamos en enero y hacía en Vitoria un frío del carajo. Me han dicho que preguntara por el furriel, o algo así dijo. Yo estaba junto a la máquina de las pepsi-colas y lo reconocí. ¿No había estudiado cuarto y reválida en el Gaztambide?, pregunté, ¿Barranco, Javier Barranco? Era un náufrago que avistara tierra a lo lejos. ¿Nos conocemos?, nos conocíamos, aseguré, ¿no se acordaba del examen de matemáticas con el Galán?, él los problemas, yo la teoría, era verdad, era verdad, y yo no había cambiado tanto, sólo que el pelo al cero despistaba, dijo, que no se preocupase, le dije, mañana también él se despediría de sus guedejas al viento, y le insté a que pasara, había tenido suerte porque yo era el ayudante del furriel, ventajas de saber escribir a máquina, le asigné una litera y le di mantas y le sugerí que se hiciera la cama antes de que los demás se percataran de la presencia de un novato y le montaran la petaca. Nos iluminaban aquellas bombillones tétricos que emborronaban la realidad en vez de precisarla. Haría media hora que había terminado la instrucción y cada cual trataba de olvidar como podía que esa noche tampoco dormiría en casa. Algunos volvían ya del hogar del soldado con las barras de pan y el vino tinto. Muchos se habían tumbado en el catre para darle a la mano en un intento de superar el bromuro que, según rumor, nos echaban en la comida. Yo no estaba en plan comprensivo, la verdad, eso de la solidaridad de los reclutas y el rollo de los grandes amigos de la mili es pura filfa, en ningún sitio he percibido tantos egoísmos como bajo el techo de uralita del CIR de Araca. Y a Franco le quedaban cuatro años para morirse, tú eres demasiado joven para hacerte una idea de la mierda aquella. Ahora bien, a tu hermano lo compadecí. Tenía muy grato recuerdo de él a los catorce años, éramos la generación del Capitán Trueno y nos sentíamos cómplices frente a las manías e insensateces de los profesores. Lo eché en falta al llegar a quinto. Los dos habíamos optado por letras puras y me hacía ilusión saber que en tu hermano tendría un aliado contra el cura casposo que nos iba a dar latín, don Cástulo, pero aquel octubre del 61 ó el 62 Javier Barranco no estaba en las listas. Fue cuando a vuestro padre lo trasladaron a Madrid y a esa edad no se mantienen las amistades, ni siquiera traté de enterarme de por qué Barranco ya no estudiaba en el Gaztambide. El caso es, esto me lo aclaró él, que seguía inscrito en la caja de reclutas de Navarra, creo que había un motivo por el que vuestra familia no lo empadronó en Madrid y además tu hermano estaba convencido de que un manotazo mágico, un manotazo zen, entonces leía rollos orientales, lo apartaría del servicio militar, pobre ingenuo. Hasta el último momento alegó enfermedades congénitas que se iba imaginando --corazón grande, entre otras—y que lo llevaron de observación a un hospital militar, por eso llegó tarde al campamento el cabrón. Bueno, allí estaba, desvalido, con su título de filología románica todavía tierno y seguramente arrepentido, y sin reconocerlo, de no haber hecho las milicias universitarias como sus compañeros de carrera que no tenían, como tenía yo, algún expediente policial que todos creían político pero que me abrieron por escándalo público cuando un policía me detuvo metiéndole mano en la Taconera a una chica de históricas, Olvido se llamaba, y me resistí a acompañar al hijoputa a la comisaría donde acabé con un par de magulladuras y un ojo reventón, a la chica nunca me la follé, por si te interesa, era difícil entonces. O sea que me dio pena tu hermano. Le ayudé a organizarse la taquilla y hacerse la cama. Le guié virgiliano por un breve tour de los alrededores esenciales del infierno: el Hogar del soldado para algún alimento extra si le sobraba pasta, las letrinas, y qué mueca de horror –la mía había sido igual pero me encantaba la superioridad que me proporcionaban las dos semanas de atroz experiencia--, por la noche meas y cagas a ciegas, le advertí, tienes que avisar de que estás ahí no sea que otro se te orine encima, suele ocurrir, dije, y no quise añadir que ocurría adrede, un modo de descargar la mala leche acumulada, y luego le mostré los límites de nuestro mundo, la explanada, que no se veía, donde desfilaríamos en el eterno ensayo del día de la jura, los bultos oscuros de las otras compañías, no te mezcles, le previne, y enfrente, a lo lejos, las luces de Vitoria donde ahora la gente de derechas se cree libre y escucha las mentiras del telediario. Mañana, le adelanté, te pelarán, te darán el uniforme de faena, la gorra que te caparán tus compañeros esa misma tarde, un librito que no buscan los bibliófilos (pero que hoy me gustaría haber conservado), el Manual del recluta, delicioso catecismo del facha celtíbero, y te convertirás, le dije, en un número, tu matrícula que la llaman, le dije, y él me dijo eso ya me lo han comunicado, quién eres le pregunté, soy el Navarra-104 dijo.

            Qué pinta tu hermano con la ropa de faena. No quedaban uniformes de su talla y no vayas a pensar que había servicio de sastrería. Le estaba de dolor, su cuerpo, muy delgaducho, es cierto, flotaba dentro de una sahariana y unos pantalones como para un recluta que le doblara el peso. Algunos le pusieron un mote, pero eso fue más tarde, espera, le llamaban Fideo de Mileto, como a un personaje de El Jabato, un tebeo que leíamos los chavales de los sesenta, tú no lo puedes conocer. No, eso ocurrió ya en el cuartel, allí en el campamento tuvo que aguantar lo de filósofo por aquello de que tenía el título de Filosofía y Letras, algo que le debió parecer muy gracioso al mariconazo del alferez Lobo que se divertía humillándolo mientras hacíamos la instrucción. No te lo creerás pero algunos de aquellos oficiales de complemento eran los peores, se cebaban en los reclutas, muy pocos, que habían terminado en la facultad y por los motivos que fueran se habían ahorrado la estúpida mitología de quince bajo la lona con Carlos Larrañaga y Ángel Aranda, o sea las milicias universitarias, lo de la lona era una peli de nuestra infancia que tú felizmente ignoras. Filósofo marca el paso, filósofo ese CETME, filósofo más brío que te cae una imaginaria, así todo el tiempo como si tu hermano fuera el único conejo de la compañía. A mí me respetaba un poco más porque me había licenciado en derecho y al tío, que era perito agrícola, le debían parecer las leyes una cosa solvente en comparación con la bagatela filosófica, aparte de que yo tenía todas las facilidades para escaquearme en la fuerrielería, que si teclear el parte, que si el capitán me pedía que le hiciera una carta para no sé qué hostias del gobierno militar, que si la lista de arrestos, vaya, que me libraba del undosundosizquierdaderechaizquierda por lo menos tres días a la semana. El Navarra-104 lo pasaba de puta pena y eso que retomamos nuestras antiguas complicidades y cuando bajaban bandera nos dedicábamos a charlar de las pasiones que compartíamos, los libros y las películas, igual que de chicos habíamos tenido en común los fervores salgarianos y la devoción por Flash Gordon y la rubia Sigrid, bueno, y los westerns de John Wayne que yo había preferido olvidar, tu hermano no, porque atravesaba mi etapa gauchista y me avergonzaba conmoverme con El hombre que mató a Liberty Valance como ahora me avergüenzo de haberme avergonzado entonces, cosas. Y eso que éramos tan distintos. Yo leía Triunfo y él Fotogramas. Yo ópinaba que Hitchcock era un reaccionario y tu hermano lo adoraba. Yo me entusiasmaba con Antonioni y el Navarra-104 con John Ford. Yo leía a Castilla del Pino y tu hermano a Allan Watts. En fin. No es que Javier fuera un carca pero pasaba de la política. Hablaba de poesía, de tantrismo, uf, de las sonatas de Beethoven cuando yo y mis amigos escuchábamos a Bob Dylan. Yo era más normalito, en realidad, respondía a los clichés del progre de la época.  Envidiaba la cultura de tu hermano al tiempo que me irritaban sus gustos burgueses, así los consideraba yo para estupor del Navarra-104 que se resistía a aceptar esas categorías. Pero había un terreno en el que yo le daba cien mil vueltas. La experiencia del Navarra-104 con las tías era mínima o se reducía a unos pocos escarceos sin desenlace, y no es que me hiciera confidencias, todavía no, pero yo deducía de su timidez y de su negativa a participar en las conversaciones sexuales, y el 90% de las conversaciones del campamento, fíjate, eran sexuales, salvo las que manteníamos tu hermano y yo sobre Lawrence Durrell y Joseph Losey, pero nosotros éramos los raros, deducía yo, te digo, que en ese campo Javier se había limitado a las angustias de un platonismo forzoso alimentado a base de miradas secretas y pajas vergonzantes, vamos, y no me equivocaba mucho, eso lo supe después. Yo me había espabilado en mis salidas veraniegas al extranjero de coffee-boy en Inglaterra, de recogefrutas en Francia. Porque ya te puedes imaginar lo que daba de sí Pamplona en esos años. Y aun con todo comenzaban a destaparse las hijas de la clase media profesional y yo tenía novia, sólo que entonces no usábamos esa palabra, y novia  con la que follaba gracias a las virtudes del neogynón que nos suministraba una amiga farmacéutica y al Parnasillo y a las buhardillas que los amigos y yo mismo veníamos alquilando por el casco viejo. Incluso añadiría que la relación con mi mueta andaba ya alicaída, tanto que el destierro en el CIR de Vitoria en cierto modo fue providencial para darnos aire, o dármelo a mí, al menos, que era el más asfixiado de los dos o, por qué no confesarlo, el único asfixiado.

            Yo temía que por culpa de mi mínima ficha policial me destinaran, tras la jura de la bandera, a los abismos reaccionarios de Burgos pero hubo suerte –o no, la perspectiva de los muertos es distinta y sería canallesco hoy escoger otra—y a tu hermano y a mí nos enviaron con el petate a cuestas a las cumbres reaccionarias del cuartel de montaña de Andoaín, a los pies del monte San Cristóbal, y con posibilidad de conseguir el ansiado pase pernocta que nos permitiría vivir las tardes que no teníamos servicio en Pamplona sin ir vestidos de caqui. El Navarra-104 fue a parar a la casa siniestra de una tía viuda en una bocacalle del Paseo Valencia, yo regresé al bario San Juan, con mis padres. Le prometí a tu hermano una acogida más que amistosa en el Parnasillo, “un refugio contra el mal aliento clerical” según rezaba la placa que habíamos colocado en la puerta del bajo en la calle Dormitalería, un par de cuartos atiborrados de libros y discos (robados en su mayoría) y unos catres sucios por el suelo, un refugio que pagábamos entre unos cuantos, en fin, refugios hubo varios pero el de Dormitalería convocaba más presencias y me pareció ideal para iniciar al Navarra-104 en su navarra nueva vida. Cómo era Pamplona, no te puedes hacer idea. Lo de la halitosis clerical se resigna a la prudencia de la metonimia, pero la realidad –aquella sociedad de meapilas casposos bajo boina requeté, espías aldragueros que denunciaban los modestos intentos ajenos de libertad, familias supernumerosas y supernumerarias de doncella con cofia,  damas que competían a prosapia rancia en cada chocolate con picatostes de las tardes en el Iruña—aplastaba con una contundencia que ninguna figura retórica puede reproducir. Y eso que, ya te lo he anunciado, pertenecía yo al reducido grupo clandestino que follaba sin pasar por el altar mayor de San Cerni ni temblar por los peligros del embarazo. Quedaba para los desesperados la opción canalla de las cuatro putas de la Chantrea, alguna más, vale, y alguna célebre entre los parroquianos, ¿nunca te he hablado de la puta del sifón?, bueno, otro día te lo explico, lo último que se le habría ocurrido a tu hermano, por supuesto, él que creía en el amor petrarquista y el rollo cómo iba a ingresar en la secta sonrojante de los putañeros y a lo mejor de haberlo hecho se habría salvado, ¿no te parece?, no, no lo sabes, no se sabe, no se sabrá nunca, tienes razón. Yo me consideraba un privilegiado y sin embargo, qué liviana es la juventud, en el primer permiso del CIR le había echado el ojo a una estudiante de música que salía de vinos con los parnasillos, Manolo Bear, Antonio, esa gente, el poeta Irigoyen, los de la radio, una tía preciosa que apareció justo cuando la relación con mi novia me empezaba a producir disnea. Y la verdad es que mi chavala no tenía precio que se dice y todavía conseguía conmoverme por su absurda capacidad de querer a un tipo como yo. Acababa de medio apalabrar un encuentro con la pianista para el siguiente fin de semana y me había echado un polvo con mi chica pensando en la otra, para qué mentirte, cuando ella me dijo una vez más que me quería tanto, haz lo que quieras conmigo, me dijo, y no supe qué contestar, no exigía respuesta, claro, pero pensé en mis planes musicales y se me saltaron las lágrimas. No por eso anulé la cita del sábado pero me conmoví y mucho. Disculpa, me estoy apartando del Navarra-104.

            Que también me conmovía, aunque de otro modo. Actuaba tu hermano con una delicadeza insólita entre varones machotes. Recuerdo una tarde en la que yo estaba con el muermo subido y él me lo notó por teléfono, así que apareció de repente en la buhardilla de Cacharrería donde solía recluirme a rumiar mi frustración de futuro condenado a opositar, traía una botella de vino, pan y medio queso roncalés, y eso que manejaba poca pasta, las migajas que ganaba con clases particulares de latín y de griego, y comenzó a hilvanar historias hilarantes de sus ligues sin éxito en la facultad y de vuestra familia, tan fecunda en personajes estrafalarios, o a lo mejor se las inventaba para hacerme reír, ¿teníais un tío que se desayunaba su propia orina?, ¿sí? Era formidable citando escritores y frases de pelis, se sacaba de la memoria el gag oportuno de W. C. Fields o el verso de Auden, y reproducía supongo que con exactitud historietas de Pascual criado leal o de Carpanta que habíamos leído los dos de niño, o de pronto me preguntaba si me acordaba de Chendalang y los cien mil o de Nicola Stradiato y los dos hacíamos alarde de la erudición imborrable de las lecturas de los diez años, qué bien que nos lo pasábamos. Debíamos llevar unos tres o cuatro meses en el cuartel de Andoaín cuando la amistad adquirió lo que parecía una sedimentación inquebrantable y el Navarra-104 atravesó las barreras del pudor y empezó a hacerme su confidente. Sí, sería a finales de mayo de ese año, ya había conocido a Marta y se había enamorado pero aún no lo sabía, las confidencias coincidieron con su encuentro en no sé qué festival de música folk en el Gayarre, luego se fueron de potes con el grupo pero ellos hablaron de esto y lo de más allá, en fin, que me preguntó qué sabía de ella y se preguntó en voz alta por qué le parecía tan misteriosa y yo le dije que no la conocía demasiado pero misteriosa, vaya, una burguesita de Carlos III, muy progre y tal pero pijita al fin y al cabo. Tu hermano encajaba y no encajaba con la cuadrilla, sabes, los domingos se le debían hacer más largos que una misa cantada y yo no siempre estaba disponible con lo que se acercaba a Dormitalería sólo para cerciorarse de que compartir el hastío con otros no resultaba gratificante, aparte de que era un tipo muy poco gregario y mis amigos, que lo apreciaban, lo eran en exceso, no buscaban el diálogo vis à vis que era el único que le satisfacía al cientocuatro. Javier me hizo su confidente porque a mí también me gustaba sentarme con él en los sofás del fondo del Iruña y charlar sobre actualidades tan acuciantes como la evolución estilística de la generación perdida, y además habíamos encontrado una base sólida de entendimiento en algunas películas. Yo le espetaba “anciano, no te conozco” y él en seguida la emprendía con “jesús, jesús, la de cosas que hemos visto” y es que ambos habíamos escuchado las campanadas a medianoche con idéntico fervor. Y admirábamos Jules et Jim con pasión insana, yo alegaba que por su ataque a la pareja burguesa y tu hermano por el romanticismo implícito en el amor a tres bandas. Nos gustaba saludarnos como los amigos de la película, et les autres?, y canturreábamos a dúo desafinado on s’est connu, on s’est reconnu, on s’est perdu de vue, on s’est reperdue de vue, on s’est retrouvé, on s’est rechauffé, puis on s’est separé, Jeanne Moreau lo hacía mucho mejor pero nosotros nos limitábamos a envidiar aquellas vacaciones inventadas en las que dos hombres y una mujer se amaban sin tensiones. A ti todo esto te parecerá my adolescente, ¿no?, por no decir pedante o hasta ñoño, no sé, la poca inocencia que me quedaba se manifestaba sin rubores en aquellas conversaciones con tu hermano, por eso conservo un recuerdo tan fresco (y tan doloroso) de nuestros callejeos  antes de que le tourbillon de la vie, como dice la canción, nos mandara a la puta mierda, bueno, a tu hermano más lejos, bastante más lejos.

            Lo raro es que a tu hermano le sobrevenía la vena confidencial en el cuartel, no me preguntes por qué, quizás allí no disponíamos de mucho tiempo y eso, el no poder entregarse al lujo del análisis, favorecía la confesión súbita y breve. Una mañana estábamos recién desembarcados del autobús tomándonos un café aguado en el comedor, y ojo, habíamos hecho juntos el recorrido, desde la parada que estaba justamente por aquí enfrente, a unos pocos minutos del hotel Tres Reyes que tan pomposamente nos protege del invierno esta tarde, hasta la misma puerta de la compañía y no habíamos hablado más que de Gary Cooper, de qué cosas no se olvida uno,  había un ciclo de Gary Cooper en la tele y su presentador, un tal Cebollada, franquista y censor, a mí me atacaba las tripas y  me predisponía en contra del vaquero, pero para tu hermano contaba más el sudor contra reloj de Solo ante el peligro que el asqueroso catolicismo, y en eso no he cambiado, aún lo juzgo asqueroso,  de aquel cretino colaborador de MacCarthy, bueno, estábamos sorbiendo el aguachirle y mordisqueando un canto de chusco cuando el Navarra-104 musitó que había pasado la tarde del domingo con Marta y que pocas veces se había sentido tan a gusto con una chica hasta que, antes de despedirse en los soportales de la Plaza del Castillo, ella le dijo  a bote pronto quiero avisarte de que nunca me acostaré contigo. Y quién había hablado de acostarse, se lamentaba Javier al que se le podía leer incluso en las raíces del pelo que se estaba muriendo por acostarse con Marta, aunque simplifico, tenía razón tu hermano, no había llegado hasta su reticente conciencia lo mucho que le apetecía echarse un polvo con la muchacha, él se había enamorado y se había enamorado en clave lírica. De todos modos yo le advertí que no interpretara literalmente las palabras de Marta, si hubiera leído más a Freud y menos a Garcilaso sabría que esas declaraciones se llaman denegación y significan lo contrario de lo que explicitan, nunca me acostaré contigo significaba para empezar que ya se le había pasado por la cabeza el hacerlo, ¿no?, pues a mí no, la verdad, me dijo el Navarra-104, ¿es que te molestaría follártela?, le pregunté o algo parecido, no me lo planteo en esos términos respondió medio cabreado y sin embargo no lo juzgué un jodido hipócrita, la respuesta me confirmó simplemente su lentitud para percatarse de los propios deseos, su torpeza virginal, sus inmensos prejuicios. Estás en babia imbécil, debí pensar, pero no le dije nada, me producía una rabia absurda su jesuitismo al tiempo que me impresionaba la gravedad de sus sentimientos y tal vez debí comenzar a preocuparme. Porque la relación entre Marta y tu hermano continuó, se veían los domingos en que a él no le tocaba guardia ni retén, y continuaron las confidencias furiosas, porque le violentaba el transmitírmelas y no podía por menos de desahogarse o se habría vuelto loco. A veces se contentaba con describir la belleza de la chica como si yo no la hubiera visto nunca, y así era en realidad si uno reflexiona, nunca la había visto con la mirada absoluta y singularizadora del amor que era la mirada de tu hermano, quizá yo no haya visto a nadie de esa manera y por eso mismo Javier me irritaba y, ¿te lo podrás creer?, me daba envidia, aún hoy me da envidia. Yo seguía los estados de su fiebre como un médico observa el proceso de una enfermedad que no puede curar, ni siquiera aliviar. Supe de los primeros besos y de los desplantes intempestivos de Marta, escuché las minucias insufribles del matiz rosa de los párpados de Marta cuando cerraba los ojos antes de acercar sus labios a los de Javier y vi a tu hermano torturarse por el malhumor sombrío de la muchacha algunas noches en las que no permitía que ni le rozara la mano. ¿Pero folláis o no?, le insistía yo mientras engrasábamos el fusil ametrallador, y no follaban, se le contraían las facciones al 104 cuando yo empleaba ese tono, no follaban pero follaron, ojalá no lo hubieran hecho, perdona, por qué digo esa tontería. No sabemos nada.

            Al parecer lograron quedarse solos en el cuchitril de Dormitalería un domingo a finales del verano. La cuadrilla se había dispersado en agosto, muchos se iban de vacaciones con los padres, yo mismo de no ser por la mili. Teníamos veinte, veintidós años, y nuestro afán de independencia no era tan heroico que nos hubiéramos independizado sin recursos. Yo me daba por satisfecho de poder ganar un dinerillo en el despacho de mi padre y poder pagar una parte de la buhardilla que compartía con otros en mi situación. Bien, el lunes estaba feliz tu hermano. Marta le había pedido que la esperase en una de las alcobas y al cabo de unos minutos apareció ella en pelotas. Follasteis por fin, le dije. Pues no. Marta no le dejó que se desnudase más que de cintura para arriba y, como Javier me ahorró los detalles, sospecho que el magreo subsiguiente tuvo mucho para tu hermano, deslumbrado, de culto de latría al cuerpo de la chica, y para ella de complacencia narcisista. Calientapollas, murmuré, y fue la primera ocasión en que mostró el Navarra-104 cierta agresividad peligrosa. Te prohibo ese lenguaje, me ordenó muy serio. Luego se percató de que sus historias provocaban reacciones como la mía y sabía, por ende, que no era capaz de dejar de contármelas. La conducta de Marta lo perturbaba. Ella le había confesado cosas que a nadie antes, cuáles, le pregunté con mucha curiosidad, para enfrentarme al reproche mudo de Javier, y él le había entregado su intimidad más honda, no tenía para ella más que un secreto, que le avergonzaba, y era justamente que había una tercera persona, yo, que estaba al tanto de lo que ocurría entre los dos. Yo no soy nadie, le garanticé, soy el capitán Nemo, Ulises en la cueva del cíclope, no, me interrumpió, por favor, dijo, no estoy para bromas, aspiraba a la total transparencia con Marta y se culpabilizaba por ocultar mi existencia, vaya, no mi existencia, le hablaba de mí, de nuestra amistad anclada en la isla de Mompracén y en el reino de Pal-Ul-Don, pero no la había revelado, nunca lo haría, que cada lunes me hacía el receptor incómodo de las crónicas de sus avances y retrocesos en la campaña amorosa para la que carecía de la más elemental estrategia. A veces tengo la impresión de que me desprecia, me declaró, y otras que le soy imprescindible. La primera vez que follaron, allá por octubre, descubrió tu hermano que Marta le había contado cosas de su vida que a nadie antes, se lo había jurado, pero se callaba otros detalles de los que él hubiera preferido tener noticia, por ejemplo, que él podía eyacular en su vagina porque ella tomaba la pilule –todavía la llamábamos en francés, qué catetos, ya te digo--, información que desconcertó al Navarra-104 hasta el punto de que no había dejado de cavilar sobre la propia inexperiencia frente a un indudable savoir faire de la muchacha que él relacionaba con el uso imprevisto de la pastilla. Yo le aseguré que mucho mejor así, ¿o es que él había ideado un método anticonceptivo menos arriesgado que la marcha atrás?, pero tu hermano se había enfangado ya no tanto en los celos retrospectivos –había leído a Proust, por supuesto—como en las dudas sobre su propia performance de novato frente a los tíos que él imaginaba haciendo retorcerse de placer a Marta y eso era insoportable. Marta no ayudaba gran cosa, adoptó una de sus poses esquivas después del primer polvo y a Javier se le leía el sufrimiento en la frente, en las comisuras de los labios, en aquella manera suya como de encogerse dentro de sí mismo porque hasta la brisa nocturna podía abrirle heridas en la piel. A mí me apenaba verlo convertido en una llaga oscura que se curaba apenas la chica volvía a aceptarlo de acuerdo a unos cambios de carácter que al cientocuatro se le antojaban inexplicables,  casi patológicos, y el caso es, me decía, que yo creo que ella sufre también y no consentía –tú que sabrás, si no la conoces, argüía--, no consentía que yo quitara hierro al hipotético dolor de Marta tomándolo a la ligera, que no será para tanto, hombre, le decía pero él me mandaba callar y la cara se le contraía como si de verdad alguien le estrujara para aplastarlo. Yo le atribuí las chapuzas habituales en los primerizos, el gatillazo, las precocidades menos deseables en esas circunstancias, ahora que tal vez me equivoque y sus inseguridades no procedieran de él mismo sino de la conducta de su pareja, en fin, también había leído, cómo no, París era una fiesta y no quería repetir conmigo las consultas eróticas del pobre Francis al maligno Ernest, según Ernest, o sea que vete tú a saber. Me desvío, sí. Volvieron a follar, los padres de ella se fueron de viaje con la hermana pequeña y Marta lo invitó a cenar un sábado en su casa y a pasar la noche con ella en el piso de Carlos III, ya te he dicho que era una pija de Carlos III. De puntillas se movía tu hermano por el cuartel, tanto terror tenía a que lo arrestasen; le acababa de tocar servicio de cocina y había salido de guardia ese miércoles o jueves de manera que sólo un arresto podía impedirle al bueno de Fideo de Mileto –era la época en la que lo apodaban como al personaje del tebeo—acudir a la cita con su amada, y había tantos peligros, no haber limpiado bien el fusil, un error en la instrucción, atraerse la mirada malévola del capitán que nos definía como hostiables, es decir, los que merecen recibir hostias, y que odiaba a tu hermano porque sólo con verlo caminar desde el cuarto de banderas se apreciaba que era más inteligente, más culto, más bondadoso, más estúpido que todos los demás hostiables de todos los cuarteles del puto ejército. Yo no sabía cómo protegerlo y lo habría hecho a costa de mi propio arresto, me angustiaba tanto como a él, de verdad, el que el fatum en forma de sargento gallego o capitán valenciano le impidiera precipitarse a la fiesta que le había preparado su amor. No sabía cómo protegerlo, dios mío, y no lo protegí: no lo arrestaron, acudió a su cita.

            Yo salía de guardia el lunes cuando lo vi con la cara desencajada en las escaleras de la compañía. Me dijo que teníamos que hablar y decidimos encontrarnos a la hora del bocadillo en la caseta donde los maestros enseñaban las primeras letras a los analfabetos del remplazo, las academias como llamaba la jerarquía poéticamente a aquellas aulas cutres. Acudí con cierta aprensión y sin apresurarme. Tu hermano estaba sentado en un pupitre y estrujaba la gorra entre las manos. Me pidió que me sentara y me aseguró que no había prisa, dirigiría la instrucción el cabo primero Planas que estaba de acuerdo en pasar por alto nuestras ausencias a cambio de un par de paquetes de Camel y que no me preocupase por los educandos de artillería, estaban de maniobras, o sea que teníamos tiempo para que me narrase y que yo por favor ninguna gracieta y es que él no debería, no debería, pero si no me lo contaba le explotarían las vísceras, vomitarías las tripas, no sé qué disparates. Le rogué que se tranquilizara. No estoy intranquilo, dijo, estoy deshecho. Todo había ido muy bien al principio, la cena, el vino alegre, risas, los besos y la cama y desnudarse y acariciarse, hasta que ella se montó encima y empezaron a follar. Y de pronto tu hermano observó que a Marta se le descomponía el rostro y no por el placer sin como cuando un pensamiento turbador se cruza por el coco y ya es imposible continuar con lo que se estaba haciendo aunque lo que estabas haciendo era follar con tu chico  al borde del orgasmo. Aflojó el ritmo, se detuvo. Lo miró –me miró, me dijo—como a un desconocido, acercó su cabeza a la de tu hermano, me contó Javier, y le susurró quiero que sepas, me dijo que le dijo, quiero que sepas que me acuesto con otros hombres. La declaración me sorprendió, me indignó, me dolió, y eso que yo no era quien la recibía con los pechos de su emisora bailando frente a mis ojos y su coño humedeciéndome la polla. Creo que la única respuesta a tan desabrida revelación habría sido echarse a llorar y quizás es lo que hizo tu hermano, no estoy seguro, su relato se iba desarticulando conforme pretendía darle un sentido a una materia narrativa que causaba un dolor tanto más agudo cuanto más trataba él de  racionalizar los motivos de la chica para provocarlo. A qué venía eso le preguntó, claro, y ella, desencajando sus cuerpos, se limitó a murmurar que le parecía honrado aclararle ese punto. Estaban a oscuras, me dijo, pero intuía esa mirada perdida que le había sorprendido otras veces, se había tumbado Marta y de pronto se levantó, rebuscó entre su ropa, salió del dormitorio. Pasaron unos minutos eternos. Javier la llamó, luego salió a buscarla. No conocía la casa y se tropezó con muebles, con una pared. En la sala penetraba la luz de las farolas de la avenida y recortaba entre las sombras la desnudez de la muchacha; Javier me describió cómo reposaba la nalga izquierda en la esquina de una mesa central y esa pierna quedaba colgando en el aire mientras la otra pisaba la alfombra, en la mano diestra sujetaba un cigarrillo que se llevaba a los labios con el gesto rápido de quien tiene ganas de consumir el tabaco, ¿sus ojos le brillaban?, él diría que sí, casi le dio miedo, también creyó distinguir la mancha negra del sexo, eso era imposible, le dije, o a lo mejor sólo lo pensé, yo apenas hablaba. ¿Por qué?, insistió él, explícame, Marta hizo un movimiento de cabeza, como si despertase, tenías que saberlo le dijo con voz de humo y de noche, pero por qué todo, no lo entiendo, ¿tú lo entiendes?, me preguntó tu hermano directamente, ¿lo entiendes, ¿la entiendes?, las ojeras románticas se avenían mal con la ropa de faena demasiado ancha, por un instante decidí que todo era ridículo y que nadie con ese aspecto de fantoche tenía derecho al dramatismo pero me iba ganando una angustia absurda, aquella historia nunca debió desarrollarse así, y rebuscaba entre mis experiencias una sensación de amor tan intensa y tan desesperada cono la que transmitía mi amigo, a sabiendas de que jamás había vivido una pasión como la suya, tal vez nunca, no tal vez, con absoluta certeza nunca había vivido una pasión, todo en ese aspecto había sido muy sencillo en mi vida, al menos todo lo sencillo que permitía el gendarme de la esquina y la ñoñez generalizada de mis coetáneas. ¿La comprendes?, me volvió a preguntar Fideo de Mileto, quería yo identificar aquel soldado enclenque con Fideo y no con mi camarada de la isla de las Tortugas de nuestra infancia para no dejarme arrastrar por su desdicha. Me salí por la tangente, sin duda que exagera, no entendió mi frase, que exagera en qué, dijo, eso de que se acuesta con muchos hombres es una exageración, seguro, aclaré, y tu hermano podría haberme estrangulado, blasfemó, recuerdo, y me sorprendió porque era la mar de repulido con su lenguaje, se cagó en dios o en la hostia, nunca me había parecido tan navarro como en ese momento, ni tan Fideo de Mileto, sólo que en la frontera misma de las lágrimas y para dónde mirar, qué embarazoso, y entonces oímos la corneta, el séptimo de caballería siempre al quite, nos llaman, le dije, vamos, no querrás que nos arresten, y le cogí de la manga, ve tú, dijo, búscate otra mueta, le recomendé, él no pronunció una palabra, no hacía falta que me gritara gilipollas.

            Esa misma noche me llamó a casa, a casa de mis padres, en la buhardilla sólo me quedaba a dormir los fines de semana y algún día laborable si había plan, muy buen plan, porque la parada del autobús al cuartel caía lejos, yo le irritaba a Javier, a menudo juzgaba mis comentarios despreciables, pero yo era la única persona que no sólo estaba al tanto de los climas tormentosos de su relación sino que captaba los paralelismos, alusiones y ejemplos que él extraía de los amores de Swann o de La piel suave, o podía ir incluso más lejos y evocar a don Emilio de Ventimiglia adentrándose en el mar Caribe con Honorata de Van Guld en sus brazos, y es que, pese a mi zafia interpretación de sus angustias, nos seguían uniendo los exámenes de latín, las hazañas del noble Winnetou. Esa misma noche me llamó como si yo no le hubiera recomendado unas horas antes, con la sensibilidad del esparto, que se buscara otra chica. El teléfono colgaba de la pared del pasillo que unía la sala, donde mis padres veían la tele, y los dormitorios. Su voz me pareció una voz de película, yo estaba en pijama, de hecho había apagado ya la lamparita de la mesilla cuando mi madre me dijo que era para mí, y resultaba tan incongruente escuchar al taciturno Navarra-104 a oscuras, imaginando aquella expresión tan reconcentrada y la ropa militar dos o tres tallas por encima de la suya, por supuesto no estaba en el cuartel, llevaría una de sus camisas de cuadros o el niki verde de escorpión por el que le había tomado el pelo la cuadrilla, de marca y en consecuencia burgués, y él había aguantado las sornas con su bonhomía de reaccionario entre jacobinos, apenas consigo rememorarlo de civil, es un fantasma caqui con gorra de plato, el caso es que ni pidió perdón por telefonear tan tarde o tal vez se había disculpado con mi madre, a mí me dijo sin preámbulos Marta me ha llamado y se hizo un silencio en el que yo escuchaba la voz de Jesús Álvarez leyendo las noticias de derechas del último telediario. Repitió Marta me ha llamado y yo carraspeé, ah vaya, dije o cualquier insulsez fática para que no nos ganara la irrealidad del silencio trufado por las voces de la tele, Marta estaba muy mal, me ha preocupado, yo diría que había pasado muchas horas  llorando y ahórrate cualquier sarcasmo, dijo de corrido, estuve por insinuar que a esas horas el registro sarcástico estaba clausurado y en realidad, me di cuenta, un extraño miedo, o no tan extraño, me atenazaba allí plantado en medio de las cien mil soledades de la noche en  una ciudad más hostil que todos los suboficiales chusqueros de la patria, eso sentía, miedo, pero pregunté bueno y qué más te ha dicho y Marta se había casi justificado para peor, le dijo a Javier que se acostaba con él para agradecerle, que era su forma de devolverle la generosidad de su amor, pero el amor no se agradece le dijo tu hermano, o no de esa manera, a no ser que, y ella se echó a llorar y no pudo seguir salvo para prometerle una larga conversación el domingo como siempre, donde siempre si no te arrestan, y él juró no me arrestarán, me dijo, y yo le dije no sigas, déjala de una puta vez, no acudas el domingo, te está machacando, y tu hermano al final accedió, que yo tenía razón dijo, se martirizaba prolongando una agonía que ya no daba más de sí, y yo le tomé la palabra, quise creerle, como si no supiera que Javier habría ido a la pata coja hasta el fin de la tierra para ver tres minutos a Marta y dejarse arrancar las tripas si eran sus manos, las manos de ella, las que se las arrancaban. Le creí ma non troppo, pasé el resto de la semana reforzando con la dialéctica de la pesadez los argumentos irrebatibles contra esa cita que mi amigo juraba que no iba a producirse. Otras artimañas intenté, sin éxito, ahora te las cuento. El domingo no vi a mi pianista, fui al cine con Manolo Bear y con Conget y regresé pronto a casa de mis padres por si llamaba tu hermano, tan desasosegado me sentía. No llamó. Pensé que la sensatez había triunfado. El lunes no coincidimos en la parada de la diligencia. Llegó tarde a la compañía. Yo estaba sentado en un taburete hojeando un periodicucho. Lo vi enmarcado en el umbral, me buscó con la mirada y se dirigió hacia mí a paso ligero. Le sonreí. El primer puñetazo me derribó entre las taquillas. Había cáscaras de pipas por el suelo, mira, no he olvidado ese detalle. Hijodeputa, me insultaba tu hermano, grandísimo hijoputa. Yo deduje que después de todo la cita había tenido lugar y Marta se había sincerado, qué alivio para ella. Y hasta cierto punto qué alivio sentía yo entre las patadas y la sangre.

            Luego reconstruí lo que había ocurrido, no era muy difícil. Yo me había visto el viernes con Marta por si el cientocuatro cedía a sus requerimientos de una entrevista. Le había suplicado a la chica que no le contara nada porque lo destrozaría y destrozaría nuestra amistad, la de Javier y mía, que era lo único que le quedaba a tu hermano. Marta lloró mucho y llegué a convencerme de que la había convencido. Pero algo sabía ella de mi affair musical y sus celos –o su desengaño conmigo o una turbia lealtad a la persona con la que más desleal había sido—la impulsaron a mantener un encuentro al que la víctima no sabría negarse. Yo quise justificarme ante mi amigo porque de verdad, le razoné, que sólo quise ayudarlo a superar una represión ridícula a sus años, pero qué te has creído, me decía él conforme me soltaba hostias como un poseso hasta que le interrumpió el sargento Llanos con la ayuda de un par de soldados. Ha sido culpa mía mi sargento, balbuceé entre escupitajos sanguinolentos y tratando de incorporarme. Pues no hay problema, me follo a los dos, dijo el sargento, vais a chuparos más guardias que el palo de la bandera. En otras circunstancias habría buscado la complicidad corsaria de tu hermano pero el Fideo jadeaba con los ojos bajos. Planeé acercarme a él y pasarle un brazo por encima del hombro con una frase de Jules et Jim que sólo él entendería, al mismo tiempo no podía por menos de reproducir in mente la voz de domingo de Marta mientras, con qué rictus de boca entrecerrada, le confesaba que era mi chavala y que ella habría hecho por mí cualquier cosa, incluso irse a la cama con el mejor amigo de su novio que lo estaba pasando tan mal, el pobre,  sin prever que le iba a coger cariño y no sería capaz de seguir mintiéndole, sin prever yo que Javier se iba a enamorar porque yo nunca me había enamorado y en el fondo le tenía envidia, sin sospechar ella, ahora Marta sí, que me generaba cierta fatiga una relación en la que no cabían más sorpresas y me había venido bien un poco  de aire libre para iniciar otra película con banda sonora de piano. Además yo estaba en contra del concepto posesivo del amor burgués y por eso, en un acto de desprendimiento, había cedido a mi chica para que mi amigo fuera perdiendo virginidades, ese era el argumento progre que no me atreví –tampoco me dio ocasión—a exponerle a tu hermano, me lo habría restregado por la cara como el trapo sucio que en realidad era. De cualquier manera mis intenciones de maese Pedro habían sido inmejorables sólo que se me habían enredado los hilos. Yo quería a Fideo, al Navarra-104, lo quería porque sabía distinguir los Gomangani de los Tarmangani y porque se reía a carcajadas de energúmeno recordando episodios de Guillermo Brown. Yo no pretendía hacerle daño, al revés. Fui manipulador, lo acepto. Pero yo quería a tu hermano, ¿no me crees?, lo quería mucho.

            Dos días después nos cayó el primer castigo, una guardia que por turno no nos correspondía. Yo no había cesado de hacer intentos de aproximación al cientocuatro pero él rehuía a todo el mundo. No fue por el Parnasillo ni paraba en la casa de su tía. ¿Qué hizo el lunes por la tarde, el martes, el miércoles? No se podría medir su soledad. Qué haría esas tardes infinitas como rosarios de colegio sin ver a nadie, dónde se escondía, qué pensamientos barajaba –esos sí los puedo imaginar. Las mañanas de cuartel se las arregló para escaquearse en la enfermería o sabe dios, compraría ausencias al precio que se podía permitir quien no iba a necesitar nunca más el dinero. El jueves formó la guardia entrante frente al bar de oficiales y nosotros dos en ella. El toque de trompeta –traducido al lenguaje filantrópico de los sorches como si-tienes-guardia-jódete— nos había convocado con la urgencia inútil de todas las obligaciones castrenses. Tu hermano no llegó corriendo. El brigada Vélez lo insultó durante unos minutos, que te pesan los huevos chaval, más rasmia capullo. Formamos, yo a su lado, como de costumbre. Le murmuré te he estado llamando, dónde te metes y él ni me dirigió la mirada. El Brigada nos puso firmes para endilgarnos la perorata que todos los que lo habíamos padecido de oficial de guardia nos sabíamos de memoria, que había que abrir bien los ojos y cerrar el del culo, que los enemigos de la patria, que la garita era algo muy serio, que el santo y seña, que si nos dormíamos o nos distraíamos y cuando él iba de patrulla por la noche no le dábamos el quiénvive nos descerrajaría un tiro y mañana el brigada Vélez recibiría las felicitaciones de sus superiores, terminaba. Nunca dejaba de oler mal el cuarto de guardia sobre todo en las literas bajas donde parecía condensarse el aroma axilar de los miles de jóvenes españoles cuya fatiga y amargura de arrestados convergían nocturnamente en aquellos camastros infames. Me apresuré a ocupar uno de los apestosos para que Javier se acomodara en el de encima, no me lo agradeció. Sobre la mesa había una revista de Fuerza Nueva que habría dejado allí tras calentarse los cascos patrióticos con ella el oficial de guardia del día anterior, en el titular de la portada se leía “Tres patas para un banco” y la ilustración mostraba, en efecto, una especie de banco raro de tres patas, cada una de ellas la caricatura grotesca, a manera de cariátide, de Casals, Picasso y Neruda. Este último me recordó que yo había recortado de Triunfo su conferencia de aceptación del Premio Nobel y se la ofrecí a tu hermano que se había tumbado y contemplaba el techo. Te he traído esto por si no lo habías leído, le dije y entonces él me miró por primera y última vez aquel jueves y por última vez en su vida y me preguntó con cierta dulzura ¿es que no te cansas nunca?, y volvió a mirar al techo y en realidad cerró los ojos para que no le molestara más y yo le observé un rato y pensé que hasta el cuello de la camisa le venía tan ancho que ni siquiera necesitaba aflojárselo para descansar mejor. Del resto del día sólo he conservado detalles –el segundo plato del rancho consistía en un filete de hígado o que los altavoces de la explanada a la tarde difundieron para nadie, para mí, yo sí escuchaba, una canción italiana que había estado de moda hacía un par de temporadas, Fa freddo—y la sensación de morosidad que parecía afectarle a Javier, instalado en su litera con los ojos cerrados y completamente inmóvil salvo el par de horas de centinela, ¿o eran cuatro seguidas?, ya ni me acuerdo. Sin embargo no puedo leer un verso de Neruda sin que regrese la última guardia de tu hermano y la sombra rápida del monte san Cristóbal cayendo sobre la tarde de invierno y sobre el banco, frente al Hogar, donde se sentaban los soldados del calabozo a los que se les dejaba fumar un cigarrillo al aire libre y comprarse una cerveza. Sé que cumplí mi turno de garita, la que vigilaba la entrada de vehículos y que volvió a corresponderme la misma a primera hora de la noche. A Javier le tocó la que estaba en la parte de atrás, cerca de las cuadras. Oí cómo lo llamaban casi de madrugada y su respiración cuando bajaba de la litera y su cuerpo debió de rozar mi colchón y cómo se ajustaba el correaje, cogía el CETME y salía con el suboficial y los otros centinelas, oí sus pasos sobre la gravilla alejándose camino de la garita, camino de la muerte. No te servirá de nada que repita las especulaciones que rumié desde esa noche sobre los pensamientos de tu hermano a lo largo del día que pasamos juntos sin hablarnos. Marta y yo dedicamos horas, meses, de conversación agotadora y humillante a deslindar culpas, responsabilidades, cinismos. No digas nada, asumo los cinismos sólo para mí. Marta fue más marioneta que verdugo, es cierto, pero desempeñó también su papel, atormentado, eso sí, de cómplice. Quizá sea el momento de confesar que Marta no se llama Marta: es mi mujer, ya la conoces. Por supuesto, difícil de explicar, supongo que, precisamente cuando estaba yo a punto de dejarla, nos unió tu hermano, supongo que, perversamente, nos sigue uniendo pese a las infidelidades, reproches y harturas, es como si nos hubiera condenado a seguir juntos por no haber sido capaces de impedir su decisión. ¿Más detalles? La familia no los quiso saber. ¿De verdad los deseas tras tantos años? Tienes derecho, claro. Sin duda ese jueves había superado ya la etapa de las dudas, debió sopesarlo todo durante las tardes previas, lo digo porque actuó minutos después de calcular que la patrulla de relevo estaba de vuelta en el puesto de guardia. Reconstruir sus movimientos es sencillo: el Navarra-104 quitó el seguro del fusil ametrallador que estaba cargado como exige el reglamento, colocó el arma verticalmente con la culata en el suelo de madera de la garita y el cañón apoyado contra el pecho, a la altura del corazón, y antes, se me olvidaba, movió el dispositivo de disparo uno a uno a la modalidad de ráfaga. Apretó el gatillo. El forense dijo que sólo las primeras balas lo atravesaron, otras más fueron al aire, luego el CETME se encasquilló, les solía ocurrir. Estaba amaneciendo. Sí, tienes razón, eso ya te lo había contado.

Escrito en Lecturas Turia por José María Conget

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