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Configurar sentido descendente

20 de octubre de 2023

Isaac Bashevis Singer solía decir que el novelista sólo necesitaba tres cosas para escribir un libro. Un buen tema o asunto real, el deseo irrefrenable de querer escribirlo y la convicción de que sólo él podía hacerlo con todas sus consecuencias. Al novelista no le bastaba con encontrar una buena historia, sino que debía ser “su historia”, y expresar su individualidad, su carácter, su manera de ver el mundo.

No creo que el lector de Estuario, la última novela de Lidia Jorge pueda albergar alguna duda acerca de que se cumplen en ella las tres condiciones. Posee un argumento misterioso y conmovedor, está escrita con dolorosa pasión, y su autora es, más que nunca, fiel a su propia manera de escribir y contar. No es extraño que sea así, pues Lidia Jorge, desde su primera novela, no ha hecho otra cosa que ser fiel a esa manera y concentrarse, como pedía W. Faulkner, en la verdad y en el corazón humano. Ella siempre ha buscado un lector cómplice, capaz no tanto de leer sus libros como de vivirlos él también. Un lector que se entregue al libro hasta el punto de llegar a pensar que le pertenece, que sólo ha sido escrito para que él lo pueda leer. Que llegue incluso a sentir celos de que otros puedan tenerlo entre sus manos.

"Todo libro debe estar escrito con urgencia, como si uno no pudiera vivir sin  él, porque aquellas historias que no se pueden dejar de lado son las únicas  que un escritor debe perseguir y ofrecer a sus lectores", dice la autora en una entrevista reciente. El tipo de compromiso que Lidia Jorge le pide a su lector es semejante al que el poeta pide a los suyos. Y Estuario no es sino un largo poema escrito contra la muerte. Un libro que habla de la escritura como visión, como la voz de lo que está en otro lugar. Todos los grandes libros, guardan la memoria de esa voz, la voz que no ha dejado de hablarse nunca, ni puede dejar de hacerse, pues su persistencia constituye nuestra humanidad. Se escucha en los momentos más inesperados, y entonces el mundo se transforma en una biblioteca y los hombres son libros vivientes. Y eso será Edmundo Galeano desde el comienzo de Estuario, un libro viviente. El libro como símbolo del corazón humano.

Una de las constantes de la obra de Lidia Jorge es África, y más en concreto el África colonial portuguesa. La autora pasó buena parte de su juventud en Angola y Mozambique, donde trabajó como profesora y fue testigo de las guerras por la independencia de esos países. Allí se enfrentó por primera vez al horror de la guerra y a los abusos del colonialismo. Esa experiencia ha nutrido una parte de su obra, en la que ha vuelto una y otra vez a ese mundo y a esos horrores, tratando de iluminarlos con el poder de la ficción. Pues como ella misma ha dicho es la ficción la que completa el relato de la historia, ya que aporta el mundo interior, el corazón profundo de los hombres. "La literatura lava con lágrimas ardientes los fríos ojos de la historia". Estuario es una novela que partiendo de episodios históricos mezcla lo real con lo mítico, dando lugar  a una suerte de realismo mágico a la portuguesa.

Su protagonista es un hombre joven, Edmundo Galeano, que regresa a Lisboa tras una experiencia traumática vivida en los campos de refugiados de Dadab, surgidos para dar una cobertura humanitaria a los refugiados somalíes huidos de la guerra civil. Edmundo es un cooperante que sufrirá un accidente que prácticamente inutilizará su mano derecha. Edmundo había estado en África, la terrible África de las grandes polvaredas, de las grandes batallas sin imagen ni noticia, de las terribles religiones primitivas, sanguinarias, con dioses hechos del cruce del caimán y del buitre, y había sido una víctima, había regresado de una misión de paz con una mano mutilada como si hubiese participado en una guerra.

Regresa a Portugal pero el horror de lo vivido, su  misma mano muerta, le hace preguntarse por el sentido de su aventura humana y de ese regreso a la casa familiar. Y decide escribir un libro donde deben estar las catástrofes y los horrores, pero también la belleza  de la vida y del mundo. Sin embargo, al mal no se le oponía el bien, sino la belleza y era esa porción de sí mismo la que debería dar al mundo, después de la vida en Dadaab. Las belleza. Sabía que tendría que conquistar la belleza para que su libro funciona como lección. 

Un libro destinado a evitar el fin del mundo, un libro que tuviera el poder de salvar a quien lo leyera. Obsesionado con este proyecto Edmundo Galeano debe enfrentarse al primero de sus problemas: aprender a  escribir con su mano enferma. Decide copiar otros libros para recuperar esa función de su mano, y elige para sus ejercicios dos libros: Oda marítima de Pessoa y La IIíadaOda marítima de Álvaro de Campos, heterónimo de Pessoa, es un canto entusiasta y radiante al ingenio humano, que a través de la ciencia y la técnica ha permitido al llamado mundo civilizado enriquecerse y dominar el mundo natural. Un canto que reivindica con entusiasmo la fuerza y la energía, por encima de la belleza. Mas ese ímpetu que ha permitido al ser humano alcanzar grados de desarrollo inimaginables ha sido también la causa de la destrucción de una parte del mundo y del dominio que los pueblos desarrollados han ejercido sobre los pueblos del llamado Tercer Mundo. El canto a la energía y al ingenio humano se transforma en un canto de destrucción y pillaje como tal vez nunca ha tenido lugar en la historia de la humanidad. El segundo de los libros, La Ilíada, apenas se aparta de este guión idea, pues es el canto de cómo un pueblo lleva a otro la destrucción y la muerte a través de su búsqueda de un ideal heroico. La elección de estos libros para sus ejercicios de escritura, lejos de ser arbitraria, forma parte del corazón mismo de su proyecto.

La mano herida de Edmundo es la mano del escritor. Para eso escribe para poder completarse. Adorno dijo que la verdadera pregunta, la que funda la filosofía, no es la pregunta por lo que tenemos sino por lo que nos falta. Y el lugar de la falta es donde se plantea la pregunta sobre si podríamos ser de otra manera. Perder algo, puede leerse en el libro de Lidia Jorge, es estar preparado para perder más si fuera necesario. La mano muerta de Edmundo Galeano es su vínculo con todos los humillados de la tierra. Un vínculo con su verdad. La escritura como una forma de recuperar la decencia y el honor. Rafael Sánchez Ferlosio al explicar el conflicto de Lord Jim dice esto del honor. “El sentimiento de honor perdido no es un conflicto psicológico. El honor es una relación de lealtad con los demás”. De forma que el deshonor no es tanto “haberse fallado a uno mismo” sino “haberles fallado a los otros”.

Para que esto no suceda hay otra pregunta que el escritor no puede dejar de hacerse: ¿qué debe aparecer en ese libro? ¿Si ninguna de esas personas ha visto matar ni ha visto morir de privación, solo de enfermedad natural, como fue el caso de nuestra madre, Maria Balbina, que falleció de neumonía? ¿Si ninguna de esas personas ha pasado hambre o sed? ¿Si ninguna de esas personas ha pasado una noche al relente, jamás una noche sin luz, nunca un día sin cuarto de baño, nunca un día sin ropa, sin comida, sin medicamentos como les ocurre diariamente a aquellos que yo vi en los campos donde permanecí a lo largo de tres años, sobre todo los dos en Dadaab? ¿Cómo pueden estas personas entrar en el libro 2030?

Aún más, si todo ya está escrito ¿por qué le parece que hace falta un libro más y que debe escribirlo él? Y ¿cómo lo hará?, ¿con qué palabras? Hay un momento en que Charlote, uno de los personajes clave del libro, reflexiona sobre el amor. Lo define como un relámpago que une a dos personas, pero siente a la vez que no hay palabras suficientes para expresar las realidades humanas, y las que tantas veces se utilizan están desgastadas y no serven de nada. El amor de Tristán e Isolda ya no existía más en la faz de la tierra, o mejor, se sabía ahora que, al final, siempre había sido aquello que era, un mito construido con imaginación y palabras. Lo que había quedado, eso sí, era un relámpago que unía a dos personas. Entre ellos tenía lugar ese relámpago. Sin embargo, ambos buscaban en el amplio aparato verbal de su lengua la palabra que correspondía a ese sentimiento y no la encontraban. Como no la encontraban, usaban la palabra desgastada, la única que conocían que se le pareciese, y era de nuevo la palabra amor.

Tal es el descubrimiento doloroso que hace Edmundo a través de las dificultades que encuentra para llevar adelante su proyecto: que las palabras de su lenguaje no coinciden con los límites del mundo que tiene ante él. Había que buscar esas palabras que no existen en los diccionarios comunes y que solo se encuentran en los limites del lenguaje. No hablar con palabras prestadas sino con otras que persigan no tanto desvelar el misterio como protegerlo. Estamos hecho para alimentarnos de lo inexpresable, pensó Charlote, por eso nos encanta el misterio. Esa es la dificultad a la que se deberá enfrentar Edmundo en la escritura de su libro: Encontrar las palabras que necesita para dar cuenta de eso inexpresable que eran. Dijo que Edmundo hacía bien en escribir lo que deseaba escribir- Un libro para salvar a los hombres de la Tierra. Acabará siendo un libro en alabanza de todo lo que nace, independientemente de la muerte que vaya a tener, dijo ella y de todo lo que muere algo nace. De tu mano muerta nacerá un libro.

La novela de Lidia Jorge es un desafío permanente para sus lectores, pues nada en ella es lo que parece. Se trata de un libro sobre la escritura de un libro, donde sus personajes, se van construyendo y deconstruyendo ante nuestros ojos como pasa con los personajes que pueblan los sueños. Un libro sobre una de esas casas llenas de secretos que aparecen en tantas novelas. Vemos empañarse los espejos, hablan los retratos, los pasillos se llenan de ruidos, hasta que nos damos cuenta de que toda esa actividad no encubre sino el esfuerzo de la autora por dar cuenta de la vida con todas sus contradicciones. No solo de la vida de nuestra razón, sino también de la que tiene que ver con nuestros deseos. Es de esa vida de la que, en un intenso y doloroso párrafo, habla Amadeu lima, el amante de Charlote: Y de repente sentí que la perfección que yo vivía al lado de una mujer bella y completa, que la vida me había puesto a ala orilla de las olas un mes de septiembre, llenaba mi vida domesticada, civilizada, pero no mi vida salvaje. Imposible explicarlo con palabras. Para que lo comprendas, mi vida necesitaba fidelidad e infidelidad, La fidelidad era vivida con ella, tu hermana Charlote, la infidelidad, que yo también necesitaba, no tenía cara, era vivida con varias caras superpuestas, y yo quería las dos, la fidelidad y la infidelidad. Sentía placer en ese riesgo, en vivir una asimetría incómoda, entre la vida fiel a Charlote y la vida disoluta con cualquiera. Sentía placer en intentar equilibrar con dificultad la vida salvaje y la vida pura, sabiendo peligrosamente que las dos residían en el mismo pecho.

Puede que Charlote sea el personaje más cautivador, delicado y profundo, de todos cuantos ha concebido Lidia Jorge a lo largo de su ya larga obra. Es como un esponja que va absorbiendo todo cuanto sucede a su alrededor, pero que no puede protagonizar su propia vida. Alguien dueño de esa rara aptitud para vincular “lo que cura con lo que hiere”, que para Henry James era la razón última de la verdadera literatura. El libro trata, en suma, de cómo poner en el mundo un poco de cordura y amor. Ella creía que el hombre y la mujer eran seres luminosos con puntos de oscuridad y no al contrario, se lee en una de las páginas de Estuario. Sus personajes padecen lo que Chesterton llamó bellamente “las agonías del anhelo".

La obra de Lidia Jorge nos habla de las fuerzas terribles o benéficas de la naturaleza, del placer y de la muerte, de las servidumbres del amor y del sufrimiento debido a la pérdida. Mas ella sabe que el verdadero narrador nunca cuenta una historia, por muy terrible que sea, para sumir en la desolación a los que le escuchan. Es un mediador. Se ofrece a su comunidad no para aumentar su inquietud, sino para ayudarla a sobreponerse a las amenazas que la apremian o inquietan. Sus relatos son fórmulas de cohesión que le permiten conjurar el efecto desintegrador de esas amenazas, y nos permiten entrar en regiones de la realidad que de otra forma nos resultarían inaccesibles. Esta novela, toda la obra de Lidia Jorge, nos enseña a aprehender el mundo como pregunta, por lo que supone un alegato contra el totalitarismo en todas sus formas. Todos los totalitarismos  son mundos de respuestas, no de preguntas. Frente a los que prefieren juzgar a comprender, contestar a preguntar, Lidia Jorge defiende el poder sanador de la novela como pregunta, que su voz se oiga en el estrépito necio de las certezas humanas.

La obra de Lidia Jorge es comparable a la de todos los grandes moralistas, en el sentido que Camus da a esta palabra: los que tienen la pasión del corazón humano. La autora portuguesa forma parte de esa larga tradición de grandes moralistas, que desde Cervantes o Stendhal, se dan en el mundo de la novela. Se confunde con ellos porque busca al hombre en el entorno y la comunidad en que vive; y la verdad en donde se oculta, en sus rasgos particulares. Lidia Jorge suscribiría sin dudarlo las palabras de Camus acerca de que el desprecio por los hombres constituye con frecuencia el estigma de un corazón vulgar.

 

Escrito en Lecturas Turia por Gustavo Martín Garzo

Poco se sabe del autor turolense Isidoro Villarroya y Crespo, escritor de la primera mitad del siglo XIX, pero hemos podido acceder a su expediente administrativo, su “Hoja de servicios” —que se encuentra en el Archivo del Instituto “Vega del Turia” de Teruel—, y de ella podemos extraer los datos biográficos y bibliográficos básicos que exponemos a continuación.

 

Biografía de Isidoro Villarroya y Crespo

Nace el 3 de abril de 1800 en el pueblo turolense de Corbalán y a los13 años comienza sus estudios de Gramática latina en las aulas públicas de la ciudad de Teruel. Un año después, en 1814, obtiene una beca de número en el Real y Conciliar Seminario de Teruel y cursa como seminarista interno Filosofía, y dos años de Teología escolástico-dogmática y Sagradas Escrituras. En 1824 obtiene por oposición el Magisterio de latinidad en la villa de Mora de Rubielos, y en 1827 el título de Preceptor de latinidad. Ese mismo año, es invitado por el Obispo de Teruel a desempeñar la Cátedra de Retórica y mayores del Seminario Conciliar, cargo que ejercerá durante 18 años.

En 1834 es nombrado vocal de la Junta de Instrucción primaria de la provincia de Teruel y en 1845 será comisionado por el Excelentísimo Ayuntamiento para redactar la contestación que se debía remitir a la Comisión provincial de Monumentos históricos y artísticos de dicha ciudad. También el año 1845 fue invitado, con motivo de la creación del Instituto Provincial de Segunda Enseñanza, a ocupar la misma Cátedra que desempeñaba en el Seminario Conciliar. En marzo de 1847 recibió el nombramiento de Catedrático de Latín y Castellano de ese mismo Instituto. En 1853 fue invitado por el Obispo de Teruel a impartir clases de griego en el Seminario, lo que hará hasta su muerte el 19 de mayo de 1855.

La práctica totalidad de sus libros los edita en Teruel, en tres Imprentas (Gimeno, García y Zarzoso), pero editará un libro, por el que es más conocido, en Valencia, en la colección del librero, editor e impresor, Mariano de Cabrerizo.

El primer texto que publica es un folleto en 16º, El Santo Via-Crucis y Dolores de María, en cuartetas y décimas (Gimeno, Teruel), en 1834. Tres años después,  en  1837, unas Lecciones de geografía (Gimeno, Teruel), en un tomo en 8º. Al año siguiente la novela histórica, Marcilla y Segura o los amantes de Teruel. Historia del siglo XIII, en dos tomos en 16º, editados por Cabrerizo en Valencia. En 1840 edita en un folleto en 16º, unas cuartetas con el título, Inventiva contra la blasfemia (Zarzoso, Teruel). Cinco años después, en 1845, publica tres libros: Baturrillo o una caravana estudiantina (Zarzoso, Teruel), en dos tomos en 16º papel marquilla, una obra satírica; y los dos libritos que a nosotros nos interesan, Las ruinas de Sagunto. Poema histórico perteneciente a la época de la dominación cartaginesa de la España Antigua (García, Teruel) y El hombre de la cueva negra o las ruinas y restauración de Sagunto, hoy Murviedro, los dos libros editados en Teruel, por la imprenta García, en dos tomos en 8º.

 

Isidoro Villarroya y el “Mito de Sagunto”

Estos dos últimos libros pueden considerarse como formando una unidad, tanto desde un punto de vista temático como de cronología referencial: los avatares de Sagunto desde su asedio y destrucción en el año 218 a. de C,  hasta su reconquista por los hermanos Escipión, Publio y Cneo Cornelio, cinco años después, en el 212 a. de C. Si bien,  ambos difieren en su género textual. Por una parte, Las ruinas…, es un largo poema épico, escrito en versos endecasílabos, con rima asonante en los versos pares (manteniendo la siguiente regularidad: los cantos I y II la rima es é o; el III y IV,  í o; el V y VI,  á o; y el VII y VIII,  é a) y en él se refieren los hechos constitutivos del “mito de Sagunto”, siguiendo las fuentes clásicas y los estudios historiográficos contemporáneos a su autor, como él mismo refiere en el prólogo y en la multitud de notas que acompañan a su texto.

Por otra parte, El hombre de la cueva negra…, es una novela en prosa, en la que el autor narra unos amores y unas peripecias ficticias, enmarcadas en el periodo siguiente a la destrucción de Sagunto hasta desembocar en la restitución de la ciudad tras su conquista por el ejército romano, si bien todo el primer capítulo, así como la totalidad el tercero, y parte del segundo y cuarto, refieren acontecimientos históricos anteriores que lo ligan con el poema épico.

Las ruinas…, es un poema de factura clásica, que sigue estrictamente el canon épico y se atiene al paradigma de la narración del mito saguntino, extrayendo su información de las fuentes clásicas (Polibio y los excerpta de Fabio Píctor, Tito Livio y Apiano), así como lo referido por otros autores, posteriores, o contemporáneos a Villarroya, y que él alude, extrayendo en sus notas citas de estos: Mariana, Isla, Masdeu, Romey o Miguel Cortés. Este último y su obra Diccionario geográfico-histórico de la España Antigua, será muy citado por Villarroya, con continuos elogios. Posiblemente, Villarroya fuese alumno del sacerdote Miguel Cortés y López, nacido en Camarena en 1776, que fue durante un tiempo Catedrático en los Seminarios de Teruel y Segorbe. Quizá, también, fuese a través de él como Villarroya publicó en la colección de Cabrerizo en Valencia, ya que por esa época estaba Cortés residiendo allí, como Chantre de su Catedral,  y debemos recordar sus ideas liberales (fue diputado en las Cortes de Cádiz y sufrió exilio político, además de un proceso inquisitorial), que lo situaban en la órbita de Cabrerizo.

El hombre de la cueva negra…, como hemos dicho más arriba, es una novela histórica, que cabría incluir, siguiendo la clasificación que propone José Ignacio Ferreras, dentro de la denominada “novela arqueológica”. Responde al modelo romántico de Victor Hugo y Walter Scott, y en ella se nos relatan los infortunios de una pareja amorosa: Lidoro y Aminta, víctimas de la violencia y el despotismo cartaginés. La obra presenta situaciones siniestras, giros inesperados y aventuras y peripecias propias de la novela romántica y sentimental.

La trama novelesca comienza con el personaje Laufitel, ciudadano de Emporion, quien  se encuentra en las cercanías de Sagunto, en el rio Idubeda,  huyendo de unos cartagineses que lo buscan temiendo que sea un espía. Efectivamente lo es, de Escipión, quien le ha enviado a que le informe de los cartagineses y de Sagunto. Una tormenta virulenta le lleva a una masía en la que se niegan a darle cobijo porque la mujer del campesino y su hijo cree que es el gigante de la cueva negra. Laufitel les muestra que no es así, pero se entera por una conversación que tienen unos hombres en la masía junto al fuego, que cerca de allí hay una cueva habitada por un mágico o nigromante que arroja fuegos.

Laufitel movido por la curiosidad se acerca a la cueva y descubre allí a su habitante, a quien le dice que no le hará nada y le descubre quién es. Al enterarse que se encuentran los romanos en Hispania y de quién es, el gigante le dice que él es un jefe saguntino y le cuenta su historia: el asedio y destrucción de Sagunto, la muerte de sus padres, la muerte de su amada, Aminta y cómo llegó hasta allí gracias a los colonos de una casa de campo suya y a la de una aldeana que le suministra cada cierto tiempo víveres.

Miestras resuelven cómo llegar a los romanos e informarles, sabemos que no todos los saguntinos han perecido, que Aminta está viva, es una de los rehenes que fue salvada por un capitán cartaginés hispano (su madre, amiga de Himilce, la esposa hispana de Aníbal, consigue saldar sus deudas y enrolar a su hijo). Este la requiere, pero Aminta lo evita. Se la somete a Aminta a un juicio y el Comandante Indúbal cree que quien mató a Felicio y a otros soldados cartagineses fue Lidoro, que aún sigue vivo. Y acusa a Aminta de ocultarlo.

Como se ve, se trata de una obra repleta de amores, intrigas, cambios súbitos, revelaciones insospechadas…. Tan solo aludiré al fin de los amantes porque enlaza esta obra con otra suya —mucho más famosa en su época y por la que es recordado—, Marcilla y Segura o Los amantes de Teruel, ya que los amigos de Lidoro, Laufitel y Roseel naturales de Emporion, cuando se dirigen hacia Sagunto, cerca ya de la batalla final que acabará con el poder cartaginés, encuentran a su amigo en un sótano, muerto junto a un arca, besándola, donde se haya sepultada Aminta.

Permítanme, para finalizar, que les exponga unas palabras del prólogo de El hombre de la cueva negra…, que les dará el tono que atraviesa a estas dos obras de Isidoro Villarroya: “Mas no forma la celebridad de Sagunto la antigüedad de su fundacion y prosápia de sus fundadores , ni la fortaleza de sus murallas y alcazar, ni su benigno clima y fértil suelo, ni el cúmulo de riquezas que la prodigára su decantado comercio, ni la dignidad y excelencia de su gobierno; fórmala el inimitable heroísmo de sus habitantes. Los Saguntinos lanzaron los primeros el májico grito de independencia: los Saguntinos dieron el mas relevante ejemplo de amor patrio, oponiéndose con entusiasmo y heróico denuedo al ominoso yugo de la dominación estrangera, y sellándolo con su misma sangre el sacrosanto juramento de fidelidad bien merecidos son los repetidos encomios, que les han prodigado los antiguos poetas e historiadores”.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Antonio Millón

9 de octubre de 2023















Me gusta la poesía que se entiende.

La que habla de la vida.

Dijo el tonto encumbrado.

Y se calló la tórtola,

se secaron los pozos en los que nadie sabe

por qué ni para quién su agua aflora.

Dejaron de vibrar las mistéricas cuerdas,

le abatieron el vuelo al canto de la nada

y en la noche al amor se transformó

en una triste mueca de evidencia.

Se pusieron muy tristes Juan de Yepes,

Valente y Jackson Pollock.

Se deshizo el hechizo de los salmos,

se le agotó la voz al mundo,

y el tonto fue feliz

mientras su triste vida nos contaba.

 

Escrito en Lecturas Turia por Constantino Molina

6 de octubre de 2023

Día tras día. Quizá noche tras noche, durante tres meses seguidos, una mujer sola se sienta a escribir en su habitación alquilada, junto a la ventana, antes de acostarse. Ya ha estado en Italia anteriormente. Este viaje, sin embargo, proyectado minuciosamente en todos sus detalles, iba a hacerlo con M., el hombre que compartía sus sueños y sus esperanzas. Ahora él está muerto, piensa mientras escribe. Piensa en él a todas horas. También hoy ha puesto el Winterreise de Schubert a un volumen inadmisible para la hora. Al volumen que a él le gustaba escucharlo. Su lieder preferido. La mujer baja el volumen. Pronto se irá a la cama.

Arboleda es uno de esos libros, aparentemente sencillos, pero que basta con leer unas pocas páginas para darse cuenta de que no lo es, de que la sencillez casi siempre tiene un elevado precio, y no está al alcance de cualquiera. Uno de esos libros sobre los que la crítica enmudece y para los que el lector no es más que un accidente, una contingencia, un pretexto. Libros, generalmente, que su autor escribe para superar algún golpe inesperado de la vida, para poder seguir viviendo, sobreviviendo. Porque el mundo ya no es el mismo para quien ha perdido a un ser querido. El mundo ya no es el mismo para quien ha perdido “al testigo de su vida, y teme que en adelante su vida va a transcurrir en el mayor abandono, en la mayor soledad”, como dejó escrito insuperablemente en una de sus epístolas Plinio el Joven.

“Acostada y despierta, medité sobre las posibilidades que tenía en aquel lugar para ajustar mi vida durante tres meses a un orden que me permitiera sobrevivir a la inesperada extrañeza”.

No es un viaje literario, aunque visite más adelante la tumba de Keats, aunque la primera etapa del viaje sea Ferrara y pregunte por la tumba de Bassani. Es un viaje en el que algunos muertos siguen vivos. Un viaje a Italia. Un viaje a la memoria. Pero un viaje a Italia sin poner los pies en ningún museo. Ni olvidar un cementerio (hay personas, confieso que soy una de ellas, que sienten una atracción especial por los cementerios).

Una mañana, mientras se hace el café, la narradora se asoma al balcón y ve cómo el pueblo se va despertando poco a poco. Un día y otro día y otro día. Ve cómo se van abriendo las ventanas. Cómo un camión de la basura recula por las callejas, y pequeñas figuras con chalecos reflectantes acercan los contenedores y los vacían en el colector. El ruido de la cafetera la reclama y mientras desayuna escribe, no quiere que se le olvide: Desde el balcón, veía cómo despertaba transformándose en un mundo de juguete: movidas por dedos invisibles, se abrían las ventanas; un camión de la basura reculaba por las callejas, y pequeñas figuras con chalecos reflectantes acercaban los contenedores y los vaciaban en el colector. Anota lo que hace cada día nada más hacerlo. Anota lo que ve, anota lo que oye, lo que piensa, lo que recuerda, anota incluso las cosas que no ve y cuya existencia sospecha. El paisaje, el pueblo, la casa de la colina, el cementerio, depende desde dónde se los mire, componen un cuadro diferente. El mismo cuadro, pero diferente. Describe los gestos de la vida, los gritos, las conversaciones, los silencios, las miradas. Describe los paisajes, cambiantes según las estaciones. Y los sueños. Los recuerdos y los sueños, que tantos hombres y mujeres desdeñan. Los sueños que tantas cosas dicen a quien sabe escuchar, a quien sabe escucharse.

La narradora observa, nombra, describe lo que ve, pero muchas veces ignora qué significa lo que ve. Entonces recurre a la duda, a la sospecha, al lenguaje en el que se expresa lo inexpresable, lo inefable, y escribe quizá, la palabra quizá. Quizá se tratara de un rito…, quizá la foto se tomó en Olevano…, quizá le gustaba apoyarse en el marco de la puerta…, quizá la escena se repetía…, quizá subía por el sendero…, quizá le faltaba valor. O tal vez. O al parecer. O posiblemente.

Y nos preguntamos una vez más: ¿qué es lo que hace que estas páginas, escritas por una mujer que viaja sola, nos emocionen tanto? ¿Quién es Esther Kinsky? ¿Quién es la autora de este emocionante y poético libro? Nacida en 1956, en Renania, poeta y traductora del polaco, el inglés y el ruso, le han bastado dos novelas, tan premiadas como traducidas a otras lenguas, para ocupar un lugar de excepción en la literatura alemana. 

Arboleda es quizá una novela. O tal vez. O al parecer. Poco importa. Una novela del territorio reza enigmático el subtítulo. Pero una novela que no se atiene a las características (servidumbres) tradicionales del género (¿y por qué habría de hacerlo?). Una novela sin personajes estrictamente hablando, pero con personas, personas anónimas,  algunas están muertas (morti) y otras vivas (vii). Y entre las muertas, algunas siguen vivas en nuestra memoria. Mientras alguien te recuerde, no estás muerto, reza un lugar común poco consolador. Pero los recuerdos no se fijan para siempre, ni se fijan de una vez. Cada vez que acuden a la memoria (¿por qué esos y no otros?) son recuerdos distintos. Los mismos pero distintos. De manera que Arboleda es y no es una novela, una novela sin argumento, sin trama, sin desenlace. En pocas palabras: un libro bellísimo que no se parece a ningún otro.

Declinaba el sol, el cielo se enarcaba en capas de naranja, rojo, púrpura y lila sobre aquel paisaje cuyas superficies de agua reflejaban los colores perfilados por unas líneas terrestres cada vez más negras […] Oí unas cercetas comunes al otro lado del estanque, unas avefrías a lo lejos y, después, unos martinetes.

Me dispuse a partir. En los últimos paseos traté de grabarme lo que había visto a diario en aquel lugar: las aguas con las estrechas franjas de tierra en medio; las líneas que los pájaros trazaban en el cielo sobre el paisaje; los colores de las ruinosas construcciones de ladrillo a la luz cambiante; las pálidas cañas del carrizo; las garzas serenas, la inercia invernal de los flamencos y el quieto cortejo de los camiones.  Se acerca el final. Hay que volver. Hay que volver aunque nadie nos esté esperando. Todo vuelve. Todo acaba por volver. Todo menos nosotros.

 

Esther Kinsky, Arboleda. Una novela del territorio, trad. de Richard Gross, Cáceres, Periférica, 2021.

           

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Arranz

29 de septiembre de 2023

La ciencia ficción es la proyección verosímil del presente, lo demás es fantasía. Es la diferencia que existe, por ejemplo, entre las sagas galácticas de Lucas y la de Star Trek, porque este género no abandona la especulación científica. Un sollozo del fin del mundo es ciencia ficción, incluso podríamos afirmar que es una crónica del más que inquietante presente bajo la apariencia de ese género futurible. Jameson, en un libro que ahora citaremos, va incluso más allá: “El presente no deja, de hecho, de ser un pasado, aunque su destino demuestre ser las maravillas tecnológicas de Verne o, por el contrario, los autómatas destartalos y tullidos del futuro próximo de P.K. Dick” (2009: 343).

Para hacer verosímil narrativamente este reto Matías Escalera, consagrado poeta y avezado contador, ha orquestado un collage de múltiples voces narrativas conformado por diálogos contados por personajes, documentos leídos, excursos reflexivos, etc. Todo ello amasado en una “focalización 0”, eso que antes de la narratología contemporánea se llamaba con un ese oxímoron denominado “narración objetiva”. Escalera abanica, embraga y desembraga con singular maestría ese abanico de voces narrativas -con algunas “focalizaciones internas homodiegéticas,” es decir, puntos de vista subjetivos- y documentos que resultan estimulantes para un lector con vocación de recreador, especie en peligro de extinción desde que los técnicos de la mercadotecnia tomaron al asalto las editoriales.

En su novela precedente, Un mar invisible (Isla Varia, 2009) el autor madrileño había desplegado una maquinaria narrativa de gran complejidad, nada complaciente, hermética y alineada con una vanguardia sin complejos que entroncaba con los experimentos (¿olvidados, denostados, varados?) de la década prodigiosa. Escalera escribe con precisión, con una pertinencia muy cervantina -algo se pega viviendo en Alcalá-, quizá con un abuso de los puntos suspensivos que ya se atisbaba en su anterior novela. Escritor y poeta, domina el lenguaje y su ritmo, por lo que la lectura de Un sollozo es experiencia tan gozosa en lo literario como inquietante en lo temático. Estamos ante una apuesta valiente, temeraria incluso, en estos tiempos de involución sociopolítica y también, y no es menos grave, estética. Este aullido del fin del mundo, que lo es literal y figuradamente, está orquestado con vocación más posibilista en su escritura, menos hermética y menos aparentemente caótica, si bien sigue siendo una necesaria rara avis en un panorama de “ficción especulativa” -ahí la encuadra el prologuista Alberto García Teresa- profuso en producción, pero más bien convencional en la novelística hoy publicada con bulimia incontrolada. De nuevo aquí este enfant terrible sesentero/sesentón ensaya una escritura del caos posmoderno, una alegoría del naufragio de ideologías y grandes relatos que anunciaran -quedándose cortos tras el advenimiento de la cultura digital participativa- Vattimo, Lyotard o Jameson.

Precisamente el libro del último pensador citado, Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones a la ciencia ficción (Akal, 2009), hace una lúcida introspección en este género contemporáneo que no puede ser nunca neutral: “nuestras imágenes de la utopía, todas las posibles imágenes de la utopía, siempre serán ideológicas y estarán distorsionadas por un punto de vista que no puede corregirse o ni siquiera explicarse, como cuando observamos que éste o aquél utópico tal vez no se diese cuenta de las evoluciones sociales más recientes” (pag. 210). Escalera es muy consciente de esa imposible equidistancia, por eso asume el punto de vista ideológico que le caracteriza, en sintonía con Jameson, de un posmodernismo crítico, alineado con el pensamiento de la izquierda altersistémica. Muchos de los acuciantes problemas que observamos desde esta óptica hoy día aparecen contados en proyección futurística: el desmontaje del Welfare State, el abismo creciente de la desigualdad a favor de una oligarquía financiera, el acorralamiento, cuando no derrota, de la cultura del común y, sobre todo y ante todo, el desastre ecológico que comenzó con el calentamiento, continuó con la crisis climática y camina hacia un Armagedón imprevisible e imparable. Ese desastre solo puede ser conjurado por una fuga mundi, por una respuesta espiritual como la de los monjes que la emprendieron durante el Bajo Imperio romano, justo en otra antesala del Apocalipsis. En esta novela lucen los resistentes conectados en redes blockchain (como los del enclave alpino autogestionado Rojaba-Detroit), convertidos en verdaderos protagonistas. Klein, Saúl, Gersak y sus abuelos, que le enseñaron el camino de esa rebeldía, parecen ser el único rayo de esperanza ante la gran catástrofe que avanza inexorable. No falta el humor en medio de la amenaza -hay hasta una cardenal llamada Marie Claire-. Y es que el mundo actual, el del 2023, se percibe ya como un gran sinsentido que en el 2053, el año en que el autor sería centenario, llegaría a un punto de no retorno. Es el momento vórtice: o rebelión o desaparición. De aquellos polvos...

 

Matías Escalera. Un sollozo del fin del mundo. Madrid, 2023, Kaótica Libros.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Hernández Ruiz

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