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18 de octubre de 2021

Andrés Ortiz Tafur (Linares, 1972) acaba de publicar su último libro de relatos Los últimos deseos, con la editorial Sílex. Ochenta piezas breves conforman este libro de pinceladas impresionistas que vibran a lo largo de sus páginas marcadas por episodios de la vida diaria, monótona y rutinaria de la existencia y orbitan en torno a las relaciones humanas como su anterior libro El agua del buitre, publicado el año anterior por la editorial Baile del Sol.

 

Se perfilan los temas de la soledad, la incomunicación, los miedos, las angustias y la muerte a lo largo de un hilo conductor cuyo denominador común es el amor a las gentes, la admiración por la belleza de lo mundano, lo normal, lo imperceptible y lo cotidiano. Un libro muy ameno y divertido. “Los últimos deseos” que lleva un inteligente prólogo de Ernesto Calabuig, en el que el filósofo y profesor destaca una serie de rasgos que conforman e integran este libro. Se podría decir que es una miscelánea, una mezcolanza de frases, reflexiones, pensamientos e ideas que atraviesan de forma tangencial la mente de su autor.

 

En el discurso textual Andrés Ortiz Tafur se interroga, piensa, mira la realidad del mundo, lo que ve y lo que es perceptible a sus ojos y quizás, no lo es en los de los demás. La dedicatoria del libro ya nos indica a quiénes va dirigido y quiénes forman parte importante de su vida, sus vecinos. Se podría decir que se trata de un discurso autobiográfico, escrito sobre las escenas cotidianas que un excelente escritor como Andrés ha ido acumulando a lo largo del tiempo, desde que decidió, como expresa Ernesto Calabuig en el prólogo, “tomar la decisión valiente y difícil de dejar su cuidad y retornar a una vida limitada y sencilla” e irse a un paraje perdido como el de Cortijo Viejo. El autor consigue describir con maestría los espacios narrativos que incluyen la ciudad y el paisaje natural de este Cortijo Viejo, un lugar de viejos olivos sedientos bajo los campos y montes del pleno Linares sumergidos en un paraíso de musicalidad y sinestesias que proceden de lo mundano, lo vulnerable, lo real. La prosa de Andrés Ortiz Tafur refleja historias bajo el recorrido cotidiano de la vida en la calle, los lugares domésticos y caseros con cavilaciones e interrogantes dentro de lo mundano.

 

Cada relato es un cuadro, una escenificación de la realidad y representa una estrella de tonalidad diferente. La forma de expresión del autor es pausada, relajada, donde el autor da valor a lo anodino, a la familia, a sus recuerdos y añoranzas. Un narrador omnisciente que sabe y conoce todas las voces narrativas. Lo que vertebra el libro es el amor por los demás. El discurso textual es normal, coherente y espléndido. Exalta la belleza de lo simple, la vehemencia de lo cotidiano, lo doméstico, lo diario. Los protagonistas de estos relatos necesitan recrearse en la belleza día a día, saborearla y degustarla, disfrutar de los buenos momentos y mantienen una serie de conductas repetitivas. Necesitan el aire en la cara, reír y llorar, gritar en medio de la naturaleza, hablar con sus vecinos mediante la tensión narrativa que su autor caracteriza en cada una de sus páginas. Retratos, pinceladas impresionistas e imágenes sensoriales, escenas y scripts humanos que desvelan el amor que el autor siente por el género humano. Ama y siente lo simple, lo normal, lo anodino, lo efímero, lo sencillo, lo inverosímil, lo básico que impera en el hombre de la calle.

 

Ortiz Tafur es un gran escritor que mantiene la tensión, la intensidad y la esfericidad en cada una de sus historias entrelazadas por el denominador común del amor al género humano en el que se cruzan diferentes mundos posibles, unos reales y otros ficcionalizados. Se trata de admitir o cambiar el destino del hombre ya sea modificando el  rumbo de la vida de los personajes que aparecen en cada una de sus historias o construyendo otros alternativos. El narrador en primera persona de cada pieza de este libro sumerge al lector en la veracidad, autenticidad y verosimilitud de los hechos creando la atmósfera adecuada de tensión para terminar sus páginas, intensidad y esfericidad. Igual que empieza, termina. El mundo que circunda a nuestro escritor le permite establecer cierta circularidad ya que, su propio modo de vida, su forma de pensar y su manera de aprender, son cíclicos.

 

Los lectores de Andrés Ortiz Tafur reconocen que laten a lo largo del texto los temas que imbrican su escritura y modelan su pensamiento. La cubierta del libro nos dirige hacia los atardeceres cotidianos de la vida de un escritor que ama la vida llena de colores y matices y encuentra en lo cotidiano de un mundo rural, el acontecer diario que le aporta la vitalidad y la energía para seguir viviendo.

 

Los conceptos de confinamiento, aislamiento, la Filomena, la pandemia encierran al hombre en un círculo vicioso, hermético y en espiral en el que aislarse del mundo y evadirse de él. Sin embargo, Ortiz Tafur se ancla en el tiempo de todos estos acontecimientos para ir en busca del Otro y buscar una sonrisa en cada uno de sus textos breves aportando de ese modo, coherencia y armazón al libro.

 

La verdad, la falsa mentira, las apariencias invitan a la vacilación del lector que según Tzvetan Todorov, nos incitan a la perplejidad y extrañeza ante lo insólito. Y digo “insólito” porque lo que narra con gracias y naturalidad Andrés es justamente en lo que la mayoría de los seres humanos no se fijan ya que parece desapercibido a la vista del ciudadano de una sociedad posmoderna de 2021. La mentira, la verdad, la falsa realidad y las redes sociales nos acercan a los avances tecnológicos y humanos del XXI en el cual el autor juega con las metáforas que el lector medio interpretará a través del discurso textual y mediante las cuales denuncia los avances tecnológicos, el comportamiento miserable y mezquino de los políticos, de la clase política, el yoísmo y aislamiento del hombre en la sociedad posmoderna en la que el poder de la naturaleza queda solapado bajo el influjo de la propaganda de la élite social, el materialismo y el consumismo que impera en el capitalismo. En el transcurso de sus ochenta y tantos retazos narrativos, Ortiz Tafur nos conduce con vehemencia y maestría por la normalidad que rodea su vida mediante una escritura que muestra al lector cómo el ser humano puede ser muy feliz con lo mínimo e imprescindible.

 

En todos los relatos gravitan el amor y el sexo con idénticos mecanismos de representación que le llevan al autor a indagar en la sintaxis discursiva, repetitiva y circular de sus relatos. Andrés Ortiz Tafur invita a cada lector a pasearse por la casa, el pueblo y el paisaje natural en los que se desarrollan la vida simple y cotidiana de los personajes entre las dicotomías conceptuales (existencia/inexistencia, presencia/ ausencia, vida/muerte) y los juegos ficcionales que aportan la estética a los relatos. No sabemos si el autor finge o narra los hechos con tal naturalidad que los convierte en pura verosimilitud de lo acontecido a modo de espejo diáfano y transparente. A lo largo de las páginas de su sexto libro publicado, interesante y prometedor, el lector se sumergirá en más de ochenta fogonazos o chispazos narrados la mayoría en una sola cara y con un atractivo tejido argumental de sus historias que recorren un camino, marcan las pautas de un viaje, nos muestran su visión del mundo y nos enseñan a rastrear en los mecanismos de la escritura.

 

Dentro del mundo de la ficcionalidad Ortiz Tafur enfrenta al lector frente a la realidad y por medio de los finales de sus textos enlentece el tiempo del discurso narrativo, lo dilata o la alarga indefinidamente abriendo la puerta a la incertidumbre y planteando una dicotomía constante entre la ficción o la realidad.  

 

 

Andrés Ortiz Tafur, Los últimos deseos, Madrid, Sílex, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Almudena Mestre

 

«Quien esté libre de literatura que tire la primera piedra», asegura con cierta retranca Constantino Bértolo (Lugo, 1946) en esta conversación a propósito de la segunda edición de La cena de los notables (Periférica), un luminoso y estimulante ensayo a propósito de la escritura, la lectura y la crítica sustentado en la responsabilidad de quien escribe, sobre qué y como escribe y la responsabilidad de quien lee y cómo recibe y entiende la lectura. Todo ello pespuntado por dos hilos principales: Madame Bovary y Martin Eden.

“Mejor que leer cualquier libro que ninguno”

- Cabe entender la lectura como una conquista irreversible, incruenta, a la que no acompañan ni explotación ni esclavitud ninguna». ¿Mejor leer, cualquier libro, que no hacerlo?

- ¡Uf! Me hace dudar la pregunta. Creo que sí, que mejor leer cualquier libro, incluso el Mein Kampf o La imitación de Cristo, que ninguno. Soy de los que siempre han defendido que en la vida es mejor estar mal acompañado que solo. Dejar de estar mal acompañado es relativamente fácil, dejar de estar solo es más complicado.

- ¿Cómo conjugar la obra con la vida? Pienso en ejemplos canónicos de escritores reprochables en algún terreno de su vida (Pound, Celine, Arthur Miller, Rousseau…), ¿debe interferir la clave biográfica en la lectura?

- Pienso que casi de manera inevitable interviene y sobre todo lo que más interfiere es la relación que establecemos entre esas biografías y nuestro propio relato autobiográfico. Creo que es imposible leer a Celine sin que se haga presente nuestra opinión sobre su vida. Esto no significa que impida una lectura válida (objetiva no hay ninguna) de su obra, pero todos leemos con nuestros prejuicios encima de la mesa. Tratar de conocerlos y de resistirse a ellos es algo que cada lector debería tener en cuenta.

- Pienso en la biografía de escritores como Horacio Quiroga, Alda Merini, Panero, Ambrose Bierce… ¿Hay veces que la vida se impone a la literatura?

- Sin duda habrá y hay casos en los que el deseo de «hacerse literatura» a base de proyectarse en ciertas vidas de ciertos autores, literaturice de forma enfermiza esa relación. Quien esté libre de literatura que tire la primera piedra.

- Un libro, ¿dice más de quien lo escribe, de quien lo lee o de la sociedad en la que surge?

- Como en el caso de la santísima trinidad, son inseparables. En cada libro, uno y trino, están esos tres elementos. El peso que se le otorgue a cada uno de ellos dependerá de la mirada ideológica desde la que la lectora o lector se acerque a él.

- ¿Ha sentido usted deliquio al leer algún libro?

- Recuerdo que en la adolescencia y en una etapa de maldeamores, la lectura de El cuarteto de Alejandría me salvó de la tristeza. Cuando años más tarde releí aquellas novelas la verdad es que sentí bastante vergüenza literaria.

“Un libro ilumina a otro”

- ¿Qué criterio ha de seguirse para trazar una constelación de lecturas?

- La luz. Un libro ilumina a otro y este otro ilumina a otro y así se van conformando constelaciones y archipiélagos. Por ejemplo, alrededor de Madame Bovary giran Ana Karenina,La de Bringas, Effi Briest, La Regenta, El Amor de Arthur, Una nube de ira, Tristan e Isolda y otras muchas más.

- El canon (en general), ¿sirve como faro o como grillete? ¿Cada cuánto debería de revisarse el canon?

- Como faro muchas veces deslumbra y no deja ver cuál es la ruta ideológica que esa señal facilita y acomoda. Como grillete, el hierro se vende – en las universidades o en los suplementos literarios- como si fuera oro y se ofrece como joya deseable. En todo caso jerarquiza y más que atender a lo que propone habría que analizar lo que excluye. ¿Revisarlos? No creo que ninguno pase la ITV, aunque siempre dependerá de a dónde se quiera viajar.

 

“La inteligencia exige distancia pero no siempre la lectura requiere inteligencia”

- ¿Cuánta distancia conviene colocar entre el texto y el lector –su lectura–?

- A mi entender, la inteligencia exige distancia pero no siempre la lectura requiere inteligencia. Las novelas policíacas por ejemplo más que inteligencia piden curiosidad y fisgoneo; las de Alatriste, emoción viril y patriotera.

- Hace un par de años, cuando se estrenó una película llamaba La gran belleza, escuché decir a algunas personas que habían ido a verla, que no sabían si les había gustado o no. ¿A usted le ha ocurrido eso, estar ante algún texto sobre el que no haya sido capaz de emitir un juicio en uno u otro sentido?

- Creo que en general siempre es bueno sospechar del gusto personal. Algo parecido a lo que plantea me sucedió con El buen soldado, de Ford Madox Ford; tardé mucho en averiguar si me gustaba o no. Finalmente me pareció una novela tramposa, falsa y decidí que dejara de gustarme todo aquello que durante su lectura me había gustado.

- ¿Algún libro que considere sobrevalorado?

- Casi todos.

 

- ¿Usted acudiría a una cena de notables?

Para saberlo antes tendrían que haberme invitado. El otro día, durante la Feria del Libro de Madrid, tuvo lugar por ejemplo la fiesta de una editorial importante y no, no recibí ninguna invitación. Ni siquiera pude asomarme o mirar a través de las ventanas porque no me dijeron dónde se celebraba. Pero si hubiera ido acaso también hubiera preguntado el por qué gran parte del pan que venden está tan cursi, mohoso y malo.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

 «El poeta no pide, sino que entrega; el poeta es todo concesión», son palabras de María Zambrano (Filosofía y poesía, 46) que podrían servir para cifrar la trayectoria de Ángel Guinda (Zaragoza, 1948), alguien que ha demostrado siempre una acusada conciencia lingüística, un compromiso radical con la vitalidad de las palabras. Así, eso que comúnmente se entiende por «ser poeta» podría en este caso equipararse con vivir una especie de fatum, experimentar un tipo de relación incondicional, permanente y riesgosa con el lenguaje en la que algunos se han dejado eso que, precisamente, demanda la poesía como una exigencia sin límites: la vida. Escribir Ángel Guinda es escribir poesía hasta el punto, en este caso, de que su vida aparece profundamente vinculada con su escritura. No se entiende la una sin la otra, y este conflicto, esta elección, emerge con frecuencia en sus textos y en sus actos. Por ejemplo: «Escribir como se vive» (Breviario, 21).

Autor de una dilatada obra poética, entre la que se cuentan títulos como Vida ávida (1980), El almendro amargo (1989), Después de todo (1994), La llegada del mal tiempo (1998), Biografía de la muerte (2001), Claro interior (2007), Poemas para los demás (2009), Espectral (2011), Caja de lava (2012), (Rigor vitae) (2013) y Catedral de la Noche (2015), Guinda ha desarrollado en paralelo un trabajo de traducción (Cecco Angiolieri, Antonio Sagredo —con Inmaculada Muro—, Teixeira de Pascoaes, Àlex Susanna, Florbela Espanca, José Manuel Capêlo, Ana Cristina Cesar, Augusto dos Anjos) y una actividad de aliento reflexivo materializada en volúmenes de aforismos —Huellas (1998), Libro de huellas (2014)— y manifiestos («Poesía y subversión», «Poesía útil», «Poesía violenta», etc.) que ha de leerse íntimamente entrelazada a su obra poética, una labor en la que el contar y el cantar son permanentes compañeros de viaje.

Poemas, aforismos, manifiestos, diferentes registros de un mismo lenguaje que parece responder al tópico sapere aude y en donde la emoción y la reflexión designan dos momentos sucesivos de una potencia expresiva que se materializa en un mismo proceso de creación artística; en ese sentido, un mismo hilo teje esta escritura —la que leemos en sus libros de poesía y la que encontramos en sus manifiestos o en sus volúmenes de aforismos—, un hilo entreverado de pasión y conocimiento, acción y meditación, delirio y razón. El propio poeta ha defendido en más de un lugar la necesidad de una estética que no se desvincule de la ética. Por otra parte, muchos de sus poemas presentan fuertes dosis de contenido ético, didáctico y moral, del mismo modo que bastantes de sus aforismos destacan por su plasticidad y su alcance estético.

Huellas, por ejemplo, se inicia con la sentencia que, a modo de poética, declara: «El aforismo es una gota de la destilación del pensamiento» (p. 17). Huellas que se presentan como el negativo de una vida logografiada en la escritura a través del tiempo, señales marcadas en la arena de la existencia que la memoria trata de guardar y que el olvido, sin embargo, con su conducta hará desaparecer porque, como reconoce el propio poeta, «Inmisericorde con todo es el tiempo» (p. 18). Así, al igual que le ocurrió a aquel otro escritor que quería «dejar huella» y marcharse «entre aplausos», la voz que escuchamos en Huellas, sabedora de su derrota, se rebela contra el arrollador paso del tiempo y el vendaval del olvido: «Somos una mascarada del olvido» (p. 63). Pero su triunfo, sin embargo, está ahí, en la mera enunciación, en la propuesta de un discurso capaz de detectar las aristas de una realidad fracturada en su raíz.

Aforismos, axiomas, sentencias, interrogantes y huellas que van construyendo algunos fragmentos de la «vida de un hombre», título con el que agrupó sus diferentes libros Giuseppe Ungaretti, un referente del aragonés. Pero la construcción nunca es completa ya que, según leemos en una de las páginas de Huellas, «Creamos a fuerza de aniquilaciones» (p. 46), esto es, la construcción del texto —vale decir, la arquitectura del mundo— deriva de una paradoja, se lleva a cabo siempre sobre la base de una determinada destrucción, no hay ganancia que no pague el peaje de un cierta pérdida. De ahí el título de una de sus compilaciones: La creación poética es un acto de destrucción. Antología (1980-2004). Aniquilaciones, demoliciones, el lenguaje poético parece arrasar todo aquello que nombra. En este sentido, leemos: «Tengo miedo a leer, tengo miedo a escribir. Las palabras aparecen para desaparecerme» (Huellas, 21). Las palabras del poeta prueban la desintegración de su identidad, la disolución de su propio ser en el ser propio del lenguaje, son el eco desvanecido de una voz apagada, el hueco en el que finalmente se oculta y es. De ahí la glosa de Rimbaud y la crisis de identidades que encontramos en este libro: «Yo es otros que no quieren ser yo» (Huellas, 22), un conflicto que encuentra su escenario en una realidad intempestiva, que actúa como un taladro ante cuya agresión el sujeto se resiste a claudicar.

El poeta de Ángel Guinda es el albatros de Baudelaire. Al igual que le ocurre al príncipe de las nubes, sus movimientos son torpes en el mundo en medio de unos gritos que ahogan su voz. Ese poeta, «cuya verdad las bestias nunca escuchan, lleva en sus pies las nubes, un abismo en la frente, y oye siempre otros pasos» (Huellas, 52), es capaz de intuir aquello que avista la mirada más allá de lo que los ojos miran y solo cuando por fin logra ver se da cuenta del prodigio: la mirada le revela un mundo secreto, ajeno al mundo que creía único, experimenta entonces una sensación de vértigo que difícilmente puede controlar. Es preciso haber mirado con los ojos abrasados por el sol para ver la oscuridad: «He cerrado los ojos para ver» (Toda la luz del mundo, 110), afirma el poeta reescribiendo a Paul Éluard. En efecto, se trata de concentrarse, recogerse, volver sobre uno mismo para contemplar o, al menos, intuir aquello que no alcanza a apreciar la mirada que se limita a las cosas materiales; se trata, claro, de destapar lo oculto, de mirar no con los ojos del cuerpo sino del pensamiento: es la mirada que da paso a un viaje interior que permite abarcar la totalidad del mundo: sus formas, colores, texturas e imágenes concentradas en un punto milimétrico e infinito al mismo tiempo, un punto de luz donde la oscuridad es tal que nos ciega con su mirada. Huellas se cierra con el siguiente aforismo: «Se es lo que se hace. Y más lo que nos deshace» (p. 65). Y recordemos que el poeta hace textos y en esos mismos textos se diluye, traslada su cuerpo a la palabra, vive y se desvive en la escritura, es ya texto dispuesto para ser leído. La escritura es así salud y enfermedad, construcción y destrucción, amparo y desolación.

Ángel Guinda no ha dejado de explorar ese lenguaje llamado a desvelar la (in)consistencia de lo real; al margen de todo tipo de modas y consignas, ha entendido siempre la poesía no tanto como una actividad reglada sino como una oportunidad para adentrarse en un espacio vital en el que plantear interrogantes de tipo metafísico, ontológico y ético, un territorio caracterizado por la apertura hacia lo simbólico e imaginario en el que el pensamiento se libera, sin adentrarse en lo irracional, de la sistematicidad y la lógica de lo racional, en un proceso que culmina en un encuentro con la otredad donde el yo se construye a partir de una indomable rebeldía. Asistimos a una estrategia con la que, más que buscar respuestas, se pone en tela de juicio el orden y el sentido de la realidad, sometiéndolos a un estado de tensión permanente, vaciándolos de paso de todo tipo de tópicos y prejuicios enquistados en el imaginario colectivo con el objetivo de crear un espacio vacío a partir del cual quizás sea posible reinventar la vida.

Así las cosas, inteligencia, soledad, responsabilidad, silencio y dominio acaban siendo finalmente los compañeros de viaje de un poeta que ha optado por anteponer la crítica a cualquier otro objetivo. Leemos en «Disidencia», poema de Conocimiento del medio: «Escucha / dentro de ti la voz de la conciencia / y álzala como escudo contra / el mundo: será / temeridad, pero es tu triunfo» (p. 25). Es ahí —en ese lugar desapacible, inhóspito y alejado de todo gregarismo en el que es posible pensar otro mundo— donde la crítica puede encontrarse con la poesía dado que esta, frente a otros géneros de discurso, no consiste en contar historias o inventar situaciones sino en modificar con el lenguaje las relaciones que tenemos con la realidad; en ese sentido, poesía, crítica y compromiso pueden compartir un aliento insurgente y perturbador basado en la transformación de la escritura, el sentido, la vida.

En mi opinión, Ángel Guinda asume una idea de compromiso que va más allá de lo social, haciendo del lenguaje el lugar donde se materializa la crisis del imaginario ideológico y cultural, entendiendo la palabra poética como una factoría de producción de preguntas, una oportunidad idónea para tratar cuestiones relacionadas con la construcción de la identidad y, de paso, ahondar tanto en los intersticios de la propia extrañeza como en las fisuras de la otra familiaridad, una extrañeza que acaba resultándonos próxima y natural, una familiaridad que se torna muchas veces incomprensiblemente rara y anómala. En estas circunstancias, algunos textos permiten medir las rigurosas y muchas veces tensas relaciones que este poeta mantiene con el lenguaje a la hora de tratar, por ejemplo, las cuestiones identitarias, entendiendo ese lenguaje como un instrumento para la exposición de todo tipo de conflictos, profundizando en él, yendo a la búsqueda de nuevos usos y sentidos, a una cierta distancia de la utilidad, inmediatez y rentabilidad que caracterizan su uso corriente; la poesía, en estos casos, no consiste únicamente en una cuestión de lenguaje (Mallarmé dixit), implica también unas maneras de afrontar y enfrentar la realidad. Así, contra la exclusión social que veta el desarrollo de ciertos lenguajes y por una reivindicación de la palabra como elemento de cooperación y de la poesía como auténtico diálogo social, surgen propuestas como esta, contraria al establecimiento de cualquier tipo de pacto lingüístico llamado a domesticar el potencial desestabilizador del lenguaje poético. En estas condiciones, una poética como esta ha elaborado sus respuestas en los extremos opuestos del culturalismo, el esteticismo y el realismo más blandos, allí donde se desdibujan los márgenes convencionales de nuestro modus vivendi y otro tipo de lírica —otro tipo de mundo— es posible.

Guinda ha sabido mirar, ha visto: «Encendida en la luz hay otra luz. / Oscuridad adentro, lo visible» (p. 13), escribe en «Hay otra luz», el poema que abre Biografía de la muerte, rastros de una poética que encontramos ya en su primer libro reconocido, Vida ávida: «la sola Claridad está en lo Oscuro» (p. 37). Hay precedentes de esta mirada: en el ámbito del primer romanticismo alemán, Novalis clama en los Himnos a la noche: «Hacia abajo, al seno de la tierra, / ¡lejos del imperio de la luz!» (p. 73), y, más recientemente, Antonio Gamoneda en Libro del frío: «Veo una luz debajo de la niebla y la dulzura del error me hace cerrar los ojos», «He atravesado las cortinas blancas: / ya solo hay luz dentro de mis ojos» (pp. 42 y 151). En medio de ese viaje a través de la oscuridad, el poeta es un condenado a la claridad y al canto.

Guinda ha sabido mirar la nada de la muerte reflejada en la inmensidad de cada instante vital, no por más efímero menos intenso y extraordinario, ha mirado con los ojos del que ansía saber y ha comprendido que la recompensa —como sucede en la Ítaca de Cavafis— se halla en el mismo viaje, la vida, y que el futuro, la muerte, es solo una promesa o una realidad temporalmente demorada, un texto en todo caso aún no escrito, metáfora del vacío que el poema con su presencia trata de colmar. Esta es una idea recurrente, aparece ya en algunos textos de su particular prehistoria poética, por ejemplo, en «Razón de ser», poema de Las imploxiones, un libro dedicado a Julio Antonio Gómez, poeta a quien Guinda siempre ha tenido en muy alta estima: «Cuando pensé matarme / fue / ya / tarde / me había enamorado de la vida» (p. 17), o en «Vida mortal», texto que abre Entre el amor y el odio: «Y que la muerte nos sorprenda vivos» (p. 15), o, por citar solo otro caso, en «Recuento», poema incluido en Después de todo: «Avanzó a trompicones, hasta / aquí. Sin embargo —ni partir, / ni llegar: lo más bello / del viaje fue el camino» (p. 59).

La escritura era para Jacques Derrida, idea que fue en aumento hacia el final de su vida, una actividad crepuscular. En una de sus últimas intervenciones, recogida en Aprender por fin a vivir, señaló: «Cada vez que dejo que algo parta, que tal huella salga de mí […], vivo mi muerte en la escritura» (p. 30), y algo parecido apunta Guinda en diversas ocasiones, para quien la poesía, más que una respuesta, es una presencia ante la muerte, como si esta funcionara como una metáfora abarcadora de la totalidad, una imagen que a veces siente como una losa de la que quiere liberarse. En esa línea indagatoria, Biografía de la muerte (2001) supone una renovada vuelta de tuerca a un tema —la muerte— bastante frecuentado, el intento de poner rostro e imagen a esa realidad irreal que es la muerte. Escribir es entonces experimentar conciencia de una muerte que hermana el final con lo que precede al comienzo, el final —ese punto en el que las palabras se callan y las presencias de los otros se desvanecen— y lo que antecede al umbral, ese instante abonado de silencio y soledad. Construido sobre un contrasentido elemental muy del gusto del poeta (¿cómo escribir la biografía —esto es, el relato de una vida— de la muerte, es decir, de algo que todavía no ha acontecido?), este libro es asumido como un «ejercicio espiritual», como una práctica preparatoria que ha de reconciliarle con la muerte de su propia biografía (con ese mismo título, en 1994, había incluido ya un poema en Después de todo).

En la escritura de Claro interior (2007) se aprecia con intensidad la apuesta moral y el compromiso crítico con la denuncia de una determinada realidad a menudo miserable y obscena, una escritura apegada a la existencia singular, marcada por el propio devenir vital aunque al mismo tiempo orientada hacia un lugar en el que el yo comparte tensiones, conflictos y aspiraciones con otros yoes. Así, ya desde el primer poema: «Cada palabra pesa / todo lo que la vida / ha pasado por ella. / […] / Cada palabra pesa / su paso por la vida» (p. 11), una vida que no se entiende sin la presencia de su compañera inevitable, la muerte, porque hablar de la muerte consiste al final en hablar —desde la vida, no puede hacerse desde otro sitio— de la vida, en suplir el vacío ontológico y la nada blanca de la muerte por la misteriosa e insurgente claridad que emana de las cosas del mundo: «Yo persigo la luz de lo profundo» (p. 19), declara la voz poética en «Otro mundo», conocedora —como Hölderlin, Novalis, Blake y otros grandes poetas visionarios— de que el ascenso a las estrellas pasa por previos itinerarios abisales, lección que Guinda aprendió pronto de sus vates románticos favoritos.

En un registro que recuerda, en parte, al de ciertos textos de los años ochenta (Vida ávida, Hielo en llamas), algunos poemas de Claro interior («Derribos y construcciones», «El discurso») dejan entrever el duende y la magia que con frecuencia han acompañado a esta escritura, que no ha dejado nunca de explorar en las contradicciones, antítesis y paradojas del lenguaje, esto es, de la vida, una escritura que solo se entiende al calor de una imprescindible comunicación: «Ser poema es ser nada / si no hace vida en nadie» (p. 13). Se trata de resistir y de subvertir la realidad para —desde sus ruinas— construir otro orden, levantar otro mundo y, en ese sentido, esta escritura contiene un valor ético y político incuestionable. Si ahora —en un texto titulado «La realidad»— puede leerse: «A pesar de que escribo / contra ella / —sobre ella jamás— / no sé en qué consiste / la realidad» (p. 17), recordemos que en Huellas ya se había referido al «taladro de la realidad» (p. 27), y que en «Arquitextura», un poema de Hielo en llamas, había declarado: «Escribo contra la realidad, / no sobre ella» (Crepúscielo esplendor, 67), verso que a su modo completaba aquel otro anterior de Vida ávida en el que aconsejaba: «Y a la vida agresiva agrédele» (p. 38). Al fondo, el conocido lema acuñado por Cesare Pavese —un poeta recordado en el texto que cierra y da título al libro— en la entrada del 10 de noviembre de 1938 de su diario El oficio de vivir: «La literatura es una defensa contra las ofensas de la vida» (El oficio de vivir. El oficio de poeta, 185). Por cierto, casi nunca se menciona que en esa misma entrada Pavese habla del «silencio acumulado para el arrebato» como otra defensa idónea frente a todas esas agresiones, un aviso a navegantes que tantos y tantos poetas se niegan a escuchar. Se trata entonces de resistir y de actuar en legítima defensa frente al agresor, de levantar una voz crítica, resistente e insumisa ante los escándalos de la historia, confiando todavía en que «Acaso hemos venido al mundo para destruirlo y de las ruinas levantar otro orden» (Huellas, 29), aforismo que, con una ligera variante, abría ya en 1983 su primera summa poética, Crepúscielo esplendor.

«Toda vida es errar» (Claro interior, 25), y el rastro de esa errancia se deja ver en los trazos de una escritura empeñada en dar aliento e imagen a nuestras miserias sociales, convencida de que la palabra debe contribuir a construir otro mundo sin duda más limpio, honesto y justo; con un registro muy próximo al de algunos de los mejores bardos del realismo, afirma: «Si escribo para nada, para nadie, / me sobra la palabra» (p. 28). La autocrítica (la composición se titula «Yo me acuso» e incluye una reescritura del poema de Gil de Biedma «No volveré a ser joven») no puede expresarse con mayor claridad, y el poeta se encuentra entonces más cerca del docere o del prodesse que del delectare horacianos. Y habría que señalar también que estos poemas están escritos desde la situación del que sabe que menos es más, del que es consciente de que solo en la pérdida y la desposesión se encuentra la más luminosa y relevante de las conquistas: «Si lo he perdido todo ya soy un ganador» (p. 44). Así, la voz poética que en un poema como «Cuenta atrás» se escucha —desde la ladera descendente de esa montaña que es final de una vida— podrá afirmar, armada de sabiduría existencial, pertrechada tan solo con el deseo: «Quiero vivir. / […] / Querer vivir / es ya una vida más» (p. 42). En ese sentido, hay en Claro interior algo de acción de gracias, algo de suma y recapitulación de acciones ejecutadas y algo también de ajuste de cuentas con uno mismo, y ello desde la sensación de que la identidad personal es un mito, una falacia, un espejismo que se desvanece con la aparición de la incertidumbre, la diferencia y la otredad, escenarios en donde el yo se juega sus redaños. Silencio y soledad, diferentes registros de una misma y aplastante realidad, esa que se muestra en este revelador y radical viaje de aprendizaje que es Claro interior.

Poemas para los demás (2009) es un volumen atravesado de emoción, compromiso y reflexión que continúa algunas líneas abiertas en libros anteriores (Breviario, Huellas, Claro interior). A lo largo de su trayectoria, Guinda ha apostado reiteradamente por la necesidad de desarrollar una estética que no traicione a la ética y, de este modo, muchos de sus poemas incorporan contenidos sociales, didácticos y morales sin que se resienta por ello la potencia de sus imágenes, el valor artístico y la plasticidad de sus símbolos. El conjunto se caracteriza por el desgaste y la erosión de los tópicos y los elementos retóricos más triviales y por la desactivación del engranaje poético más común. En «Semillas» puede leerse: «Escribo con palabras / rotundas y sinceras, / con palabras de pan, / de aceite, vino, agua, / de casa, de la calle, / con ideas en bruto, / para que tú me entiendas. / […] / Con palabras de vida, / con palabras de tiempo, / con palabras de amor, / con palabras de odio. / Escribo con semillas. / Sencillamente, escribo. / Escribo como vivo. / Escribo como soy» (pp. 15-16). De esta manera, quien en Vida ávida reformulara aquella sentencia canónica del realismo poético español de los cincuenta con el verso «No siempre la claridad viene del cielo» (p. 23), se inclina ahora por una escritura liberada de toda servidumbre retórica innecesaria, directa al corazón o a la razón, comprometida con la transformación de algunos de nuestros valores ideológicos e imaginarios más arraigados: «No queremos poemas teoremas. / Poemas solución a los problemas. / […] / No escribamos impunemente a tientas. / Escribamos poemas herramientas» (Poemas para los demás, 19-20). Parece una historia que recuerda a la de aquel otro vate que un día bajó a la calle, vio lo que había, rompió todos sus versos y comenzó a escribir de otra manera.

En un registro similar al de ciertas composiciones anteriores, algunos  de estos Poemas para los demás («Nuevo orden», «Deconstrucción», «Nada es del todo», «El peso de lo que pasa») dejan entrever la fuerza expresiva que con frecuencia ha acompañado a Guinda, un poeta que no ha dejado nunca de explorar en las contradicciones y paradojas del lenguaje, reescribiendo en ocasiones —como sucede en «Credo», «Ave María», «Gloria» o «Bienaventuranzas»— letanías y oraciones propias del devocionario cristiano. Poemas para los demás supone asimismo una nueva inmersión en el tema de la muerte, cuya presencia planea en muchas composiciones de este libro, así en «El superviviente», «Devenir», «El escéptico», «Larga espera», ese emotivo canto de despedida que es «Trasmoz» o esa suerte de epitafio que cierra el libro titulado «A pie de página», donde se lee: «El poeta Ángel Guinda / desertó de este mundo. // De espaldas a la muerte / y abrazado a la vida» (p. 64). Así, el volumen se plantea como un lavado de estómago y de conciencia con el que el poeta trata de ajustar cuentas consigo mismo, y ello en un escenario en el que, repito, hablar de la muerte consiste al final en sustituir el vacío ontológico y la nada blanca y abisal de la muerte por la misteriosa e insurgente claridad que emana de las cosas del mundo: «La muerte es la verdad de haber vivido» (p. 52), una muerte que es ya solo una promesa o un aviso de certeza constantemente aplazada, un texto aún no redactado: «Hace mucho que viene / lo que no viene» (p. 61), escribe quien, después de haber vivido lo suyo, planta cara a la muerte con una mirada casi anhelante.

Y con todos esos materiales de derribo se van construyendo algunos fragmentos de  una vida que no deja de proyectarse sobre los demás, sobre ese escenario en que el yo se diluye en un nosotros con el que comparte realidad, convive y conmuere: «Todo poema debe ser un útil / para arreglar el mundo / —el mundo propio y el de los demás; / incluso, si lo hay, el otro mundo» (p. 48). Escritura, pues, que sin dejar de constatar algunas certezas arraigadas en el ser humano —la muerte, por ejemplo, es un acontecimiento que hay que afrontar en soledad—, se desarrolla como un ejercicio de solidaridad compartida, un compromiso con aquellas voces y conciencias silenciadas, machacadas por un orden social radicalmente injusto y alienante, una práctica de resistencia y actuación en legítima defensa frente al agresor que sin desmayo golpea insistentemente nuestras existencias y pone a prueba nuestra cada vez más debilitada capacidad de reacción, una puesta en marcha de una voz crítica, resistente e insumisa ante los escándalos de la Historia, todo ello en un mundo en el que —si Georges Moustaki había declarado «l´état de bonheur permanent»— se apuesta por un «Nuevo orden» en el que «Urge cambiar el desorden del mundo. / Se declara el estado de crisis permanente. / […] / Se permite soñar con otra realidad» (pp. 21-22).

Ángel Guinda no ha dejado de desarrollar en sus sucesivas entregas una estética literaria comprometida con la ética y, de este modo, muchos de sus poemas contienen una gran carga de compromiso social, valores didácticos y morales que, combinados con una imaginería plástica y un utillaje retórico muy bien manejado, apuntan hacia unos mismos objetivos artísticos. El poeta que se adentra en esos territorios y lleva un vivir errabundo y desgarrado alcanza, como detallara María Zambrano en Filosofía y poesía, una ética y un género de conciencia tocado por la lucidez, una ética verbal sostenida sobre una recurrente intratextualidad que parece impedir el avance de esta escritura pero que, en mi opinión, habría que interpretar como la señal de un pensamiento imparable, no detenido, esto es, de un pensar, un proceso en marcha y no un acto consumado.

Así, encontramos en Espectral (2011) la escritura más característica de su autor, esa que, atemperada con una cierta actitud romántica —«¿Por qué la luz me desorienta? ¿Por qué me guío en la oscuridad?» (p. 78), o bien: «Atrévete a cruzar el pasadizo que lleva de la luz a las tinieblas» (p. 84)—, ha hecho de este poeta un maestro consumado en el arte de la contradicción, la antítesis y la paradoja, una escritura que vuelve una y otra vez sobre sí misma sin dejar por ello de nombrar el mundo, sin dar la espalda a la realidad, una escritura que se presenta como la manifestación de un sujeto que, sin renunciar al protagonismo de la enunciación, no deja de cumplir una función significativa en el enunciado: «un niño cruza el mundo con un féretro al hombro, y ese niño soy yo» (p. 11). La poesía emerge entonces para constatar y al mismo tiempo desmembrar el tópico: la vida es una búsqueda, un proceso de aprendizaje, un viaje a través del mundo que —como nos enseñara Borges en esa brevísima y memorable historia a la que alude en el «Epílogo» de El hacedor (1960)— encuentra su destino en uno mismo. Y el sujeto lírico que aquí surge se integra en esa misma tradición cuando confiesa: «He caminado tanto y aquí estoy. ¡Huimos siempre hacia nosotros mismos!» (pp. 22-23), una huida que se materializa al final como un enfrentamiento ante uno mismo, como una especie de regressus ad uterum que marca el paso iniciático hacia una posterior renovación.

Espectral —enmarcado entre dos citas ígneas de Dante («Poca favilla gran fiamma seconda») y Gimferrer («Quins ulls són la nit?»), dos autores de cabecera de nuestro poeta— relata un viaje al más allá interior de un sujeto lírico que no deja de proyectarse sobre cada uno de los textos, y eso ya desde el que abre el poemario, donde lo ardiente desempeña un papel relevante: «¿Qué bobina de fuego flota en el horizonte? Ser círculo es ser un universo. ¡Versos míos, girad!» (p. 11). Podría señalarse que aquí están ya —esbozados, al menos— algunos motivos recurrentes —esas metáforas obsesivas, en expresión de la psicocrítica— que han circunvalado esta escritura desde sus inicios: la interrogación sobre el (sin)sentido de la existencia, la pasión, la utopía, la escritura poética como representación de la identidad o, mejor, de los conflictos identitarios: «¡Para saber quién soy comienzo a dialogar con mis fantasmas!» (p. 15), y podría añadirse que esta entrega supone un nuevo giro de tuerca a un universo poético trazado y entrelazado a lo largo de casi cincuenta años de escritura.

Lo visionario tiñe algunos fragmentos: «¿Soy un iceberg que desafía al sol? ¿Un volcán que se extingue? ¡Soy el poseso que rajó el espacio para ver más allá!» (pp. 30-31), como si el mundo se presentase como un escenario demasiado angosto e irrespirable. De paso, el conjunto se caracteriza por el desmontaje de algunos de los tópicos y elementos retóricos más banales del imaginario artístico más extendido y, así, la voz poética, animada por una cierta comunión panteísta con la naturaleza y tocada por un acusado sentimiento vitalista, va declarando su solidaridad con todo ser vivo: «Estoy vivo desde hace mucho fuelle y, sin embargo, no quiero morir» (p. 38). Y la muerte, como no podía ser de otra manera en un poeta tan entregado a exprimir la vida como este, ocupa su lugar en este libro, una muerte que, de nuevo, vuelve a manifestarse en Trasmoz y la geografía moncaína (como ya habíamos tenido oportunidad de leer en Poemas para los demás), un escenario que funciona aquí como metáfora del destino definitivo y de la complicidad con el mundo natural: «Un día fulgurante, desatrapado de las garras del ruido, me adentraré en senderos pedregosos» (p. 49).

Espectral, como (Rigor vitae), de 2013, tiene algo de laico libro de horas, slides of life, cuaderno de bitácora o breviario organizado para recoger en él apuntes, notas, fragmentos e imágenes de una vida, dispuesto para ser administrado en diferentes dosis y alcanzar con todo ello un escenario en el que la palabra sobreviva a la vida, ya biografiada. El lenguaje responde aquí a algunos planteamientos que el poeta viene exponiendo desde hace algún tiempo en sus diferentes manifiestos: «Por más que las palabras sean semillas cargadas con el silencio de los mundos, debo escribir con algo más que con palabras. Escribir con verdad, con riesgo, para algo, para alguien» (p. 66), escribir para los demás y, a veces, en nombre de los demás. Así, en (Rigor vitae), leemos: «¡Hablo en nombre de aquellos cuya vida es una encrucijada!» (p. 27). Sin descuidar en ningún momento la densidad expresiva y el nivel de exigencia formal, es un rasgo permanente de esta escritura la complicidad con el dictum que entiende la poesía como una herramienta necesaria y eficaz al servicio de la comunicación y no como una actividad orientada por el solipsismo. Con materiales de muy diversa procedencia, el poeta va tejiendo su particular itinerario por lugares reales e imaginarios, describiendo con todos ellos objetos, seres, situaciones, acontecimientos y mundos con los que acaba integrándose tras haberles enfrentado su propio mundo.

Reconocerse en lo extraño, distanciarse hacia lo más próximo, tal parece haber sido el objetivo esencial que Ángel Guinda ha perseguido de manera incansable. Su escritura es un magnífico ejemplo del conflicto que a veces surge entre una actividad de la emoción y una práctica del pensar, como si la emoción y el pensamiento fuesen aristas de un mismo imaginario poético. Heredera y en parte deudora de la mejor tradición lírica de la modernidad, la poesía de Guinda ha reactualizado con una voz potente y singular algunos de los tópicos a los que esa tradición se ha aproximado: la soledad del ser humano y  los abismos infranqueables de la conciencia. Y así, con el transcurrir del tiempo, ha ido creciendo en intensidad, reflexión y actitud crítica. De ser en sus inicios una poesía del arrebato ha pasado a ser la escritura de un ser humano arrebatado a la vida por la propia poesía.

La poesía, vivida como una necesidad, permite una meditación sobre el lenguaje al tiempo que procura un cierto efecto salvífico al afrontar la presencia del abismo. Guinda se ha mostrado siempre convencido de que uno de los objetivos prioritarios de la poesía consiste en arrojar al ser humano al abismo para salvarlo del vacío y ganar así, por lo menos, el propio abismo; la palabra poética, un quehacer en el abismo, sería la condición para soportar ese lugar en lo que tiene de espacio sin fondo, lugar sin anclaje, denota tanto el intento de ir más allá de cualquier frontera como la intensidad de un movimiento que habría de llevarle a encontrarse con los intersticios del ser.

 

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

11 de octubre de 2021

 

 

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Escrito en Lecturas Turia por Valerie Miles

8 de septiembre de 2021

«El pozo y la estrella» fue el título que Octavio Paz dio a una breve nota necrológica que publicó en Vuelta a raíz de la muerte de Roberto Juarroz. Recuerdo esto porque se trata de dos poetas, dos pensadores del lenguaje poético convocados por Celia Carrasco Gil en diferentes momentos, y dos motivos, el pozo y la estrella, que, como se verá, remiten a dos campos semánticos intensamente frecuentados por esta poeta.

Tras un sorprendente y sólido primer libro titulado Entre temporal y frente (Olifante, 2020), Celia Carrasco publica ahora Selvación, volumen con el que obtuvo el XXII Premio «Gloria Fuertes» de Poesía Joven y con el que apuntala una línea de trabajo muy firme y consistente con la palabra, al margen del ruido y la sobrexposición mediática que suelen acompañar últimamente a la poesía más aplaudida en España, un país en el que este género a menudo se somete a las reglas y servidumbres del espectáculo y el comercio más insípidos.

Celia Carrasco, sin prejuicios, atenta solo al poder ingobernable del lenguaje, ha ido a lo largo de estos años dando forma a su singular taller de escritura, entendiendo desde el principio la actividad de hacer versos como un juego muy serio en el que las palabras, con sus interminables combinaciones, encierran tesoros y posibilidades que hay que explorar y descubrir; en este sentido, los dobles sentidos y la sugerente ambigüedad generada por el inteligente uso de la polisemia son mecanismos vehiculares recurrentes. Así, con Entre temporal y frente entregó un libro medido hasta el último detalle en el que nada quedaba al azar, un poemario penetrante y hondo, dotado de una profunda coherencia y de una estructura orgánica muy bien ensamblada en el que las palabras eran cuidadosamente elegidas hasta el punto de configurar con ellas unos poemas sostenidos sobre unas envolventes cadencias rítmicas, continuos hipérbatos y un incontestable y perturbador tempo musical.

Rasgos que dan cuenta de una voz con una acusada y exigente conciencia expresiva que también brotan en este nuevo libro, Selvación, término que responde a un procedimiento de creación léxica a partir de «selva» y «salvación» con el que la poeta nombra el intersticio «de una vida / que se parte», un escenario situado en un punto indeterminado, entre la ciudad desasosegante y la selva como emblema de lo sagrado, la vida natural y la libertad, motivo este esencial, me parece, en la idea que Celia Carrasco tiene de lo poético, imprescindible en el momento de lanzarse desde lo alto del acantilado al abismo de la creación. Y creo que la poesía podría nombrar ese espacio impreciso de refugio, ternura y proyección. Como leemos en «Polifemo»: «Que la poesía te cuaje y que te mime y te madure en soledad / dentro de su cueva por un tiempo. / Te meza en la caverna de su selva y te haga resistente». Selvada, pues, por el poema.

Dividido en tres partes —«Ciudad», «Hogueras cenicientas» y «San Silvestre»—, Selvación incluye un total de treinta y nueve poemas, trece en cada una de las secciones, un dato nada fortuito que es indicio del interés arquitectónico de esta poeta por armar un libro que sea algo más que una mera agrupación de textos. Como su primera entrega, Selvación también se abre con un soneto, esta vez de título homónimo al del libro, que contiene dos sonetos más, el extraordinario «Espeleología» y «Panorámica». El volumen, ya desde el mismo título, responde al deseo de construir un locus que se encuentre más allá o al margen del tópico «menosprecio de corte y alabanza de aldea», tan reiterado a lo largo de nuestra tradición literaria, que aquí se traduce en la confrontación entre un territorio urbano amenazado por una cierta deshumanización y un espacio selvático e indómito propicio para que broten el amor y la libertad. Si en su primer libro Celia Carrasco encontraba en Miguel Hernández un referente importantísimo, alguien en quien vio aunadas la fuerza verbal y la confidencia entrañable de las emociones recreadas, aquí las autoridades convocadas se amplían a autores como Fray Luis de León, J. Joubert, E. Dickinson, A. Machado, D. Agustini, G. Bachelard, R. Darío, Huidobro, Cernuda, García Lorca, Neruda, los ya citados Paz y Juarroz, B. de Otero, J. Hierro, J. Á. Valente o M. D´Ors, entre otros, lo cual es indicio de un imaginario poético y cultural complejo y versátil, señal de que los senderos por los que en este libro se transita son muchos y diferentes entre sí. Sin prejuicios, sin lentes ni quevedos de ningún tipo, Celia Carrasco observa con los ojos del asombro dispuesta a abismarse en un mundo inédito.

Como sucedía en su poemario anterior, Selvación también se inicia con un texto en el que leemos una declaración de amor y entrega incondicional a la poesía frente a los embates tortuosos y falaces de la vida (la asombrosa potencia del simulacro, la espectacularidad de la apariencia, la formidable y ensordecedora detonación de los ecos, la suplantación de la realidad por la virtualidad y de la originalidad por la clonación y el plagio). Y desde ahí, colocándose en un lugar incómodo e inestable, «sin suelo que pisar», se dispone a recorrer el sendero incierto hacia su deseada e inquietante «selva sagrada», el lugar del idilio y la emancipación, el sitio donde «el silencio fecunda la palabra» y el poema nos cuida y acompaña con una desconcertante sensación de escalofrío. En esa selva, «lugar de comunión con la palabra» y, al mismo tiempo, espacio donde el mundo se invalida al pronunciarse, se adentra esta poeta con la ilusión de dar con el secreto del acontecimiento que desequilibra y conmueve.

Selvación dibuja escenarios urbanos y naturales configurados a partir de insólitas expresiones metafóricas y en ellos se despliega un abanico de registros dotados de una altísima densidad imaginaria. En un primer momento, la voz que aquí habla se ve a sí misma naufragando en una vida que la aprieta y constriñe, obligada a «reptar por avenidas sucias en silencio» y a olvidarse de los pájaros que, lejos del «núcleo del suelo», quizás son señales de otra vida más vacía y más plena. Asediada por una nadería insulsa y repleta de banalidades, esa voz aún tiene fuerzas para convivir con los desheredados y los desplazados del banquete social y compartir con ellos la verdad real e incontestable de sus existencias, como sucede, por ejemplo, en poemas como «La huella en el margen», «Adoquín inédito» o «El hombre de hojalata», en donde encuentra, a pesar del evidente desamparo, motivos para la esperanza. Una voz que asimismo contempla con estupor un «rayo de sol que se ha hecho añicos / en la mañana póstuma de los viandantes / sin que nadie lo recoja», un rayo de sol que muy bien podría ser síntoma de un mundo natural perdido y olvidado, ese que, por ejemplo, representan la Amazonia y las amazonas en poemas como «Ahorcado amazónico» y «Ensueño de filología». Selvación necesita un lector atento y vigilante, dispuesto a acompañar en ese viaje a quien con su palabra ha logrado dar voz a lo desaparecido —la figura del padre, por ejemplo, en poemas como «Chispa», «Mudanza» o el memorable y ya citado «Espeleología»—, trastrocar la vida convirtiéndola en una experiencia liberadora y luminosa, modelada aquí por «el torno de alfarero del consumismo», motivo también de crítica en otro poema, «Nueva leña».

En estas circunstancias, como sugiere Celia Carrasco, se trataría de avanzar aireando la palabra, despojándola de todas esas losas con las que hemos levantado el mausoleo en el que rendimos cuentas a la muerte, disolviendo los espectros de una lengua fósil que se empeña en silenciar el canto áspero y luminoso con el que los muertos nombran al alba la distancia que se ensancha y el tiempo que se encoge. Se trataría de navegar sin una ruta marcada, de andar por andar, de caminar hacia cualquier sitio, hacia ningún sitio, hacia todos los sitios, como hace esta poeta al desplazarse por el sendero que atraviesa sin dejar huella, recorre hacia lo más inquietante de sí misma y en el que genera un hueco donde respirar convirtiéndolo en una zona habitable desde la que poder contemplar las estrellas.

 

Celia Carrasco Gil, Selvación, Madrid, Torremozas, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

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