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EL PRESTIGIOSO ESCRITOR Y PREMIO CERVANTES ASEGURA, A PROPÓSITO DE SU OBRA: “EN POESÍA TODO ES SÍMBOLO”

UNA DE LAS MEJORES ESCRITORAS MEXICANAS ACTUALES LO TIENE CLARO: “LA IMAGINACIÓN PERMITE QUE EL MUNDO SIGA EXISTIENDO”

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de noviembre, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de notable interés: Antonio Gamoneda y Brenda Navarro. Sin duda, Gamoneda es uno de nuestros escritores más carismáticos, habiéndose convertido en guía y modelo de muchos poetas más jóvenes. En él se valoran su sabiduría lingüística y su conciencia crítica, su apertura hacia las tradiciones de la modernidad y su clarividencia a la hora de enjuiciar el tiempo que vivimos. Puede decirse que, a sus 92 años y a pesar del inevitable desgaste físico, Gamoneda trabaja con intensidad y permanece al día de todo, dueño de su agenda y convertido en un referente de la autenticidad y el compromiso de la mejor poesía.

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La madre toca a su hijo como si fuese un instrumento.

La culpa se ha vuelto una monedita pintada.

Algo en ella:

clausurado. 

Si tuviera ocho patas

ofrecería a las crías también yo

de mi carne. 

Fíjate en la de las criaturas, que está toda hecha de espejo.

Un brazo vicario y menudo en un

pulso contigo misma.

La ciega, la animal, la jíbara. 

La madre y el hijo negocian su poder con moneditas de plástico.

Comen y defecan ese mismo lenguaje.

Miedo, berrinche, elogio, confianza. 

Por el envés del día va gruñendo la madre su ternura.

Lleva como conchitas colgadas de un collar.

Culpa deber atención pertenencia. 

Se abrazan fuerte para que la dicha no llegue a derramarse.

Frotan de los paños lo que no desearon nunca.

Atándose al mástil de un amor tan fiero

algo en la araña quedó clausurado. 

El hijo y la madre comercian con su placer y su castigo.

Algunas manchas no salen jamás.

La escritora espera en la llamada una sola frase: “Estamos aquí, los dos”. Ella quería que su hermana, su querida hermana, verbalizara aquellas cuatro palabras. Un primer capítulo impresionante, doloroso, que captura una muerta blanca y aislada. La escritora Paloma Díaz-Mas recorre los distintos estadios emocionales y físicos para encontrar una manera de narrar la noticia del fallecimiento de su hermano. En un espacio agreste en lo metereológico, la distancia abrumadora, se construye el presente, uno que no termina, uno que busca sea irreal, un sueño de muerte. Gritos: “Mi hermano está muerto”. No dice, mi hermano ha muerto. Busca despertar de la pesadilla, construir un duelo de cuatrocientos kilómetros, de doscientas páginas, a través de una ciudad colapsada, de líneas de teléfono ahogadas, de mascotas ajadas. El hielo y el frío son los sabores que ofrece la muerte. Paloma Díaz-Mas escribe después de la pandemia, escribe una novela disonante, permanente, tangible. Es la ausencia el único protagonista y, el resto de las voces, simplemente ejercen de coro. La literatura durante el encierro del COVID se paralizó. Solo se acumularon amagos de diarios, dietarios imperfectos ante el temor de que, pasada la crisis, el mundo no tendría ni el mismo sentido. Cuando el escritor descubre que las estructuras no han colapsado, que todo sigue igual, recupera lo escrito. Esta novela, de muerte y ausencia, es parte de esa terrible ola que nos inunda, que nos cubrirá durante un tiempo. Emociona como maneja los paralelismos, el taxi con la amiga, como si moverse bajo la ventisca terrible otorgara una mayor emoción, un cariño especial, como la sencillez de la mujer del servicio de emergencias que acude para ser un referente objetivo en aquel instante infernal. La guardia civil y el cadáver, la guardia civil y la mujer que llora. La guardia civil aséptica y correcta. Frío y silencio, como la muerte, como la ausencia. Porque la escritora deja claro que del apartamento de su hermano se ha marchado también la muerte, ha dejado el ordenador en modo reposo y, sin clave, sin hermano, no hay desbloqueo. Es la lista, el enunciado de la propia benemérita, la que nos describe al finado: dos gatos, catálogos de arte, un taller de encuadernación. 

Mascarillas, ni besos ni abrazos. El cariño queda para cuando el hielo se derrita, se marche del interior del esqueleto de sus hermanas, donde el tuétano se negó a proteger el recuerdo. De fuera llegará el hombre de la funeraria, también, a las cuatro de la mañana, prudente y sin rencor. Agnóstico del dolor, parece sacado de una película de ciencia-ficción. La muerte es caoba que se quema y olvida. El hombre desea volver a su casa. Sus hijos son el reflejo del fuego, del calor. Dejará a las hermanas, a los amigos, dejará también, como el muerto, a todos los que querían solos, entre el frío. Y es así que se construye el primer acto, el más importante de la novela de Paloma Díaz-Mas, pues en él se desarrolla muerte y descubrimiento, espera y velatorio, una muerte que atraerá otras muertes o el recuerdo de ellas. Tanta tristeza y enfermedad acumulada por la sociedad y, ahora, hoy, en un brote sin aviso, un hermano fallece. Pero ahí sigue el miedo, en esos meses de ojos legañosos, incapaces de abortar el miedo a la tos y la fiebre, donde se creaban círculos asépticos para poder compartir la distancia. Un abrazo de hermanas, locas de dolor, obviando la paranoia de la doble mascarilla. Ella, sí, la autora, vencerá el miedo, porque, repito, no hay peor recuerdo que una muestra de cariño perdida en el desagüe de la prudencia. 

Un interludio que parece una fábula. Carpintería dorada, un momento de oriente elegante, cerámica, Japón, China, el momento de una belleza restaurada que supera la original. Una frase: “Con tiempo todo acaba quebrándose / todo se rompe y deteriora. No hay que urgir las fracturas que, de todas formas, llegan”. La novela, las fases del duelo, todo avanza: una tercera parte, ‘Fragmentos’, en las que se incide en la búsqueda de la pesadilla como solución a la realidad terrorífica. Marcar en el móvil el número de su hermano, un número fantasmal e inútil, ¿Quién nos apagará, quién borrará nuestro reguero digital? Seremos electrones golpeando en las esquinas virtuales durante décadas, mucho después de que la última persona que nos conoció haya fallecido. Pero no borramos el contacto, no lo borra su hermana. Conserva audios, fotos, frases de mensajería instantánea. Cotidianas y monótonas, sencillos avisos. Porque sí, la última muerte es el olvido. La felicitación del Año nuevo, los días después de muerto. La vida que se apaga de una manera brusca y callada, como un interruptor que alguien acciona al entrar o al salir de una habitación. Una muerte imprecisa. Así son las de los hermanos. ¿De qué habían hablado por última vez? ¿Del tiempo? Vivimos a veces tan lejos unos de otros que nuestras vidas vulgares nos abocan al silencio. Solo interrumpimos en la vida de nuestros familiares para comunicar grandes noticias, terribles hechos, enfermedades, dolores, riquezas, comienzos y finales. ¿Y el día a día? Todo igual, siempre. En la novela queda clara la dualidad frente a esta sensación. Perder el compromiso con lo cotidiano de nuestros hermanos a cambio de no importunarnos en nuestras vidas poco profundas. Solo lo malo o lo muy malo queda. El doble check, perdón por el anglicismo, la doble marca azul. No contestas, no respondes. La paranoia de los meses siguientes. Las dos hermanas se controlan, se azuzan, quieren, como en un extraño sistema industrial, estar al tanto de las constantes vitales de la otra. ¿Cuánto durará ese impertinente seguimiento? Buena pregunta. Cuando el dolor dé paso a la rutina, cuando puedas dormir sin química, cuando ya no haga un año de cada cosa. Las cosas que hacemos por última vez, estar juntos, fotografiarnos… el momento en el que la autora, escritora, trasunto o protagonista, reconstruye las últimas horas de su hermano, con precisión narrativa, los detalles de la soledad. ¿Vivimos vidas resumidas? Volvemos a la justicia de la muerte. Solo vale aquella que cumple muy exigentes condiciones. Esas que se hacen llamar ‘Ley de vida’: padres, ancianos, enfermos, gente con mala vida. Duelen, pero así son las cosas. Un hermano pequeño, más joven, no es posible. Se reparten los esquejes del hermano. La vida es un tobogán de sentimientos en que nada es recto, una montaña rusa en la que acabas cayendo. ¿Quiénes fueron sus amigos?, ¿querrán sus cosas? Tras el reparto, el último acto, el final. El cambio cualitativo. Pasar de “Nuestro hermano ha muerto” a “Nuestro hermano murió en enero de 2021”. Cuando llegan los aniversarios. Cuando aparecen los muertos en sueños y es una alegría al despertarse. La rabia nos hace ver gente vida que desearíamos intercambiar por nuestro hermano, como cromos macabros. Es, como dice la autora: “Cuya muerte fue una especie de transgresión brutal”. Sí, claro, de la ‘Ley de vida’. La novela ‘Las fracturas doradas’ de Paloma Díaz-Mas se traslada hasta la IV parte, la restauración. Recuperan para la vida la casa del hermano: “La casa donde nuestro hermano murió, ya que no podemos decir que vivió. Podemos decirlo, pero él no fue a un hospital. Murió allí”. Paredes conocidas y frecuentadas, donde la naturaleza instaura el lugar de un crimen. Cosas, libros, talleres, ropas incluso… amigos, instituciones, bibliotecas. Su hermano guarda las obras de la autora. Todos sus libros, incluso los primeros, los de adolescencia. Un ejemplar que valía para toda la familia y su hermano fue el que se lo quedó. Fotos, fotos reales, fotos herméticas, de desconocidos, de lugares, de proyectos. De nuevo la casa se habita -la hermana se la queda-, y una nevada hace su entrada. Ya no hace daño. Se ha restaurado la vida. Incluso el final, con el marido de Paloma enfermo del virus, cuando el virus ya no es sinónimo de miedo y muerte, implica un salto social, emocional, familiar, absolutamente cualitativo. El final, la quinta parte, las fracturas doradas, sirve de despedida y explicación, de génesis y respeto. Una carpeta que permanece siempre a la vista, con los fragmentos de la historia. Un cajón, un portátil, siempre ahí… hasta que la historia, la novela, ya no causa dolor a los que la escriben, la viven, es un duelo terminado que se comunica y se deja llevar, que se nos ofrece a los lectores. Como ese tazón que alcanza su belleza, una belleza diferente, al ser restaurado. 

 

Paloma Díaz-Mas, Las fracturas doradas, Barcelona, Anagrama, 2024

 

Firmándola Jean Echenoz, ese gran escritor francés actual, esta novela, la última que aparece (por ahora) traducida, es algo, o mucho más, que una de espías, que también lo es. Es, sí, o también, una parodia del género, pero ojo con hacer de la palabra “parodia”, un lugar común; o si lo es, si se quiere ver así, que sea una parodia, es una inteligentísima novela de espías, con todos los matices que se quiera, y enriqueciéndola -Enviada especial, la novela- con una sutilísima línea de humor. Los lectores fieles de Echenoz recordarán seguro otra novela, Lago (1991, 2016, Anagrama), en la que ya trataba este género de espías, quizá de forma más disparatada, y con un humor de mayor calibre, que esta que nos ocupa. Así que, vayamos por partes. Uno como lector no vive nunca en una cápsula de aire, aislado, y uno desde su capricho, y desde su juego de dados con el azar, se ha encontrado, en este caluroso mes de julio, cuando la envío a la revista, cumpliendo los plazos establecidos, leyendo a Echenoz a la vez que disfrutaba (re)leyendo a Boris Vian y  a  Jean-Patrick Manchette, esos dos estupendos escritores que, siéndolo ambos, escritores, han engrandecido desde siempre la novela policiaca a la manera francesa. Pues lo mismo ocurre con esta novela, una de espías, del gran Echenoz, un autor emparentado con, entre otros, dentro de la órbita del país vecino, Pierre Michon (por cierto, a Michon le entrevistan en el canal francés internacional TV5, que la protagonista femenina de la novela encuentra en la capital de la hermética Corea del Norte, a lo de Corea voy enseguida: lo de TV5 no sé si es sano y añejo chauvinismo, Echenoz sabrá, pero al parecer se ve en Pyongyang). Echenoz  es autor de un buen número de novelas largas y, muchas, cortas, muy abundantemente publicado en España (en Anagrama, sobre todo) y en mi reciente memoria de lector está esa trilogía -estupenda- de vidas noveladas dedicadas a Ravel -el músico-, al corredor checo Tras el Telón Zátopek -Correr- y al desdeñado y recuperado Hombre de Luces, Tesla -Relámpagos-, además de una brevísima y hermosísima historia sobre la Gran Guerra -14: no cabe más precisión minimalista…-. Estas, en fin, han sido mis lecturas de Echenoz más recientes, en la fresquera me quedan otras, aguardando la ocasión propicia, hasta encontrarme, ahora, con esa sutil y elegante novela de espías, no excesivamente paródica -que sí- y levemente humorística -que también. ¿Y Manchette y Vian? No tiene esta de Echenoz la violencia y la rabia de las de Boris Vian, ni la carga política de las de Manchette, pero de los dos algo tiene, sí, Enviada especial. Una novela que, como las clásicas del género -insisto, una de espías-, sigue más o menos la plantilla que está obligado a usar, para desde la primera página no dejar de ser Echanoz, de ir por su cuenta. Se nos muestra, sí, una leve intriga, una cierta -y disparatada, acaso inverosímil, también- operación encubierta de los servicios secretos franceses, o un empecinamiento de un general de esos SSF que aspira a hacer méritos sin encomendarse ni a dios ni al diablo -ojo, que esto no es un spoiler-. Tal vez a Echenoz del género, de los servicios secretos, de las operaciones encubiertas le atraía lo disparatado que ayer y hoy se esconde tras el mundo del espionaje: uno, este lector, el que no vive en una campana de cristal, ha sido muy partidario, estos meses de atrás, de las dos temporadas de Oficina de infiltrados, las peripecias de los servicios secretos franceses “en tiempo real” en Siria e Irán: una serie estupenda, un auténtico succès televisivo en Francia. Pues bien ese sutil humor, convenientemente subrayado y nada grueso, que uno veía en esa serie, lo encuentro, magnificado por el oficio literario de Echenoz, en esta estupenda novela. Una novela que tiene tres partes, la captación del personaje femenino para que haga de matahari en Pyongyang, el secuestro-preparación de la misma y la puesta en escena de sus encantos allá lejos, en la capital norcoreana. Echenoz utiliza ciertas (mínimas) convenciones del género para manejarlas en su terreno (literario). Le interesa más el ir y venir de sus personajes literarios por París, que la acción puramente aventurera. Y ciertamente ninguno del elenco tiene papel (insignificante) sin palabra de relieve. Todos, gracias a la pericia del autor, quedan atrapados en la tela de araña del lector o más bien este queda atrapado en la de Echenoz. Este se nos presenta todo el rato a pie de calle, literalmente a pie de obra, mezclándose con sus personajes, como si fuera uno más, omnisciente, eso sí, al modo decimonónico, quedándose ora con el lector, ora con uno de los personajes, al que le toque la china. Este acercamiento algo forzado –algo: hay que decirlo- le sienta bien a la postre al texto, levemente parodiado, como si Echenoz se burlara de las convenciones del género. Este carácter paródico, este uso, que no abuso, del humor se muestra más claro y evidente en la apoteosis final, la frustrada –y no digo más, que vivimos en tiempos de spoiler- operación norcoreana. No sé si Echenoz conoce de primera mano Corea del Norte, si ha estado allí, o se ha documentado a fondo, pero describiendo esa realidad, ese artificio de país, parece como si se hubiera divertido ante tanto disparate a mayor gloria del Nietísimo, el Líder Supremo (también es verdad que ayuda mucho a tanta risa esa pareja tan tintinesca, con algo de Hernández y Fernández, que son los dos guardaespaldas de la matahari inmovilizados por las estrictas normas norcoreanas). Estas páginas, por cierto, me han recordado mucho un viaje tolerado, organizado y controlado que realizó el escritor portugués José Luis Peixoto a aquel país y que con el título de Dentro del secreto. Un viaje por Corea del Norte editó no hace tanto Xordica Editores. En el libro de Peixoto, como en el de Echanoz la realidad es mucho más paródica que la ficción. Y de esto trata, entre otras cosas, esta novela, una de espías. No solo.- JAVIER GOÑI

 

 

 

Jean Echenoz, Enviada especial, Barcelona, Anagrama, 2017.

 

 

 

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