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LA PRESTIGIOSA ESCRITORA PORTUGUESA ASEGURA: "SOMOS HOY EL FUTURO DE MAÑANA, Y SIN MEMORIA Y SIN PASADO NO PODEMOS CONSTRUIRLO"

EL CÉLEBRE PROFESOR ITALIANO LO TIENE CLARO: "MI PATRIA ES UNA NACIÓN QUE ME PERMITE PENSAR Y ESCRIBIR LIBREMENTE"

LA REVISTA TAMBIÉN PUBLICA POR PRIMERA VEZ EN ESPAÑOL A COSTICA BRADATAN, RECONOCIDO FILÓSOFO ESTADOUNIDENSE DE ORIGEN RUMANO

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de junio, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de notable interés en el panorama cultural internacional: Ana Luísa Amaral y Nuccio Ordine. Sin duda, Amaral es una de las autoras más destacadas, reconocidas y originales de la poesía portuguesa, además de poseer un amplio reconocimiento a su trabajo literario con galardones como el reciente Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el más importante de los que se conceden en España a la poesía en lengua española y portuguesa. Por su parte, Nuccio Ordine es uno de los nombres propios mas carismáticos y de mayor proyección de la cultura italiana contemporánea. Un autor que, con sus ensayos más recientes, ha conquistado a la crítica y a los lectores con su certera defensa de la utilidad de lo inútil, así como con su cuestionamiento de la política neoliberal vigente hoy que, a su juicio, ha descuidado los pilares de la dignidad humana: el derecho a la salud y el derecho al conocimiento.

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La semilla de agua del rocío

se acumula en silencio

sobre las flores negras de la tierra.

 

En la luz de la luna está el comienzo del mundo,

de todo lo que somos.

 

Para que no haya nadie

con los ojos cerrados,

para que abandonemos nuestras casas

y podamos reunirnos en las calles,

la sustancia visible de los días se derrama en la noche,

extiende sus hogueras

sobre las largas playas del solsticio,

sobre los ríos inmensos de la vida

que se llenan pronto de alabanzas

y de celebraciones,

de pensamientos nuevos.

 

Por encima de mí, sólo los pájaros

perciben con sus ojos la claridad del aire.

 

Todo lo que sucede en esta noche desconoce la muerte.

Aunque nos venza el rojo de la sangre

de los gallos del alba.

Durante los años de duración de la pandemia del coronavirus, los habitantes del planeta tuvimos el raro “privilegio” de ver y comprobar y necesitar la influencia de la ciencia en nuestras vidas en tiempo real y en un primer plano absoluto. Hasta entonces no estaba oculta, pero probablemente dábamos por amortizados grandes avances científicos y su traducción tecnológica sin demasiada consciencia de ello (ciencia y tecnología son también usar un ascensor, graduarse la vista, o enviar un mensaje de WhatsApp).

Existía, y por supuesto aún lo hace de manera aguda, la discusión recurrente sobre el fundamento antropogénico del cambio climático, aunque desde la ciencia se considera más batalla cultural que realmente científica. El cambio climático, no obstante, se manifiesta en episodios en principio puntuales, cuya violencia y destrucción van en aumento progresivo, pero cuya continuidad es menos presente y global que la que mostró la experiencia de la pandemia. No así sus consecuencias, cuya persistencia muestra la reciente y terrorífica DANA de Valencia. En cualquier caso, los doscientos años de avances científicos prodigiosos que lleva la historia reciente de la humanidad, y nuestra poca memoria para recordar errores, han otorgado un aura religiosa por parte de la sociedad a la ciencia, suponiéndole una infalibilidad que ni tiene ni debe tener, pues sería su final y perdería su eficacia al negar su naturaleza dubitativa verdadera. Pero, desgraciadamente, invocar a la ciencia como dogma es frecuente, para hablar de clima, de salud, de sexo/género, u otros temas.

La mala ciencia es el título de un libro escrito por el médico Ben Goldacre en 2008 dedicado al uso espurio de los términos y prácticas científicas. El libro lamenta el escaso conocimiento del método científico por parte de la sociedad y subraya que esta ignorancia tiene consecuencias concretas en decisiones que afectan a la vida de las personas. Goldacre estudia los grandes negocios relacionados con la salud, alrededor de la cual se publican aún hoy la mayoría de artículos científicos de alcance general. Habla y desacredita con ejemplos bibliográficos abundantes los resultados de los productos que la homeopatía y el nutricionismo hacen llegar al público. También denuncia la incultura científica pretenciosa e interesada de muchos medios de comunicación, cuyo lenguaje de comunicación no es el de la ciencia. Pero, además, partiendo de la perversión del método científico que hacen estas pseudociencias para un lector lego pero abrumado por los medios, presenta también los intereses y errores de la práctica de la medicina y la farmacéutica oficiales, a las que Goldacre reprocha que demasiado a menudo se apartan también del rigor del método científico en favor de valores económicos. En algunos casos su juicio es feroz, lo que puede ser poco eficaz, puesto que linda con la arrogancia de la que las personas desconfiadas de la ciencia acusan a la misma.

La ciencia parece jugar en una absurda inferioridad de condiciones en este debate. Frente a estas acusaciones de arrogancia o absolutismo científico, la ciencia y su método por defecto son humildes, porque se basan en la duda sobre la ciencia anterior establecida y en la realización de nuevos experimentos que permitan provocar la realidad y comprobar sus respuestas para establecer conclusiones. Frente al elitismo del que se acusa a los científicos, estos saben -o deberían- que todas sus hipótesis sólo serán aceptables mientras no aparezca quien explique mejor sus resultados, y saben -o deberían- que eso le ha pasado a Newton o a Einstein, por lo que no deben hacerse muchas ilusiones, aunque su orgullo humano les venza. Por su lado, parece haber correlación entre el desarrollo económico y el científico, y también entre los sistemas científicos avanzados y las democracias consolidadas, aunque, a juicio del exdirector de la Cátedra de Cultura Científica de la Universidad del País Vasco, Juan Ignacio Pérez Iglesias, el reciente desarrollo científico de China introduce aquí una duda. Este autor, en su Los males de la ciencia (coescrito con Joaquín Sevilla) destaca otras deficiencias del modelo de desarrollo actual de las disciplinas científicas, como las desigualdades de género y raciales para acceder a los puestos superiores. Pero, por otro lado, tal y como el filósofo Daniel Innerarity ha defendido en varios medios, se ha producido un empoderamiento del ciudadano frente a la ciencia, gracias a una mayor educación y el enorme acceso actual a la información en red. Su planteamiento es que no puede hacerse ya ciencia sin la ciudadanía.

Pero, independientemente de esta realidad, relacionada también con la transparencia presupuestaria de una actividad generalmente financiada con fondos públicos, las personas de ciencia ya saben que ésta no tiene nunca un carácter divino ontológico definitivo. La pandemia fue un excelente ejemplo: la ciencia logró hitos dificilísimos, siendo el mayor el desarrollo y distribución de vacunas complejas en tiempo récord. Pero también dejó errores, como la previsión de inmunidad de rebaño (que no funcionó y tuvo consecuencias terribles en algunos países en la primera ola), o la insistencia en la persistencia de los fómites. No obstante, no son errores debidos a la aplicación del método científico, sino a la falta de definición de las condiciones de contorno de un virus desarrollado a una escala global y velocísima como el SARS-CoV-2. Sin conocimiento del método científico, con desprecio judicial por ejemplo hacia los epidemiólogos, es explicable que el discurso negacionista tuviera público, y que, enviciando las relaciones entre las ciencias llamadas naturales y las llamadas sociales, se hablara de absolutismo científico. ¿La ciencia absolutista, cual gobierno tiránico que oprime al pueblo, en contra de la evidencia histórica arriba mencionada sobre la relación entre ciencia y democracia? Pienso que no, que nada más alejado de ello que la ciencia, necesitada profundamente del relativismo que permite abandonar teorías implantadas por mejores postulados, aquellos que explican una mayor proporción de realidad.

Para muchos científicos la afirmación no es sino sardónica, considerando los problemas actuales de la práctica científica, como la exigencia de productividad publicadora o la precariedad profesional. Pero es también corta de miras… Pongamos un contraejemplo astronómico: en su libro Un Universo de la Nada, el físico teórico Lawrence M. Krauss comenta que, debido a la expansión del universo, estamos en el único momento de la existencia del mismo en que se puede recoger y registrar la información necesaria para “ver” (o percibir) el universo desde el momento del big bang y poder predecir precisamente su expansión. Si la vida y la especie humana hubieran surgido en la Tierra en otro momento de la existencia del universo, determinada información imprescindible para alcanzar estas conclusiones no nos habría llegado. Es decir, es un azar cósmico lo que permite que sepamos algo a priori tan trascendental como el momento del origen del universo, algo a lo que hemos dado una relevancia máxima en nuestra historia. No se trata ya de provocar la realidad con la experimentación, o de que dispongamos de mejor tecnología: en otro momento, las señales que permiten deducir la creación y duración del Universo no existirían. Sólo imaginarlo aplasta cualquier arrogancia humana sobre la capacidad de conocimiento absoluto.

Otra cuestión de todos modos supera al desconocimiento de factores puramente técnicos, y se comprobaron en la pandemia y recientemente en la DANA, y en ambos de manera dolorosa: las necesidades de gestión política. La pandemia obligó a una interacción diaria de la ciencia con la política, cuando la suya es en general una relación más distante. Las necesidades de seguridad del mundo, aún más exacerbadas, llevaron a imponer criterios que la ciencia no había podido demostrar de acuerdo a su método estructurado y comparativo. En la primera ola algunos fueron evidentes: se optó por confinamiento masivo en países de contagio severo y escasez de tests de detección del virus, mientras que allí donde el número de tests era mayor las políticas fueron menos restrictivas. En la etapa final de la pandemia, el mantenimiento de las políticas de Covid cero del gobierno chino, y su posterior brusca finalización a finales de 2022 ante las protestas continuadas, ejemplificó el ninguneo del poder a las evidencias científicas, incluso gozando del caso demostrado durante meses en otros países. Pero no es necesario irse a China para ejemplos flagrantes de desatención del criterio científico por decisiones políticas erróneas: el alejamiento del accidentado petrolero Prestige de la costa gallega a finales de 2002, en lugar de acercarlo a un puerto seguro y controlado, es un ejemplo histórico paradigmático. Al episodio de la DANA de Valencia también se le ven costuras similares: los avisos realizados desde días antes no fueron atendidos, y, aunque los hechos sucedieron con una velocidad vertiginosa, todo parece indicar que bajo la aparente desidia de las autoridades encargadas de realizar llamamientos de seguridad a la población se escondía una indiferencia profunda a las previsiones científicas, de continuo despreciadas en medios de comunicación y discursos políticos que consideran woke las acciones mitigadoras o adaptativas del cambio climático.

Es inevitable recordar al sociólogo Max Weber y su clásico El político y el científico, publicado en 1919, donde reconoce que ambas disciplinas son profundamente vocacionales pero que trabajan en ritmos diferentes. Para Weber es más fácil definir las virtudes necesarias para ejercer bien la política (pasión, responsabilidad, mesura, humildad), pero no menciona esta última entre los atributos que adornan la vocación científica. En la política se es persona de acción, que ha de ser con frecuencia inmediata. Esto no combina bien con la ciencia, que requiere estudio, pero la posesión del saber objetivo que proporciona la paciente ciencia es beneficiosa para que la necesitada política proponga e imponga la acción más razonable. Sin duda esta idea es aún preponderante, pero la radicalización política la tensiona.

El viaje ha sido siempre un elemento axial en la narrativa de Pío Baroja (y no sólo en los ciclos aventureros; recordemos su primera novela Camino de perfección, 1902), y desde el momento en que el escritor se aleja de Madrid para recluirse en la casona de Vera del Bidasoa los libros de viaje ocupan su tiempo, como para contrarrestar en la literatura el mayor sedentarismo de la vida.

Ahora se rescata uno de esos libros, Las horas solitarias (1918), posiblemente el que de entre todos ellos —y en especial la tercera parte del mismo: “Primavera”—  contenga mayor número de impresiones campestres del caminante solitario, hasta el punto de hallarse en él una cierta armazón o cohesión estructural a partir de un hilo narrativo que comienza con la “llegada al pueblo” y culmina con “la noche de San Juan”. Y ello incluso a pesar de la heterogeneidad de los asuntos aquí tratados y de que, a ratos, el libro parece decantarse hacia su formato diarístico, con la puntual anotación del sucederse de las jornadas, muy diversas entre sí a veces, pero también reiterativas o cíclicas, según se percibe en las estampas de la vida cotidiana transcurridas en la huerta doméstica, que se extienden a otras partes del libro y constituyen un verdadero leit motif. Las horas solitarias se articula en torno al dual movimiento de la observación–contemplación–impresión, en primer lugar, seguida de la reflexión, marcadamente inclinada hacia cuestiones metafísicas, y combina capítulos que dan cuenta de las andanzas cotidianas con otros que constituyen una verdadera etología del entorno que habita Baroja: Vera del Bidasoa y sus alrededores.

Entre los primeros, los hay de carácter estático, reflexivo, de espacios interiores o breves paseos por la huerta, que siempre generan excelentes párrafos de observación y meditación sobre la Naturalezay la darwiniana struggle for life, consciente como es el narrador de que “el campo es como un fondo al que hay que ir animando con las representaciones propias. [...] A medida que uno vive en el campo se le acercan los objetos y se acortan las distancias, lo contrario de lo que pasa en las grandes ciudades”. En otros capítulos el “hombre fantasma, que se pasa la vida entre la biblioteca y la huerta”, sale de casa y se convierte en “el señor de cierta edad que intenta a veces ser amable y se las echa de razonador”. Y relata sus “pequeños viajes”, como la escapada a San Sebastián (relato circular que incluye los elementos más característicos del género: salida, trayecto, medio de transporte, pintura de los compañeros del vagón, impresiones paisajísticas, llegada, actividades y regreso)  o la excursión a Arizacun —que le sirve para hablar de los agotes, en un capítulo de interés étnico–cultura—; un simple paseo por los alrededores de Vera, que da pie a hablar de los desertores del bando aliado durantela Primera Guerra Mundial; o la caminata por Illecueta que le conduce ante las ruinas de una antigua fábrica.

La segunda parte del libro —“Una excursión electoral”— puede ser calificado de reportaje político–social, que arranca de una anécdota precisa: el intento de Baroja de ser nombrado diputado por Fraga para las elecciones de 1905,  animado por su amigo el pintor Miguel Viladrich —que vivía retirado en un castillo de la localidad— y otros compañeros de redacción. El relato, entre narrativo y dramático, dado que abundan las escenas dialogadas, recoge las peripecias de esta aventura y, junto a los elementos característicos de la literatura de viajes, contiene una viva crónica del presente. El narrador, tras un rápido resumen de las circunstancias que desencadenaron dicha “excursión electoral”, relata las sucesivas etapas del viaje, los medios empleados y los establecimientos donde se aloja. De Madrid a Zaragoza va en tren, y allí pernocta en un hotel, para luego proseguir hasta Huesca, donse se aloja en la fonda Petit Fornos que le lleva a exclamar: “¡Qué nombres más ridículos encuentra esta gente para sus cosas!”. Desde las primeras líneas, junto a las pinceladas críticas recogidas al sesgo del mirar, se percibe el tono desenfadado y humorístico que preside la narración de esta disparatada aventura, pues algo de absurdo —o de fantasía, según opina Alaiz, otro compañero de la singular excursión— hay en este proyecto de presentar como diputado por Fraga a alguien que había hablado mal de la jota aragonesa y de Joaquín Costa.

De Huesca a Sariñena marchan los viajeros en un tren de mercancías, con cambio en Tardienta, pausa que en la escritura se traduce como interrupción del relato que el narrador aprovecha para recoger el perfil de los tipos con que se cruza y esbozar, en pinceladas sombrías, escenario y ambientes. Desde aquí, el trayecto hasta Fraga se narra casi puntillísticamente, entrando en el relato personajes que, como Petiforro el troglodita (el tartanero malhablado que los lleva desde Sariñena a Candasnos), suman, al marco paisajístico, el paisanaje. El verdadero reportaje social —con sus notas de tinte regeneracionista o noventayochista— se encuentra en estas siluetas apresadas al paso, como la viejecita que comparte trayecto de Castejón de Monegros a Bujaraloz y que tiene un hijo que se ha marchado a Francia, las compañeras de viaje de Fraga a Lérida, o estas dos siluetas encontradas por los campos yermos en donde cae el sol sin encontrar apenas una mata: “A lo lejos se divisa un carromato destartalado que viene bamboleándose, tirado por un mulo escuálido y un borriquillo. Van a pie, cerca del carro,  un muchachito moreno y un hombre de calzones y sombrero ancho, con los ojos inflamados, sin duda, del sol y el polvo”. Hay más denuncia en la aridez escueta de estas imágenes —así como en las notas paisajísticas que recogen la desolación trágica con que cae el sol sobre aquellas tierras o en el vacío y el abandono, el sin sentido pues, de ciertos espacios— que en párrafos donde el atraso, la ignorancia, la pobreza material o las pésimas condiciones de vida se explicitan -“Dice [el carretero] que por esta tierra hay muy poca gente que sepa leer y escribir. Él supone que de cada veinte mozos que vayan al servicio habrá uno que sepa de letras”-, o en aquellos otros donde, a propósito del objetivo electoral que motiva la excursión, se registra la corrupción política vigente, o en las sucesivas entrevistas con los personajes influyentes del lugar, al margen de la distinta filiación de unos y otros. Insisto, es este fondo de paisaje y paisanaje, de figuras como de segundo plano, lo que deja al lector una honda y más auténtica visión de la realidad. El verdadero reportaje está en esas líneas escritas como al sesgo, más que en las escenas de primer plano. Y desde luego, tiene mucho más valor que el del mero pintoresquismo anecdótico que le atribuye el narrador al concluir su relación: “Si uno tomara las cuestiones del régimen parlamentario en serio, esta experiencia sería una nota más que serviría para demostrar el artificio y la mistificación de las elecciones; pero como yo creo hace tiempo que el sufragio, en la práctica, es una farsa, este relato no puede tener más que el pequeño valor de una anécdota pintoresca”. – ANA RODRÍGUEZ FISCHER.

 

Pío Baroja, Las horas solitarias, edición de Jesús Alfonso Blázquez González, Madrid, Ediciones del 98, 2011.

 

*Fotografía de Pío Baroja: Retrato de Pío Baroja realizado por Juan de Echevarría

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