No estaba acostumbrada a desplazarse en autobús, pero aquella mañana había subido al 490. El coche estaba en el taller mecánico y el trayecto entre la calle Confalonieri y la plaza Irnerio era bastante largo. Además, no tenía especial prisa. ¿Por qué ir en taxi?

Aunque no fuese una hora punta, en el autobús público los asientos estaban todos ocupados. Elena, cogida de la barra de apoyo, percibía el frío repulsivo del metal. Un poco por encima de la muñeca, entre el pulgar y el índice, notó por vez primera una mancha oscura que destacaba como una nota discordante sobre la blancura lisa de la piel. Se puso a observar distraídamente a sus compañeros de viaje. Los que estaban de pie en general miraban por la ventanilla, poniendo atención en mantener el equilibrio; los otros, más afortunados, leían o fijaban ausentes la vista en un punto indeterminado entre el respaldo del asiento de enfrente y el suelo. Una señora anciana revolvía en su bolso.

A pocos pasos de ella estaba sentada una mujer joven. Eran muchos los asiáticos y los africanos en Roma. Se los veía por todas partes, sobre todo cerca de la estación Termini. Iban y venían, casi siempre en grupo, con el paso ágil y almohadillado de un dios moreno, que conoce las grandes extensiones, los desiertos, la sabana y la selva.

La mujer podía ser filipina. Su piel tenía reflejos de ámbar, los pómulos eran altos y bien dibujados, como los de su compañero, de pie junto a ella. Estaba embarazada. Elena se fijó en la extraordinaria belleza de los cabellos, negros casi azulados, lustrosos y lisos, recogidos por detrás de la nuca con una cinta de un rojo chillón. Más allá de las ventanillas, el cielo aparecía cargado de inquietos nubarrones primaverales, ribeteados de un violeta amenazador, pero dispuestos a quebrarse y a revelar la luz deslumbrante del sol de abril. El follaje de los eucaliptos en los jardines se doblaba, despeinando sus largas melenas con cada leve soplo de viento, présago de lluvia. Elena sentía su perfume acre, un perfume de dulzuras ilusas y melancolías impalpables. Le ocurría lo mismo todas las primaveras, como si el año, en el círculo inexorable y compuesto de los meses, sufriese en ese punto un desfase, una laguna, una incongruencia, en los que una vida, incluso fuerte y feliz como la suya, podía perderse y vacilar.

El chico asiático se inclinó y le susurró algo al oído a su compañera, que levantó la cabeza rozando con los labios la mejilla huesuda y musitó una respuesta. Formaban en aquel momento un arco cerrado y solidario alrededor de ese hijo que llenaba el vientre de la madre: su futuro, su victoria sobre la inmensa soledad que acompaña a quien vive lejos de su tierra.

Elena no tenía hijos. Volvió el pensamiento a su marido para llenar el vacío repentino que sintió abrirse en el fondo del corazón. Y en aquel rostro amado, tan seco y severo pero siempre dispuesto a iluminarse en una sonrisa abierta, percibió la opacidad de los años que les esperaban. A veces ella lo observaba, extrañada y enternecida, mientras leía a su lado por la noche, la espalda erguida también cuando estaba sentado, con las gafas para la presbicia apoyadas sobre la punta de la nariz y la cabeza reclinada sobre el pecho. En esa postura, entre la barbilla y el cuello se le formaba un grueso pliegue de piel marchita. Lo quería también por este envejecer juntos. Siempre se habían bastado. Pero ahora, de repente, le parecía que todo aquel amor y juventud y palabras y complicidad y también lágrimas y dolor hubiesen transcurrido en vano.

El joven filipino le arregló a la chica un mechón de cabellos que se habían deslizado de la cinta roja y se los pasó varias veces con cuidado por detrás de la oreja.

Cuando Elena llegó a su destino y bajó del autobús había comenzado a llover. No llevaba paraguas, pero no lo lamentó. Sintió con placer como las gotas tibias le lamían las manos y le surcaban lentamente las mejillas.

 

Traducción: Valeria Bergalli

 

 

(Este texto forma parte del libro La concha marina y otros cuentos, que publicó Editorial Minúscula)