Siempre que he encontrado una cosa, he dejado otra, yo nunca he abarcado lo que no podía apretar
Rafael Azcona[1]
Me acaba de llegar el calendario de Filmoteca Española para 2015. Durante años, Rafael Azcona me enviaba por Navidad agendas variopintas del año en puertas. Agendas de ‘santoral’ cinematográfico, agendas temáticas al modo de cartelera anual. Es curioso, recuerdo que a Rafael le tocaba con frecuencia glosar el paso de las cuatro estaciones en los almanaques que sacaba Taurus y su Club de la Sonrisa a mediados de los cincuenta. Le imprimía al encargo un tono como de parodia de ‘juegos florales’. También por entonces, en sus colaboraciones en La Codorniz y en Pueblo, Rafael demostraba una periódica puntualidad en sus consideraciones sobre el lánguido otoño dominical, el inclemente mes de enero, el tránsito navideño, el verano en Madrid y sobre todo el alboroto de la primavera (más alborotada en cuanto llegara a suponer para él la estación que frecuentara en calidad de flamante escritor, con derecho a caseta). Y no faltaba nunca a sus pronósticos, consejos y hasta diccionarios respecto al año en que se iba a ingresar. “Vida nueva” solía titular lo que no era si no una admonición nada velada de que la única –y paradójica novedad- consistía en la reedición anual de las mismas frustraciones y deseos incumplidos. Me asalta, por la coincidencia cardinal con el 2015, el último de los consejos que daba en ‘la revista más audaz’ para 1955: «los años terminados en cinco son nefastos para ciertas actividades: no tomes venenos activos, Puede ser grave»[2].
La primera agenda que me envió Rafael fue la editada por la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España para 1997. La imagen, por cierto, correspondiente al mes de junio era una guía de mano de En brazos de la mujer madura (Manuel Lombardero), una versión de Le Violon d’Ingres de Man Ray. Se destacaba como estreno del mes, previsto para el día 6, pero se estrenaría en abril. La de diciembre era una preciosa ilustración de Javier Arámburu para Tranvía a la Malvarrosa (José Luis García Sánchez), que sin embargo se estrenaría también en abril, sólo una semana después de En brazos de la mujer madura. Buena semana. Buena primavera. Buen año. Dos de las mejores adaptaciones que escribiera Rafael. Y en distinta coloratura, dos películas sobre un tiempo de imprimación perdido, el de la formación emocional e ideológica del alevín provincial entorno a la guerra civil y a su inacabable posguerra: un escenario primordial para el joven Rafael del primer acto logroñés. También un tiempo de iniciación en la sensualidad, ese tiempo en el que como dice el narrador de la novela de Vicent: «todas las sensaciones iban formando estratos». Otros años –por añadidura a las ‘codornicescas’ felicitaciones navideñas que como orgulloso Mac user diseñaba con el ordenador, y en las que le volvía a salir el viñetista que nunca dejó de ser (y bien podrían verse algunas de las mejores escenas que escribió como viñetas desarrolladas hasta sus últimas consecuencias, hasta completar el cuadro)- fueron la agenda del IVAC[3], la de Cahiers du Cinema –Serge Toubiana, le había entrevistado en 1997, con motivo de la muerte de Marco Ferreri- y una que El Círculo de Lectores le dedicara para 1999 a la literatura y al cine con textos de Juan Marsé. Me gustaba pensar que el ejemplar que Rafael me enviaba era el suyo, no uno que le sobrara. Y por eso, más allá del obsequio material, del objeto en sí, me llamaba la atención el gesto de desprendimiento que, a mi entender, suponía deshacerse de ellas: desprendimiento de la cronología y rutina de la profesión y del taco de días por caer. Prefería a la fatalidad de la previsión de todo aquello que está o parece escrito (desde los guiones a la muerte), el saludo a cada día como novedad impredecible. Prefería la compañía, ideas, conversación, menú y secuencias que la jornada proveyera. La actualidad, la reunión, la concordia en el sentido literal –que recordaba Vicent en la última línea de la Sobremesa- de ‘corazones reunidos’; el convidio, el congreso ‘a lo Pickwick’ –de cuyo club siempre hubiera querido ser miembro, como ‘observador de la vida’, la dedicación predilecta de su titular- como estrategias para evadir cualquier responsabilidad con la temporalidad y sus plazos; para burlar la cuadricula de cualquier calendario; para evacuar el miedo a la clausura, a la retórica, a la burocracia, al laberinto general (y particular) que nos engaña y paraliza. Los laberintos. Hace unos meses pude leer por gentileza de Eduardo Ducay y de Alicia Salvador el guión –inédito[4], la película nunca se llegó a filmar- de otra adaptación condenadamente buena de Rafael, maravillosa, la que hizo de la novela de Medardo Fraile Autobiografía (1986). De esos trabajos ‘motorizados’ por Rafael a causa, sin duda, del enamoramiento producido por la materia original. Le pasaba: ¿a cuántos nos llamó entusiasmado e incluso nos regaló un ejemplar de ¿Qué me quieres amor?, tras leerla y confesar que le había hecho recuperar la confianza en el ser humano? El mismo Rafael se había encargado de procurarle productor al proyecto sobre la novela de Fraile, Ducay/ Classic Films[5]. La materia aparecía filtrada por un niño de cinco-seis años en el Madrid de 1928. En 1928, Rafael tenía dos. El niño se llamaba Manuel y la acotación mediante la que Rafael lo describía ya apuntaba afinidad en la mirada, un poeta hermano: «ojos azules, distantes como los de un gato; incansable observador de todo, perplejo a menudo, melancólico a veces». Rafael retituló su adaptación El laberinto. La primera secuencia transcurría en una Feria estival. Una de sus barracas se anuncia como “El laberinto del hombre perdido”, y en su interior ‘vive’ extraviado desde hace seis meses un espectador de nombre Eladio Pelayo Expósito, con aspecto estrafalario –adjetivo caro a Rafael-, despeinado a lo fakir y alimentado a pan y agua por la empresa. Es el estrato y el tipo que marcará a Manuel. Por eso Rafael ironizaba tantas veces en sus fábulas sobre los riesgos de la moción, del buscar, del pretender, del desmarcarse, de lo extemporáneo, del huir de la doméstico o de la oficina (tan siniestra como la dibujaba Pablo San José); sobre el precio a pagar por la quijotada que supone el manifestarse, el ilusionarse, el desear, el idear, el trasladarse, el intentar ser libre. Por las trampas kafkianas dispuestas por la sociedad para quien se atreva a ello. Trampas para cada ‘K’. Muchos creaturas de Rafael son un ‘K’. Y se extravían irremisiblemente en el laberinto. Como le sucedió a Eladio Pelayo Expósito. Aunque no se haya filmado, este tipo es una de las figuras que mejor significa el estar (perdido y atrapado) en el mundo, según observaba el mundo Rafael. Y una de las que mejor reconstruye al propio niño Rafael, el niño que iba con sus padres a las ferias del Logroño de su infancia, un niño asombrado y atemorizado: «El niño lo pasa fatal en el circo, el niño es un poco cagueta y todo le da miedo: que el león le coma la cabeza al domador, que se caigan del trapecio los trapecistas, que chorree la sangre de la chica atravesada dentro de un baúl por una docena de sables, que el prestidigitador le haga bajar de la grada a la pista para sacarle de la nariz metros y metros de serpentinas. Pero claro, al circo tendrá que ir porque, si no va, ¿cómo podría contar después lo que no ha visto?»[6]. Cómo contar lo que no se ve. Cuestión ineludible para los proveedores de ficciones. A mí, volviendo Eladio Pelayo Expósito, me recuerda en lo astroso de su encierro al anacoreta Fernando Tobajas, encerrado de motu propio, en su baño, conectado al exterior por un laberinto de tuberías.
Yo no sé si Rafael abría alguna vez estas agendas antes de enviármelas. Yo sí, pero nunca las he llegado a utilizar, ni he anotado en sus páginas ni una palabra, ni una cita, ni un compromiso. Para mí tenían el valor de un libro. De un guión en blanco. Por tanto, nunca me he desecho de estos volúmenes. Hoy forman antes mis ojos y mi memoria una biblioteca regalada íntegramente por Rafael. Y aun más que eso: pues independientemente cuál fuera el tema monográfico de la agenda, a mí me hablan de –y me ordenan- los años de mi relación con Rafael. Me sale decir que me parecen ‘libros suyos’, como escritos por él. En esa consideración los conservo, unos años apoyados en los otros. La última agenda es la del IVAC para 2008. El 24 de marzo de este año devino en un tope a partir del cual se inició un tiempo aturdido, silente e inverosímil que a lo que a más se parece es a la orfandad. Muchos, seguimos hoy sin estar de acuerdo con que se muriera Rafael, no señor. Y nos sigue sublevando. Seguro que él también nos daría la razón en este extremo. Escribimos varias a cartas a La Codorniz para presentar una queja formal, para que se pronunciaran en la Redacción, para que, no sé, hicieran algo; le volvieran a declarar con este pretexto la guerra a Inglaterra, por ejemplo. Pero nos las han devuelto todas, con el sello de ‘dirección inexistente’. Algunas veces estoy con José Luis García Sánchez y José Luis, tras un rato de enmudecimiento, se pregunta por enésima vez: «pero por qué se tuvo que morir Rafael, coño». Como cuando en Belle Époque (Fernando Trueba, 1992) se preguntan por qué se ha tenido que morir don Luis, con lo que gustaba comer; o en Plácido (Luis García Berlanga, 1961), por qué se tuvo que morir el Pascual, con la ilusión que tenía por la cena de Nochebuena. A don Luis y a Pascual les gustaba nutrirse. A Rafael también, en un sentido amplio. La nutrición espanta el vacío, la dieta seriecísima y la angustia que produce la soledad. En fin: camino del séptimo año post-rafaelita, no, no nos adaptamos.
Recuerdo que fue, además, en ese mismo mes de Marzo de 2008 cuando salió el numero de Turia con el cartapacio dedicado a Carlos Saura: uno de los tramos más intensos e internados de la creatividad en pareja de Rafael, un verdadero centrum hacia el que, justo en la meseta de la edad, se encauzarían reflexiones generacionales sobre el teatro del tiempo (de ‘los tiempos’ comunicados del pasado y del presente), de la familia, de la Historia y de la imaginación. Sobre algunas fechas; hablando de años: 1936, por supuesto, el del siniestro total. Sobre la continuación de los ‘juegos prohibidos’ de la infancia: la muerte, el sexo, el miedo (a la autoridad, a la violencia, a la doctrina, a las postrimerías). La infancia atravesada por el sol machadiano de la infancia. Antonio Machado; piedra angular del Azcona lírico (llegó a colar unos versos suyos incluso en la segunda del ciclo de Jack O’Relly, Siempre amanece, 1954), que habría de ahormarse –para completar el troquel de Rafael Azcona- con el Baroja de la prosaica lucha por la vida. Duarte L. Carbajo ya advertía en su artículo[7] que Rafael sufría en el momento de la preparación del número un contratiempo de salud que: «le ha impedido hablar, pero no escribir». Y escribió que El jardín de las delicias (1970) era su ‘Saura’ favorito, de todas, todas. Siempre lo decía[8]. Al hilo, adelanto la siguiente conclusión: a mi juicio, es –tanto desde la urgencia vital como desde el oficio dramatúrgico- la capacidad de adaptación, la tenacidad en la adaptación, la más extraordinaria, emocionante y productiva cualidad que yo destacaría de Rafael, después de mucho pensarlo, de mucho pensar a Rafael. Y su obra. Y sus movimientos. Y que también la adaptación –capítulo aparte de las ‘adaptaciones’ como práctica, del Azcona adaptador, en que demostró asunción, pertinencia, originalidad, síntesis, reinvención- le interesaba como asunto gordiano, como tema central. En sus muchas variantes: la transformación de especie, digamos, en un sentido prácticamente zoológico o entomológico (recuérdese la primera aparición de Rafael en pantalla: un cameo como visitante en la Casa de Fieras de El Retiro, en El pisito de 1958, mirando alternativamente al foso y a la pareja formada por Rodolfo y Petrita), lo que explica que su literatura esté repleta de ‘Gregorios Samsas’: señores que son abejas, toros, perros san bernardo o caballos y viceversa. Rafael se refería siempre a Samsa como «mi amigo Samsa». Pero también en el cine abordaría fábulas como la de una mujer ape regina (1963) o la de una donna scimmia (1964), y colaboró en Çiao maschio (1968), que desembocaba en la Playa del Hudson, Nueva York, a los pies del cadáver del King-Kong de Dino de Laurentis, con un pequeño simio en los brazos de Marcello Mastroianni. Toda una parábola ‘evolutiva’. Rafael aseguraba que la mayor experiencia de interpelación acerca de la condición humana la había vivido en los segundos que un orangután del Zoo del Bronx estuvo mirándole fijamente a los ojos. «Aquel hombre» denominaba Rafael al orangután. Hablamos, por este lado, del camino seguido junto a Ferreri. Esteve Riambau enmarcaría con acierto estos escenarios en las inmediaciones de un nuevo apocalipsis[9]. La transformación también en tanto sobreactuación dentro de los límites y servidumbres de la comedia humana: reconvertirse en otro individuo para sobrevivir, para estar[10], para ser reconocido, para conseguir un lugar. Y un rincón (‘para quererse’). Con un único objetivo: el de la supervivencia. Y permítaseme aquí recuperar un elenco de la ‘impostación’ que compilé a este respecto para un artículo el año pasado: «don Anselmo, en paralítico; Rodolfo, en marido de una anciana; Michel, en amante de una muñeca hinchable; Plácido, en “hombre-anuncio”; José Luis Rodríguez, en verdugo; Badalamenti, en mafioso; Carmen, la de La boutique, en falsa enferma; Tobajas, en un San Antonio, en un Ulises; Amedeo, en Joseph K.; Luis, el primo de Angélica, en niño (en el “ciclo Saura” los protagonistas reproducen el teatro de la infancia, así el Antonio de El jardín de las delicias, o la pareja Teresa y Pedro en La madriguera); los burgueses parisinos de La Grande Bouffe, en Tragantúas; los histriónicos Leguineche, en mil papeles y disfraces; el Luis que intenta seducir a la Paloma, en estrella de CIFESA; el Alejandro del Castillo de La mujer cualquiera, en General retirado; los frailes Liborio y Clemente, en los secularizados Juan y Pepe; el Juan Peñasco de Adiós con el corazón, en un Don Juan[11]».
El jardín de las delicias, la preferida por Rafael de entre las compartidas con Saura, es, no en vano, una película acerca de la nostalgia de la metamorfosis. Presentimiento –o desideratum- de haber pertenecido a otro estado en la escala, un estado mas liberado, menos comprometido, menos verborréico. Antonio Cano (López Vázquez, actor al que Rafael ayudó a mutar a otra máscara, pues lo postuló para Ferreri y para Saura) asumía al final la famosa recapitulación de Empédocles (490-430 a. C.), el filósofo que enunció precisamente la teoría sobre las cuatro raíces que conformarían al ser humano, y sobre la tensión perpetua entre la permanencia y la transformación: «He sido niño, una mata, un pájaro y un mudo pez que surge del mar», evocaba Cano. Baudelaire, como bien trae a colación Enrique Brasó en su capítulo sobre El jardín de las delicias[12], parafraseó al de Agrigento cuando proclamó «Nací hombre por error; debía haber sido golondrina o pez». Rafael, como muchas de sus criaturas, también tuvo que ‘sobreponerse’ continuamente. Es decir: adaptarse, readaptarse, errar, deslocalizarse y amoldarse varias veces. Fueron las sucesivas –y diversas- adaptaciones las que forjaron su personalidad y su producción intelectual. Cómo detallarlas aquí todas. Pero piénsese en el arco general: un pardal, de colegio público, aficionado a dibujar, imaginativo, con una hermana, hijo de un modesto sastre de fidelidad republicana, crecido en el Logroño de retaguardia, recogido y provincial –una guerra civil por medio- del primer tercio del siglo XX; mancebo de botica, muchacho de los recados, estudiante de comercio, aficionado a los toros y habitual del corto ocio local, que rectifica su anhelos (y seguramente un destino en el Logroño descrito en la Calle Mayor de Bardem[13]) hacia la lectura, las ínfulas poéticas y la hermandad literaria, un muy infrecuente espectador de cine que –paradoja- acabará siendo uno de los guionistas cinematográficos imprescindibles del cine europeo, autor de una obra sin la cual no se puede entender este país nuestro. Acreedor de un apellido –Azcona– adaptado a la categoría de concepto estético –lo azconiano- como antes lo fueron lo ramoniano, solanesco, lo goyesco, lo berlanguiano o lo buñuelesco. El Rafael que vendiendo a peso su biblioteca de juventud para tener un dinero con el que recomenzar, pasa de Logroño a Madrid, donde será empleado de carbonería, portero de noche de Hotel y vate de cafetín. Aunque a la altura de 1958, la profesión que figura en su DNI sea ¡la de ‘viajante’!, lo que tampoco lo resume pues habrá de confesar, empedocliano: «yo soy el resultado de un estudiante, de un poeta, de un decorador, frustrados todos»[14]. El Rafael que ha evolucionado de lector a escribidor: el escribidor a varias manos que, en una misma década, pasa de los ripios sentimentales y los versos a medianoche a la entrega rosa de kiosko bajo seudónimo, en paralelo al artículo codornicesco (bajo más seudónimos) y al humorismo gráfico, camino de sus primeras novelas para acabar, instruido por el milanés Ferreri, en –algo que él no podía ni concebir hasta ese momento- la disciplina a dos columnas de un artefacto denominado guión cinematográfico. El novelista que pasa de militar en el Club de la Sonrisa a ejercitar el esperpento. El logroñés que se adapta a los modos y empresas del citado milanés. El logroñés que tras adaptarse -con veinticinco años, y no sin problemas de liquidez y alojamiento- a las muchas caras del Madrid carencial, cuaresmal y bohemio oscuro de los cincuenta será transfigurado en la isla de Ibiza y luego en Roma, donde dice haber descubierto, a diferencia de España, que la vida es otra cosa a ir muriendo y condenándose. Imprimaciones progresivas: nuevos estratos. El guionista profesional español que se adaptará a las industrias de Francia y de Italia. El guionista que será el mejor coguionista por su extraordinaria adaptación a los compañeros de viaje en el proceso de ideación de una película. Nadie como Rafael se ha adaptado sobre una mesa de trabajo y de almuerzo a quienes consideraba sus cómplices materiales y -sin discusión posible- autores de la película (minimizando o ladeando, sobre todo cuando alguien osaba interesarse por ella, su propia contribución, su patrón); no dando nada por supuesto, ni por escrito hasta que no se hablara, se acordara y se encajara. No ha existido en el cine mundial, que yo recuerde ahora, ningún guionista que haya generado tan numerosas, prolongadas, sucesivas y diversas asociaciones de ingenio con los directores. Como ningún otro guionista, Rafael creó ‘ciclos’, de diferente extensión y diferente conclusión. ‘Ciclo’ en el sentido de pequeña sociedad, de club pickwickiano, de ‘enamoramiento’,… de estación. Hay claramente una ‘estación Ferreri’[15], una ‘estación Berlanga’, una ‘estación Saura’, una ‘estación Masó’, una ‘estación Forqué’, una ‘estación Olea’, una ‘estación Trueba’, una ‘estación Cuerda’ o una ‘estación García Sánchez’, que sería la última en interrumpirse, y una de los más fructíferas, divertidas y fraternales, aunque quedaron también pruebas inéditas de otras colaboraciones, como la que sostuvo con José Luis Borau en el verano de 2004 para escribir el (espléndido) guión de otra película inexistente: Las hermanas del Don[16]. Hubiera sido ésta una de las adaptaciones entre pares –Azcona/ Borau- más delicadas y expertas de la historia del cine español. El guión, por lo menos, existe. Era Borau, por cierto, muy admirador del guión de El laberinto (me imagino que también se identificaba con la mirada y miedos del niño Manuel, y del niño Rafael).
Rafael se adaptó a todos y a cada uno de los realizadores con los que departió, se internó en sus mundos, y también ellos asimilaron en mayor o menos medida la óptica de Rafael. Co-firmó con ellos la mayoría de los guiones. Es muy revelador auscultar elementos del continuum y las marcas que el mano a mano diario con Rafael dejó en las filmografías respectivas (tanto en las posteriores como a veces en ¡alguna anterior![17]). Pero también Rafael salió de cada una de esos ‘maridajes’ con una caja más amplia de herramientas poéticas. Y con una especie de juventud renovada que volvía a invertir en su siguiente –o paralela- asociación. La asociación en cada caso, si en un momento fue casual o azarosa, se iba llenando de contenidos. Rafael dio y recibió. Sus socios, lo mismo. Rafael reconoció que su colaboración se basaba en el fundamento judoka: «aprovechar la fuerza del contrario»[18]. De hecho, como se sabe, llegó a extenderse la especie de que Rafael Azcona no existía como sujeto, sino que era un seudónimo adoptado/ adaptado por los directores. Pero la ‘invisibilidad’ durante un tiempo de Rafael era una demostración más de su disposición, de su generosidad, de su aparente ‘no intervención’, de su perfecta adaptabilidad. Él decía, incluso, que sólo pedía para trabajar una idea a la que sumarse; aseguraba que él no tenía ideas propias, que prefería que el prójimo decidiera por él. Rafael podría ser un personaje de Italo Calvino: ‘el hombre que se adaptaba’, de forma que pasaba de no intervenir a ser el que ciñe, el tiralíneas, el que pasa a limpio, el que sujeta y desarrolla la idea. El hombre que se suma no como voluntario sino como involuntario. Hay más adaptaciones en Rafael: el logroñés que se casó –sólo cuando él consideraba que estaba, como contó en varias ocasiones, «preparado para el matrimonio»- con una norteamericana, mi querida amiga Susan Youdelman (otra admirable historia de adaptaciones), y que habiendo, en fin, nacido entre dos puentes de la recoleta Logroño -uno de piedra y otro de hierro-, reconocerá que no concibe una experiencia universal de lo humano que iguale a cruzar una y otra vez el puente de Brooklyn. Por supuesto que la adaptación es, sobre todo, una reacción para combatir el miedo a la soledad.
Esta capacidad, este instinto adaptativo –avivado por la necesidad, por la urgencia, por pragmatismo- se comunica a la práctica de su escritura: la de la literatura y la de los guiones. Y al puente entre ambos. Incluido el puente que va de Azcona a Azcona. Quise explicarlo cuando en Rafael Azcona: hablar el guión[19] me referí a la ‘política del incremento’: la habilidad para hacer crecer y transformarse a los motivos, a los casos, a las noticias, a los datos extraídos, observados (o no) de la realidad, a los tipos. El ‘incremento’ es, en definitiva, una política de adaptación. Los ejemplos nos harían ir repasando cada una de sus entregas, pero me vienen a la memoria algunas. Incrementos de variada ingeniería. La cercanía de la Navidad me trae el relato Pobre[20], ficción –entre galdosiana y valleinclanesca- incrementada a partir de un hecho mínimo: una estafa de participaciones del Gordo de Navidad ocurrida en Logroño. Se enteraría por la prensa[21], como también se enteraría de cierto matrimonio in articulo mortis celebrado en marzo de 1956 en Barcelona entre un realquilado de 30 y una inquilina de 87 para mantener el piso[22], o sea: El pisito. Y unos datos y testimonios aportados por Berlanga sobre el ajusticiamiento de Pilar Prades, ‘la envenenadora de Valencia’, crecerían hasta El verdugo (que a su vez reproduce, ‘adapta’ algunos elementos de la tragedia conyugal y ‘criminal’ de Antonio Badalamenti en la inmediatamente anterior Mafioso. ¡Qué extraordinaria película Mafioso![23]). Por razones legales y económicas Rafael nunca pudo –como siempre pretendieron él y Ferreri- adaptar directamente El castillo de Kafka, pero eso hizo, en cambio, que readaptara elementos de su fábula en muchas de sus películas[24], y no me refiero a La audiencia, su versión ‘oficiosa’, digamos, sino a las odiseas que –en distinta graduación kafkiana- padecen don Amadeo, Rodolfo y Petrita, Plácido Alonso, José Luis Rodríguez, Badalementi, Leonardo y Charo[25], Tobajas, Jaume Canivell[26], los ex-frailes Juan y Pepe en ‘el siglo’, o los Leguineche, entre otros. Y a los ‘castillos’ laberínticos en que se convierten muchos espacios, desde el pasillo de un piso de realquiler al propio cerebro. Y aquí volveríamos a Antonio Cano, pero también podríamos llegar hasta Alonso Quijano. Lleguemos, pues el concurso de Rafael como coguionista en las sucesivas fases del proyecto multiimedia –teatro, cine, televisión- que comandó Maurizio Scaparro entre y 1983 y 1984 entorno al personaje y libro de Don Quijote[27] lo sitúa en el núcleo de un experimento de transformación de formato dramatúrgico, de escenario y de soporte pionero en el audiovisual europeo. El caso del anciano peatón que quiere hacerse con un cochecito automático para obtener la ‘movilidad’ de sus amigos paralíticos es un ejemplo de proceso auto adaptador sin precedentes, verificado a lo largo de más de cuarenta años: Rafael observa cómo un grupo de paralíticos llama ‘baldaos’ a unos futbolistas a la salida del Bernabeu (el hecho, sin fecha); un suelto en La Codorniz (“El señor que quería ser paralítico”, octubre de 1957); relato en Arriba (“El cochecito”, noviembre de 1957); casi una novela breve, versión de la misma historia, con el título de “Paralítico” (incluido en el volumen Pobre, paralítico y muerto, publicado en 1960); adaptación a guión cinematográfico, El cochecito (1959, antes que “Paralítico” fuera publicado); película El cochecito (1960); ‘remodelación literaria’ del guión para el libro Otra vuelta en El cochecito (1991)[28] y reescritura completa de “Paralítico” para ser incluida con el título definitivo de “El cochecito” en el volumen Estrafalario (1999).
Y en esto nos conduce a la faceta más constante y esforzada de Rafael como adaptador: ser adaptador de sí mismo. Por reducirnos a su tarea de escritor –si bien, como ya ha quedado dicho, fueron muchos los otros ángulos vitales en que tuvo que readaptarse, también el de lector, leer a Kakfa[29], insisto, fue clave-, bastaría recordar su súbita reconversión en guionista cinematográfico de sus propias novelas (“El pisito”, “Paralítico”) sin haber contado con una preparación técnica anterior y sin ni siquiera albergar un interés especial en el medio (repásense, a propósito, la sorna y desapego sobre el cine que se gastaban sus heterónimos codornicescos y el repelente Vicente). En coguionista, habría que decir, pues al aprendizaje de la gramática parda del modelo tuvo que añadir la instrucción en la colaboración dramatúrgica, cultural e idiomática con Ferreri. De parecer ajeno completamente al mundo del cine, a escribir a cuatro manos guiones con un italiano a partir de relatos preexistentes. Desbordaríamos este cartapacio Azcona si describiéramos el enriquecimiento que se iba haciendo patente en cada adaptación, las cuales, lejos de parecer primerizas, demostraban una precisión, una ampliación de la viñeta –vuelvo a la idea de la profundización en su duratividad, en su discurso- y unas calidades acústicas y ‘pictóricas’ inéditas en el cine español. Del Rafael Azcona ‘adaptador’, del profesional de la riduzione, bastaría como muestra de su ojo para operar los elementos y ejes[30] que pueden reaccionar, sintetizarse o reencajarse para incrementar la sustancia, trabajos como la traslación que culminó de la trama de la novela de Stephen Vizinczey En brazos de la mujer madura (1965) desde la Hungría de la Segunda Guerra Mundial a la Barcelona de la guerra y posguerra civiles; la opción por la linealidad humana –obviando los entreactos fantásticos- en su rehilado de El bosque animado (1943)[31] de Fernández Flórez; la reubicación y pautado de la representación íntegra de la zarzuela La Corte de Faraón (1910)[32] en el seno de un flash-back o el ensamblaje con la perfección de un relato único de tres de los dieciséis cuentos que Manuel Rivas incluía en ¿Qué me quieres amor? (1996)[33]. Es fascinante pensar, por las noticias que se publicaron entre 1960 y 1962, cómo hubieran él y Ferreri adaptado El Castillo de Kafka: el escenario previsto era el Hotel de las Termas de Pallarés (en Alhama de Aragón) y ‘K’ iba a ser Totó. Y pienso también en el colmo que supuso en tanto autonomía como criatura emancipada de su autor, el que el repelente niño Vicente, adoptado por tantos lectores, fuera también adaptado como personaje televisivo en el programa Sonría, por favor, entre octubre de 1964 y enero de 1965, casi recién estrenada la televisión en España. Aunque en este caso fue idea de Manuel Ruiz-Castillo, al igual que los guiones, de los que Rafael se inhibió. A punto había estado Rafael de adaptarse tempranamente al nuevo medio cuando intentó con Berlanga y Estelrich la serie Los picaros con su piloto Se vende un tranvía (1959), entre El pisito y El cochecito. De haber salido la serie, ¿le hubiera sacado del cine nada más estrenarse en él? Por cierto que el guión favorito de la Rafael era uno que escribió para la televisión, el argumento de “La mujer cualquiera”, un episodio de La mujer de tu vida. Y una de sus frustraciones el que no se realizara la serie que escribió en 1998 con García Sánchez a partir de las Crónicas urbanas de Manuel Vicent.
No obstante, como escritor, lo más insólito –insólito en toda la ficción internacional, diría yo- es el ejercicio al que él mismo se prestó a finales de los años noventa como respuesta a la oferta de reedición –ordinaria- de sus antiguas novelas[34]. Rafael prefirió reescribirlas todas, de arriba abajo, de nueva planta. La razones que él esgrimió para tamaño esfuerzo era el darse la oportunidad de redactarlas en estado de libertad de expresión, lo que las hace más explícitas en pasajes sexuales, escatológicos o trágicos. Pero también le imprime un vuelo dramático e ideológico superior, en algunos casos. Es muy interesante advertir como, además, cuando publica El pisito o El cochecito en 1999 ya nos parece no sólo el autor que fuera un día del relato original sino un espectador más de las películas en que se convirtieron. Se adaptó como espectador. En esta secuencia de reescritura, la adaptación supone una circularidad total. Una mezcla entre vaciado y colmado. Exceptuando Cuando el toro se llama Felipe (1956), Rafael no se fue sin dejarlo todo reescrito, adaptado a su gusto, a su condición de ciudadano libre, sin censuras. Reinventó una ‘primera vez’ para sus textos, para reconocerlos sin cargos, desde las minúsculas Memorias de un señor bajito hasta Los europeos (1960)[35]. Sería, claro está, objeto de otro trabajo el cotejo de los vintages, digamos, con sus reescrituras, y una evaluación narrativa y estética de las revisiones. A mí, la que más emociona, la que creo mejor ajustada, la más equilibrada y en la que hay más ganancia es Los ilusos[36]. Al ser ésta una novela que trataba –en tiempo real, 1958, cuando la editó Arión- de los orígenes de su aventura como escritor, y al haber sido remitido a Ediciones del Viento por Rafael el manuscrito de su última versión, de su ‘corte final’ en 2008, sólo unos días antes de su fallecimiento, hace que lo contenga y lo comprenda íntegramente: al individuo, al ciudadano, al escritor.
El mismo día que me llega el Calendario de Filmoteca, el programa de TVE “Versión española” pasa Plácido. El mejor villancico español. Como siempre, acabo viéndola llorando con moco de pavo. No de tristeza, sino por la impresión que me produce certificar lo que hemos sido y somos. A qué cosas hemos sobrevivido. Cómo hemos podido salir (?) de vivir en unos urinarios. Caigo en cuánto del monipodio de Pobre y del inventario de pobres codornicescos salieron por las costuras de la pesadilla de Plácido Alonso, quien, por cierto, libraba una carrera contrarreloj con los plazos, en la laberinto de la nochebuena. Total para nada, porque al final no hacía falta, porque en la letra no figuraba el tenedor y el efecto carecía de poder ejecutivo, etc, etc.... En fin: la descojonación. Acuden a mí las estampas navideñas a las que Rafael dedicó “Tres romances ingenuos” en 1950, poco antes de Madrid. El correspondiente a la nochebuena es como un belén dentro de un escaparate de desproporciones absurdas, en el que se mezclan «entre paredes y asfalto,/ bajo techumbres de tejas (…) entre las sombras del mundo/ sobre la vida tan negra» avionetas de hojadelata y trenes eléctricos con caminos de serrín y ovejas que son más grandes que los Reyes Magos. Y recuerdo, viendo a Cassen, otro episodio apenas recordado de Rafael. Siete años después de Plácido, Rafael intentó adaptarse al teatro. Él había declarado en alguna ocasión que había escrito y roto algunas comedias, porque –pásmense- aseguraba que le aburría escribir diálogos[37]. El mismo Casto Sendra del motocarro protagonizaría en 1968 la adaptación que Rafael hizo por encargo de Andrés Kramer de la pieza de Roger Milner ¿Cómo va la vida? Rafael definía a su protagonista como un tipo «sofocado, aplastado y destruido por su contorno»[38]. Vuelvo a ver, sobrecogido, el contorno de Plácido y no sé si no ha pasado el tiempo, o qué. Todo era verdad. ¿Cómo va el solar? No hay más que observar: ancianos estafados, contabilidad imaginativa, familias desahuciadas, pequeños nicolases, tertulianos al poder, pagar para trabajar, emprendedores, cortesanos imputados, puertas giratorias, la providencia de la lotería de la navidad, pobres de solemnidad en aumento, todos a la cárcel. Este país sigue siendo algo como contado por una cuadrilla de tronados desde un palomar sobre Callao. David Trueba afirma hoy en su columna de El País que seguimos en un argumentarlo digno de La Escopeta Nacional. Pienso cada día en cómo contaría todo este ruedo actual Rafael. En la sobremesa, en los guiones. Y ahora que abundan el club de la comedia y los graciosos de turno, me doy cuenta cómo –a pesar de que nos riamos- nada era contado por Rafael como un chiste, ni como una ocurrencia, ni como un gag suelto, sino que todo se desprendía de una mayor: de una visión de nuestros actos como inevitable disfunción, como fatal desajuste, como inadaptación. Consecuencia del error de no habernos quedado en niño, mata, pájaro o pez.
Qué ironías adaptativas: el tema del Calendario de Filmoteca Española para 2015 es Rafael Azcona.
Logroño, enero de 2015
[1] En Memorias de sobremesa. Conversaciones de Ängel S. Harguindey con Rafael Azcona y Manuel Vicent, El País Aguilar, Madrid, 1998, p. 39.
[2] “Consejos para este año” (02/ 01/ 1955), incluido en Por qué nos gustan las guapas. Todo Rafael Azcona en La Codorniz, Pepitas de Calabaza & Fulgencio Pimentel, Logroño, 2012, p. 396.
[3] Institut Valencià de Cinematografía/ Filmoteca Ricardo Muñoz Suay.
[4] Si bien la revista Archivos de la Filmoteca (5, 1990, pp. 99-109) publicó un fragmento.
[5] Lo cuenta Fraile en “Crónica de casi nada”, Nickel Odeon, 21, 200, p. 8.
[6] Rafael Azcona, “Una foto”, texto incluido en La ciudad en el ombligo, (Pepitas de calabaza, Logroño, 2004).
[7] “Rafael Azcona: «Iba a casa de Saura a trabajar los guiones con hora, como las asistentas», Turia, 85-86, p. 229.
[8] En mayo de 2001 se lo pregunté en una entrevista para el número 15 de la revista logroñesa El péndulo (“Azcona y Saura, después de frailes”). La respuesta fue tajante: «El jardín de las delicias, sin dudarlo».
[9] Antes del Apocalipsis. El cine de Marco Ferreri, Cátedra Signo a Imagen, Madrid, 1990.
[10] Mi artículo “Azcona y Scaparro en el círculo de Don Quijote”, incluido en el volumen editado y coordinado por Daniela Aronica en colaboración con la Filmoteca Rafael Azcona El Quijote según Scaparro, entre melancolía, soledades y carnaval, Barcelona, 2014, pp. 88-116.
[11] En referencia a guiones co-firmados por Rafael: El cochecito (Marco Ferreri, 1960), El pisito (Id., 1958), Plácido (Luis García Berlanga, 1961), El poder de la Mafia (Alberto Lattuada, 1962), El verdugo (L. G. Berlanga, 1963), La boutique (Id., 1967), El anacoreta (Juan Estelrich, 1976), La audiencia (M. Ferreri, 1971), La prima Angélica (Carlos Saura, 1974). El jardín de las delicias (Id., 1970), La madriguera (Id., 1969), La Grande Bouffe (M. Ferreri, 1973), La ‘saga Nacional’ con Berlanga (1978-1982), El vuelo de la Paloma (José Luis García Sánchez, 1989), La mujer cualquiera (perteneciente a la serie de televisión La mujer de tu vida, J. L. G. Sánchez, 1992), y la trilogía de ‘Suspiros’ (Id., 1995-1999).
[12] Carlos Saura, Taller de Ediciones Josefina Betancor, Madrid, 1974, p. 259.
[13] 1956.
[14] Lo revela Manuel Del Arco en la entrevista que le hace para su sección de La Vanguardia Española “Mano a Mano” el 11 de noviembre de 1958.
[15] Por poner un ejemplo, Michel Maheo, en su libro sobre Marco Ferreri (Edilig, París, 1986) equiparaba la relación Azcona/ Ferreri con la de Gyula Hernadi y Miklós Jancsó.
[16] Puede consultarse información sobre este guión y sobre la colaboración en mi libro José Luis Borau. La vida no da para más, Pigmalión Ediciones/ Fundación Autor SGAE/ Asociación de Amigos del Cine Experimental de Madrid, 2012, pp. 109-115.
[17] Cuantas veces le han comentado a García Sánchez que Las truchas (1978) era ‘un Azcona sin Azcona’. Más de una vez he visto en fichas atribuir a Rafael el guión de Bienvenido, Mr. Marshall (1953), y son incontables las veces que se tacha de ‘azconianas’ Total (1983) o Amanece que no es poco (1989); o si se prefiere ‘azcónicas’, como diría el propio José Luis Cuerda.
[18] Memorias de sobremesa, op. cit. p, 71.
[19] Cátedra, Signo e Imagen/ Festival de Cine Español de Málaga, Madrid, 2006.
[20] Incluido en Pobre, paralítico y muerto (Arión, Madrid, 1960).
[21] El diario Ya dio noticia de ello el 22 de diciembre de 1957.
[22] Lo publicó La Vanguardia Española el 3 de marzo de 1956.
[23] El poder de la Mafia. No conozco edición española en DVD. Existe una laguna videográfica que impide conocer en su totalidad el trabajo de Rafael en las cinematografías extranjeras. Con todo, El poder de la Mafia aun ganó la Concha de Oro -no con beneplácito general- en 1963, y en 1964 se estrenaría en Madrid.
[24] Les remito al capítulo “Castillos” de Rafael Azcona: hablar el guión, pp. 171-178.
[25] La pareja protagonista de ¡Vivan los novios! (L. G. Berlanga, 1970).
[26] El Saza que busca el contrato de ascensores en La escopeta nacional (L. G. Berlanga, 1978).
[27] Don Chisciotte. Vuelvo a invitarles a la espléndida monografía coordinada por Daniela Aronica.
[28] Para la colección “Biblioteca Riojana” (Gobierno de La Rioja/ Ayuntamiento de Logroño). Motivo por el que una noche de 1990, yo me atreví a llamar por teléfono a Rafael Azcona (sin saber que ésas ya no eran horas de llamar a Rafael). Y desde entonces.
[29] En los ejemplares que Antonio Mingote le prestaba.
[30] Hallados en solitario o en las reuniones con los realizadores, pero en cualquier caso confiados a su mano.
[31] El bosque animado (J. L. Cuerda, 1987).
[32] La Corte de Faraón (J. L. G. Sánchez, 1985).
[33] La lengua de las mariposas (J. L. Cuerda, 1999).
[34] Que culminaría en el volumen Estrafalario/ 1 (Alfaguara, Madrid, 1999), recogiendo “Los muertos no se tocan, nene”, “El pisito” y “El cochecito”. Es lógico pensar que estaba previsto un Estrafalario/ 2.
[35] Para Pepitas de Calabaza (2007) y Tusquets (2006), respectivamente.
[36] Y a justificarlo dediqué mi articulo “Los ilusos (1957-2008): matar a un ruiseñor” (Berceo, 155, 2008, pp. 139-155).
[37] Entrevista con José Luis Castro en El español, 07/ 08/ 1955.
[38] Entrevista con Ángel Laborda en ABC (sección “Informaciones y noticias teatrales y cinematográficas”), 28/ 02/ 1968.