Agustina Bessa-Luís, de ascendencia española y portuguesa, nació en Vila Meã, Amarante, en 1922. Publicó su primer libro, Mundo fechado (Mundo cerrado), en 1948, escribió y publicó posteriormente algunos cuentos extraordinarios, varias decenas de magníficas novelas y algunas de las más interesantes crónicas y textos sobre literatura escritos en portugués (reunidos respectivamente en A Alegria do Mundo y Contemplação carinhosa da angústia. Esta vasta e intensa obra supone un movimiento transformador de la literatura, que se atiene a fórmulas o modelos y que no deja de reinventar el pasado, devolviéndolo a la dispersión, que es su modo de asumir el presente. La verdad es que no existe en Agustina una tradición de la historia de la novela o de las ideas en las que su escritura se integre. Se percibe que lo que se escribe es un diálogo con un océano sin fin de lecturas, donde lo más antiguo no desaparece bajo la exigencia “psicológica” de atención al otro en cuanto otro, que tiene como modelos autores tan diferentes como Dostoievski o Tolstoi, o el entusiasmo debido a aceptar la escritura como un acontecimiento como sucede en los grandes novelistas del siglo XX (en referencia a Virginia Woolf, Proust, Kafka y Herman Broch).
La presentación que sigue se elaboró a partir de algunas líneas de trabajo que acompañan diferentes aspectos de la obra de Agustina, queriendo dar especial atención al hecho de que ella se substrae a cualquier propósito unificador, creándose de ese modo condiciones para la coexistencia de estilos y registros capaces de suscitar interrogantes y desacuerdos irreductibles. Así, se siguen, en amplios trazos, algunos aspectos que constituyen anotaciones a mis lecturas de esa obra, que nunca se concretiza en ella misma, que siempre alude al otro y a la no-fijación.
1. La escritura-acontecimiento
La afirmación de una identidad pensamiento-acontecimiento está implícita en los escritos de Agustina, y en ella confluyen no sólo sus lecturas literarias, como sus pesquisas intelectuales — que le aproximan a pensadores no sistemáticos como Kierkegaard, Nietzsche, Walter Benjamin, Heidegger y Wittgenstein citados en sus libros — y a su experiencia que, inseparable de sus lecturas, hace prevalecer la observación de las relaciones humanas y su adhesión a un mundo del que se nutren y al que dan sentido, impidiendo que éste pueda ser considerado como simple producto de un determinismo. El acontecimiento es posible solo porque algo ocurre en el tiempo, bajo la exigencia de una interpretación, es decir, indisociable del lenguaje, que lo dice en el habla, en la escritura, que no se separa de su enunciación. Siempre dividido entre lo que pasó y lo que vendrá, el decir es verdad y ficción, indisociables, acontecimiento que no se circunscribe, sino que participa de la sucesión infinita de los discursos, que, sin excluir la pretensión de una delimitación, se aproximan a la ausencia de límites. La vocación testimonial de la novelista está, como podemos leer en el siguiente pasaje de un texto de Agustina, atravesada por lo imposible y es allí donde se inicia:
Soy una escritora, testigo sensible de las costumbres, circunstancias y pláticas de mi época. Mi tarea es comprenderlas, intentando sacarlas de la circularidad de las verdades que la angustia y el tedio permiten en un campo medido entre la vida y la muerte. Más allá de la duración vegetativa y del camino abierto a las transformaciones que cada profesión admite, hay algo más.
El interés por las costumbres de una época, de sus pláticas, está en una relación permanente con la incomprensión de ella, que no corresponde a lo que vulgarmente se entiende por grandes valores y grandes causas, pero sí a la inapreciable existencia del común de los mortales, a su disponibilidad para dirigirse al otro más allá de su consciencia y de su vinculación a la eficacia. Hay por tanto en la novelas de Agustina una inmensa atención al conflicto, íntimo e inexplicable, que se genera en la novedad esencial de la multiplicación de diferencias y no a su fosilización en las figuras de vencedor y vencido.
En las novelas de Agustina, el acontecimiento narrativo surge de forma súbita al tiempo que establece una relación de contrarios que no se excluyen mutuamente, sino que se contaminan de manera que llegan a provocar la eliminación de cualquier hipótesis de síntesis y/o superación. Los contrarios forman parte de la exposición de situaciones e inclinaciones narrativas, siendo por tanto, en su inseparabilidad, factores de multiplicación de hipótesis, que no permiten que una interpretación se estabilice, al contrario, impidiendo que una palabra definitiva, una palabra de autoridad, venga a emplazarse. Podemos ver en esta exploración de lo contradictorio una herencia de la cultura judaica, a la cual Agustina hace varias referencias a lo largo de su obra y que se inicia con la lectura de la Biblia, hecho que subyace a distintos episodios novelescos, especialmente el Libro de Job, de donde proviene el epígrafe de O Manto, con el que se manifiesta el deseo de exponer razones, y de no dejar mudo al hombre frente al sufrimiento. La capacidad de oponerse a lo establecido forma parte del acontecimiento que supone la escritura de la novela, tal como se presenta en el prefacio de Tempos Guerreiros como afirmación del cambio. Afirmar el cambio no es presentar algo distinto, sino exponer las descripciones, las imágenes y las razones de lo que no se deja fijar: afectos y pensamientos que irrumpen en la escritura, que son su experiencia y a los que no se accede sino a través de la pérdida, en la fuga de la consciencia que apenas da cuenta de la “representación unitaria”, de aquello que constituye el individuo como sujeto en relación a un objeto. En otras palabras, la posibilidad de la escritura no es la probabilidad que se deriva del examen de los hechos. Es la propia oscilación de los hechos hacia aquello que es nuevo, que en términos narrativos se da como la imposibilidad del Uno ― de la historia lineal, acabada ― y como fluctuación interrogativa, mezcla de lenguajes que provocan la duda y la reflexión.
2. Escribir contra la “burocracia del pensamiento”
Desde su primera novela Agustina consigue en su escritura un espacio para combatir el sentido común, esa fuerza que en su función de consolidación social atenta contra la soledad profunda de los individuos, imprescindible para vivir en comunidad. Se trata de afirmar, contra los factores de homogeneización que tienden a dominar la vida moderna, la heterogeneidad de la vida, y sobre todo de la vida humana, que, más que auto-contemplarse y contemplar la vida restante, tiene sobre ella una capacidad de intervención maravillosa y asustadora. Habiendo permitido el desarrollo de la técnica y del capitalismo la substitución de los mecanismos que permitían el control de un gran número de personas por otras en el interior de sistemas jerárquicos rígidos, la escritora no se limita a describir la nueva situación, ni a exhibir la nostalgia de una situación donde supuestamente el común de los mortales, cuando no morían de hambre y malos tratos, tenía derecho a la imaginación y a la creatividad. En verdad, la ficción de las situaciones en las que la cultura pre-moderna es dominante muestra como en ella existía algo profundamente creador al par que la sustentaba un terror profundo (se puede ofrecer como ejemplo la novela A Sibila). Nunca, sin embargo, la creatividad y/o la disponibilidad para el otro está justificada por el medio (social o físico). Toda persona tiene una condición de excepcionalidad por lo que se refiere a su medio, donde no se excluye la posibilidad de perfeccionarse, a no ser que la intervención sobre el medio vaya tan lejos que consiga borrar su heterogeneidad y lo trasforme en un orden absoluto. La inclusión en esa novela (también presente en otros muchas narraciones de la autora, en las que persiste el poder de costumbres muy antiguas e inapropiadas al espíritu de la época) de una situación de alejamiento de tradiciones de vivencia rural permite, al mismo tiempo, una mirada crítica sobre el oscurantismo que las constituía y un aviso ante el vértigo del cambio que se anuncia: la razón única, que no permite respuestas abiertas, es la forma más eficaz del totalitarismo. Para hacerle frente, para posibilitar el futuro, el equilibrio y la ponderación son indispensables: exigen un tiempo de suspensión de la acción, tiempo de atención, de pensamiento.
El personaje que en A Sibila anuncia el futuro está en el umbral de las grandes transformaciones del mundo. Como el diminutivo de su nombre sugiere, Germa, es el trazo de una hipótesis fluctuante: entre el germen de una nueva situación, posiblemente mejor al ser más consciente de la importancia de ofrecer y buscar razones, y la germanía que, como índice, o memoria de una voluntad de dominación por una exigencia máxima de pureza y de reducción a lo mismo, resuena en aquellos mismos que la combatieron, atacados también ellos por el mal de lo idéntico, por la negación del conflicto vivificador, que sustenta cualquier pretensión totalitaria. La lectura de esta novela de Agustina suscita entonces una pregunta: ¿no será el punto extremo del horror, alcanzado en la segunda guerra mundial, inmanente a las fuerzas de homogeneización (la reducción de la humanidad a números manipulables y susceptibles, por la neutralización de la capacidad de amor-odio, de producir la automatización generalizada), susceptibles de una expansión mundial?
Las novelas de Agustina nunca evitaron los grandes problemas y debates sobre el estado del mundo, especialmente sobre la técnica y sobre las “liberaciones” que de ella parecían llegar y que podrían no ser sino la libertad de reducirlo todo a un nivel de compra y venta, o de cálculo sin diferencia. Pero la hipótesis de un dominio de la técnica sobre la actuación humana no está contemplada en ella directamente, ya que el peligro de la técnica se manifiesta allí como la reducción del lenguaje a un idioma único y unívoco. Lo que quiere la novela salvaguardar es la multiplicidad de las voces, de los idiomas, los del pasado y los que vendrán:
Aquí está Germa, que, balanceándose en la vieja rocking-chair, piensa y presiente, sabiéndose actual relicario de ese terrible, extenuante, legado de aspiración humana. En sus venas están todos los infinitos estados del pasado, en su cerebro se han condensado muchas experiencias que no ha vivido, las negaciones y afirmaciones ocupan vastos espacios de su alma.
En la amplia obra de Agustina Bessa Luís no hallaremos nunca la idea de una irremediable decadencia de la humanidad. Bien porque, al concentrarse las novelas en la indagación de las relaciones humanas, tanto en el medio rural como en el medio urbano e intelectual, topamos siempre con un narrador empeñado en mantener una expectativa de futuro y no en dar prioridad a cualquier espacio o lugar cultural, esbozando casi siempre alternativas que ponen en juego aspectos primordiales, como son: o el abandono a una euforia ciega de la desagregación de las costumbres y el consecuente florecimiento de la identificación entre la felicidad y el placer, o el cambio de las relaciones humanas, donde el hombre y la mujer dejan de colocarse en una simetría antagónica. Algunas novelas de Agustina, publicadas después del 25 de abril de 1974, se refieren explícitamente a las transformaciones sociales ocurridas en Portugal cercanas a las del resto del “mundo occidental”. Allí está presente la posibilidad de instaurar un nuevo modo de relación con la autoridad junto con las advertencias de las novelas anteriores: rechazo a la renuncia de los gestos diferenciadores en nombre de generalizaciones y la pretensión de tutelar el misterio por el conocimiento. Sin embargo, existen advertencias que se vinculan inmediatamente a la nueva situación. Como ésta: “la insensibilidad es el traje de los que no quieren correr riesgos, y lo usan los que se sitúan al margen de las civilizaciones ficticias: el espacio de la repetición contra la incertidumbre de las innovaciones.” Hay que hacer notar que la novelista escribirá posteriormente una trilogía con el título O Princípio da Incerteza (El principio de la incertidumbre). Podemos entender así la fidelidad de su obra a lo posible que pueda ocurrir fuera de las probabilidades.
Uno de los procedimientos de las novelas de Agustina, que en gran medida exponen el propio mecanismo de ruptura con la burocracia del pensamiento, es la ironía. Esta se pone de manifiesto, a la manera romántica, a través de intervenciones que exploran la contradicción y la falta de determinación. Sin embargo, no ignora la crítica kierkegaardiana del concepto, que, como tal, produce la formulación de certezas gracias a la multiplicación de perspectivas, pero sin anular la pregnancia de las decisiones que súbitamente interrumpen la tendencia a la indiferenciación y dejan clara la insuficiencia de las razones y de los círculos interpretativos.
El recurso frecuente al aforismo en Agustina forma parte de su “método” de escritura “contra la burocracia del pensamiento”, previniendo la recaída en el caos al que una entrega incondicional a la abstracción podría conducir. Escribe la autora: “mi pensamiento se extiende de una manera caótica y para detenerlo recurro al aforismo. Doy mucha importancia a los aforismos: son como una fuga del pensamiento.” El aforismo funciona en las novelas de Agustina como un procedimiento que organiza la síntesis disyuntiva entre inteligencia y pasión: por un lado pone fin, delimita, un raciocinio; por el otro, al interrumpirlo por el enquistamiento de una fórmula siempre inexacta, subraya su ausencia de límites. Se trata de una intervención súbita de la inteligencia de las cosas, de su firma indescifrable en el curso del pensamiento. Por ello el efecto de perplejidad producido por el aforismo: entre la generalización y la pérdida de significado, entre la explicación y lo inexplicable.
La ironía y el aforismo se confunden con una suerte de osadía de las hipótesis explicativas, que tienen siempre por objeto la burla, sin por eso dejar de ser hipótesis, armadillas preparadas para que se consiga evitar reducirlo todo a un simple conocimiento o a sentimientos congelados. Se trata de “situarse entre el error y la certeza, concediendo a ambos armas y condiciones.” No se garantiza la multiplicación de las hipótesis, pues no se deriva de un conjunto de ideas inexorables, ni está sustentada por la autoridad de un autor que se atribuya el privilegio de poseer un contacto directo con la verdad.
3. Las pasiones, el deseo, la fuerza insólita de las pequeñas cosas
Comprender una pasión es situar su participación en una forma de vida y al mismo tiempo mostrar las variaciones que ella soporta o que la agitan. Se trata, a través de la construcción de situaciones, proceder a la desmitificación que sustenta el automatismo de los hábitos mediante la pretensión de naturalidad de los mismos. En este proceso, la construcción de situaciones y la reflexión se contaminan. La novela se vuelve entonces un laboratorio de las pasiones donde se analizan los fenómenos de imitación como sustituciones del deseo, como su impedimento por parte de los mecanismos del poder, que todo lo corrompen. Se podría decir que en la escritura de Agustina el deseo que sustenta al amor, y por consiguiente al mundo, es el impulso primero de la escritura, aquel que la conduce a los espacios en los que el habla se interrumpe, se da, sin testimonios, a otros, y así persiste, ajeno a cualquier lucro o gloria. Porque el deseo si no se confunde con el placer o la satisfacción de los apetitos, no genera historias, aunque sea él quien hace precipitar las historias, que las dispersa por la fuerza de la memoria del amor, la fuerza que sustenta la vida haciendo de ella más que una perseverancia en el ser.
La figura del jugador y la del artista y del pensador en las novelas de Agustina son tal vez aquellas que más se apartan del deseo hiper-codificado en los sistemas mediadores. Se trata, en el primer caso, de la afirmación del riesgo de desviación hacia el gobierno de los otros, y en el segundo, de la capacidad de un vaciarse de la personalidad indispensable al acceso a una cierta manera de estar disponible para ser afectado. La figura de la escritora participa de la figura del jugador, no de la de aquel que lleva su cálculo hasta el jaque mate, sino la del que, sin descuidar ningún detalle, disfruta del momento de riesgo como vértigo de las hipótesis. Por otra parte, se aparta de esa figura en las descripciones en las que el tiempo de la acción se suspende por completo y ya no es de riesgo de lo que se trata, sino del abandono al exterior, al puro sentido de lo ilimitado. La dimensión poética de las novelas se corresponde a pasiones que se constituyen como devenir al unísono con un exterior encantado por la voz que se va desvinculando del decir del “yo” y se desliza hacia el círculo de lo insignificante. En Agustina, atención e imaginación son dos formas por excelencia de acceder al silencio, que no es la imposibilidad de hablar, sino el forzar al habla a alteraciones que la contrarían, sin anularla en una contradicción. Deshacerse de un “yo”, construido por ficciones que cuentan unitariamente la multiplicidad que constituye el (in)dividuo, es tanto una tarea lírica como un rapto de la imaginación, de la capacidad de inventar sin límites y sin proponer las ficciones como verdades, sino como hipótesis. Por ello el enredo y la intriga de una novela de Agustina no se ciñen a la indagación de un estilo policial, ni pretenden aplicar algún tipo de método de revelación de lo oculto. La manera de trastocar los archivos históricos consolidados en tradiciones interpretativas supone muchas veces una imaginación excesiva, que no teme lo inverosímil, por la cual lo que prevalece es la fertilidad invisible de lo que sucedió, lo irrealizado en cuanto potencial de lo irrepresentable. Esa capacidad de escaparse a la verosimilitud que coloca la realidad como un hecho consumado soporta gran parte de la relación de las novelas de Agustina con personajes y épocas históricas:
La Historia es una ficción controlada. La verdad es algo muy diferente y yace encubierta bajo los velos de la razón práctica y de la férrea mano de la angustia humana. Investigar la Historia o los cielos oscuros no se conforma con susceptibilidades. ¿Qué podemos perder?
Es interesante hacer notar que aquel que piensa el pasado o el infinito se plantea la pregunta “¿Qué podemos perder?”, desviándose así de la Historia hacia la actualidad y mostrando que la investigación de aquella no puede ser separada de ésta. El recurso a la Historia forma parte de un método de distanciamiento, de crítica, que apunta hacia el presente bajo la forma de una interrogación, que supone un deseo sin fin, que no captura el deseo en unas vías únicas obligatorias, que son las de la imitación estéril. Para ello “es preciso crear el pacto de la dispersión”, afirmar la multiplicidad de experiencias y de lecturas, disponerse para lo imprevisible. La disponibilidad para el cambio es el movimiento propio del pensamiento, de la escritura, y es ella la que reúne el interés por la Historia, por la actualidad y por lo insólito, produciendo la intensidad del vivir (en) el imposible presente:
Se sentaba al lado de las camas de los estibadores anulados por las grúas y por treinta años de cargar cemento; ellos le contaban con una fe sarcástica, con un no sé qué de dulce y de segura convicción, su pobre historia cargada de confianza en oportunidades que jamás fueron cumplidas. Y, a veces, un grito de niño en la cuna, una botella que se partía, levantaba en el aire un esplendor dramático; toda la vida quedaba allí condensada, como si de esos trozos de vidrio o de esa voz infantil partieran todas las centellas capaces de incendiar un imperio. Comprendía entonces la intransigencia de lo momentáneo, la fuerza insólita de las pequeñas cosas y la importancia que ellas adquieren en el auge de su realidad.
La escucha del pasado es la escritura del deseo que procede de los confines y que a cada momento, por la persistencia de lo dramático — el estar siempre dividido en la duplicidad de pensamiento-afecto — puede hacer saltar la continuidad del hombre más allá de las cadenas que siempre parecen aprisionarlo irremediablemente y que inexplicablemente la esperanza mantiene abiertas.
4. Subjetivación, conversación: retirarse al imperio de la personalidad
Una de las características reseñables en las novelas de Agustina es la preocupación permanente por desprenderse de la figura psicológica y moral del escritor. Lo que de este persiste a través del análisis, de la interrogación y sobre todo del testimonio sensible que se concreta en la construcción de situaciones, es un movimiento impersonal, una transferencia hacia el espacio en el que lo común y lo absolutamente extraño se identifican. La figura del sujeto identificado con la conciencia está permanentemente cuestionada y apartada, tal como su complemento, la concepción relativa-objetivista del mundo. Sólo en las construcciones humanas y en los presentimientos que ellas cobijan se inscribe aquello que las traslada más allá de la vulgaridad y de la uniformidad de las épocas. La “realidad admirable de lo que es común” está apenas presentida en el movimiento de retirada del mecanismo general de la copia, condición para salir de los flujos automáticos de fuerzas que reducen el lenguaje a códigos y la existencia humana a la simple preservación de sí misma, esto es, a la simple subsistencia. Esta es la razón por la que la figura del escritor tenga su doble en todos los momentos-movimientos de los personajes que se retiran al imperio de la personalidad para ser sobretodo una responsabilidad: la de no desviarse de la disponibilidad que la exigencia de verdad o de justicia sitúan como condición de lo humano, y en la que las posibilidades no se presentan nunca fuera de elecciones decisivas y precarias:
Toda la calidad creativa de una persona depende de su energía para abandonar la complicidad con los demás (…) no ser un rico ni un pobre, un hombre, una mujer, un ciudadano de tal ciudad, un pasajero de tal barco, un coterráneo, un colega, un hermano”
La distancia crítica que forma parte del movimiento de la novela es al mismo tiempo un elemento de subjetivación en cuanto permanente exigencia de decisiones, inseparable del hecho de tomar la palabra, del encuentro de virtualidades infinitas, secretos inconfesables que las personas persiguen-construyen a través de ficciones que impregnan sus mínimos gestos, tal como impregnan el quehacer artístico.
Tomar la palabra es dirigirse al otro, hacer de él un confidente del secreto que se desconoce y aceptar sus secretos como siendo lo que le es más propio y que como tal impide su objetivación. La importancia del confidente en algunas novelas de Agustina va así a la par del análisis de las contradicciones de la confesión, en la medida en que ésta se confunde con mecanismos de identificación y persecución a partir de la identificación del secreto indescifrable, expuesto en palabras que permiten la interpretación con la ocultación voluntaria de pensamientos y actos. La hipótesis de que todo se convierta en algo que se puede declarar aparece entonces como una de las pestes modernas, la de un cierto individualismo que corresponde a la pérdida de relación con el secreto que es la vida de los humanos en cuanto potencia creadora de enigmas inagotables: enigmas que no evolucionan hacia una resolución, sino que se transforman en la singularidad de las distintas hablas, de las narraciones, de los textos. La subjetivación no es por consiguiente la pérdida de sí en una realidad intersubjetiva, sino el movimiento que va más allá del juego de espejos y de su esterilidad reproductiva.
Traducción de Antonio Maura