De las mitologías que inventaron los hombres
para explicar el mundo, prefiero la germánica,
que es la más divertida —y terrible— de todas.
Pero, como el Marqués de Bradomín, detesto
a Wagner, que en sus óperas traicionó las raíces
sagradas de la Deutschtum, convirtiéndolas
en pasto para snobs e hipernacionalistas.
En todo lo demás soy germanófilo.
El Minnesang, Von Eschenbach, el Nibelungenlied,
Hans Sachs, el Cherubinischer Wandersmann de Silesius,
Jacob y Wilhelm Grimm, el viejo Goethe, Hoffmann,
Von Kleist, Wiene, Murnau, Fritz Lang, Von Báky, Altdorfer, Grünewald, Friedrich..., son dioses de mi Walhalla
privado, talismanes que protegen mi paso
por este mundo, iconos a los que venerar.
Por eso me fastidia el antigermanismo
reinante, como si la cultura germánica
fuese la de la esvástica y la barbarie nazi
y no el fruto de siglos de fértil mestizaje
que dieron a luz gente como Kafka, Brahms, Heine
y tantos otros nombres que Hitler detestaba.
La verdad es que siento a Alemania muy dentro
de mí, como algo propio, familiar, entrañable.
No sé por qué será, pero es así.