Vendrá la muerte
Vendrá la muerte y robará mis ojos:
así veré un distinto firmamento.
La finitud es un bajel varado,
la hortaliza que como es sin lombrices,
el silencio me impregna en resplandores.
Morir es puramente un cambio más.
Viento de otoño
Viento de otoño, viento de la noche,
viento de soledad,
fuerza oscura que mueve el apetito
del infinito y vuelve al infinito,
convoca en remolinos tu conjura
contra mi corazón, tu fuerza fiel,
que arranque ya la piel
de la fruta inmadura.
Extraña consistencia
Paseo sin pensar en nada que no sea
desaprender de hacerme algún propósito,
urdiendo telarañas que me atrapen
de tanto en tanto insectos de palabra
que no alcanzo jamás a interpretar.
Deja que se te vayan. Regresa vagamente
al lugar de tu origen.
En la esquina,
unas mujeres hablan del polvo de carcoma
que hay en la biblioteca,
mientras en el verdor de su jardín,
sobre el puente oriental,
un hombre ensimismado
acaricia las cañas de bambú.
Así es como se eleva, desde lo oscuro, el viento,
igual que el girasol en la basura.
Bajo de un tren larguísimo parado
en mitad de los campos de la noche:
se ha vuelto el mundo gelatina fría.
Regreso de la noche
Espérame, regreso de la noche
para traerte imágenes.
El de ayer fue un gran día
atestado de cosas:
las gallinas,
dormitan en los palos, las vacas se recuestan
en la paja y la yegua
llena relincha.
Hay pájaros de muerte: buitres, águilas, otras
grandes aves de presa que comienzan, tal vez,
a abrir sus ojos fijos, mientras que las lechuzas,
los búhos, los mochuelos ya han cumplido
con su tarea.
Va naciendo el día
enneblinado y triste.
La oscuridad fue espesa,
dura, fría, aunque en algunas casas
hay encendido fuego, pese a ser de butano.
Dame aclaraciones
de esta noche:
cantaba
un invisible niño agazapado
en el fondo negrísimo del bosque,
se escuchaba la música a lo lejos,
y el murmullo monótono del mar.
En la plaza,
bajo los soportales, nos sentamos,
cada verano durante una hora.
Estas son las imágenes que traigo
del fondo de la noche.
Ahora es todo y nada
Lo que yo soy es un concupiscente,
pero no pierdo, mal que lo parezca,
del todo la medida:
el crepitar de agosto
a la orilla del mar, las luces meridianas,
las lluvias de septiembre, los cobres otoñales,
los terrones rojizos que desangran su entraña,
la urdimbre de los árboles donde la araña espera
al insecto de los ojos rojizos hasta que lo atrapa y lo devora,
las ramas negras que hacen crec-crec con el peso de la nieve invernal,
me estrechan duras, me hacen caer, contemplativamente. Es un decir…
Pregunto si no hay
un gran consuelo en la palabra “lluvias“,
y en conseguir que llueva durante todo un día
de abril,
donde a cobijo
de las alas de plomo preñadas de tormenta
asciende en espiral el femenino
canto de un ruiseñor, desde el boscaje espeso
que desbarata y llena de memorias
los rincones con dalias.
¿Qué jardín?
¿Qué huerto solitario? ¿Qué acequia? ¿Qué pajar?
El árbol que está seco se embebe de estas aguas
filtradas del origen,
el follaje
caduco resucita en los brotes de abril,
sube un verdor compacto
del subsuelo ancestral de piedra tosca.
Gritos que yo me invento y nadie escucha. Fluyen
los muertos, hiperbólicos.
Ahora es todo y nada.
(Estos poemas, traducidos por Carlos Marzal y Enric Sòria, forman parte del libro de Joan Vinyoli que fue publicado por la editorial Pre-Textos)