Habiendo desempeñado un papel central en la renovación poética de signo clasicista (y, en su caso, abiertamente “antinovísimo”) que se produce en la poesía española de finales de los setenta y principios de los ochenta con Sevilla como uno de sus focos más importantes, Javier Salvago (1950) ha mantenido a lo largo de los años una inquebrantable lealtad a su propia voz (heredera de Bécquer y los Machado, de la escuela sevillana áurea y de la tradición más estilizada y sobria de poesía popular) y una admirable regularidad cuyos frutos quedaron recogidos en Variaciones y reincidencias (Renacimiento), sus poesías completas hasta 1997. Posteriormente, y tras un largo silencio de alrededor de quince años, apareció Nada importa nada (Isla de Siltolá, 2011), libro no menos fundamental que su obra anterior donde se encontraban acaso algunos de sus más brillantes poemas.

            Partiendo del más radical estoicismo y de una visión acusadamente determinista de la existencia y contemplando los tintes crepusculares del horizonte desde la atalaya de los años, Salvago se enfrentaba allí al balance de su recorrido vital y el sentido de su labor poética. Y la nueva colección de poemas que se publica ahora podría ser perfectamente una continuación de aquel último libro en cuanto a ese propósito, aunque en este puedan advertirse, no obstante, diferencias de forma y de tono como el predominio del verso corto (en un poeta que tan habitualmente ha venido cultivando el endecasílabo y el alejandrino en poemas de cierta extensión, como sus memorables sextinas) y del poema breve, escueto, más desnudo que nunca. Ya de tipo epigramático, de corte popular o en el molde del haiku (que en sus manos adquiere un llamativo carácter personal y aforístico), el tono del poema se vuelve en bastantes ocasiones bronco, directo, descarnado. El tono de quien se enfrenta a la realidad sin edulcorantes y cuenta (y se cuenta) verdades sin contemplaciones.

            Pocos poetas contemporáneos han tenido una visión tan clara de la creación de poesía como oficio total, como exigente camino de autoconocimiento que conlleva una especie de depuración moral en pos de la verdad última de sí mismo. Pocos han parecido quitarle tanta importancia al mismo tiempo, lejos de cualquier complacencia en la figura del poeta como ser excepcional distinto del resto de los hombres: “Con el yo de mi canción / no te excluyo, compañero; / tú eres ese yo”. La vida del poeta es en sus versos la vida de cualquiera. El antihéroe común que habita en cada uno de nosotros.

            De esa aparente contradicción han surgido algunos de sus más hermosos poemas sobre la poesía como necesitad vital. Y no es casual que este libro se abra precisamente con un poema titulado “La poesía” que, precedido de una cita borgiana (“la vieja mano / sigue trazando versos / para el olvido”) nos recuerda esa batalla perdida de antemano contra el mundo y contra el tiempo que, a pesar de todo, el poeta sigue sintiéndose irremisiblemente obligado a librar, aunque signifique: “Ver que a nadie le importa / después de tantos años / lo que a ti te importaba, / hasta ayer mismo, tanto”.

            Pero no solo de poesía habla este libro que tanto tiene de recuento y retrospectiva. Los poemas más destacables de su parte inicial (“Ajuste de cuentas”, “La verdad verdadera”, “Infierno”) son una reflexión sobre el triunfo y el fracaso, el coraje y la cobardía, el remordimiento y la aceptación del error. Y, convencido de que el peor de los pecados que un hombre puede cometer es engañarse a sí mismo sobre quién es, el poeta no vacila en poner nombre a sus errores: “la falta de ambición y el miedo / te hicieron elegir siempre el camino / más largo y sinuoso, el más adverso”. La serie titulada “Haikus de la frontera” aborda la muerte desde la ironía más característica del autor: “Lloran por mí. / Pero yo de ese sueño / me he despertado”. Y aún encontraremos  otros dos epitafios de tono semejante junto a una curiosa serie de tres sonetos cuasimetafísicos y un hermoso y emotivo poema final que rinde homenaje a la memoria del desaparecido Fernando Ortiz.

            Nos hallamos sin duda ante un poeta que no necesita máscaras para hablar, que no ha precisado nunca disfraces culturalistas ni personajes interpuestos para emplear la primera persona. “Otro de mis errores / fue obstinarme en contar / las cosas como eran, / en mostrarme tal cual [...]”, se reprocha a sí mismo en un poema titulado “Sin pudor ni vergüenza”. Pero junto a los poemas más confesionales e introspectivos destaca sobre todo en este libro el Salvago popularizante y moralista de las series de soleares, haikus, apuntes y coplas, donde probablemente se encuentran sus mayores aciertos: “la libertad es saber / qué nos ata, qué nos mueve, / dónde vamos y por qué”, y los instantes de más intensa hondura: “Cuando el dolor se prolonga / ni enseña ni purifica. / Te llena el alma de sombra”.

            “Un antihéroe es un perdedor / que acepta la derrota de la vida, / pero que no se rinde”, leemos en uno de esos “Apuntes”. Al acabar el libro sabemos que el poeta Javier Salvago no se ha rendido tampoco.

 

 

 

Javier Salvago, Una mala vida la tiene cualquiera, Sevilla, Isla de Siltolá, 2014.