La recepción crítica de la obra de David Foster Wallace en España es un caso de anacronía hermenéutica. Reseñar hoy La escoba del sistema como una “novedad” contraviene las leyes de la linealidad interpretativa y obliga a narrativizar la producción literaria de Wallace en una analepsis analítica que no solo altera la secuencia cronológica, sino que desbarata la cómoda y tradicional lectura causa-efecto y de acumulación y/o superación de criterios y técnicas. El lector (en) español de DFW, que ya había pasado por los ensayos y opiniones, por los relatos, por las novelas éditas, inéditas, infinitas, pálidas y póstumas, llega ahora al origen de todo, al big bang creativo de una propuesta narrativa, estética, filosófica y vital cuyo alcance aún no atisbamos a divisar. Porque, claro, cuando despertamos, La escoba del sistema YA estaba allí. La época -1987- en la que Wallace clamaba en el desierto: “La narrativa o mueve montañas o es aburrida; o mueve montañas o se sienta sobre su propio culo”.
Novela escrita entre 1984 y 1985 como tesis en el Amherst College, La escoba del sistema, queda definida por su jovencísimo autor en la primera carta (escrita a máquina, firmada en mayúsculas: Wallace siempre parece escribir en mayúsculas) dirigida a su futuro agente literario, Fred Hill: “He sido informado por personas entendidas de que (…) no es solamente entretenida y vendible, sino verdaderamente buena”. Entretenida, vendible, verdaderamente buena. No es hora ya, lo sabemos hace tiempo, de sacralizar la opinión que sobre su obra tiene el autor (esté muerto, como decía Barthes o esté de parranda, como rumbeaba Peret en El muerto vivo). Pero sí llama la atención cómo publicita Wallace su primera novela, qué atributos le concede, cómo conjuga criterios estéticos o intrínsecos difícilmente mensurables por su indefinición esencialista (“verdaderamente buena”) con otros criterios (“entretenida”, “vendible”) que parecen aplicarse mejor a otros productos culturales: el mercado, ya se sabe. Pero así era el joven Wallace. Alguien a quien nos imaginábamos –ahora lo sabemos por su biografía- debatiéndose entre la ficción y la investigación, entre la novela y la filosofía, entre la creación y la lógica matemática; alguien excesivo en todo, en los argumentos y en la sintaxis, en la interiorización y en el mundo (y en los demonios y en la carne); alguien obsesivo con el lenguaje y que puso palabras a las obsesiones; alguien fascinado por las imágenes, náufrago ante el televisor, deudor de la publicidad, devoto del consumo y de las conspiraciones, clásico, moderno, técnicamente superdotado, wonder boy. Y todo ello está en La escoba del sistema. La imaginación apabullante, inmoderada, deslumbrante. El estrafalario elenco de personajes, con sus nombres alusivos: Proctor, Biff Diggerence, Metalman, Sealander, Spaniard, Vigorous, Splitstoeser, Neil Obstat, Foamwhistle, Bombardini, la cacatúa Vlad el Empalador (pajarraco malhablado y soez convertido en vocero de Dios). El inaudito muestrario de espacios abiertos y cerrados: el Gran Ohio Desértico –GOD- creado artificialmente; la centralita telefónica siempre al borde del colapso, siempre confundiendo las llamadas; la residencia de donde escapan los ancianos encabezados por la siempre presente y siempre ausente bisabuela Lenore: mismo nombre, misma búsqueda. La entrópica amalgama de relatos adictivos (de adictos, sobre adicciones, adictivos para el lector), directos (a veces sin que sepamos quién es el autor), indirectos (las delirantes conversaciones con el psiquiatra, aún más desquiciado que sus pacientes), intercalados (Rick se justifica, se reivindica, contando historias, y así trata de anular su impotencia sexual: moderna Sherezade, si sigue contando historias en la cama, en el coche, en el desierto, no morirá, o impedirá que su chica se vaya con otro). La búsqueda de la abuela Lenore es un gigantesco macguffin que nos trae y nos lleva por la filosofía de Wittgenstein, por la compleja sacralización del marketing, por las endemoniadas relaciones familiares (la figura paterna, el hermano Anticristo), por la casualidad extrema travestida en lógica lúdica. Como si Pynchon hubiera decidido crear una opereta bufa y demostrar que conoce todas, todas, todas, las técnicas narrativas descubiertas hasta el momento. Una macedonia de frutas que cuando amenaza con empalagar con el almíbar, se rebaja con un toque de licor que raspa en la garganta.
Es imposible leer ahora La escoba del sistema sin hacer proyecciones de futuro que, paradójicamente, ya hemos visto cumplidas. Al leer esta novela, intuimos que aquí estaba todo Wallace. Estaba todo, pero faltaba mucho. El mismo dijo en 1987. “El camino es largo y duro. Escribir es lento y difícil. Tengo la esperanza de que nada de lo que he hecho hasta ahora me impida seguir mejorando. Esperemos no tener cincuenta y cinco años y estar haciendo lo mismo”. No hay moraleja en esta historia.- JAVIER GARCÍA RODRÍGUEZ.
David Foster Wallace, La escoba del sistema, traducción de José Luis Amores, Málaga, Pálido Fuego, 2013.