Carta real sobre un viaje imaginario,
a modo de introducción.
Tú,
quizá no llueva, pero las ventanas recuerdan el chaparrón. Y hace frío. Veo la espalda del cartero. Está entrando en la casa de enfrente. Mi buzón está vacío, como de costumbre: aquellas palabras salvíficas que podrían abrirme las fronteras de los países extranjeros no se han escrito todavía. Aún estoy aquí. Aún no me he ido. Pero me he separado de ti, aunque también tú estás aquí. Tal vez incluso en mi habitación. ¿Es posible cerrar por un instante los ojos, oír el zumbido de la estufa y pensar que ése es mi tren?, ¿que ya me he ido? ¿No es cierto que en un viaje literario también hay vivencias y aventuras?
Es posible que Rut, mi protagonista, viva como yo en un tiempo suspendido en el vacío. Sabe que debe irse, y el camino está bloqueado. Por ahora todo se va convirtiendo en pasado. Y ella está aferrada a un viaje literario. Rut no es una joven sentimental. No escribe cartas de amor para quemarlas después en la estufa. Sus cartas tienen una finalidad literaria. Las cartas realmente íntimas no se pueden publicar. Por eso he elegido a una protagonista con un nombre distinto al mío, y tampoco su amado se llama como tú. Rut se parece a mí, y a quien se dirige es a ti, pero, a pesar de todo, no somos tú y yo, ellos son personajes imaginarios, igual que el viaje.
El nombre del amado de Rut es Emmanuel. Ella lo llama “El” cariñosamente y “Emmanuelino” para abreviar. O al revés.
Su relación no es estable, primero porque se parece a la nuestra, y segundo, porque escribir sobre una relación estable es... aburrido.
El contenido de estas cartas se puede sintetizar con el título de un libro latino de la Edad Media, Sobre todas las cosas del mundo y algo más,[1] ¿comprendes?, lo importante es ese “algo más”, porque “todas las cosas del mundo” entre tú y yo, ¿qué son? Hay una palabra francesa que define en parte la naturaleza de estas cartas: Causerie. Se puede traducir como “cháchara”, “charla”, pero no me estoy refiriendo a eso. Causerie también es aquella agradable melodía ancestral que una abuela aristócrata tocaba en un viejo y quejumbroso piano.
Las ciudades sobre las que Rut escribe son sólo pompas de jabón nacidas de la imaginación cuando la temperatura del alma sube a 39,9. En cada alma hay una colección de xilografías antiguas, guardadas en ella desde la infancia: imágenes de ciudades de ensueño, lejanas y queridas. Y, tanto si se han visto o no todas esas ciudades después de recoger las xilografías en el macuto del alma, la imagen no cambia: no tiene nada que ver con la realidad. De hecho, para nosotros el mundo entero es una xilografía primitiva y no muy grande, un dibujo de una ciudad fantástica, porque, si no fuera así, ¿cómo podríamos llevar en nuestro interior “el mundo entero” con toda su variedad de detalles? Rut no ha visto nunca la mayoría de las ciudades descritas en las cartas de su viaje: tan solo son un eco de asociaciones, una mezcla de versos, imágenes y estados de ánimo. Antes de cada una de sus cartas aparecerá ante los lectores sentada en la habitación de su ciudad natal y escribiendo una carta desde París o desde Bruselas. Escribo esto del mismo modo que Wachtangow representó Turandot: el actor se maquilla en el escenario delante del público. ¡No hay que olvidar que es un actor y no el hijo de un emperador de la China!
El viaje de Rut termina porque por fin se va realmente, y al parecer resulta bien. El pie que pisa tierra extranjera quizá sepa más que la mente que tantea las distancias. ¿Quién podría afirmar eso?
Estas cartas son el fruto de la soledad de Rut. El fruto de mi soledad. Te las regalo con mucha melancolía y cierto agradecimiento.
L.
1
Las noches de comienzos del otoño caían en la ventana de Rut como frutas maduras y olorosas. Los saltamontes al otro lado de la ventana tocaban una dolorosa melodía sobre el herido piano de las horas. Y en el aire, entre la tierra y la luna, aún estaba suspendido el aliento del verano, húmedo y caliente. Rut se despertó una de esas noches y de pronto olvidó lo que había soñado. Solamente le parecía que había sido un buen sueño. Se llevó la mano a la cara para tocarse la sonrisa y no sintió que su mano enjugaba una lágrima. Y por la mañana sólo había miedo a los ojos vacíos del día y anhelo, como vaho en los labios. Sobre eso escribió:
Postal con letra muy pequeña
Tren de Marienburg a Berlín
20.10.34
El, ¡niño que se quedó allí!,
no estoy llorando. Ya no lloro. Es que me resulta un poco estrecho el vagón con la gran palabra “para siempre”.
Además hay otros dos conmigo: 1. Un médico de Estonia. Judío. Afónico. 2. Un viajante de “alguna parte” con un acento que pretende ser americano. El barro de los pueblos del Este barnizaban mis zapatos y sorprendentemente... ni una broma. Huele a queso holandés, a perfume barato y a tabaco malo. Se habla de nacionalismo e internacionalismo. Las conclusiones son más o menos las siguientes: una pluma estilográfica internacional es preferible a una máquina de escribir, porque con una estilográfica se puede escribir en todos los idiomas.
¿Lo ves?, también esto comienza como todos esos chistes malos: dos judíos viajaban en un tren...
Y por la ventanilla, árboles erguidos y veloces que vuelven rápidamente hacia ti, raíles que brillan como dos brazos desnudos tendidos para abrazar las caderas de la patria abandonada, que no se lamenta por mí. ¿Acaso todo eso se aleja?, ¿es cierto que se aleja?
En mis oídos zumba la mosca hiriente y desesperante de la conversación entre los dos desconocidos. Comienzo a dormirme. No lloro. Y, al imaginarme tu confusa mirada ensombreciendo esta postal, puede que incluso sonría.
Rut
2
Carta sobre los encuentros y el abaratamiento de la moral
La tarde en la habitación era familiar e incomprensible como un perro con la cabeza apoyada en el regazo de su amo. Rut hojeaba poemas ajenos y se sorprendía de no haberlos escrito ella. Tristeza de ciudades lejanas había en los poemas, y, en ellos, el rostro del hombre centelleaba y pasaba de largo, pálido y alto, como las agujas de las torres que se ven por las ventanillas del tren. Se acordó de las ventanillas del tren. Escribió:
Berlín, 21.10.34
Hotel Bamberger Hof
Emmanuelino,
un viejo sentimiento: el tren se aproxima a Berlín y vuelvo a ser esa estudiante de quince años que va a toda prisa a su primera cita. Y, cuando el tren llega a la estación Schlesischer y galopa hacia la plaza Alexander y sé, lo sé a ciencia cierta, que de camino hacia el zoológico atravesará la alfombra verde del Tiergarten, e interpreto las miradas de los tejados que se agolpan a mi alrededor, no puedo dejar de pensar que se trata de esa misma ciudad cuyas calles tanto amaban mis pies. Un extraño sentimentalismo se apodera de mí: no suelo llorar movida por los sentimientos, pero creo que estoy llorando de emoción.
Por la ventanilla del tren veo una noche que aún no ha estado aquí y pienso: la ciudad se encontrará conmigo en la estación del Zoo. Una vez ya fue a recibirme.
Pero la ciudad no salió a mi encuentro. Había una luz mortecina de farolas centelleantes, algunos ferroviarios, raíles desnudos que querían abandonar la ciudad. Nadie me esperaba. Nadie esperaba a nadie. Sólo dos o tres se apearon. Al otro lado de las vías se detuvo el tren de cercanías, estaba casi tan vacío como el último tren de un lunes por la noche. Y el pequeño bufón que estaba montado sobre mi corazón y golpeaba con sus largas piernas las paredes de mi pecho exclamó burlándose: “Hay que decir un responso por esta ciudad”[2], aunque también había melancolía en esas palabras.
En mi hotel sabían que iba a llegar. No me apetecía ir directamente a esa casa extraña. Dejé las maletas en la consigna. Fui andando. La pequeña y familiar distancia que separaba la estación y la calle Bamberger le venía bien a mis pies.
Pero las calles me resultaban extrañas. Los grandes escaparates en penumbra, vacíos, parecían los ojos ciegos de una princesa de cuento. Sólo en uno de ellos, bajo un letrero donde ponía “Helados”, daba vueltas una cruz gamada roja y negra.
Al dirigirme hacia la calle Tauentzien me asombró la oscuridad. O tal vez no fuera oscuridad. Es posible que fuera vacío. A esas horas, aunque no era muy tarde, me perseguía un poema de Kästner:
Nachts sind die Strassen so leer
Nur ganz mitunter
Markiert ein Auto Verkehr…
Estaba muy enfadada. Me compadecí del ricino que no cuidé. Que mis antepasados no plantaron.
Antes te amaba, Berlín. Amaba la coquetería y la ornamentación de estas calles, las lúgubres miradas en Wedding, el brillo de los escaparates del KaDeWe, el olor a arenque en Alex, tu imagen abigarrada e incomprensible como el alma de un hombre cercano. Y ahora tengo ante mí una ciudad extraña y desconocida.
El, es posible que dentro de unos años nos encontremos así. Mi tren se irá inflamando y alborozando a medida que se vaya acercando a ti. Y tú no estarás en la estación. Y, cuando me dirija a ti, encontraré una mirada con todos los botones abrochados y una mano fría tendiéndome tan solo un poco de rencor. ¿Ése serás tú?
En el KaDeWe aún estaban iluminados los escaparates, que grandes y desesperados miraban hacia la calle. Y, por alguna razón, el edificio parecía una prominente montaña en el ombligo de la ciudad. Por ese camino yo solía volver a casa. Del teatro, de visitar a unos amigos. Por la noche. Junto a los escaparates del centro comercial pululaban prostitutas relucientes, cubiertas de pieles, con botas que les llegaban hasta las rodillas. Rojas, amarillas, negras. Recuerdo lo atónita que se quedó mi mente de diecinueve años cuando me enteré de que el color de las botas era el distintivo de un determinado “tipo” de prostituta. Negras para los sádicos, amarillas para los masoquistas, rojas para los “normales”. Esa clasificación me perseguía como una humillación personal. Entonces había muchas cosas que no podía perdonar a los hombres. Ahora ya no me asombraría. Sin embargo, aunque te sorprenda, aún soy de ese tipo de personas que es capaz de desconcertarse y avergonzarse. Lo más íntimo de mi ser aún no se ha convertido en una fábrica de sonrisas escépticas ante cualquier desgracia. Por ejemplo esto: en el norte de la ciudad y en la plaza Nollendorf pasean jóvenes acicalados y bien ataviados en espera de algún cliente. Aún podrían escuchar un cuento de hadas sobre el cordero que se venga del lobo y creer que en el mundo hay corderos honestos y victoriosos. Podrían sentarse en un pupitre del colegio y leer el primer tratado sobre el anarquismo. O esto: en las sucias tabernas, en el este de la ciudad, niñas pequeñas lloran mientras sus amantes las golpean porque han sido “despedidas” durante la noche; beben cerveza y lloran, lloran y beben cerveza. ¿Qué es más terrible?
Aquí, en la esquina de la calle Tauentzien con Passauer, deambulaba siempre una joven rubia con una estola negra y unas botas rojas. Tenía unos diecisiete años, tal vez incluso dieciséis. En las noches frías y lluviosas se detenía aquí. Su rostro casi sin maquillar era muy alegre. El mío, al pasar delante de ella, estaba triste. Ella sonreía y me miraba con una especie de afecto inexplicable. A veces parecía que quería saludarme. Y yo no podía perdonarle que no me odiase. Me avergonzaba volver del teatro, haber pasado el día en la universidad, me avergonzaba que si alguien se atriese a acercarse a mí por esa calle oscura, yo pasaría delante de él con una expresión de desprecio mezclada con miedo, subiría a mi habitación aislada del mundo y me dormiría. Porque, unos años más tarde, ella iría al médico y escucharía con rencor la confirmación de todos sus temores; y al cabo de unos cuantos años más, sin haberse restablecido, ajada y fea, se detendría en la explanada Bellevue y sería “barata”, y el lugar de las botas rojas lo ocuparía una inmensa cartera de piel, y tal vez en algún banco estaría aumentando su cuenta corriente, pero ya no tendría necesidad de volver a Ernest o a Otto, por quien seguramente una vez había comenzado el “negocio”, porque Otto tendría dos hijos, una mujer chillona, experiencia como camarero y una carta de despido en el bolsillo, y tampoco tendría ganas ni energía para alquilar un piso pequeño y vivir en paz, sin gente extraña, sin hombres, según el plan idílico ideado por aquellos años, y no tendría a quién dejarle el dinero ahorrado en el banco, una cantidad que no sería nada despreciable (los vientos en la calle Tauentzien eran bastante favorables). ¿Y yo? Yo no tendría nunca una cuenta en el banco. Yo iría de suplicio en suplicio, de soledad en soledad, pero “mi ropa sería siempre blanca y no faltaría perfume en mi cabeza”.[3] Y sentí delante de ella esa vergüenza abrasadora de los diecinueve años. No te burles, El, eso pasó hace... Ahora me avergüenza avergonzarme.
Quise verla otra vez. Y enfrente de la casa brillaron unas botas rojas, pero el impermeable de otoño estaba ajado y encima había una cabeza avejentada y fea. La moral no había cambiado con el régimen nacionalsocialista, la moral se había abaratado.
La calle Bamberger estaba siempre vacía a esas horas, pero los escasos viandantes eran sociables y bromistas. Recuerdo que una tarde, cuando volvía a paso rápido a casa y mis zapatillas de deporte golpeaban la acera como si fuese un tambor, un viejo alemán me estuvo persiguiendo durante diez minutos sólo para decirme: Ohe! Sie jeh´n ja wie ein Drajo nner Frolln!
Y hoy caminan por aquí a desgana sombras solitarias.
Una puerta. Mi hotel. La casa no ha cambiado. La dueña del hotel es una judía de la Europa del Este. El hotel existe más o menos desde 1919 y, sorprendentemente, aún sigue en pie. Ha pasado por todas las penalidades de cada época, y aún existe. Cuando Berlín era el centro de la emigración rusa, vivió aquí Andrej Belyj. Envidiaba a los peces por la felicidad que les había otorgado el Creador en las profundidades del mar, cada día hablaba con devoción de su padre, el profesor Bugajew, aseguraba que de todos los bailes sólo la “Quadrille” tenía futuro y desapareció una mañana sin nubes, cuando nadie lo esperaba. En la época de la inflación nacieron y murieron aquí millones, billones, trillones. En la época del desempleo lloraron aquí, en sus habitaciones, los aprendices de barbero y las taquimecanógrafas porque los habían despedido de sus trabajos, y se fueron sin pagar el alquiler y se perdieron en la feria de esta ciudad de cuatro millones. Y ahora todos están asustados y pálidos, todos murmuran aquí: murmuran las mujeres mientras hacen una tortilla en la cocina, murmuran por el pasillo la dueña y la sirvienta, murmuran en las habitaciones los inquilinos. Todo da la impresión de una vivienda que conspira, que prepara las armas para la revolución, pero no es aquí donde nacerán las revoluciones.
La ventana de mi habitación da a la calle. Es tarde. Y yo, después de un día entero a la carrera por varios asuntos, estoy cansada y no quiero dormir. De cuando en cuando se detiene frente a mi ventana el tranvía. Sé que nadie se bajará aquí, que nadie se encaminará hacia mi habitación. Todos mis amigos se han marchado ya. Y, a pesar de todo, mañana tengo una cita con dos amantes de antaño (¡si fueras capaz de ponerte un poco celoso!), con dos que no cambian nunca, que en esta desconocida Berlín, entre cruces gamadas y camisas pardas, han conservado su querida y profunda independencia, el primero con una sonrisa fascinante y el segundo con un dolor que estremece los abismos del universo: el Retrato de un hombre joven de Botticelli y el San Sebastián de Ribera.
La calle se adormece frente a mi ventana.
Nachts sind die Strassen so leer…
Buenas noches, El. No me veas en tus sueños. No volveré a ti.
Rut.
3
Carta sobre algunos cafés y sobre E. T. A. Hoffmann
Un hombre y una mujer pasaron por delante de la casa. La mujer se rió y Rut reconoció su risa. Se estremeció. Comprendió: El. No vendrá esta noche. Y por la noche llovió a cántaros. No había nadie en casa. Como de un inmenso sótano subió hacia ella el frío de las horas. La cubrió con crueles icebergs de soledad. Toda la casa, desde los cimientos hasta el tejado, conocía su añoranza, y ella no quiso perdonárselo.
Berlín 23.10.34
Emmanuelino,
cuando cae la noche en esta ciudad, que se ha convertido en una extraña, pienso que estás “allí”, que has vuelto a casa del trabajo, te sientas en el sofá junto a una mujer joven que te parece muy bella y le dices todo lo que no me dijiste a mí.
Por eso no quiero pensar en ti.
Pero en la estación de mi habitación hay un reloj que me dice: ahora son las nueve en punto. Ahora él posa sus manos sobre los ojos de ella y le dice...
Por eso he ido sola a un café.
Y porque en el Romanische hay judíos que buscan sensaciones en la prensa extranjera, y porque el Lunte ya no existe, y porque los discípulos de Jesús, que se postraron ante la misteriosa imagen de Else Lasker-Schüler, abandonaron hace tiempo el templo del Café des Westens y encontraron su Monte de los Olivos en el Dôme y en la Coupole de París y en las iglesias de Praga, y porque el explorador que se sentaba en el café Josty murió antes de que yo naciera, y porque en la taberna Lutter & Wegner hay aristócratas nacionalsocialistas que pagan por una botella de vino de reserva una cantidad de dinero que mi cartera no ha visto jamás, por eso y por otros muchos “porque” me siento en el Quick, un café autoservicio donde nuestros hermanos judíos aún suelen entrar.
Debo confesar, en honor a la verdad, que aquí es agradable y placentero pensar en ti. Y, sólo para no hacerlo, pienso en los cafés antes mencionados, que están pasados de moda y han perdido su esplendor, y de los que me echaron todos los “porque” que he enumerado. La época floreciente del Josty y del Café des Westens pasó hace décadas. Pero el hecho de que el Lunte muriera, y no precisamente de una forma heroica, y de que el Romanische se haya convertido en un híbrido entre una sala de lectura y una fábrica de impotente amargura, me enfurece de verdad. Dicen que el Romanische era frecuentado por los leones del arte. Yo a los leones no los vi. Todos los interesados en la literatura hebrea tenían “una oportunidad única” de ver allí flequillos oscuros y revueltos de jóvenes escritores de cuarenta años o más que habían publicado una vez, en algún periódico, una estrofa de un poema que no había nacido o un capítulo de una novela que no había sido escrita. Una vez me encontré allí con la nuca de Bernhard Kellermann y, la noche de Año Nuevo, Alexander Granach rompió allí varios vasos. Cuentan también que uno de nuestros poetas judíos estuvo tentado allí (siguiendo la tradición de su tierra medio asiática) de hacer pedazos un billete de veinte marcos, pero ese billete era el último mohicano en su cartera y no tenía grandes esperanzas puestas en los derechos de autor, por tanto el billete volvió sano y salvo al bolsillo del poeta y el maravilloso espectáculo se interrumpió a la mitad. Pero, como he dicho, el resto de los días del año frecuentaban el local flequillos con estrofas de poemas y capítulos de novelas, y un viejo pintor adicto a la morfina, “el monstruo del café”, como le apodaban, se paseaba de arriba abajo entre las mesas y todos los “leones del arte” olvidaban la gloria y a los mecenas, tomaban café, jugaban al ajedrez, fumaban y chismorreaban.
El Lunte era el hermano pequeño del Romanische. Más joven y más romántico. Pero no se trataba del romanticismo de la flor azul, sino el de “la bandera del arte rojo”. Koepfe werden rollen! Allí la bohemia iba de los dieciocho a los treinta años y quería parecerse en todo a la bohemia legítima (es decir, sin ley ni orden). Además, era una bohemia roja, que recibía con silbidos a las mujeres engalanadas que dejaban sus espléndidos automóviles en la esquina y se acercaban allí a observar cómo pasaba las tardes el arte proletario. Si por la noche, cuando volvían a casa, los proletarios veían un espléndido automóvil en sueños, nadie podía decir que no fuera cierto.
La figura central era la dueña del café, una judía pequeña y desgreñada de Silesia, con energía, ideas y un vasto pasado de intrigas y avatares, desde la brigada del trabajo en Eretz Israel hasta la calle Eisleben en la bendita capital de Ashkenaz. La llamaban señora Lunte por el grueso cigarro que siempre tenía encendido entre los dientes. Sentía una especial simpatía o antipatía hacia sus clientes. A los que le resultaban simpáticos a menudo les daba de cenar aunque no tuvieran un céntimo en el bolsillo, pero a aquellos que no gozaban de su beneplácito jamás les servía la comida con sus propias manos. En los últimos tiempos, el rey del local era el camarero Lukas. Era un pardo que se había vuelto rojo (Lukas, ¿cómo te van las cosas ahora? ¿No habrá vuelto a girar la rueda?) y que tuteaba a todo el mundo, a mí me llamaba Grog-maedchen, porque había tomado grog dos veces, discutía con una joven fascista que fumaba siempre en pipa (¡las mujeres alemanas no fuman!) y, entre discusión y discusión, sus largas piernas caminaban con paso firme de un extremo a otro del café. El local era pequeño. En las paredes había dibujos satíricos algo atrevidos y, cuando una vez los “enemigos” rompieron el cristal de la única ventana del Lunte, lo pegaron con cinta adhesiva y no lo arreglaron, así resultaba más romántico y proletario.
De hecho, se podría expresar la diferencia entre esos dos cafés con palabras de Oscar Wilde, cuando dijo que la diferencia entre un pecador y un santo estriba en que el santo tiene pasado y el pecador futuro: los envejecidos clientes del Romanische no tenían pasado artístico y los jóvenes que frecuentaban el Lunte no tenían futuro.
“Pero, honorable señora”, me dirás, “usted frecuentaba los dos lugares, y podemos deducir...”.
Yo he frecuentado diversas estaciones, Emmanuelino, y me seguiré calentando un rato los pies en otras muchas, pero sólo cuando sea asidua de un café “bohemio” tan infecto como ése podrás burlarte a mi costa.
Y en esta estación, en el Quick, hace calor. Me siento al lado de la ventana y observo la tarde en la calle. Esta calle, que siempre ha tenido mucho movimiento, ahora está vacía. En calles vacías como éstas es agradable pasear en pareja. Caminar a tu lado y reír. Ya he visto a una mujer pasar riéndose contigo por una calle muda y sombría. Es por culpa del Quick por lo que sigo pensando en ti. Si estuviera ahora en la bodega Lutter & Wegner, seguramente estaría pensando en Ernst Theodor Amadeus Hoffmann.
Hay lugares que conservan para siempre el olor de la persona que los ama y es imposible no percibirlo. Hace unos años estuve en Wernigerode, esa variopinta ciudad que se encuentra en las montañas de Harz. Allí hay un pequeño café que era frecuentado por Wallenstein durante la guerra de los Treinta Años, seguramente para hacer publicidad del local cuando, cientos de años después, fueran allí los turistas. El olor de Wallenstein no me acompañó cuando estuve en ese café. No me importa quién se tomó una copa allí en la época de la guerra de los Treinta Años. Pero una mañana de invierno con mucha niebla, cuando esta ciudad cuadriculada llamada Berlín se atrevió de pronto a soñar que era Londres o Petersburgo, me encaminé por una de sus tortuosas calles, que recuerdan en algo a las de las ciudades de Rin, hacia el Spree, hacia el museo. De repente me detuvo la inscripción de una de las casas: “Aquí vivió desde el año... hasta el año... Gottfried Keller”. Aparentemente no era nada raro, ¿por qué no iba a vivir Gottfried Keller en una de las calles de Berlín, en una casa amarilla y nada bonita? Pero me sorprendió, y un extraño regocijo me acompañó durante todo el día. Tampoco puedo pasar con indiferencia junto al Lutter & Wegner: no he estado allí ni una sola vez, pero sé que antaño era frecuentado por E.T.A. Hoffmann, un pequeño funcionario de Königsberg, la ciudad prusiana, el Moshé Hayyim Luzzatto de las riberas del Pregel.
Es posible que fuera allí en compañía de estudiantes irresponsables y libertinos, igual que aparecía en la ópera de Offenbach. Es posible que entre ellos estuviese Anselmus, el estudioso desgraciado e incapacitado para el amor, pero yo siempre veo a Hoffmann con el gato negro Murr, acompañado del músico loco Kreisler, mientras delante de él, encima de uno de los toneles, la pequeña princesa Brambilla baila una danza del carnaval veneciano en el aguafuerte de Jacques Callots.
Me gusta Hoffmann. Sus monstruos (incluso cuando son la reencarnación de Chamisso) me resultan comprensibles. De hecho todos somos Peter Schlemihl o su contrario: o no tenemos sombra o la sombra es demasiado grande. De cualquier modo, tú tienes al menos dos sombras, y una de ellas soy yo. Pero ¡no interpretemos a Hoffmann!
Como dijo ese niño de seis años al que la escritora Barto citó en el congreso de escritores de Moscú: “Hay que escribir así: o absolutamente verídico o absolutamente raro”. Al parecer, Hoffmann conocía esta sencilla fórmula. Él escribía “absolutamente raro”, pero sus lectores adultos no sabían que era “absolutamente verídico” y no les gustaba. Él lo sabía. La guerra de la fantasía creativa contra la verdad imitativa la describió en La princesa Brambilla. Pero fue leído y entendido... por los franceses.
¿Qué haría Hoffmann esta tarde en Berlín? Seguro que no tendría suficiente dinero para ir al Lutter & Wegner, una taberna que hicieron famosa Hoffmann y el judío Heine. Seguro que tampoco querría ir al Wilhelmshallen, a la sombra de los uniformes pardos. Tampoco los periódicos del Romanische le atraerían. Seguro que vendría aquí, al humilde Quick, tomaría asiento junto a la ventana, observaría la tarde en la calle y pensaría en todo lo que no hay que pensar, igual que yo.
Rut
Traducción del hebreo de Raquel García Lozano
(Fragmento del libro Cartas desde un viaje imaginario, de Lea Golberg, editado por Pre-Textos)
NOTICIA DE LEA GOLDBERG.- La obra de Lea Goldberg (1911-1970) está aún por descubrir en Alemania. Nacida en 1911 en Königsberg, criada en Kowno, Lea Goldberg emigró tras sus estudios en Kowno, Berlín y Bonn, en 1935, a la Palestina de entonces. Resalta como una de las más significativas poetas de habla hebrea. Se hizo famosa también como autora de libros infantiles, como traductora de obras de la literatura mundial al hebreo y como crítica literaria. En 1952 fundó el Departamento de Literatura Comparada en la Universidad Hebrea de Jerusalén, donde ejerció como docente hasta su muerte.
La obra de la que hemos seleccionado un fragmento, Cartas desde un viaje imaginario, es su primera novela traducida al castellano. En ella se nos narra las peripecias de una joven mujer, Rut, que en otoño de 1934 huye de un amor desdichado. Desde Berlín, Colonia, Bruselas, Brujas, Ostende, París y Marsella escribirá a Emmanuel, el hombre al que ama más que él a ella. Sin embargo, sólo viajará a dichas ciudades con la fantasía. Las cartas de esta novela epistolar se convierten así en misivas de un viaje imaginario. Cada estación estará presente como lugar real y espiritual: observaciones del Berlín nazi entremezcladas, por ejemplo, con pensamientos acerca de la literatura, el arte y otras muchas cosas. La personal historia de amor se entrelaza con agudas descripciones de la Europa de mediados de los años treinta, del otoño previo a la gran catástrofe europea. Así pues, el amor desdichado descrito en estas cartas no es más que la metáfora de la despedida. La certeza de la necesaria despedida de muchos judíos a su cultura europea atraviesa esta novela poética, inteligente y melancólica, publicada por primera vez en 1937, poco después de la emigración de Lea Goldberg a la Palestina de aquella época.
[1] ***No he podido encontrar esta obra. El título, por tanto, está traducido directamente del hebreo.***
[2] **Literalmente: “Hay que decir por esta ciudad “Bendito sea el defensor de la verdad””. “Bendito sea el defensor de la verdad”, bendición que se dice ante una mala noticia, sobre todo por la muerte de alguien. He optado por una traducción que se comprenda en español. ¿Se entiende bien?***
[3] Cfr. Eclesiastés 9,8. Señalo las citas bíblicas, porque están entre comillas. Si se opta por no citarlas, creo que se deberían eliminar las comillas????????