Poca ha sido la atención prestada al Luis Buñuel escritor, seguramente porque su trayectoria como cineasta lo eclipsó. Más allá del iniciático estudio y compilación de Agustín Sánchez Vidal a principios de los años de 1980 y de la reciente edición que hemos realizado para Cátedra, el Buñuel literato no ha sido santo de la devoción de estudiosos de la literatura española contemporánea. La culpa, además de esa brillante carrera cinematográfica, la tiene el propio autor, siempre receloso de que su obra viese la luz, a pesar de que una buena parte de ella fuese publicada.

Dos son los factores fundamentales a la hora de fijar la calidad literaria de Luis Buñuel en el contexto de toda su producción artística. El primero es de índole general para cualquier escritor, y se trata de la impronta de sus lecturas a la hora de construir su obra literaria. Como no podía ser de otra manera, esto es así en Buñuel, aunque con el agravante de que cuando se le hablaba de este tema (en relación con su obra fílmica, claro) ocultaba más influencias de las que realmente reconocía. El segundo factor es la existencia de vasos comunicantes reales entre sus escritos y su obra cinematográfica: tanto en lo referente a su lírica como a su ensayismo encontramos los fundamentos de su buen hacer cinematográfico. Unas bases que le acompañaron hasta su último plano. Ciertamente, la literatura y el cine son dos artes estrechamente ligadas al pasado, que comparten numerosos elementos, y Luis Buñuel es uno de los protagonistas privilegiados de los orígenes de este encuentro. El de Calanda, como otros poetas y artistas, vio en las imágenes en movimiento nuevas posibilidades para expresar aquello que quería transmitir. Asimismo, aunque la poesía sea el género literario al que menos atención parece haber prestado el séptimo arte, el papel principal de la imagen en el cine se relaciona directamente con él. Así pues, a nadie puede sorprender que, más de veinte años más tarde de su etapa vanguardista, Buñuel defendiese el cine como instrumento de poesía en una conferencia dictada en la Universidad nacional autónoma de México con ese mismo título, “El cine, instrumento de poesía”, ya que ambos lenguajes, perfectamente equiparables, pueden utilizarse como medio de expresión del mismo mensaje. Esta posibilidad de comparación puede apreciarse en los dos perros andaluces de nuestro autor: el poemario que nunca vio la luz —pero del que puede leerse una edición a nuestro cargo en la editorial Animal Sospechoso— y el aplaudidísimo film que tomó el nombre del libro cambiando solo el artículo definido (destinado a el poemario) por el indefinido.

Buñuel lo dejó claro en sus “Notas de Luis Buñuel sobre la realización de la película” (texto publicado en Luis Buñuel y Salvador Dalí, «Un perro andaluz» ochenta años después, edición de Yolanda Hernández Pin y Pilar Sánchez): “Las fuentes en las que se inspira el film son las de la poesía, liberada del lastre de la razón, de la tradición y de la moral. Su propósito, provocar en el espectador reacciones instintivas de atracción o de repulsión. La experiencia ha demostrado que este objetivo fue plenamente conseguido”.

Es lugar común destacar el influjo de Ramón Gómez de la Serna en la lírica escrita buñueliana; impronta que se manifestó principalmente en la supresión de la frontera que separa al sujeto del objeto, de manera que mientras el hombre se cosifica, el objeto asume el protagonismo en sus versos y en sus imágenes. Asimismo, cualquier acercamiento a las influencias sobre la literatura de Buñuel, no puede pasar por alto el contexto científico de la época y su impronta sobre el decir poemático. La teoría de la relatividad tuvo consecuencias mortíferas para la mecánica clásica y para el sentido común. No solo liquidó la idea de un espacio y un tiempo absolutos, sino que atomizó el arte, que se volvió fragmentario con nuevas perspectivas cada vez más agresivas. Esto se aprecia con el uso del collage del que Buñuel es uno de los máximos representantes. El collage permitió que en las creaciones literarias y fílmicas del cineasta cobrasen una importante relevancia estructural, y se convirtiesen en motivos obsesivos, la fragmentación de la identidad, el interés por el alma de los objetos que conduce a una cosificación de las personas, y las mutilaciones.

Estos y otros factores, sin embargo, han soslayado una influencia sin la cual no se puede entender la obra de Luis Buñuel en su totalidad, y que en su literatura cobra una fuerza a menudo inaudita. Nos referimos a Isidore Ducasse, conde de Lautréamont. Una huella que no se ciñe únicamente a su opus magnum Los Cantos de Maldoror, sino que también se extiendo a su díptico Poesías, aunque estas últimas son más rastreables en su cine que en sus composiciones poéticas.

Ya hemos visto como el propósito de Un perro andaluz, en palabras de su propio realizador, era «provocar en el espectador reacciones instintivas de atracción o de repulsión». No es para nada asombroso, entonces, que de Luis Buñuel cineasta dijera Georges Sadoul, eminente historiador del cine, miembro del movimiento surrealista y amigo suyo: “Si Vigo era el Rimbaud del cine, él es el Lautréamont”. Pero no fue un caso aislado, ya que esta afirmación resonó posteriormente en Raymond Jean, analista del escritor franco-uruguayo, cuando afirmó: “El famoso ojo cortado por la navaja de Un perro andaluz de Buñuel es un homenaje directo a Lautréamont”.

La fuerza y la violencia de esta célebre escena iniciática en la filmografía del calandino nos ha hecho olvidar, a la hora de buscar paralelismos con Lautréamont, que la secuencia con la que abre su siguiente película, La edad de oro, es tan maldororiana como la anterior. Nos referimos a las imágenes sobre la vida de los escorpiones del documental científico para escolares Le Scorpion languedocien, realizado en 1912 por Éclair como parte de su serie Scientia. Como Lautréamont en Los Cantos de Maldoror, Buñuel utiliza imágenes extraídas de otras fuentes o, dicho en otros términos, plagia textos audiovisuales. Por tanto, el acercamiento a la obra literaria de Buñuel a partir de la de Ducasse/Lautréamont no debe hacerse únicamente a partir del análisis del contenido y sus elementos, sino que atañe también a su enfoque expresivo. Desde este ángulo, si Buñuel solo hubiera dirigido sus tres primeras películas, el paralelismo con Lautréamont sería inevitable, porque si Un perro andaluz y La edad de oro son de alguna manera un equivalente cinematográfico de Los Cantos de Maldoror, entonces Las Hurdes, tierra sin pan comparte estrategias literarias con las Poesías de Ducasse, lo mismo que hace, incluso mayormente, ese desconocido corto titulado Menjant garotes, que filmó en casa del padre de Salvador Dalí, en un receso del rodaje de La edad de oro, en abril de 1930. Pero de lo que se trata ahora es de ver cómo incidió Lautréamont en el Buñuel literato.

De entrada, tanto en sus poemas en verso y en prosa como en sus primeras películas, observamos los motivos recurrentes que obsesionaron al cineasta y que pueden provenir de la lectura de Los Cantos de Maldoror –si bien este dato no puede confirmarse, como veremos en los párrafos siguientes–. Nos referimos a, sin ir más lejos, la fragmentación del yo, el interés por el alma de los objetos que, como acabamos de ver, conduce a una cosificación de los individuos, así como las mutilaciones, que adquieren una importante relevancia estructural en sus creaciones a través del collage. Con todo, lo primero que hay que dilucidar a la hora de aproximarnos a la impronta de Lautréamont en la obra literaria de Buñuel, es la fecha en la que leyó la obra del montevideano. La respuesta parece clara a la luz de lo que le dijo a Max Aub: solo leyó Maldoror en 1929. Pero, al tratarse de Buñuel, estas palabras hay que tomarlas con mucha cautela, porque salvo contadas excepciones, siempre fue muy reservado a la hora de evocar sus influencias.

Lo que está claro es que no podía pasarlo por alto, ya que se trataba de un texto que sus dos amigos más íntimos, Federico García Lorca y Salvador Dalí, estaban leyendo en ese momento en la Residencia y por el que expresaban su admiración. Además, en Impresiones y paisajes (1918), primer texto del granadino y del que regala un ejemplar a todos sus amigos, incluido Buñuel, hay referencias casi directas a los Cantos, que fue una de las obras objeto de debate y discusión en el entorno residencial, así como entre los ultraístas. Pepín Bello, colaborador en la redacción de los cuentos más maldororianos de Buñuel, los había leído animado por Rafael Alberti, y nunca olvidó el enorme impacto que le produjeron. En cuanto a Buñuel, tenía su propio ejemplar del libro, que se ha conservado, aunque no sabemos cuándo lo adquirió. Es más, si a su llegada a París a principios de 1925 no lo hubiese leído (lo cual es de dudosa credibilidad), tuvo que sentir, como poco, curiosidad por hacerlo, dado que Lautréamont era idolatrado por los surrealistas como fuente de inspiración y antecedente palmario de su credo.

Por tanto, ¿tendría sentido que, de los tres amigos que compartían descubrimientos artísticos y pasiones literarias, Buñuel fuera el único que desconociera el libro de Lautréamont? Muy poco, no solo porque el opus magnum del franco-uruguayo fue objeto, en 1925, de una edición en español prologada precisamente por Ramón Gómez de la Serna, y traducida por su hermano Julio, sino porque la poesía de Buñuel es la expresión de una persistente tensión entre el bien y el mal, donde este último domina siempre. Y como en Maldoror, es en esta dialéctica donde la naturaleza y sus elementos y, en particular, la fauna, juegan un papel privilegiado. No se trata de una naturaleza muerta, sino de una naturaleza con olores fúnebres, donde el bestiario -a veces hermafrodita, a menudo sexualmente indefinido, otras veces anfibio o, incluso, teriomórfico- contradice y se opone a la separación de los elementos efectuada por el acto demiúrgico de creación del universo (agua/tierra/aire; femenino/masculino; hombre/animal, etc.). Estos ingredientes embellecen un hábitat donde la putrefacción es un cliché –y un topo– privilegiado. Mas estos paralelismos no son suficientes, por sí solos, para anclar la literatura de Buñuel en la línea inaugurada por Lautréamont. Donde radica su principal anclaje es en la utilización de la obra del montevideano como munición contestaria de las letras buñuelianas.

Ya hemos dicho que, según sus propias palabras, Buñuel no leyó Los Cantos de Maldoror hasta 1929, lo que resulta difícil de creer por lo explicado hasta ahora. Pero también es cierto que es precisamente en los textos compuestos a partir de ese año cuando la huella del libro de Lautréamont es más evidente. Y no es tanto una estrategia creativa en su composición, sino un medio de denuncia de los males que le asaltaban en ese momento. Buñuel encontró en Los Cantos de Maldoror la estrategia lingüística perfecta para representar y denunciar la violencia, ya que solo podía encauzar su denuncia del mal a través del mal. Si el texto de Lautréamont es un texto contra el adversario, porque, para él, el hombre solo existe en la adversidad y como tal debe enfrentarse al adversario, que a veces es dios y a veces hombre, en el caso de Buñuel ese adversario está representado por los políticos y los líderes religiosos de la España de la Segunda República. Ellos generan el mal, y de ese mal tratan los relatos que escribió a principios de la década de 1930.

Las composiciones que mejor ilustran lo que decimos son «La agradable consigna de Santa Huesca», «La descomunal batalla de las catedrales y las vagonetas» y «Una jirafa», todas escritas hacia 1933, aunque solo esta última fue publicada. Buñuel reunió la mayor parte de los temas y distorsiones sintagmáticas que salpican los textos que había escrito antes, y en especial la dialéctica entre mutilación (separar) y collage (unir) que impregna los tres textos donde expresa sincréticamente toda esta violencia. Pesaron mucho las circunstancias personales, ya que el escándalo provocado por La edad de oro comprometió sus posibilidades de poder seguir haciendo cine, si bien esta situación experimentó un paréntesis con el rodaje de Las Hurdes, tierra sin pan, cuyos vínculos hipertextuales con sus escritos de esos años son notables. A esta situación personal hay que añadir su iracunda decepción por la evolución política y social de España durante la Segunda República. Para canalizar esta furia, Buñuel encontró en Los Cantos de Maldoror los recursos temáticos y lingüísticos para articular la parte más tormentosa y reaccionaria de su obra literaria. En efecto, si Buñuel consideraba su película Un perro andaluz como una desesperada llamada al asesinato, de los poros de sus textos de 1930 emergen los elementos de la fenomenología de la agresión que Gaston Bachelard había detectado en Lautréamont. Así, “La agradable consigna de Santa Huesca”, “La descomunal batalla de las catedrales y las vagonetas” y “Una jirafa” devienen composiciones con la misma doble apelación, a la carne y a la sangre, que invade los reinos de la ira del padre de Maldoror.

En una misiva fechada el 10 de enero de 1934, Luis Buñuel le dice a Pierre Unik: “Estamos siempre en estado de guerra y esto por miedo de que se pueda hablar sobre la infame represión del movimiento [anarquista]. Hitler ha hecho mucho menos que nuestros Lerroux y Gil [Robles]. He enviado a Hernando [Viñes], para que te lo entregue, una carta de un diputado radical-socialista a Lerroux, y que me parece un documento precioso para ayudar a la campaña internacional contra la represión”.

Estas palabras son el resultado de una crisis política nacional e internacional sobre la que Ian Gibson, en su biografía sobre nuestro protagonista, ha hecho hincapié a partir de dos acontecimientos históricos: la masacre de Casas Viejas —hito clave en la represión del movimiento anarquista al que se refiere en la carta a Unik y que causó estupor en la opinión pública— y la consolidación del nazismo en Alemania, que Buñuel cita. De ahí que defendamos que el inicio de “La agradable consigna de Santa Huesca” es una recreación de la matanza de los anarquistas en Casas Viejas de principios de enero de 1933, y que el trozo de carne asada que protagoniza la historia es una mención a esos libertarios quemados vivos por la Guardia Civil. Al principio de dicho relato podemos leer: “Dos horas después entre la carretera de San Feliu y San Guíxols va andando un trozo de carne asada, de unos dos kilos de peso, gorda y requemadota. Aún la veo y sin remordimiento la puedo llamar, hija de puta. Pero ella ni se menea, ni argumenta, ni vomita. Igual le da”.

Al margen de que esta idea de carne muerta se enmarca en la concentración de imágenes que aluden directamente a las que encontramos en Los Cantos de Maldoror relativas a la violencia y la descomposición, Buñuel parece estar inspirado aquí por la imagen del trozo de carne del Canto III: “Sé, sin embargo, que apenas el joven estuvo al alcance de su mano, jirones de carne cayeron a los pies de la cama y se colocaron junto a mí[1]”, y del Canto IV: “[...] los dos pedazos de carne han desaparecido y han tomado su lugar dos monstruos, surgidos del reino de lo viscoso, iguales por su color, su forma y su ferocidad”.

“La agradable consigna de Santa Huesca” concluye con una especie de microrrelato titulado Inscripción para la lápida del trozo de carne, que es otra alusión a Los Cantos, esta vez a la estrofa del pacto con la prostitución del Canto I: “He hecho un pacto con la prostitución para sembrar el desorden en las familias. Recuerdo la noche que precedió a tan peligrosa alianza. Vi ante mí un sepulcro. Escuché que una luciérnaga, grande como una casa, me decía: ‘Voy a iluminarte. Lee la inscripción […]’”.

Este mismo proceder lo emplea Buñuel en «La descomunal batalla de las catedrales y las vagonetas», la más tormentosa de las historias de un Luis Buñuel que la realidad circundante seguía angustiando. Para captar mejor su fuerza y lo que representa en el corpus buñueliano, no solo debemos volver a situarnos en el momento histórico en que fue compuesta, sino también tener en cuenta la situación profesional de su autor. El cuento reúne los motivos característicos de su producción escrita, así como unos muy maldororianos bestiario y actos escatológicos, y constituye una deslumbrante manifestación del espíritu de provocación que en ese momento no supo (o no pudo) canalizar a través del cine.

Podemos así tomar la narrativa que nos ocupa como un complemento necesario para que el calandino diera rienda suelta a su creatividad, que los límites del género cinematográfico del documental no le habían permitido. El resultado constituye su producción literaria más radical y subversiva, donde la oposición entre la construcción de la catedral y una máquina como la vagoneta, con la que se construyen grandes obras arquitectónicas, y que funciona como alegoría de la oposición entre opresores y oprimidos, se convierte, en manos de un anarquista como Buñuel, en una llamada a la blasfemia que esconde una terrible crítica social al poder a partir de recursos extraídos de Los Cantos de Maldoror. Muy buen ejemplo de ello es la siguiente frase donde, además, confluyen simbólicamente los ingredientes de la putrefacción: gusanos (debajo de las ensaladas), carne podrida (asociada al vómito) y la secreción de orina que, en algunas personas, transcurre después de su muerte: “Unas vagonetas se esconden bajo las ensaladas, otras vomitan por la borda, y todas corren hacia los cuatro puntos cardinales abrochándose las húmedas braguetas”.

Donde mejor se observa la impronta de Lautréamont es en el uso de las comparaciones para estructurar iconográficamente un collage. Esto se puede ver en el siguiente pasaje: “Oscura como un jacinto, silenciosa como un toro, y amenazadora como la caída de una ceniza de puro que desprendida de la brasa cae en el pie divino de una niña de nueve años, rubia, fornida, con el coño aún sin pelo, pero largo y abierto por las mil violaciones de que ha sido objeto. Lo interesante de este cuarto no era ese coño boquiabierto, rojo, húmedo, oliente, lechoso y pulverizado, lo interesante era la señora que con la cara cubierta acaba de doblar esa esquina”. Diríase que Buñuel pretendió componer su versión de la terrible estrofa de la violación de la joven en el Canto III, recurriendo a la violación de la “delicada niña” de Lautréamont para simbolizar los problemas políticos y sociales que padecía la joven Segunda República española.

Es precisamente esta estrofa la que por sí sola podría dar fe de la notable traza de Los Cantos de Maldoror en la creación artística (literaria y cinematográfica) de Luis Buñuel a partir de 1929, por lo que quizás leyó realmente el libro ese año, produciéndole tal impacto que no pudo escapar al hechizo de tal inventario del mal. Nuestro parecer va en esa dirección, como se deduce de la lectura de este artículo.

Las pruebas de esta atracción, sin embargo, no acaban aquí, al contrario: centremos nuestra atención en el siguiente fragmento, también perteneciente al relato que nos ocupa: ¡Ha llegado la hora de tutearse con Dios. “Ven aquí Carmen ven aquí y lanzada al vacío incrústate en mi miembro repugnante, cubierto por la mosca cadavérica y amenazando dejar salir por su agujero la guarnición de Huesca. Enséñame tu coño, Carmen, tu coño abierto, que tú haces voltear entre tus manos chorreantes de cera. Nuestros cuerpos quieren revolcarse en común espasmo sobre la calumnia, sobre la muerte, sobre nuestras sombras. Yo devoraré tus tetas, tu esfínter se pondrá a girar como un loco y nuestros labios quedarán al fin olvidados en el cajón de la mesilla entre plumas, dijes, relojes y olores rancios. Éntrame los huevos en tu boca y róeme luego los huesos uno a uno. Chilla, blasfema, protege a los niños, mea, levántate y anda, funda asilos, cuelga delincuentes, que a la primera gota de suero que tú lances a mi trono, mi alma, mi sexo, mi avanzadilla te entrarán hasta lo más profundo de tus entrañas”!. Bien que no hay declaración de Buñuel sobre posibles sueños eróticos con sus criadas, este pasaje puede ser indicativo de que existieron. Carmen también podría ser la misma protagonista de su microrrelato “Historia decente - Historia indecente”.

En relación con el documental sobre Las Hurdes, que Buñuel filmó en la misma época, se puede aplicar a este pasaje lo observado por Sánchez Vidal, y que Gibson subraya, respecto de la propuesta subliminal que subyace en la secuencia rodada en el convento de San José de las Batuecas, en cuyo interior parece desarrollarse este sádico fragmento. Para el catedrático de Zaragoza, esta escena (léase aquí pasaje) sugiere las presumibles connivencias entre el monje (aquí el narrador, que bien pudiera ser un representante de las catedrales que titulan el relato) y la criada (Carmen), y, por consiguiente, la hipocresía de la Iglesia católica en relación con el cuerpo.

En este mismo fragmento se observan las concordancias léxicas y temáticas con el poema de Lautréamont -Los Cantos son un poema en prosa, y no una novela o un conjunto de relatos-, como la presencia del esfínter (Canto V), de la mosca cadavérica y pútrida (que se refiere al cadáver putrefacto del cangrejo en el Canto VI), el acto de roer, o la llamada a la blasfemia y a la mutilación del cuerpo humano. Ahora bien, si estos elementos lingüísticos están tomados de Lautréamont, el enfoque es aún más evidente en cuanto al proceso de enunciación: es la única vez en la ficción literaria de Buñuel que el narrador se dirige a Dios directamente. Como Maldoror, el héroe de «La descomunal batalla de las catedrales y las vagonetas» se dirige al Creador en el mismo tono, con el mismo registro y el mismo vocabulario que los que Lautréamont despliega en Los Cantos de Maldoror, de los que este pasaje puede ser considerada la más fiel versión buñueliana.

Para completar el bucle de este homenaje a Maldoror, Buñuel se apropia también del célebre collage literario y de su más famosa manifestación, «Bello como... el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección», que encontramos en el Canto VI: “En medio del paisaje hostil, rodeado de unos barbudos, de doncellas que cosen, y de hipocampos, dejo este papel sobre la mesa de disección”. Este tipo de imitaciones, con la excepción de algunas referencias a Cervantes o Benjamin Péret, no son muy habituales en su literatura.

La última de sus composiciones de este período, “Una jirafa”, su texto más famoso y admirado, es otro ejemplo privilegiado del influjo de Los Cantos de Maldoror en la literatura buñueliana. Esta especie de collage en prosa lo compuso para la sorpresa que, él y Alberto Giacometti, tenían preparada durante una velada ofrecida en 1932 por los vizcondes de Noailles, mecenas de muchos artistas de vanguardia, en su mansión de Hyères. Únicamente nos queda la reconstrucción que conocemos hoy tal y como fue publicada en Le Surréalisme au Service de la Révolution, en el número 6, de mayo de 1933. Su íncipit funciona como un manual: “Cada mancha de su piel que, a tres o cuatro metros de distancia, no presenta nada anormal, está, en realidad, constituida sea por una tapadera que cada espectador puede fácilmente abrir haciéndola girar sobre un goznecillo invisible colocado en uno de sus lados, sea por un objeto, sea por un agujero, que deja aparecer la luz del día —la jirafa no tiene sino algunos centímetros de espesor—, sea por una concavidad que contiene los diferentes objetos que se detallan en la lista de más abajo”.

Desde una perspectiva formal, “Una jirafa” es la expresión más clara del uso del collage como recurso poético. Para Max Ernst, el collage es “el encuentro fortuito de dos realidades distantes en un nivel inconveniente”. Y detectó muchos de estos encuentros en la obra cinematográfica de Buñuel: “Pensé en La edad de oro de Buñuel y Dalí: la vaca en la cama, el obispo y la jirafa tirados por la ventana, el carro cruzando el salón del gobernador, el ministro del Interior pegado al techo tras su suicidio, etc.”.

El collage rompe la identidad de los componentes que lo integran, como hizo Lautréamont al establecer vínculos entre el paraguas y la máquina de coser: “Una realidad prefabricada, cuyo destino ingenuo parece haberse fijado de una vez por todas (un paraguas) encontrándose de repente en presencia de otra realidad muy lejana y no menos absurda (una máquina de coser) en un lugar donde ambos deben sentirse fuera de lugar (sobre una mesa de disección) escapará así a su destino ingenuo y a su identidad”, escribió el mismo Ernst.

“Una jirafa” puede verse como una extensión de La edad de oro donde, en la escena final, una jirafa es arrojada desde un balcón. Está repleto de imágenes de iconografía buñueliana: el ojo de la mancha segunda en la que se refleja el espectador recuerda la incisión del ojo de Un perro andaluz; la figura de una esfinge de la calavera africana (Acherontia atropos) también aparece en la misma película; y las gallinas picoteando o el Cristo riéndose son imágenes que el cineasta utilizará posteriormente en su filmografía. Desde el punto de vista hipertextual, “Una jirafa” es, pues, un auténtico lugar de encuentro estético de motivos de Los Cantos: es un gigantesco collage que integra un poema, una ópera wagneriana, una escena melodramática, un auténtico paisaje aragonés, una pintura, una enumeración caótica e, incluso, una maqueta de una película donde Buñuel se burla del tiempo, el espacio y los géneros artísticos. Todo esto refuerza todavía más la dimensión maldororiana de “Una jirafa”.

Donde el vínculo con Lautréamont es más visible es en la increíble violencia de ciertas manchas. Verbigracia: “En la decimoprimera: Una membrana de vejiga de puerco reemplaza la mancha […] Reventar de un puñetazo la membrana y mirar por el agujero. Se verá una casita muy pobre, blanqueada con cal, en medio de un paisaje desértico. Una higuera está situada a algunos metros de la puerta, hacia delante. Al fondo, montañas peladas y olivos. Un viejo labrador acaso saldrá, en ese instante, de la casa, descalzo”. Aquí, la violencia actúa como motor del proceso performativo del universo creativo de Luis Buñuel. Violencia hacia el objeto y sobre el sujeto-actor, ya que se trata de morir a puñetazos, con una mano previamente, en la décima mancha, herida por hojas de afeitar. Posteriormente, la violencia vuelve a ejercerse, esta vez psicológicamente, teniendo el actor que mirar, en la última mancha, a través de una lupa tras quedar cegado por un chorro de vapor (en la mancha), en un espectáculo de venganza personal de Buñuel hacia ese sujeto ciego.

Otra de las manchas que congregan la crueldad y la blasfemia es la decimosexta: “Al abrirse la mancha se ve a dos o tres metros una Anunciación de Fra Angélico, muy bien enmarcada e iluminada, pero en un estado lamentable: rasgada a cuchilladas, pegajosa de pez, la cara de la Virgen cuidadosamente ensuciada con excrementos, los ojos reventados por agujas, el cielo llevando en caracteres muy toscos la inscripción: ABAJO LA MADRE DEL TURCO”. La referencia a los excrementos parece situar el origen de esta escena en el trono de Dios formado por excrementos humanos en el Canto II. Pero donde la representación del mal es más extrema es cuando los ojos de la Virgen son arrancados con agujas, imagen que remite directamente al comienzo de Un perro andaluz.

A pesar de que al principio apuntábamos que encontrar en las letras buñuelianas equivalentes literarios a las Poesías de Isidore Ducasse era menos común que hacer lo propio con Los Cantos de Maldoror (no así en su cine), no podemos dejar de mentar en un estudio como este uno de los textos más fascinantes de nuestro literato. Se trata de “Noticias de Hollywood”, una parodia de las crónicas de sociedad, publicada en la segunda página del número especial de La Gaceta Literaria dedicado al cinematógrafo (núm. 43, 1 de octubre de 1928), cuyos paralelismos en su decir poemático habría que buscarlos en las Poesías ducasianas. Según indica el título, es un conjunto de seis supuestas informaciones contextualizadas en el mundo hollywoodiense del momento, en las que su redactor, compone con una sorprendente capacidad de síntesis y un extraordinario sentido del humor. El registro y tenor de algunas de estas crónicas remite a las que Ducasse dedicó en a los más ilustres representantes de las letras galas.

Si la huella del conde de Lautréamont es pues evidente en su lírica, también encontramos ecos, más que verdaderos rastros, en otra de sus facetas como escritor, la de ensayista. En efecto, el ensayismo cinematográfico es la parte menos conocida de la literatura buñueliana. Pero Buñuel fue uno de los pioneros en España de los textos críticos sobre el cine en general y las películas en particular. Gracias a la oportunidad que le brindaron La Gaceta Literaria en España y Cahiers d’Art en Francia, el calandino pudo desarrollar una breve carrera como escritor y crítico cinematográfico. Su brevedad no obsta para que en ella condensara aquellos principios que rigieron su obra fílmica.

En sus ensayos, Luis Buñuel no solo refleja las opiniones que circulaban por París, sino que sobrepasa su contenido para insertar su personalidad intelectual y su estilo vanguardista, pues son también muestras muy notorias de prosa experimental. El de Calanda supo transponer en sus ensayos recursos que emergen del futurismo y que se concretaron en las pautas del ultraísmo, sin perder nunca de vista el potencial iconográfico de las greguerías. Donde mejor se observa lo acabado de señalar es en los procedimientos estilísticos adoptados por Buñuel, que dotan a sus textos cinematográficos de una textura poemática propia de un auténtico poeta. En este afán superó la capacidad alegórica de Gómez de la Serna, como se observa en la greguería utilizada para describir el objetivo de la cámara y el primer plano, respectivamente, que encontramos en «Del plano fotogénico» (La Gaceta Literaria, núm. 7, 1 de abril de 1927): “Cerebro con que piensa y palabras que construyen y expresan lo pasado”.

No obstante, no solo de Ramón se nutrió nuestro protagonista. Es sabido que el futurismo marcó la pauta estética de la que derivaron los movimientos vanguardistas más radicales de principios del siglo XX. En su sexto postulado, el Manifiesto técnico de la literatura futurista rezaba: “Para acentuar ciertos movimientos e indicar sus direcciones se emplearán signos matemáticos”. Los ecos del movimiento capitaneado por Marinetti se materializan en una predilección por el uso de axiomas y teoremas para significar procedimientos o elementos técnicos. Buñuel no abusó de la función vanguardista que la poesía futurista y dadaísta hacía de dicha matematización del discurso. Simplemente recurrió a ella en el íncipit de un poema de su transición del ultraísmo al surrealismo, de título evocador, “Teorema” (compuesto ca. 1925), cuyo primer verso reza: “Si por un punto fuera de una recta trazamos una paralela a ella obtendremos una soleada tarde de otoño”. Este axioma, que responde al teorema del título, recuerda poderosamente los versos de las poesías de Lautréamont, compuestas por versos/asertos, aunque sin ninguna progresión deductiva como la que caracteriza la narratividad de esta composición.

En cambio, en sus escritos sobre el cine la cosa cambia. La siguiente definición de fotogenia -proveniente de una de sus más importantes contribuciones a la teoría fílmica, “Découpage o segmentación cinegráfica” (La Gaceta Literaria, núm. 43, 1 de octubre de 1928)- es un excelente ejemplo de la matematización del discurso, esta vez con fines didácticos: “Fotogenia = Objetivo + Découpage = Fotografía + Plano”. Recordemos que esta pasión por las matemáticas estaba muy presente en la obra de Lautréamont, quien ya en Los Cantos de Maldoror las evocaba, tal y como en su momento subrayó uno de sus más finos exégetas, Gaston Bachelard.

En otros casos, como el de Una noche en el Studio des Ursulines” (La Gaceta Literaria, núm. 2, 15 de enero de 1927), amalgama los algoritmos con resortes gramaticales, como el siguiente juego paronomástico a partir de vocablos franceses para referirse a la película Rien que les heures, de Alberto Cavalcanti: “Coordinaciones y combinaciones de sus rayos lumínicos, tomados uno a uno nos han dado el film d’avant-guerre. Cavalcanti pasa ahora a demostrarnos que tomados a n+10 años, dan el d’avant-garde, expresión purísima de nuestra época”.

Es harto conocido que Buñuel calló más que habló, y una de las víctimas de ese silencio es sin duda Isidore Ducasse, conde de Lautréamont. No podía ser de otro modo, ya que este escritor fundamental para entender el surrealismo no podía estar ausente de la obra de Buñuel. Pero el caso es que el aragonés tuvo que identificarse hasta tal punto con el montevideano que no pudo más que ocultarlo para evitar que se le considerase un discípulo, hecho que le repelía. El cine de Buñuel se considera, con razón, un islote, sin antecedentes ni descendientes. Mas esta singularidad no excluye que los mimbres con los que están erigidas sus composiciones, literarias y cinematográficas, se compongan de elementos estructurales provenientes de otros autores y artistas. Desde este punto de vista, no cabe ninguna duda de que existen vasos comunicantes -estructurales, insistimos- que han quedado ocultos no solo por voluntad de nuestro protagonista, sino por incapacidad o falta de tiempo de sus exégetas: piénsese, primordialmente, en Miguel de Cervantes, Raymond Roussel, Buster Keaton, André Breton y Jean Epstein. Lo cual, es importante recalcarlo, permite abrir nuevas vías de análisis de la obra tanto escrita como fílmica de Luis Buñuel, pues, a pesar de lo que suele pensarse, no están ni mucho menos agotadas, sino que necesitan salir de la espiral de cansinas anécdotas a las que nos tienen acostumbrados los representantes de cierto papanatismo cultural de nuestro país.

Una de estas vías es el estudio de los vínculos con la obra del conde de Lautréamont, que hemos pretendido introducir y esbozar aquí. De cada lectura de Los Cantos de Maldoror y de las Poesías I y II brotan nuevas hipertextualidades que exigen que de una vez por todas se valide académicamente la ya aludida frase de Georges Sadoul, extendiéndola también a las letras buñuelianas. Hay, de resultas, todavía bastante, por no decir mucho, camino por recorrer.



[1] Todas las citas de Los Cantos de Maldoror provienen de la traducción de Manuel Serrat Crespo en la edición de Cátedra para la colección «Letras Universales».