En su artículo titulado "Literatura y ciudad", publicado en la revista Clarínen 2006, Luis García Jambrina señalaba: "Como es bien sabido, la ciudad -cualquier ciudad- no es tan sólo un lugar geográfico, un territorio urbano. Es también un espacio literario, un ámbito en el que se funden el mito, la invención y la realidad. No en vano las ciudades las construyen también los escritores, los novelistas, los dramaturgos y, desde luego, los poetas. Son ellos los que las crean, configuran y remodelan, libro tras libro y siglo tras siglo, en el imaginario colectivo de las gentes." El espacio urbano se ha venido considerando como el receptáculo geográfico de la civilización, mientras que los ámbitos rurales quedaban relegados a un imaginario un tanto primitivo, natural, de una bonhomía sencilla y primaria. Los patrones culturales han ido intercambiando el predominio de ambos referentes a través de los siglos, desde el consabido "menosprecio de Corte y alabanza de aldea" hasta la actual consideración de la urbe como modelo de espléndida modernidad. Y muy a tener en cuenta los trasvases migratorios que, en una época u otra, se han producido en un sentido u otro entre ambos núcleos sociales.
Lo que resulta innegable es que la ciudad ostenta una sólida tradición como protagonista de la mejor literatura contemporánea. Basta referirse al Paris de Rayuela, de Cortázar; y a París era un fiesta, de Hemingway o al Dublin de Dublineses y el Ulyses, de Joyce; y cómo olvidar La novela de Ferrara, de Giorgio Bassani; La trilogía de Nueva York, de Paul Auster; Tokio Blues, de Haruki Murakami; o el Edimburgo de Trainspotting, de Irvine Welsh. En el ámbito de la literatura española decimonónica baste recordar Vetusta, trasunto de Oviedo en La Regenta, de Clarín, o el Madrid galdosiano y, ya en el siglo XX y adentrándonos en la ciudad de Barcelona, la relación de novelas y autores resultaría extensísima; quedémonos, a riesgo de injustos olvidos, con Nada, de Carmen Laforet; Los mares del Sur, de Manuel Vázquez Montalbán; La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza; o La sombra del viento, de Ruiz Zafón, entre otros muchos títulos. En las letras francesas, Diario de un ladrón, de Jean Genet y La Marge, de Pieyre de Mandiargues; y en la literatura catalana, Vida privada, de Josep Maria de Sagarra; Un senyor de Barcelona, de Josep Pla; o La plaça del Diamant, de Mercè Rodoreda. En estas últimas novelas la Ciudad Condal no es un mero referente ambiental, el simple soporte escenográfico de la acción, sino que se erige en protagonista esencial de los argumentos y, además, los personajes responden a esa exclusiva identidad urbana, que conforma su origen, mentalidad y actitud.
Muchos de los narradores aludidos abrieron su obra a otros espacios geográficos, pero si hay un novelista que la concentra mayoritariamente en Barcelona, ese es Juan Marsé. La propia generación literaria de los años cincuenta, a la que pertenecía, tendría una especial querencia hacia esa ciudad, y basta mencionar en este sentido a Jaime Gil de Biedma o Carlos Barral. Como bien señalara Vázquez Montalbán en su ensayo Barcelonas (1987) no existe en esta ciudad -ni en casi ninguna- un único espacio de configuración social. Barrios, barriadas, suburbios, zonas residenciales o, en otros tiempos, poblados barraquistas, conforman una diversidad de connotaciones económicas y culturales que, a lo largo del siglo XX y para lo que aquí interesa, irán construyendo un imaginario literario en el que Juan Marsé desarrollará sus mejores capacidades narrativas. En sus novelas aparecen predominantemente los barrios correspondientes a los actuales distritos de Sarrià y Sant Gervasi (en adelante San Gervasio, como aparece en esta narrativa), en la zona alta de la ciudad, con un vecindario tradicional y acomodado; además de los de Horta-Guinardó (incluyendo aquí el barrio de El Carmel -El Carmelo a partir de ahora-) y Nou Barris, habitados por población trabajadora, de limitado poder adquisitivo, aunque también con una clara implantación de clases medias. Cabe precisar que las historias de Marsé se desarrollan sobre todo en las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo, con alguna que otra reminiscencia hacia los años anteriores a la Guerra Civil, con lo que reflejan un nivel económico-cultural sensiblemente inferior a la realidad actual, aunque con idéntica morfología social.
Últimas tardes con Teresa (1966) es una de sus más representativas novelas en orden al protagonismo barcelonés, al encaramiento entre estas características zonas de la ciudad, y donde los personajes aparecen más potentemente vinculados a las mismas. Manolo Reyes, el Pijoaparte, recordemos, es un joven ladronzuelo -"tenebroso hijo de barrio", se nos describe- que vive a salto de mata en la zona casi suburbial de Monte Carmelo; se enamorará fantasiosa y equívocamente de Teresa Serrat, hija de la alta burguesía catalana y residente en San Gervasio. La tipificación geográfico-urbana de los ambientes no se hace esperar, y se dedican cinco profusas páginas del inicio de la novela a la descripción de El Carmelo, aunque la más punzante imagen nos la ofrece la madre de Teresa, cuando leemos: "Para la señora Serrat, el Monte Carmelo era algo así como el Congo, un país remoto e infrahumano, con sus leyes propias, distintas." También el Pijoaparte, desde la elevada situación geográfica de esa zona, contempla en más de una ocasión "la ciudad desconocida bajo la niebla distante, casi como soñada"; se refuerzan de este modo, respectivamente y entre sí, las lejanas posiciones sociales con espacios urbanos que suponen un cierto enfrentamiento clasista, de soterrado menosprecio y recelosa relación. El ambiente universitario -de la Universidad de Barcelona- en el que vive Teresa fricciona igualmente con el desclasamiento del "robamotos" que es Manolo, aunque se haga pasar por obrero comprometido políticamente. Por decirlo de otra manera: un pobre entre ricos; por cierto, es lo que venía a ser el propio Marsé entre sus compañeros y amigos de generación literaria, los Gil de Biedma, Barral, Castellet, etc. Como es sabido, uno de los conseguidos objetivos de esta novela es la irónica desmitificación de la rebeldía estudiantil universitaria, así como de las bondades inherentes a la obrera condición social; en esta pretensión, la Barcelona de la lucha antifranquista de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta tiene un protagonismo fundamental. Aparece con cierta frecuencia en esta narrativa la visión ensoñada, difuminada, de envolvente lirismo, de una ciudad de desleídos contornos, cercana a una estética impresionista; en Rabos de lagartija (2000) se puede leer: "Por la mañana temprano, arrebujada bajo un cielo aplomado y espectral, la ciudad que se extiende allá abajo parece un espejismo chafado, reverberando su descalabro de grises frente al mar, un decorado maltrecho que acabaron de repintar los ángeles nocturnos, esos que remiendan nuestros sueños al despuntar el día."
En Últimas tardes... se da un curioso vaivén de variado recorrido por la ciudad, en la medida en que la pareja protagonista callejea sin cesar, reafirmando así su relación y apropiándose libremente de la ciudad que acoge su equívoco enamoramiento frecuentando "el bullicio veraniego de las Ramblas, cerveza y calamares en la Plaza Real, lentos paseos por el parque Güell, encendidos crepúsculos contemplados desde el Monte Carmelo." Se adueñan así de una topografía moral, aparentemente superadora de clases sociales, que hace exclamar melodramáticamente a Manolo: "¡Oh, Teresa, la ciudad es nuestra!". Lo que no impide que se produzca una cierta sensación de extrañamiento entre la propia intimidad sentimental de los personajes y los entornos que les acogen: "A veces tengo la sensación de... no sé, de vivir en otra ciudad, desconocida, tú y yo solos", le dice a Teresa el Pijoaparte. Este vive en perpetua desubicación espacial, porque aquí se cruza un tema básico en la conformación argumental de la novela: la inmigración, ya que él, desertor del arado, proviene de la localidad malagueña de Ronda y ha aterrizado en una realidad urbana que linda con el hampa suburbial y el desacomodo colectivo.
De igual importancia en lo referente al protagonismo de Barcelona es Si te dicen que caí (1973), novela donde encontramos las correrías por la desolada ciudad de la postguerra, por el Guinardó sobre todo, del Java, Sarnita, Mingo... un grupo de muchachos que alimentan su carencia de futuro con "aventis" (apócope de "aventuras"), fantasiosas historias a medio camino entre la leyenda urbana y la mísera realidad. Estos apólogos populares encuentran su marco físico en las calles de la ciudad, en los rincones de un ocioso esparcimiento. Marsé imagina, en su columna de la revista Por Favor, en la sección "Confidencia de un chorizo", que este ha recibido una carta de Sarnita en la que se lee: "No renuncio en mis "aventis", siempre que haga el caso, a vengarme de un sistema que saqueó y falseó mi niñez y mi adolescencia, el sol de mis esquinas." Estas invenciones, un mixtificado ficcionario, son así un arma de la memoria justiciera contra un tiempo escamoteado por la violencia fratricida; transcurren en pasajes, callejones, rincones y esquinas donde se fragua una inconsciente conspiración "antisistema" por así decir. En la entrevista del hispanista Samuel Amell a Marsé, grabada el 12 de noviembre de 1981, este concreta al respecto: "Si te dicen que caí surgió porque yo tenía ganas de recrear el mundo de mi infancia, las calles, el barrio, los juegos, el tipo de vida que hacíamos, aquella violencia callejera que había, etc. (...) Esto, mitificado por la imaginación juvenil del barrio, junto con las noticias que contaban los adultos, los años de la represión, la época de mi vida parroquial, las muchachas del centro aquel de la casa de caridad de la calle Verdi..., en fin, todo eso constituía el paisaje de mi infancia." A destacar aquí dos referentes característicos de esta narrativa: la pormenorización del callejero ciudadano, y su condición claramente autobiográfica.
Jan Julivert Mon, en Un día volveré (1982), sale de la cárcel Modelo de Barcelona a finales de la primavera de 1959, donde ha cumplido un condena de doce años por su militancia anarquista, de decidido activismo antifranquista. Antiguo guerrillero urbano -"una sombra prestigiosa del Carmelo"-, ha generado con su regreso la expectación en el barrio de un posible ajuste de cuentas con los culpables represores del pasado. Aparecen aquí los espacios coincidentes con la anterior novela tratada: el cine Roxy, la entidad cultural Los Luises de Gracia, el asilo de ancianos de la calle de San Salvador..., las plazas, calles y organismos civiles que constituyen una vez más la mitografía espacial del autor. Igualmente sucede en Ronda del Guinardó (1984); donde un viejo inspector de policía inicia un recorrido por Barcelona en una tarde de la postguerra asediado por tortuosos recuerdos y con el fin de esclarecer el caso de la violación de una adolescente; se encadenan los conocidos ámbitos de una característica vecindad: la Casa de Familia de la calle Verdi, el campo de fútbol del Europa, la comisaría de la Travesera de Gracia o la iglesia de las Ánimas. En La oscura historia de la prima Montse (1970) la protagonista, Montse Claramunt, joven idealista perteneciente a una orden seglar dedicada a caritativas actividades sociales, encaja mal en los entornos altoburgueses benefactores de esas iniciativas; se expresa este desencuentro a través, de nuevo, de significativos entornos escenográficos: "En el marco incomparable del Club de Tenis La Salud y bajo una maravillosa noche estival cuajada de estrellas se celebró con extraordinaria brillantez la verbena a beneficio de la Congregación de Señoritas Visitadoras, de la que es activa secretaria la señora Carmen Reixach de Joveller (Menchu de soltera). Montse asistió, de mala gana. Los jardines gentilmente cedidos para tan benemérito fin aparecían bellamente iluminados y engalanados." La demoledora ironía sobre el artificioso altruísmo de las clases altas, de consolidada ascendencia catalana, se ofrece aquí en el marco de una velada de refinada ambientación y elitista entidad social.
Se da la curiosa circunstancia de que Marsé vive en los años sesenta, recién casado, en un pequeño apartamento alquilado de la calle Mayor de Gracia y, años después, desde el ático que habitará podrá contemplarse el espacio urbano comprendido entre las plazas Sanllehy y Lesseps por un lado, y las Traveseras de Dalt y Gracia por otro; en este último barrio transcurrió también su infancia y adolescencia. Es decir, los ámbitos ciudadanos en los que acontecen buena parte de sus novelas, resultan ser espacios vividos previamente y ficcionados después o simultáneamente. La ciudad se erige así en vehículo e instrumento de la memoria personal, que se transformará en colectiva a través de inolvidables personajes, conflictivas y entrañables situaciones, agridulces desenlaces, y una acerada crítica histórico-social. Esta geografía moral condiciona y posibilita la profundidad introspectiva de los protagonistas, porque en buena medida son los enclaves en que viven, a la vez que un problemático pasado acostumbra a gravitar sobre la realidad del presente; ambas temporalidades se dan en una muy concreta localización ciudadana.
Capítulo aparte merece la presencia de los cines de barrio en las novelas de Marsé. Muchos de ellos han ido tristemente desapareciendo en las últimas décadas. El cine formó parte de la educación sentimental de varias generaciones, una distracción popular que era a la vez un medio de cohesión social, de encuentro del vecindario, donde se mezclaban entretenimiento, arte, ocio cultural y tardes de programa doble, variedades diversas entre películas y selecto ambigú; todo un mundo de ficciones visuales, que alimentaría la literatura de escritores como Terenci Moix, Manuel Vázquez Montalbán, Vicente Molina Foix, Alberto Fuguet, o Guillermo Cabrera Infante entre tantos otros. Muchas de las novelas del mismo Marsé han sido llevadas a la pantalla grande, con su general descontento, por cierto. De entre los cines que pululan en su literatura destaca el cine Delicias, situado en la Travesera de Gracia; funcionaba ya en 1925 y en los años sesenta pasó a ser gestionado por la influyente empresa Balaña; cerró sus puertas en diciembre de 1987. Sin olvidar el cine Rovira, en la plaza graciense del mismo nombre; su inauguración data de principios del siglo XX; durante la Guerra Civil se vio incautado por la CNT-FAI, y cerró en 1965. Ahora bien, sin duda el más conocido en la obra de Marsé es el Roxy, "un cine de reestreno preferente / que iluminaba la plaza Lesseps", como rezan los versos de El fantasma del cine Roxy, la canción de Serrat, en cuya letra colaboró el escritor, quien un año antes había publicado su conocido relato de igual título. Este cine se inauguró en abril de 1941 con la proyección -Temps era temps, otra canción de Serrat- del film Robert Koch, el vencedor de la muerte, de la emblemática productora alemana UFA. Echó el cierre en noviembre de 1968, y durante los años anteriores acogió también bailes, conciertos y verbenas, un elemento más de comunitaria identificación social. El cine como arte -el clásico sobre todo- y las salas de proyección constituyen un elemento fundamental del imaginario literario de Marsé.
En la narrativa de Juan Marsé se recorren varias Barcelonas: la de la alta burguesía catalana, la marcada por los desastres de la Guerra Civil, la que vive en el imaginario de legendarias "aventis", la que enmarca un eficaz melodramatismo irónico, la de extracción obrera y ascendencia vagamente anarquista, la de las salas de cine uniendo a un vecindario de popular familiaridad, la que añora icónicas heroicidades del pasado, la de una postguerra de estraperlo y racionamiento, la que conoce la persistencia de una miseria barraquista no exenta de cierta dignidad, la de una picaresca sobrevivencial y, en definitiva, la que se diversifica en varios registros narrativos que se mantienen entre nosotros con plena vigencia lectora, memoria viva ya de un ayer documentado con la potencia de la ficción y la excelencia de la mejor literatura.