Regresan más tarde de lo previsto

de la excursión al yacimiento

de Atapuerca. Despierta su curiosidad,

mientras espera al lado del colegio,

un pequeño Platero trotando por el prado

próximo, juguetón y despreocupado,

ajeno a la glotonería implícita

del menestral que lo contempla. Es, quizá,

como el gorrión de Williams, una verdad poética.

Más que por el hambre,

como haría el Homo Antecesor,

lo cazaría por vanagloriarse

en la próxima reunión con amigos

y enseñaría fotos de la limpia

incisión que le provocó la muerte

sin asomo de compasión.

                                         No existe,

lo sabes, progreso en el arte

pero, ¿lo habrá en la moral?

La evolución es sólo una medalla

prendida, como un tatuaje, en los pechos

desnudos de esas terceras personas

a cuya zafiedad has terminado

acostumbrándote.

 

Azota el aire frío de la noche

creciente su pelaje tosco e indisciplinado

cuando el enjambre infantil desciende

entre gritos y abrazos del autobús escolar.

El aplicado alumno recordará durante

mucho tiempo cráneos y otros huesos

quebrados que revelan una violencia animal,

profética, de la que él no ha formado parte.

Sangre fantasma que alimentará

su insomnio. No sabe cómo funciona

el mundo porque aún no está infectado

por ese endiosamiento sin sentido

que gobierna los actos de su padre.