En La insistencia, el poeta Jordi Doce vuelve a reivindicar —igual que hizo en Hormigas blancas (2005), Perros en la playa (2011) o Todo esto será tuyo (2021)— un espacio libre y apátrida dentro de la literatura: ese territorio híbrido en el que conviven el diario, el aforismo, el cuaderno de notas, la miniatura ensayística, la greguería («La escalera es un zigzag puesto en pie») e incluso el «articuento» a lo Millás; en definitiva, aquello que Carmen Martín Gaite denominó cuaderno de todo. Doce abre una ventana para que el lector lo acompañe en el propio proceso de creación de su pensamiento y, a través de ella, adivinamos sus inquietudes políticas, sociales, ecológicas; sus deslumbramientos literarios; sus fantasmas familiares… 

El volumen se sostiene en una prosa afilada, sincera y sin artificio, que destila esa lucidez cordial tan característica del autor. Doce observa el mundo con una mezcla extraña de pudor, ironía y precisión moral: al lector le llega la sensación de asistir a una inteligencia que respira. No hay impostación ni afán de epatar; solo un continuo ajuste de mirada, una búsqueda que se repite y se depura. De ahí el título: La insistencia es la persistencia de una conciencia que vuelve sobre lo real para comprenderlo —o, al menos, para sostenerlo sin estridencias—. Pero «la insistencia» es también la voluntad de seguir transitando el desierto cuando la vida se ha convertido en «una larga, interminable tarde de domingo». 

El libro brilla especialmente cuando se mueve en el registro biográfico y cotidiano (como hiciera en aquel La vida en suspenso): las escenas familiares, las pequeñas revelaciones del día, las súbitas introspecciones heredadas —a menudo— de un pasado que duele más por lo que calla que por lo que muestra. Doce logra elevar lo común sin sacrificarlo, como si cada detalle fuera un cristal que dejara ver el movimiento oculto de la vida. La memoria del padre, por ejemplo, aparece aquí sin sentimentalismo: es un telón de fondo que explica sin justificar, que acompaña sin absorber. 

La vertiente política, discreta pero firme, confirma la vocación ética del autor. La denuncia ecológica, las reflexiones sobre el poder tecnológico o la mirada crítica hacia la lógica feudal de nuestros días nunca caen en el panfleto; están moduladas por un humor brillante y por una sensibilidad que no necesita gritar para hacerse oír. Doce se permite incluso la ternura de los animales —los dos últimos rinocerontes blancos del norte, Najin y Fatu, convertidos en emblema de la extinción— como una forma de duelo cívico. 

Lo literario ocupa, por supuesto, un lugar central. En estas páginas aparecen Cavafis, Gamoneda, Thoreau, Tolkien, Steiner… como compañeros de conversación, voces que ayudan a sostener el pensamiento y sus vacilaciones. Se ejerce aquí una defensa implícita de la conversación culta, una práctica cada vez más minoritaria. No es una erudición de biblioteca, sino de vida. 

El humor —leve, sutil, quizá eco de los años ingleses del autor— salva al libro del ensimismamiento. El autor encuentra en lo cotidiano un destello que desordena la solemnidad. Una frase aparentemente menor —«Estoy silbando la partitura de mis cicatrices»— basta para entender que su mirada no es sentimental, sino lúcida: nombra la herida sin recrearse en ella. 

Y todo desde la mirada del poeta, identidad primigenia del autor: «Los buitres limpian las costillas del cadáver. Mañana el viento las hará sonar». 

Si algo destaca en La insistencia es la sensación de estar leyendo a alguien que piensa con nosotros, no para nosotros. Esa compañía intelectual —esa forma rara de hospitalidad— convierte el libro en un espacio donde el lector entra y sale sin violencia. Es un libro para subrayar, para discutir mentalmente, para aplaudir, para abrir por cualquier página y encontrar una resonancia. 

En un momento en que la literatura fragmentaria se ha convertido casi en un gesto automático, Jordi Doce demuestra que el fragmento solo tiene sentido cuando nace de una atención verdadera. La insistencia no recoge ocurrencias: recoge vida. Y la convierte, con una sutileza extraordinaria, en una forma de claridad. Su escritura fragmentaria responde a una ética de la atención. Frente a la dispersión contemporánea, Doce elige la insistencia —esa repetición paciente que recuerda más a Simone Weil que a Twitter— como un modo de resistencia íntima. En un momento del libro define la escritura como «una forma de respiración», y el lector no tarda en entender que escribe para sostenerse, para mantener el pulso, como quien vuelve una y otra vez al mismo territorio para no desaparecer. Para existir. 

 

Jordi Doce, La insistencia, Valencia, Pre-Textos, 2025.