El poeta Ramiro Gairín (Zaragoza, 1980) obtuvo Premio Ciudad de Salamanca 2024 con este Carreteras que brillan en el bosque, un recorrido sentimental por sus últimos años, tanto vitales como literarios, fuera de su Zaragoza natal, en la construcción de una carrera profesional y vital alejado del asfalto y los sonidos de la ciudad. Después de una serie de notables libros como Que caiga el favorito (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2011), Aguanieve (Isla de Siltolá, Sevilla, 2015), Lar (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2016), Llegar aquí (Versátiles, Huelva, 2020), La ciudad que no somos (Polibea, Madrid, 2020) o Tiempo de frutos (Piezas Azules, Madrid, 2022), con este alcanza una madurez literaria, más allá del reconocimiento mediático.
Bajo el auspicio de las palabras de Louise Glück, Ramiro Gairín, veterano poeta, padre primerizo, describe con precisión sensorial y cualitativa su huida, su búsqueda de la pereza que emana la naturaleza en forma de paz: “A veces la ciudad / solo tiene fatigas / para sus hijos pródigos“. Construye su libro: primera piedra “Merecer los topónimos”, donde resume la búsqueda de posesión de un espacio; salir del alquitrán, ofrecer pureza: “En las cumbres, / rocas y huecos para el blanco”. Avistar el presente como un aciano agotado, una mujer madura: “La mareas que fueron / antes mucho más que estos montes/entregan todavía en cada puerta / los restos repetidos de naufragios/semillas infecundas, / heridas para siempre palpitantes”. El poeta sale de la ciudad y se asoma a las estaciones cambiantes que reinan en su refugio, escapado, fortificado, la nueva felicidad que adquiere va asociada a un aroma desconocido: “Le han crecido tentáculos/al cielo negro sobre el valle/vienen de la ciudad, y aún más lejos:/dicen que el monstruo nació seco/en las regiones donde el sur se dobla”. Las palabras de otros sirven de luz, de guía en mitad de la agreste ventisca, otro otoño es posible. Yo también, lector, atrapado en mi lugar, leo al poeta que parece hablar de mi propia tragedia: “esos niños ahogados en piscinas/familiares, vencidos por el humo/de un incendio en su casa”. Nunca unas palabras fueron tan cercanas para mí, en esta Ateca que recoge naranjas, en el verano que ha pasado. Nunca una ausencia de ocho de la mañana ha tenido un aspecto tan tenebroso y asmático.
Este poeta que se construye, con las palabras paternas, arrendamientos que se heredan, con plusvalía exponencial, así llegamos a “El otoño o los límites del lenguaje”, la segunda parte del libro, con palabras como: “No pido privilegios para ti/solo quiero estadística/pido que llegues a viejo como la mayoría de los hombres”. Este poema, este en concreto, es estremecedoramente bello y cautiva mi pasión de lector y poeta, desgarrando cualquier niebla, mostrando la sobresaliente capacidad de Ramiro Gairín para atrapar en el ámbar de lo cotidiano toda la belleza. Como padre, como hijo, el que pone los ojos y el que ofrece su corazón, no quiere un trato especial, solo la herencia, la configuración por defecto del hombre del S. XXI: “Reclamo solamente/la aplicación estricta/ de la ley natural: /que veas muchos muertos/antes de que te baje alguien los párpados”. Que los hijos entierren a sus padres, que el orden prevalezca, que la biología sea coherente con la función estadística que define la vida: nacimiento, desarrollo, muerte. Tres actos. Sin más.
Los cuerpos han olvidado que las estaciones eran algo más que luz y frutos. Vida artifical en mitad de la boscosidad. Familia que se acercan en la soledad de la civilización, ¿qué dejaron atrás?: “¿Me sobrevivirá?, ¿seguirá ahí / cuando ya no esté, / cuando me haya mudado/a la ciudad sin tumbas?” Bajo el alquitrán y el cemento no queda ni lugar para el descanso, apenas para el recuerdo. En el exterior, el poeta sabe que el silencio es una forma de vida, que lo que queda es mínimo, pero imprescindible: “las voces de la luna/y que la oscuridad vaya engulléndome”.
Civilización que se extingue, que avanza y retrocede, que se define: desde tribu hasta familia. Lugar y espacio, tiempo y paisaje. Llegamos a “Lograr el fuego”. Pesadamente, pero con un punto de ternura, las raíces avanzan. Hay decisión, el poeta deja su semilla en cada verso y se permite que crezcan, que su lectura alimente de recuerdo a su hijo. Son palabras nutritivas de herencia paterna, así: “La encima está pariendo/saurios de mediodía; / su escamosa corteza / da forma a toda clase de reptiles. / Se desprenden, incrédulas, y caen. / Aturdidos, se arrastran hacia el bosque”. Una vida, otra vida, distintas formas a su alrededor. Básicos: fuego, aire, sol y frío. Palabras que contienen las propias metáforas, imágenes de una poesía ancestral, básica y atemporal. La poesía de lo cotidiano ofrece una pasión de tibia dulzura cuando llega el momento de alejarse. Es el momento para que el poeta, Ramiro Gairín, ejerza también de trovador: “Los cielos han bajado a la montaña, / mesan sus largas barbas las laderas, / cruzan los animales, los pájaros andando, / carreteras que brillan en bosque”. Y es que, después de encontrar su nombre, llega el temblor: “Al frío le aparecen ojos blancos, / asomado a las ventanas / de la pequeña casa, / y la niebla y el viento y la tormenta / se hacen carne apretada, / manos y pies que tocan a kilómetros / de aire, que desmontan la afilada/composición del vaho que respiran”.
Cerramos o nos acercamos al final. Ese es el lugar donde, sin querer ser meticuloso o agresivamente dogmático, surge una poética de calmada sencillez: “No es la imaginación lo que se pierde; / son los cuerpos, mi hijo, que se gastan. / No le tengas en cuenta / a este aturdido padre la torpeza / de no haber extraído una enseñanza, / pisado bien la vida en aquel lapso”. Final, con el fuego, alrededor del que todo se erige, sin olvidar el humo y piel, este libro, delicado, tierno, maravilloso, del poeta aragonés Ramiro Gairín: “No es este su lugar, ninguno vivió aquí, / y se alegran de vernos entroncados”.
Ramiro Gairín, Carreteras que brillan en el bosque, Madrid, Reino de Cordelia, 2024.