Para buena parte de los lectores de poesía de nuestro país (esa rara especie tal vez en vías de extinción) el nombre de César Simón (Valencia, 1932-1997) no es desconocido. Sin embargo, hay que reconocer al mismo tiempo que su obra ha tenido una recepción como poco irregular. Simón, en absoluto un poeta precoz, publica sus primeros libros en los años setenta, cuando las modas literarias no estaban precisamente por una voz tan descarnada, tan ascética, tan dada a la depuración expresiva como la del valenciano. Nacido el mismo año que otro levantino ilustre, Francisco Brines, con quien mantuvo una relación de amistad, su obra solo tangencialmente puede relacionarse con lo que se ha llamado generación del cincuenta o del medio siglo. Y, como es sabido, en nuestro panorama literario es casi un pecado no adscribirse con claridad a esa fantasmagoría crítica llamada “generación”.
Es cierto que el difícil equilibrio entre lirismo, meditación y ciertas dosis de narratividad (el propio escritor afirmaba que buscaba un “lirismo no poético”) solo alcanza su plena madurez en los últimos libros, que corresponden al último decenio de la vida del autor. Extravío (1991), Templo sin dioses (1996) y El jardín (1997) nos muestran a un poeta que ha acabado de encontrar una desnudez, que tiene poco que ver con la vocación juanramoniana, porque será hasta el final una poesía impura, hecha más de renuncias que de afirmaciones. Esa voluntad ascética¸ visible incluso en los títulos de sus primeros libros (pienso, por ejemplo, en Pedregal o Erosión), se plasma en la consigna preferida del poeta, según recuerda Vicente Gallego, responsable del volumen: “¡Cuidado con el adjetivo!”. Sin embargo, se trata de algo más que de una cuestión de estilo: la escritura de Simón tiene algo de experimento químico (o alquímico) en su operación de filtrado, de destilación de la experiencia. En no pocos poemas aparece (o se adivina) el rastro de una experiencia, cuyo núcleo secreto el poema se empeña en desvelar, aun a riesgo de que el secreto de ese fragmento de vida, y por consiguiente de toda la existencia, no sea sino la nada. La nada, como bien apunta Vicente Gallego, se convierte en un motivo recurrente en el escritor: una nada que pone entre paréntesis el valor de toda realidad (como ocurre en la experiencia amorosa que se refleja en El pretexto y el fervor), pero también una nada que en algunos momentos parece desbordar la constatación nihilista para sugerir un fondo sagrado (aunque sin dioses) de lo real: “Ama la nada prosternado/ si a ella conduce el río de la fuente;/ bebe en la fuente, todo y nada”.
Esa tensión paradójica de una nada que es a la vez ausencia suprema y extraña presencia está en consonancia con otras paradojas que no rehúye en absoluto la obra del valenciano (como dice Carlos Piera, la poesía no teme acoger la contradicción, y es esa una de sus virtudes imprescindibles). Así, la huida de artificios retóricos, que puede desembocar en cierta sequedad expresiva, y esa labor de depuración de la experiencia a la que ya me he referido, es perfectamente compatible con una secreta sensualidad. La poesía de Simón es una poesía encarnada en un lugar, en un paisaje concreto. Sin embargo, estamos muy lejos de la mirada mediterránea del citado Brines, pero también de la de un Gabriel Miró o un Gil-Albert. El lugar de la escritura de Simón (como también su estilo) tiene que ver más con cierto Azorín y su gusto por la austeridad del paisaje, aunque sin huella alguna del espiritualismo noventayochista. Como señaló con acierto Guillermo Carnero, el espacio, real y simbólico, de su lírica es el secano, lo que casa bien con su estilo con frecuencia descarnado, pero con una voluntad cierta de iluminación. Una voluntad que me atrevería a llamar solar, pero de sol del mediodía, a medio camino entre el delirio fecundo y la extrema lucidez.
Abundan en el poeta las composiciones de lugar al modo ignaciano (y de Brines), en las que la meditación sobre un espacio o desde un espacio (a menudo, la casa) es el punto de partida para una experiencia que parte del yo, pero que trasciende el propio yo. Para entender cabalmente el papel del sujeto lírico, hay que leer el poema, “Arco romano”, uno de los mejores del autor, en el que se expresa con claridad la inevitable huella del yo como centro de coordenadas de una visión del mundo, pero a la vez su escaso peso frente a la realidad que le rodea: “El arco es como yo, que no concluyo./ Porque fui contra el cielo como el arco:/ de vacío a vacío en la belleza,/ de la nada a la nada entre la luz”.
En concordancia con esa presencia del espacio, César Simón se nos muestra como un poeta extremadamente fiel a la inmanencia: “Nunca he brindado por la vida; soy la vida;/ por lo tanto, la vivo plenamente”. Hay, es cierto, una sacralidad en su lírica, pero se trata de una sacralidad inserta en lo mundano, en la presencia desbordante de lo real, que niega y a la vez confirma el espejo vacío de la nada. De ahí la importancia de la carne en su escritura, que no se limita a la experiencia erótica, sino que apunta al misterio que une en la materia al sujeto y al mundo: “Pero existe la carne. En ella palpo/ las verdades que cuentan” . Si resulta indudable el tono elegíaco de no pocos de sus versos, al final tenemos que asentir a las palabras del propio poeta en Templo sin dioses “Todas tus elegías fueron himnos”.- JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ.
César Simón, Poesía completa, edición y prólogo de Vicente Gallego, bibliografía de Begoña Pozo, Valencia, Pre-Textos, 2016.