Inmersión en el abismo
Tras la edición del ciclo Bronwyn (Siruela, Madrid 2001) y En la llama (Siruela, Madrid 2005), aparece ahora Del no mundo, tercer y último volumen de la poesía reunida de Juan Eduardo Cirlot. En él, a excepción del mencionado ciclo, se recoge la poesía escrita por el autor desde el año 1960 hasta su muerte, acontecida en mayo de 1973. El título se debe a un libro de aforismos, donde el poeta condensó su pensamiento en breves fragmentos, entre los que leemos: «Algo viene al ser-dejandode-ser-rodeado-de-no ser, que es el tiempo existencial (=la existencia temporal). Ignoramos si la fase negra, u oculta (no existir), de lo que llega a ser (desde su cese) tiene un secreto modo de hilarse con lo otro advenido o adveniente. La conciencia individual (en todos los casos) es discontinua. Por eso, el existente es un ser condenado a saber que dejará de ser, paradoja y contradicción insultante, origen de toda sublevación contra lo-que-es.»
Toda la obra poética de Cirlot –incluso la más luminosa– parte de la conciencia de ese «ser-dejando-de-ser», y se presenta como una manifestación de dicha dualidad. Ofrece, pues, un panorama en el que «ser y no ser» a un tiempo es la máxima paradoja y, acaso, la única posibilidad. Porque este «ser-dejandode-ser» tiende, al irse desvaneciendo, a «volver a ser», es decir, a renacer. Y en el punto de renacer, el hombre, «ser parcial», es sujeto de una transformación y llega a ser total; llega a la integración de su corporalidad y su alma, su yo de luz. De este modo se convierte en destellante oro la negrura de la carencia.
Los poemas –cuadernos, folletos o poemas sueltos– que integran Del no mundo reflejan esta dinámica y se mueven incesantemente, mostrando un espectro de colores y una armadura de sonidos que se orientan hacia el fin mencionado. El hecho de que el Ciclo Bronwyn, aunque cronológicamente pertenezca a este periodo, no figure en sus páginas destaca particularmente este dinamismo. Civilizaciones pasadas, arrasadas, restos de memoria histórica, ruinas, recuerdos de combates, armas rotas, cuerpos destrozados, vegetación casi sepultada, tierra propicia a la fermentación, se hallan latentes en sus páginas esperando la total descomposición de la que emergerá un germen de nueva vida. Por ello los poemas (Las oraciones oscuras, La doncella de las cicatrices, 44 sonetos de amor…), como la cola del pavo real, despliegan ese colorido (del negro al oro, pasando por el blanco, el rojo y el verde) que nos habla de la transformación
alquímica, del mismo modo que hay en ellos rupturas (La sola virgen la), reiteraciones (Inger Stevens, in memoriam), insistencia en las construcción del verso (El palacio de plata) y un empleo particular de los sonidos (Inger, permutaciones) que nos remiten al hechizo, la letanía y la oración. Todo esto apunta al terreno de lo sagrado. De hecho nos traslada a los orígenes mismos de la poesía, tan vinculada a la magia y a la fórmula para persuadir al Dios, como a enfrentarse con el misterio.
El verdadero misterio es el de la vida y va unido a la capacidad del hombre para reconocerlo. La inteligencia desempeña, por ello, en esta obra un papel fundamental. En el caso de Cirlot la inteligencia –como el estar en el mundo– es dual, ya que la mueve por un lado la razón y, por otro, la intuición. Unidas ambas, el resultado es de una enorme coherencia. Schopenhauer escribió: «la verdadera esencia de la realidad es precisamente la simultaneidad de diversos estados, pues sólo esto es lo que hace posible la duración[1]». La poesía de Cirlot, aunque se extienda por unos determinados años y abarque formas diversas, logra una asombrosa simultaneidad. Esto se debe a que cada nuevo paso dado, incluso en el sentido formal, se hallaba en germen ya desde un comienzo, así como los elementos esenciales de su particular mitología. Se trata, sin duda, de intuiciones rigurosamente personales que se fueron reflejando luego en los espejos múltiples de una vastísima erudición.
Juan Eduardo Cirlot, conocedor del surrealismo desde que en 1940 vive en Zaragoza y tiene acceso a la biblioteca del cineasta Luis Buñuel, gracias a su hermano Alfonso; interesado desde un principio en egiptología y poco después en los símbolos, movido por el deseo de descifrar sus sueños –tema en el que profundiza gracias a su amistad con el etnólogo y musicólogo Marius Schneider–; músico y compositor que admira la obra de Wagner, Schönberg, Scriabin, Alban Berg o Hindemith; crítico de arte y miembro del grupo Dau al set, junto a Tàpies, Cuixart, Joan Ponç, Tharrats, Brossa y Arnau Puig; interesado no sólo en el arte de vanguardia, sino en el medieval, sabe desde un principio que la obra, se trate de realismo o de abstracción, debe expresar al artista. Así en su artículo «Cohesión y no armonía[2]» afirma: «Si alguna misión tiende a llenar el Arte, es expresar al hombre, al hombre, así, íntegro, total, residente en la tierra, víctima de miles de solicitudes extrañas entre sí y contrapuestas; al hombre como víctima y al hombre como vencedor, en la gran invasión de las fuerzas que lo mueven y que son por él movidas.» En una carta a la directora de la revista de Caracas Árbol de fuego, Jean Aristeguieta, del 16 de abril de 1967, le decía: «Verás, un ser como yo, que ha escrito versos más o menos herméticos, que ha publicado, al margen, unos doscientos artículos y más de treinta libros sobre arte, en el fondo no ha hecho nada si no ha contado lo que le pasa.»
La certeza, pues, de que el arte se mueve en el terreno de la subjetividad, pero elevado a un nivel universal, comporta una exigencia inapelable. Por este motivo Cirlot tiene gran empeño en la forma e insiste en que ésta es la piedra de toque. Y aunque «el <hecho poético> es siempre un acto anímico, un <estado> o <vivencia> tenidos por el creador lírico»[3], el esfuerzo se encamina en este sentido. Por ello dice de Inger Stevens, in memoriam que es una de sus obras más queridas y le parece que en ella ha conseguido aquello que busca, «lo que más me cuesta lograr: la <forma> del poema como tal[4]».
La forma –su forma– la descubre Cirlot gracias a la relación con las otras artes. Si llega a lo que llama poesía «experimental» partiendo de la pintura, fundamentalmente de la técnica del collage, descubre la permutación aplicando a los versos el serialismo de Schönberg. Así puede sintetizar en su escritura técnicas surrealistas, expresionistas, simbólicas y herméticas orientadas siempre a expresar eso «que le pasa» y a crear un mundo propio en todos los terrenos.
El lector que se enfrenta a este libro, Del no mundo, se verá sumido en un potente magma oscuro y lleno de destellos y, a la vez, asaltado por el ritmo y el sonido, lo que en algún momento puede parecerle arbitrario, pero pronto captará que no es así, que todo tiene un sentido profundo. Estará asistiendo al descarnamiento último de un poeta que «inscribe su alma» en cada verso, pero que es consciente de que el aspecto espiritual del hombre se asienta en su cuerpo («yo no creo en una energía sin materia y espíritu es energía», dijo[5]). Y la voz lo expresa: «una rosa de voz en el desierto6». Por ello se trata de materia viva, latente; materia humana, llena de conciencia, de una conciencia tan poderosa que hace sentirse a aquel que la padece como un ser «ahumano».
Clara Janés
Como si los leones devorasen tu cuerpo, y tu sangre
corriera sobre el mármol escaso,
así te miro, pensando
en el sagrado día de tu muerte,
cuando un sepulcro inmenso beberá tu hermosura
quemada por el tiempo.
Habrás sido una música ciega en lo alto de un muro.
Mi larga maldición te pertenece como tus propios huesos,
llévatela contigo a la tierra.
Tenebrosa, ¿de qué te sirve tanto oro
confundido con plata?
No podré ver tu muerte, comprobar tu agonía;
sólo tendré una escueta noticia inacabada,
la certidumbre del lugar ocupado por tus «restos»
y la seguridad mayor de que no he de nombrarte
cuando me refiera a mis ángeles clarividentes, erguidos.
(de Regina Tenebrarum, 1966)
Heme aquí postrado ante ti, a la que llamo Reina de las Tinieblas
porque la luz es reina por sí misma y sólo la oscuridad necesita
una reina que en ellas refulja con su diadema de emanación
incesante, y la grabe en su losa.
No te ruego que deshagas la oscuridad de mi corazón ni de mi
conciencia sino en la medida en que esto sea justo para que
pueda alabarte, y ver en lo Tenebroso la forma de lo que debe
ser exaltado y en lo alucinante de mi propio espíritu que ya
tengo el fuego que sólo Tú has de encender.
No sé darte otro nombre que exprese mejor el mundo desde
el cual te contemplo y te adoro, sumido en la profundidad de
un mar negrísimo cuyos abismos son yo mismo convertido en
mar.
No te invoco con palabras de alegría ni te proclamo con tus
nombres de exasperación o de serenidad porque no tengo el
tesoro del que se extraen esas antorchas. Levanto hacia ti mis
manos de ceniza ensangrentada y mis dones son solamente,
Potencia Oscura, los que Tú te das a ti misma, el reflejo que mi
opacidad puede dar de tu oscura luminosidad. Pues, para mí,
hasta la luz es tinieblas en tanto no sea llamado y vea que me
envías tu Ángel en el puente llameante, en el tercer día que suceda
al de mi muerte.
(De Las oraciones oscuras, 1966)
Tres fragmentos de la ciudad de la nada
1
Si no tuvieras
ni dónde ni por qué,
si solamente gris
fueras la resonancia de un olvido
o de un llanto fingiendo
el paso de la nieve entre las nubes,
la desgarrada línea
que marca lo que hubiese
podido ser alguna
imagen, y si no
fueras algo
te pediría, Sombra, que volvieras
la alucinante luz de tu lejano
irte
raudo en la inexistencia de lo que
es.
2
Ven a la habitación lejos del cielo
donde no llegan rosas ni gemidos.
Las olas solamente son las olas.
Contémplate en la olas desoladas.
Dos mil doscientos años están vivos.
3
Hablarte no es cantar ni sollozar,
doncella de Cartago.
Te quiero no es decir te necesito,
no es hablar del amor ni de cerrados
éxtasis compartiendo los rosales.
Te quiero solamente es admitir
que te existo.
Que contengo tu ser en esta página
nacida de las ruinas de mis labios.
(De Poemas de Cartago, 1969)
Tiniebla y claridad. Ser y no ser
unidos en lo gris donde la mezcla
eleva su castillo sin sonido,
la castidad doliente de sus lanzas.
En el oro, lo negro se reviste
de celeste fulgor para acercar
su rostro hacia las alas de las aves
que rozan las almenas de la niebla.
La mezcla nos confunde en su color
de transparencias que se agregan sólo
en superposición de movimientos
y de inmovilidades desvariantes.
Las escaleras gimen cuando el alma
desciende por su sombra hacia la piedra,
o sube por su piedra hacia la sombra
que finge ser un ángel entre anillos.
La luz, la oscuridad, como el silencio,
o la palabra sorda de los siglos
entre las yuxtaposiciones de los tiempos
pensados o vividos solamente.
La nunca eternidad erige solios
en las llanuras blancas de la muerte
que el impalpable polvo reconoce
como si hierbas fueran desde siempre.
Un mundo sin murallas se deshace
mientras la mano humana lo señala
en la ventana inmensa de una frente
bajo su cabellera rubia y gris.
Heredero de horror y de caricias,
mensajero de un éxtasis en turnos
agraviados por rosas que se cierran.
Así comienza el fuego a enmudecer.
(De Hamlet, 1969)
El «modelo» del deseo está ahí. Su estar no es signo de esperanza
(posibilidad), pues la distancia (espacio, tiempo), desuniendo,
impide. La intuición de amor es absoluta. Todo lo de
después (ser o no ser) es relativo, contingente, deteriorado.
Está amenazado desde dos interiores y toda la exterioridad.
*
Ser ahumano sólo es un aspecto de ser amundano. El que rechaza
en su fundamento un cosmos espacial-dinámico-temporal,
rechaza lo humano. Se rechaza a sí mismo en cuanto no es
pensamiento extático.
*
La persistencia, con todo, le constriñe a manifestarse, actuar,
relacionarse. Pero todo es «comportamiento en exterioridades»,
pluralidad de divergencias disonantes, con ocasionales simultaneidades.
El que rechaza está aparte, como un alma en
medio de un inmenso solar lleno de restos y deshechos.
*
El mundo es el lugar donde nada permanece (consecuente
consigo), lo nunca puede darse, pero ni lo que aparece existe
fuera del tiempo. El tiempo parece ser una condición continente-
contenido que, a cambio de dar el estar, exige el deteriorar
hasta la aniquilación.
*
El hombre interior puede pensarse como ser ahumano. Basta
con que haga abstracción de todo cuanto le rodea circustancialmente.
Y todo es circunstancia (no sólo el lugar, la época y
la situación); hasta el cuerpo, el pensamiento y el destino propio
son circunstancia.
*
El objeto del amor es el signo de la invalidez, de la carencia del
yo. Amar «lo otro» es no poder amar suficientemente lo uno,
lo Uno. Es decir, ni el centro ahumano de la mismidad, que cabría
imaginar inespacial e intemporal, esto es, acircunstancial.
*
Lo «no» pudiera ser una apariencia –ya que la nada, en sí, es
inexperimentable–. Sería la apariencia fundamental del individuo,
como asignación de espacio y tiempo en que «él» (o
ello) no está (no es). Apariencia desde el sentido general del
ser, no desde el ángulo del ente discontinuo.
*
La posibilidad, más aún, la necesidad de fundamentarse en la
apariencia (sucesión de entes, estados, extensiones) sería el
destino del existente, determinante, en lo afirmativo, de lo estructural;
en lo negativo, de la insuficiencia, de la carencia de
cada «sí».
*
Nadie, en realidad, puede ayudar. Nadie puede hacer nada
por ti, ni en lo esencial ni en lo circunstancial. No debes esperar
nada, desear nada, confiar en nada. Tienes, sin embargo,
que seguir actuando (pero, progresivamente menos, orientado
a lo sólo necesario), porque tu circunstancia lo exige. (Por
ahora.)
*
Buda se equivocó. La causa del dolor no es el deseo, sino la carencia
que motiva el deseo. Por la renunciación y el ascetismo
se anticipa la muerte, pero no se resuelve el problema –los problemas–
de la vida (engendrados por la radical carencia del
ente que siente, sabe y se sabe).
*
Desinteresarse de todo lo exterior es imposible, razonablemente,
cuando se tiene ya una existencia construida con interrelaciones.
Basta recordar el «verdadero carácter» de todo
ello, y buscar el equilibrio en lo interior. Pero no como plenitud
de sentido, ni como lugar donde lo universal refluye o coexiste,
sino como la pura nada.
*
Este vacío esencial, en torno al cual se pueden admitir toda
suerte de relaciones, objetos, sentimientos, ha de poseer bastante
fuerza para que una pérdida o renuncia sean disueltas en
su espiral, sin grave padecimiento. El padecer significa la insuficiencia
aniquilante del vacío interior, la «diferencia» entre
herida y fuerza.
*
Algo viene al ser-dejando-de-ser-rodeado-de-no ser, que es el
tiempo existencial (= la existencia temporal). Ignoramos si la
fase negra, u oculta (no existir) de lo que llega a ser (desde su
cese) tiene un secreto modo de hilarse con lo otro advenido o
adveniente. La conciencia individual (en todos los casos) es discontinua.
Por eso, el existente es un ser condenado a saber
que dejará de ser, paradoja y contradicción insultante, origen
de toda sublevación contra lo que-es.
*
Los instrumentos (espada, radar) son elementos que intentan
movilizar (¿transformar?) la discontinuidad. Oír otros mundos
(lejanos), matar a otros seres (y disolver su aparente unidad),
no son actividades demasiado contradictorias en cuanto a su
motivación-origen.
*
El estructuralismo, que parece funcional, es metafísico. Intentando
comprenderlo (o convertirlo) todo en componentes intercambiables,
quiere convencernos de la unidad subyacente bajo
la dialéctica de los complejos universales (signos matemáticos,
palabras, actos, formas).
*
El abandono de la simbólica por la semiótica es síntoma de «civilización
», en el sentido en que lo es el abandono de lo natural
por lo artificial, de lo vital por lo mecánico. Aunque no
exista absoluta solución de continuidad.
*
El origen del mal no es un misterio tan insondable como el origen
de «lo otro». ¿Cómo Él pudo desear algo, si deseo es carencia?
*
Somos lo que tenemos más o menos continuamente. Lo que
«poseemos» discontinua o infrecuentemente crea un vacío en
nuestro tener (= ser) proporcional a su rareza (en nuestro
tiempo).
*
El arte es necesario en la medida que facilita sucedáneos (a
veces transfigurados, nunca equivalentes) de ciertas de nuestras
carencias dominantes. También es necesario (o concebible)
en la medida que «re-presenta» nuestro acaecer.
*
La vida: una música que crea esculturas que, por seguir siendo
música, se desarrollan, culminan, cambian, decaen, cesan.
*
Paradójicamente, y por antítesis, la conciencia de vivir lanza a
la muerte. Sólo vive lo inconsciente.
*
No me identifico con mi ser; mucho menos con la inteligencia
de que dispongo. Yo soy mucho más que yo. Mejor dicho, soy
«otra cosa».
*
La que llamo Bronwyn, en poesía, es el centro del «lugar» que,
dentro de la muerte, se prepara para resucitar ; es lo que renace
eternamente.
*
Vivimos en la nada, no es que caigamos en la nada al morir. La
muerte sólo es la zona oscura de la vida. En ella algo empuja
hacia el resurgir. Ese algo (anima = mater) es como un hilo enterrado
en la sombra.
*
Si la vida es nada es porque en ella no lo somos todo. Y ser un
«trozo» (de espacio, de tiempo, de vida, de materia) no basta.
La vida es carencia. Por eso es dinamismo.
*
La sexualidad y la arqueología son lo mismo, o, mejor dicho,
surgen de lo mismo. De la noción de que en la materia está ello
(el secreto de la vida eterna).
*
La «duración» de ciertos objetos arqueológicos (sílex con
200.000 años de antigüedad) nos afecta por nuestra limitación
temporal, en la medida que ésta actúa sobre la capacidad de ideación.
El pensamiento humano soportará probablemente las
mismas torturas que hoy, bajo x envoltura, dentro de 2.000.000
de años x n.
*
El deseo, necesario para que exista algo ( = todo), no terminará
nunca, sino terminamos con el universo, no ya con el planeta.
(Del libro Del no mundo, 1969)
El pensamiento de Edgar Poe
Era. La palabra «era» encierra todo el misterio del universo,
mejor aún, de los universos (posibles, imposibles, existidos,
existentes, existibles, imaginarios, reales, soñados, perdidos,
muertos o vivos), pues lo-que-es, es-dejando-de-ser.
Hay dos modos de no tener y de no ser. No haber existido
nunca. (Nunca, otra palabra). O haber existido en el tiempo.
(Tiempo, ¿se puede pronunciar o escribir esa pa-la-bra?).
Edgar Poe no se detuvo a mirar las anémonas, ni a calcular raíces
cúbicas, ni pensó en lo que podría ser la mente de un general
romano, la esencia de una enfermedad, el color de un
paisaje. (Pensó en todo ello, pero a través de ello).
Poe no tocó cuerpos humanos. Acarició, sin duda, los muslos juveniles
de su mujer, que moriría tan pronto. Pensó en el –¿más
denso?– cuerpo de otra (¿de otras?). ¿Qué pudo imaginar era
todo eso? Poe lloró, comió, bebió. Bebió sobre todo alcohol,
mostrando que saciaba así su sed alquímica del Andrógino, pues
el alcohol (agua-fuego) es un símbolo de coincidentia oppositorum.
Poe vivió en casas, usó muebles, leyó diarios, escribió (menos
por aquello de que trataba que por lo otro) y más que ser, era. Es
decir, siempre había sido mejor que ser, y había estado mejor
que estar. Miraba a su amada –¿oro?– y veía un estanque; no un
estanque, un pantano. Un pantano sumido en la niebla (mezcla
aire-agua, gris de la disolución), entre altos árboles (sí, descarnados
porque el tópico lo exige y hay que dar lo suyo al infierno
de la vulgaridad humana, que es la vulgaridad de todo el cosmos).
Poe habló con hombres, pero no era un hombre (en el sentido
estricto y total, al tiempo, del concepto). Dialogó. ¿Dialogó?
Podían parecerle fantasmas, aparecidos (es decir, existentes
= hombres verdaderos). Eran. Pero ya casi no eran cuando él
lanzaba su mirada. (Mirada, otra palabra).
Poe sólo sentía en la muerte. Solamente la muerte le interesaba.
La poesía la hacía por y en la muerte. Dijo –por error o por
enmascaramiento «rojo»– que la poesía se hace con lucidez, y
que debe elegirse un tema apasionante. Y que ninguno mayor
que la belleza y la muerte de la belleza («La ruina de una
belleza», Rodin). Lo dijo. Era su manera de expresarse para los
seres humanos (?). Pero él sabía que no. El tema no es nada, ni
una palabra. La técnica ya es más, porque es manifestación de
síntesis inteligencia-espíritu-objeto (Ulalume).
Poe quería entender en muerte. Poe fue un absoluto técnico en
muerte. Poe quiso conocer de la muerte coma los médicos forenses
(lo hizo), como los médicos-poetas (alguno puede existir),
como los poetas que no son médicos, como los filósofos,
corno los ocultistas, los sacerdotes, los magos, como los Poes.
Pero sólo él era Poe.
Sin embargo, su conocimiento esencial de la muerte no fue
ninguno de los citados. Entendió la muerte como la entienden
los propios muertos. Poe hizo que su corazón latiera al ritmo
más leve. Puso la mayor lividez en su frente, hizo entenebrecerse
sus manos delicadas. Poe hizo que su cerebro llegara
(muchas veces) a los umbrales (con su dintel, etc.) de la no
vida. ¿Llegó en alguno de esos momentos a no ser?
La muerte, en sí, ofrece muchas posibilidades: cese total, apertura
instantánea desde otra mente (ya que no se puede ser nada),
ir deshaciéndose lentamente, con sueños cada vez más deformes,
informes, informales, deformales, mientras las células se
descomponen; pasar a otros mundos, ¿ortodoxos?, ¿heterodoxos?,
¿fuego?, ¿luz?, ¿oscuridad?
Pero esas, posibilidades, en el fondo (fondo, otra palabra) no
son, bien pensado, la muerte. La muerte es el cese. Es el no. Es
donde nada lo nunca ni. Es lo que no, en no, por no, para no.
Es la aniquilación del proyecto, desde el vuelo lento de la idea
sublime a la pulsación del nervio mínimo. Ese cese lo vivimos,
también, de otro modo.
Séneca lo dijo: «La mayoría de los humanos consideran la muerte
como algo venidero; cuando la muerte está ya tras de ellos».
Es lo que ya no son, lo que ya no tienen. (Es lo que ya, otra palabra).
Era y ya. Pensarlo desde más allá de la altura de los ojos:
asomarse al cielo, hundido en el mar hasta las pupilas y alzarlas
algo para sentir que se anegan y caen los ojos al fondo del mar.
Pero no. Nada de esto es la muerte. La muerte podría ser la
tensa contemplación de la idea de morir, de haber sido, o de
estar muriendo, o de convivir con un muerto y sentirlo tanto
que ese muerto sea más importante –como muerto– que toda
la realidad viviente del universo.
La muerte anima el universo. « Átomos libres para la nueva
vida». Sí, es un « más allá», cierto más allá. Pero no se trata de
«más allás», sino del instante del no estar, la caída a pico en el
doble cese («yo es otro», Rimbaud). O sea que se oye morir al
otro dentro de uno, ¿de uno?
Si se mira una moneda griega o del siglo XIV, si se toca una
lanza románica; si se acompaña a una doncella gris por una
calle siniestra, si se acaricia a una prostituta (mujer que muere
mucho, pues hay mucho era en su existir), se ve un color de la
muerte. Más que si se asiste a un entierro. Más que si se toca
un ataúd solemne como un trono. Más que si se llora pensando
en que la propia casa (con su decoración, sus «seres queridos»,
sus objetos) es una «composición instantánea» al ritmo
de un nivel metrológico dado.
Morir biológica, espiritual, psicológica, sentimentalmente. Morir
en el yo y en el tú, y en otro tú (el primero amado, indiferente
el segundo; cabe un tercer tú odiado, que muere asesinado, emparedado),
son meras formas de la muerte. (Forma otra palabra).
O son pensamientos sobre la muerte. (Pensamiento, otra palabra).
Pero cuando los monstruos de la Antigüedad –cuyos nombres
sé y me callo– enterraban un vivo atado a un muerto (o a una
muerta, o a una muerta amada), sin duda enseñaban –antes de
que el torturado perdiera la razón– a comprender y vivir otro
modo de muerte. ¿Vasos comunicantes?
Poe tampoco pensó demasiado en la muerte folklórica de los
tormentos –si la narró fue por necesidad, ¿necesidad, para
qué?– (No lo dijo). Poe meditó la muerte en línea recta. Como
el que mira, estando vivo, a una persona viva que para él ya no
es. Pero que, en otro tiempo, era.
Poe nos habló tan larga y tristemente de la muerte, dándole a la
vez tantos rodeos, y mostrándola en tan dolientes e inauditos aspectos
(metamorfosis, resurrecciones totales o parciales) que su
nombre es el que sólo invocaríamos –como el de un santo, de ese
extraño santoral donde Blake, Nerval, Hoelderlin y otros se alinean
(no son imágenes de Epinal, ¡por Dios vivo!), nunca– su
saber para intentar... (Intentar, otra palabra, posiblemente la
única de este mundo que entiende de veras). Para intentar convertir
en una cruz de oro lo que es una cruz verde, en una cruz
de hierro lo que es una cruz anaranjada. Materia de metamorfosis,
invocaciones, preguntas, esto es lo que nos corresponde.
Pero, ¿responder? Ni Poe consiguió hacerlo nunca como él hubiera
querido.
(Del libro El pensamiento de Edgar Poe, 1969)
Apilamos la leña indiferente,
la leña más bien verde
para que lenta ardiera bajo el cuerpo
helado de la virgen hechicera.
Con cadenas atamos sus caderas
al poste ennegrecido.
Las hierbas en el campo sollozaban
como las disonancias del crepúsculo.
Pasaba gente negra entre los rojos
resplandores del sol de las antorchas.
Y prendimos la llama a los ramajes
sin viento.
No sé si ella lloró, ni si lamentos
unían su temblor al de la hoguera.
Era en el siglo XII y es ahora.
(Del libro Denuncio la tortura, 1970)
Mi cuerpo se pasea por mi habitación llena de libros y espadas y con dos cruces góticas;
sobre mi mesa están Art of the European Iron Age y The Age of Plantagenets
and Valois, aparte de un resumen de la Ars Magna de
Lulio.
La fotografía de Bronwyn (las fotografías) están en sus carpetas,
como tantas otras cosas que guardo (versos, ideas, citas, fotos).
Si ahora fuera a morir, en esta tarde (son las 6) de finales de
mayo de 1971, y lo supiera de antemano
no me conmovería mucho, ni siquiera a causa del poema «La Quête de Bronwyn» que
está en la imprenta.
En rigor, no creo en la «otra vida», ni en la reencarnación, ni
tengo la dicha (menos aún) de creer
que se puede renacer hacia atrás, por ejemplo, en el siglo XI.
Sé que me espera la nada, y como la nada es inexperimentable, me espera algo no sé
dónde ni cómo,
posiblemente ser en cualquier existente como soy ahora en Juan Eduardo Cirlot.
Mi cuerpo me estorbaría y desearía la muerte –¡ah, cómo la desearía!–
si pudiera
creer en que el alma es algo en sí que se puede alejar
e ir hacia los bosques estelares donde el triángulo invertido de
los ojos y la boca de Rosemary Forsyth
me lanzaría de nuevo a la tierra de los hombres, porque en esta
vida no he sabido o no he podido
trascender la condición humana, y el amor ha sido mi elemento,
aunque fuese un amor hecho de nada, para la nada y donde
nunca.
Estoy oyendo Khamma de Debussy, que, sin ser uno de mis músicos
favoritos (éstos son Scriabin, Schönberg y otros)
no deja de ayudarme cuando estoy triste, que es casi siempre.
Mi tristeza proviene de que me acuerdo demasiado de Roma y
de mis campañas con Lúculo, Pompeyo o Sila,
y de que recuerdo también el brillo dorado de mis mallas doradas
de los tiempos románicos,
y proviene de que nunca pude encontrar a Bronwyn cuando,
entonces, en el siglo XI
regresé de la capital de Brabante y fui a Frisia en su busca.
Pero, pensándolo bien, mi tristeza es anterior a todo esto, pues
cuando era en Egipto vendedor de caballos,
ya era un hombre conocido por «el triste».
Y es que el ángel, en mí, siempre está a punto de rasgar el velo
del cuerpo,
y el ángel que no se rebeló y luchó contra Lucifer, pero más
tarde
cedió a las hijas de los hombres y devino hombre,
el ángel es el peor de los dragones.
(Del libro Momento, 1971)
Diamante de la noche de mi centro
devuélveme la luz que te entregué
haciendo de tu ser la sola fe
para perderme y renacerme dentro.
Diamante del destello del encuentro
viendo tu resplandor por fin sabré
si tengo lo que pienso, lo que sé
mientras en tu belleza me concentro.
Quisiera desgarrar mi pecho ciego,
darte mi corazón, darte mis trozos
al fin descuartizado; sé mi hoz.
Destrúyeme diamante y mira luego
de qué color morían mis sollozos.
Pero no calles más, dame tu voz.
(Del libro 44 sonetos de amor, 1971)
(Fragmento del libro Del no mundo. Poesía (1961-1973), de Juan Eduardo Cirlot, que será próximamente editado por Siruela)