Los ví, pero allí no estaban.
Me contaba mentiras,
me contaba paisajes, sueños,
silencios o conversaciones
que tal vez no sucedieron o
tal vez irían a ocurrir, no sé,
en otro espacio, a otros, en distinto idioma.
Me lo contaba y el silencio,
el vacío, se poblaba
de realidad, de memorias
desocurridas, buscando sitio
para ser verdaderas, o eso
que confundimos con verdad. Pasaban trenes,
se sucedían emociones de despedidas
olvidadas, de reencuentros nunca
sentidos, y los delfines danzaban en el humo,
en el vapor de las espumas azules, pasando
del no ser al ser en la emisión serena
de contar una historia que pudo ser verdad.
Y que lo es, sin serlo, en este paraíso
de las palabras alocadas, libres,
echadas por encima
del lecho blanco y sean
como si hubieran sido. Fueron ellas
las que ordenaron este juego
de los delfines solidarios, del humo, de su mar.
No se trata de una historia real, de un episodio
vivido, pero sí de la historia
que yo necesitaba:
la compañía de una tarde de sábado
en que todas las bocas se cerraron.
Solo un recuerdo de delfines
me hablaba.