De «dolorosa» calificó Heinrich Mann su despedida de Europa cuando en 1940 se vio obligado a emigrar a América dejando atrás el continente que lo había visto nacer, crecer y crear una obra literaria que el paso del tiempo revelaría como visionaria, pues ya desde bien pronto supo denunciar sin temor alguno a través de sus textos una situación que, de manera progresiva, abocaría a su destrucción: «Todo lo que yo tenía lo había vivido en Europa», en esa Europa en la que el 27 de marzo de 1871 había venido al mundo en la ciudad de Lübeck. El mundo que acabaría por destruirse se abría entonces para Luiz Heinrich Mann como un mundo sin grandes problemas, pues su padre, Thomas Johann Heinrich Mann, comerciante, y propietario de una empresa fundada en 1790, era uno de los personajes más notables de la ciudad hanseática, lo que seguramente propició su elección como senador en 1877.
A los 29 años el senador había contraído matrimonio con Julia da Silva-Bruhns, 11 años menor que él. El carácter latino de Julia, hija de una brasileña criolla y de un alemán descendiente de escandinavos propietario de una plantación en el país sudamericano, aportó a la noble casa no solo un elemento exótico, sino también una poderosa fuerza vital e intelectual y fue para sus hijos un regalo que los marcó de por vida en el ambiente de un hogar en el que los hermanos Mann (Heinrich, Thomas, Julia, Carla y Viktor) disfrutaban enormemente de las lecturas que ella les hacía y que representaban también en un teatro de marionetas para el que Heinrich, al que le habría gustado ser pintor, hizo numerosos decorados. El entorno en el que viviría sus primeros años el futuro escritor era, pues, un ámbito claramente privilegiado, en el que todo debía preparar al joven para un futuro destinado a mantener bien alto el honor de la familia y de la casa, cuyo negocio habría de heredar algún día. El destino, sin embargo, le tenía reservado algo bien distinto y lo llevaría por otros derroteros hasta convertirlo en el crítico más agudo e inteligente de la sociedad, la política y la historia de la época guillermina y la posterior República de Weimar. Su primera lectura, a los cinco años, fueron los cuentos de Perrault; a ella le seguirían muchas otras como la traducción del Don Quijote de Ludwig Tieck, en una gran edición infolio con las ilustraciones de Gustave Doré, inspiradoras de múltiples fantasías, los románticos alemanes, o Heinrich Heine, modelo de unos primeros ejercicios literarios que se verían ampliados sustancialmente durante los años de estudio en el liceo, donde, además, encontró el modelo del viejo profesor que inspiraría uno de sus primeros intentos novelísticos, Pruebas (Beweise, 1889), y que culminaría años más tarde en el protagonista de la novela que le dio fama internacional.
Pero estas inclinaciones literarias poco o nada tenían que ver con el recelo que la burguesía de su entorno mostraba hacia el arte y los artistas, y que su mismo padre veía con muy malos ojos. En este sentido, como un intento de aunar los deseos paternos con sus propias inclinaciones, es como debe entenderse la decisión del joven Heinrich de abandonar los estudios sin haber concluido el bachillerato e iniciar una formación como librero en Dresde, tras la cual entraría a trabajar como voluntario en la editorial que Samuel Fischer acababa de fundar en Berlín. La vida en la gran ciudad le aportó una visión nueva, enormemente crítica, de la sociedad de su época, la cual, sin proponérselo, iba a convertirse en el motor de su producción literaria ya incluso desde su primera novela corta que, desgraciadamente, no llegó a ver la luz: Fantasías sobre mi ciudad L. (Fantasien über meine Vaterstadt L.). Los años de Berlín se convirtieron así en años de aprendizaje en los más diversos aspectos de la vida, años de profundización en sus planteamientos filosóficos, en su percepción de la literatura contemporánea, de manera que lo allí vivido, junto con lo aprendido en las clases a las que acudió en la Universidad le inspiraron un programa literario que, poco a poco, iría haciéndose realidad con recursos, no obstante, propios y novedosos: el análisis psicológico de los personajes inmersos en su entorno social fundido con sus propias opiniones respecto del peligro que suponía la actitud de la burguesía imperialista. Tales opiniones habían empezado a ver la luz en diversos medios periodísticos, como la revista Das Zwanzigste Jahrhundert. Blätter für deutsche Art und Wohlfahrt, que él mismo editará entre 1895 y 1896.
Pero la muerte repentina del padre en octubre de 1891 puso fin a su estancia en la capital; poco después, una fuerte neumonía lo obligó a una larga convalecencia que lo llevó por diversos balnearios, primero en Berlín, luego en Wiesbaden y la Selva Negra y, por último, en Lausanne, dando comienzo con ello a la vida errante propia de un artista bohemio, que, en realidad, ya no abandonaría jamás. Algunos relatos breves de Heinrich habían aparecido ya en vida del senador quien, por supuesto, tenía conocimiento de sus infatigables ejercicios de escritura: impresiones, apuntes, relatos y poemas en los que, con desconfianza, pasaba revista a una sociedad que no veía con buenos ojos y que no era otra que la suya propia los cuales, en su conjunto, constituyen en realidad un intento de afirmación frente a una realidad que apunta de manera decidida a una cuestión tan prioritaria como la crítica sin reticencias a una de las épocas más complejas de la Historia alemana que el escritor en ciernes lleva a cabo a través de la plasmación literaria de la lucha incesante entre el ser y el parecer, entre el sueño y la realidad, o lo que es lo mismo, entre la vida interior y la exterior, y que desembocará en la negación radical de todos los valores sociales.
Así pues, la voluntad del padre, que había determinado su futuro testamentariamente, nunca se vería cumplida, pues con la renta mensual de 160 marcos que le había asignado, Heinrich podía dedicarse perfectamente a la literatura. Además, una vez liquidada la empresa, la madre abandonó la fría ciudad de Lübeck y se trasladó al sur, a Múnich, desde donde, con su inclinación al arte y su carácter abierto, ayudó a Heinrich financiando incluso la edición de su primera novela, En una familia (In einer Familie, 1894), escrita durante un breve viaje por Italia. La obra, que Heinrich siempre consideró como un producto tan inmaduro como él mismo en aquel entonces, confirmó su voluntad de escribir y así, tras publicar su primer relato de carácter crítico y satírico, El documento robado (Das gestohlene Dokument, 1897), en el que ponía en tela de juicio valores tan relevantes como la familia, el estatus social o la patria, se trasladó a Roma con la única intención de dedicarse a escribir. Tras una breve estancia anterior en Fiesole, Viareggio y Florencia, en la que había dibujado mucho, su viaje se extendería ahora a un periodo de dos años, que supuso para el joven autor un enriquecimiento infinito de su conocimiento del ser humano, al tiempo que dio comienzo un proceso de liberación intelectual durante el cual se despojó definitivamente de las normas conservadoras, tan estrechas de miras, que habían determinado en buena medida sus años de Berlín y de Múnich. Thomas, que admiraba y respetaba sobremanera a su hermano mayor, y de cuyas lecturas se había nutrido hasta entonces, lo acompañó durante todo ese tiempo. Libres de convenciones, libres de toda consideración, ambos describieron con grandes dosis de ironía una sociedad cuyas formas de vida y manifestaciones artísticas consideraban grotescas. Y así, centrando su mirada en lo que ve a su alrededor, a fin de comprender de arriba abajo el entramado de sus más diversas clases sociales, desde emperadores y reyes hasta proletarios, prostitutas, aristócratas, obreros y vividores, Mann se apartará del modelo tan germano de la novela de formación para dar forma a un nuevo tipo de novela que se convertirá en el género de su época: la novela social. Pero la idea para esta nueva forma tiene lugar precisamente fuera de su entorno, en Italia: «A los veinticinco años me dije: es necesario escribir novelas sociales de época. La sociedad alemana no se conoce a sí misma. Está dividida en clases que no se conocen la una a la otra, y la clase dirigente se difumina tras las nubes». Así pues, en su determinación radical de escribir para la sociedad de la que huía, el mundo latino había resultado decisivo: «Mi talento nació en Roma tras tres años bajo la influencia de aquella ciudad», escribe a Karl Lemke en 1947.
Pero no solo Italia desempeñará un papel decisivo en su concepción del arte. La tradición clásica de la novela francesa, las descripciones plásticas y objetivas de Daudet y Maupassant, la plenitud de personajes de las más diferentes clases sociales que pueblan las obras de Flaubert, Balzac y Zola, o las novelas de costumbres, contribuyeron al desarrollo de la conciencia social del autor y de una estética que irá perfeccionándose en paralelo a su actividad periodística. Es así como surge el País de Jauja berlinés de los años 1893 y 1894, en el que todos dependen de la gracia y el poder de James L. Türkheimer, banquero, cónsul general y gran potentado, una sátira que alcanza también al arte y la literatura sometidos, como producto de esa misma sociedad, a esa misma desvalorización. La decepción ante la realidad alemana, ante «la aniquilación del genio alemán a favor del imperio», en palabras de Nietzsche, lo empuja cada vez más a la lectura de autores que habían escrito sobre Italia: Stendhal, Taine, Bourget, Burckhardt, incluso los trabajos del joven Hesse sobre las lagunas venecianas, y se identifica con la fascinación por lo exótico como única vía de escape frente a ese rechazo al mundo burgués del que pretenderá liberarse. Tal era su estado de ánimo tras concluir En el País de Jauja. Una novela de gente fina (Im Schlaraffenland. Ein Roman unter feinen Leuten, 1900).
El 2 de diciembre de 1900 tiene ya el plan para Las diosas (Die Göttinnen, 1903), tres novelas sobre la duquesa de Assy, cuyo título está inspirado por Diana, Minerva y Venus: «Son las aventuras de una gran dama de Dalmacia. […] La acción es movida, se extiende por Zadar, París, Viena, Roma, Venecia, Nápoles. Si todo sale bien, la primera parte será exóticamente multicolor, la segunda embriagadoramente artística, la tercera obscena y amarga… Por lo pronto […] estoy harto de los ciudadanos corrientes». Es el intento de un romántico decepcionado de dar voz en el mundo burgués a su propio ideal a través de la persona de Violante, la heredera de una rancia estirpe, nacida para preservar los grandes sueños de siglos pasados. En realidad, la trilogía es un documento del fracaso en la búsqueda imposible de una vía de escape de la vida burguesa, de sus falsos valores. La publicación de Las diosas le anima rápidamente a un nuevo proyecto: La caza del amor (Die Jagd nach Liebe, 1903), escrita en relación muy estrecha con uno de sus mejores relatos: Pippo Spano (1904). El elemento central de ambos textos organizados en torno al fracaso, aunque desde una perspectiva distanciada y un tanto moralista, es ahora la psicología del artista para cuyo análisis Mann recurre a una cuestión eminentemente existencial: la de la dependencia económica. Será esta la que ocasione sufrimiento y dolor por la falta de humanidad, por la renuncia al amor, por las relaciones basadas únicamente en el dinero con el telón de fondo del Múnich del cambio de siglo con sus muchas especulaciones económicas y sus espléndidos círculos artísticos. La protagonista tiene rasgos de su hermana Carla, del mismo modo que el protagonista, Claude, recuerda en mucho al propio autor. El tema es el mismo de Pippo Spano: el amor autodestructivo entre un poeta débil pero ambicioso y una mujer que exige entrega absoluta. En su egocentrismo, ambos deciden suicidarse, pero aunque él tiene suficiente valor para quitarle la vida a ella, no lo tiene después para darse muerte a sí mismo.
La velocidad a la que escribe deja asombrado incluso a su propio hermano; pero, en realidad, Heinrich se siente cada vez más aislado. Sus obras provocan malentendidos, incluso entre algunos de sus allegados, aunque es también a lo largo de estos años cuando entabla algunas de sus amistades más sólidas: Frank Wedekind, Arthur Schnitzler, René Schickele, todos representantes de la vanguardia artística y, en parte, también ideológica. Max Brod y su círculo de amigos praguenses reconocen la categoría de una obra que da testimonio de años de madurez artística, de aislamiento y de desinterés por la política, que culminan en 1904 con la redacción de un esbozo de carácter autobiográfico, en el que su autor salda cuentas con todo lo negativo de su vida y que revela la transformación que se está produciendo en su forma de pensar, abriendo, por tanto, nuevas puertas a nuevas posiciones socio-políticas con las que empezará a ejercer una influencia intelectual y artística en las letras alemanas como pocos lograrían hacerlo después de él. Cualquier forma literaria se adaptaba a su intención de desplegar el realismo específicamente crítico-social de su obra: la descripción minuciosa, las brillantes metáforas, la sátira, lo grotesco, todo ello había encontrado un nuevo nexo en sus textos, ya fueran breves relatos o extensas novelas para las que se inspirará ahora en los modelos franceses, a través de los que conecta con una cultura claramente nacional. Ello le ayudó a conformar un programa propio de carácter político-moral gracias al cual podría negar radicalmente la vida social y política, a la que le habían obligado el pasado y el presente de su país. Y así, pocos meses después de haber confesado públicamente su aislamiento y su rechazo inminente a la vida pública, Heinrich Mann reaparecía con una declaración a favor de Francia en la que podía leerse un reconocimiento expreso de las formas de vida democráticas.
Literariamente esta nueva visión se plasma en la novela El profesor Unrat o El final de un tirano (Professor Unrat oder Das Ende eines Tyrannen, 1905), el apellido de cuyo protagonista Rat (consejo) se presta a la perfección para que sus detractores, con un mínimo juego de palabras, puedan apodarlo Unrat (basura). Es de nuevo la historia de un fracaso, concebida en 1904 durante una representación de La Bottega del Caffè de Goldoni en el Teatro Alfieri de Florencia. Las posibilidades de su estilo crítico se amplían enormemente en el personaje del profesor tirano, aliado con las clases dominantes. Al tratar esta temática, Heinrich Mann se incluye en el grupo de autores que habían descrito con anterioridad la férrea escuela guillermina, entre los que se contaban Wedekind, Thoma, Hauptmann, Hesse, Musil o incluso su hermano, pero de una manera radicalmente diferente en tanto que no describe el sufrimiento de los adolescentes sometidos a la opresión del poder, sino el funcionamiento del poder sobre los alumnos sin voz, sin la más mínima posibilidad de expresión. Otra biografía fracasada será la que configure en La Branzilla (Die Branzilla, 1906), la historia de una cantante, una personalidad artística enormemente ambiciosa, que se autodestruye en el seno de su propia familia y fracasa tanto en el ámbito profesional como en el personal, un ámbito en el que se moverán también las protagonistas de Entre las razas (Zwischen den Rassen, 1907), las cuales poseen numerosos rasgos de las dos mujeres que determinaron su vida durante esos años: su hermana Carla, la actriz, y su prometida, la argentina Inés Schmied, doce años más joven que él, y que también pretendía dedicarse al mundo del espectáculo, para lo cual estudiaba bel canto. En la historia de este triángulo amoroso entre Lola y dos hombres absolutamente antagónicos entre sí, el tirano y el soñador (o lo que es lo mismo, el poder frente al amor), Heinrich Mann aventura la posibilidad de un final feliz representado por el triunfo de este último y que no es en realidad más que una personificación del arte, en el ambiente de la burguesía muniquesa de la época guillermina.
No obstante, la primera novela resultado de la nueva concepción artística de Mann es La pequeña ciudad (Die kleine Stadt, 1909), una obra incomparable no solo por su contenido, sino también por su forma: más de cien personajes, todos caracterizados a la perfección desde el punto de vista psicológico y que se mueven con dudosa seguridad por el estrecho espacio de la plaza del mercado, los cafés, la catedral y el viejo palacio de una pequeña ciudad que vive la puesta en escena de una ópera representada por una compañía ambulante. El mundo latino y sus tradiciones democráticas permiten al autor ofrecer modelos y antimodelos a la evolución que está experimentando la sociedad en Alemania, así como un escenario singular para el enfrentamiento entre fuerzas conservadoras y progresistas: la pequeña ciudad. Pero lo que el autor logra también a través de esta confrontación es la síntesis de arte y vida, y es en Italia, entre el pueblo italiano, donde se hace realidad. La obra es en sí la antítesis de lo que describirá años después en El súbdito (Der Untertan, 1918), repitiendo con ello el modelo de novelas anteriores, pues también estas se complementan de manera antitética entre sí. Así pues, la crítica de la realidad alemana enfrentada a la descripción idealizada de la vida en el sur abre la puerta a los grandes complejos referenciales que van a configurar sus obras de estos años, un reconocimiento y una negación de una y la misma realidad en definitiva, cuya diferente expresión social se percibe con toda claridad en función de los condicionantes de la evolución histórica. Mann veía en las democracias latinas un modelo positivo que contrastaba con el presente alemán, necesitado, en opinión del autor que se veía a sí mismo prisionero de la situación, de una transformación radical. Esta situación, además, se vería acentuada muy poco después debido a una gran tragedia: a causa de un fracaso amoroso su hermana Carla decidió quitarse la vida. Poco antes, el autor había roto el compromiso con Inés, de manera que las dos mujeres más importantes de su vida no volverían ya a estar a su lado.
Abrumado, sin perspectiva de mayores ingresos, preocupado por tener que volver a vivir como en sus años jóvenes, redactó una serie de ensayos entre los que se contaban los titulados Voltaire – Goethe (1910) y Espíritu y acción (Geist und Tat, 1910), los cuales contribuyeron a difundir su nombre entre la elite literaria que rápidamente lo reconoció como un escritor de marcado sesgo político. En ellos Heinrich Mann llamaba a los intelectuales alemanes a alzarse contra el materialismo de las monarquías modernas, contra el autoritarismo, pues «el intelectual que se acerca a la casta de los señores, traiciona su inteligencia». Los artículos de estos años, todos ellos de evidente carácter político, supusieron una vía de escape para su conciencia martirizada, hasta el punto de concebir posteriormente estos últimos años de paz como uno de los capítulos más animados de su vida, tal vez porque consiguió que algunas de sus piezas teatrales se representaran en Berlín y también, gracias a Paul Cassirer, una seguridad material que le permitió olvidar sus preocupaciones económicas. De nuevo volvió a frecuentar el mundo del teatro mientras seguía manteniendo el estilo de vida errante que le permitía sentirse en casa en diversos países, sin necesidad de tener una residencia fija. Amigos de aquellos años como Waldemar Bonsels o Hans Brandenburg lo veían revivir siempre que estaba en Italia, donde olvidaba todos sus problemas, pues en el sur todo giraba para él exclusivamente en torno al arte. Fue entonces cuando una joven generación de intelectuales empezó a apreciar su obra. Sus coetáneos no lo comprendían, e incluso su propio hermano arremetería contra él públicamente, con un tesón y un empeño que sobrepasaba la medida de lo racional simplemente porque la idea defendida por Heinrich de que un imperio que no se sustentara sobre la libertad, la justicia y la verdad, sino tan solo sobre el poder, jamás podría llegar a triunfar, no era compartida por Thomas que, por aquel entonces, defendía la Alemania guillermina con una convicción que no cambiaría hasta que experimentara los horrores de la guerra y se postulara, como ya hacía su hermano, como defensor de la nueva República de Weimar y en contra del nacionalsocialismo.
Independientemente del lento proceso de maduración de sus convicciones políticas, sus opiniones respecto de los ciudadanos del Estado autoritario conformaron muy pronto la tipología de individuos que pueblan sus obras de esos años y que encontrarán su mejor expresión en El súbdito, la novela que en un primer momento pensó subtitular como «Historia de la conciencia pública bajo el reinado de Guillermo II», en la que, dibujando en su día a día a toda una clase social, hace una crítica decidida del pasado y el presente de una nación y sus formas de gobierno. Ideada en 1906 mientras se encontraba en un café en Unter den Linden justo en el momento en que el emperador pasaba por la avenida, el largo proceso de composición de la obra da muestra de las dificultades que el autor tuvo que superar hasta darle la forma adecuada a la historia de un protagonista que había crecido respirando «el aire del imperialismo», educado por familia, escuela y ejército únicamente para ser un buen súbdito, y que representaba, por ende, con toda su carga de contenido político y moral, el carácter de la época que Mann pretendía reflejar en su novela y para lo cual, no solo bebió de sus propias experiencias, sino que llevó a cabo un intenso programa de documentación. De ahí que durante el proceso de escritura de esta obra surgieran otras como la novela Gretchen (1907) o el drama revolucionario Madame Legros (1913). Tras algunos capítulos previos en la revista Simplicissimus, El súbdito empezó a editarse por entregas el 1 de enero de 1914 en la revista muniquesa Zeit im Bild, pero el 13 de agosto la publicación se interrumpió con la excusa de que, dada la situación del momento, un órgano público no podía publicar un texto crítico con los acontecimientos que se estaban viviendo en el país, y mucho menos con el emperador. Tal vez porque en ella Heinrich Mann presentía lo que iba a suceder en aquel imperio alemán que, poco a poco se había convertido en la primera potencia económica de Europa, y adivinaba la crisis que sobrevendría entre los años 1914 y 1945. Así pues, se avino a los deseos de la redacción y la novela no vio la luz hasta pasados cuatro años, con posterioridad a la edición rusa que se había publicado en dos volúmenes. Fue su ajuste de cuentas con el imperio y se convirtió sin duda alguna en el mayor de sus éxitos.
El 12 de agosto, un día antes de que cesara la publicación por entregas y dos de que estallara la guerra mundial, Heinrich Mann había contraído matrimonio con Maria (Mimi) Kanová, una actriz de Praga a la que había conocido en 1912 durante el intenso periodo de dedicación al ensayo y a la escena tras la muerte de Carla. Su hermano Thomas renunció a ser testigo e incluso a asistir a la ceremonia. La relación que cada uno de ellos mantenía respecto del entorno social hacía inviable la comunicación: Thomas se veía a sí mismo como un convencido ciudadano del imperio que Heinrich atacaba en sus más sólidos cimientos. Las diferencias entre ambos no se resolverían hasta 1922, cuando Heinrich hubo de ser operado de una grave peritonitis y, tras una estancia juntos en un balneario en el Báltico, Thomas empezó a acercarse consecuentemente, aunque con algunas reservas, a la posición republicana del hermano hasta llegar a converger de manera progresiva en sus opiniones políticas y personales. El matrimonio, aun con los muchos problemas económicos y de salud, le aportó la estabilidad que, en cierto modo deseaba: un domicilio fijo en Múnich, tranquilidad para leer y escribir y una hija, Henriette Maria Leonie. En Leipzig, la editorial Wolff había publicado sus novelas en diez volúmenes, a los que habrían de seguir nuevos proyectos, entre ellos la edición de El súbdito, la novela de la burguesía. Pero antes incluso de que esta edición tuviera lugar, vio la luz en 1917 su continuación: Los pobres (Die Armen, 1917), la novela del proletariado, tal como rezaba el subtítulo, a la que seguiría La cabeza (Der Kopf, 1925) la novela de las clases dirigentes. Con ellas daría forma a un ciclo sobre la sociedad alemana en la época guillermina que tituló El imperio (Das Kaiserreich). Su estado depresivo, directamente relacionado con las vivencias de la guerra, sus estancias en balnearios, los viajes para impartir conferencias, su relativo aislamiento de la vida pública, en definitiva, habían sido su inspiración para dar voz al dolor por su patria.
La cabeza, en cualquier caso, no estaba constreñida al entorno de El súbdito, sino que trataba de mostrar otro ámbito de la sociedad de aquella época, el cual, evidentemente, había desempeñado también un importante papel en el desarrollo de los acontecimientos: la alta burocracia, la diplomacia y la industria. Atacando el capitalismo, la visión crítica del autor no solo se agudizaba, sino que se concretaba en una detallada descripción de las relaciones entre política y economía que le permitieron describir el ascenso del fascismo a principios de los años 20 como no lo había hecho aún ningún otro escritor hasta el momento. Tal vez por ello deba considerarse como una novela clave, pues encierra las posiciones ideológicas de Mann expresadas a través de la figura de su protagonista, Klaus Terra, en contraposición a las de su amigo Wolfgang Mangolf, quien logra hacer carrera sometiéndose a las exigencias del orden social contra el que Terra se revuelve. No obstante, ya sea de una forma u otra, ambos amigos acaban sucumbiendo ante él, víctimas de su propia época.
La interpretación teórica de estas novelas se halla en el primer volumen de ensayos que Mann dedica a la República Alemana: Poder e individuo (Macht und Mensch, 1919). Convencido de la necesidad de la unión económica y política del continente expresada por su amigo el conde Richard Nicolas Coudenhove-Kalergi, los ensayos verán su continuación en los que dedicará a la visionaria idea de la necesidad de la constitución de unos Estados Unidos de Europa, a través de la cual sería posible, dejando atrás los grandes errores del pensamiento nacionalista, liberarse, por un lado, de la hegemonía británica y, por otro, de las dictaduras militar y económica de Rusia y los Estados Unidos respectivamente, pero sobre todo porque una unión de esas características evitaría en un futuro cualquier nuevo conflicto bélico en suelo europeo. Esta idea utópica tiene su mejor expresión en El europeo (Der Europäer, 1916), donde, partiendo de la necesidad urgente de una reconciliación franco-alemana, llega a plantear incluso la idea de una posible unión monetaria de todos los países del continente. Heinrich Mann fue, por tanto, uno de los primeros intelectuales en apoyar la construcción de la actual Unión Europea, en defender una política que trajera paz, libertad y justicia a los pueblos, a lo que contribuyeron sin duda su ética y sus concepciones democráticas que rápidamente lo convertirían en inspiración para autores de generaciones más jóvenes.
Los años siguientes, decepcionantes en el aspecto político tras la gran crisis político-económica de 1923, resultaron enormemente fructíferos para su producción literaria. Las novelas sobre la decadencia del mundo burgués, en las que Mann recurrió a técnicas propias de la novela policiaca y del reportaje sensacionalista, vieron la luz en un breve periodo de tiempo. Tanto Madre María (Mutter Marie, 1926) como Eugénie o La época burguesa (Eugénie oder Die Bürgerzeit, 1928) y El gran negocio (Die große Sache, 1930) tuvieron una excelente acogida debido seguramente a su mezcla de crítica social y de análisis psicológico, aunque también al hecho de haber utilizado intencionadamente argumentos y formas populares con la finalidad de acercarse a la vida, a la realidad, tal como haría después con la trama de Una vida de rigor (Ein ernstes Leben, 1932), en la que describe la dureza del día a día en el entorno social en el que había crecido la mujer que posteriormente se convertiría en su segunda esposa, Nelly Kroeger.
En 1928 Heinrich había trasladado su residencia a Berlín, el centro político y cultural de Alemania, y en aquellos años también la capital artística e intelectual de Europa. El traslado determinó también su separación de Mimi y trajo consigo una nueva amistad: durante los ensayos de una comedia de Ernst Toller conoció a la actriz Trude Hesterberg, que lo animó a ceder los derechos de su Profesor Unrat para una versión cinematográfica, en la que ella haría el papel de Rosa Fröhlich. Mann accedió y rápidamente consiguieron que la UFA aceptara la idea, cuya dirección se encargó a Josef von Sternberg. Este insistió en que el papel de Lola-Lola debía hacerlo Marlene Dietrich, todavía una desconocida; para el papel del profesor se contrató a Emil Jannings. Friedrich Hollaender puso música a las canciones, adaptándolas a las nuevas formas del jazz. La película se estrenó en 1930; el éxito no se hizo esperar, y con él la fama internacional de su autor, que aumentó también en Alemania durante los años finales de la república.
En 1931, cuando, entre solemnes celebraciones, Heinrich Mann celebraba su 60º aniversario, fue nombrado presidente de la sección literaria de la Academia Prusiana de las Artes de Berlín mientras, también de forma premonitoria, avisaba de los peligros de la presencia de los nazis en el Parlamento, haciendo una llamada a la unión de los partidos socialista y comunista con el objetivo de hacer frente a la amenaza de la dictadura fascista: «El imperio de falsos alemanes y de falsos socialistas se construirá con toda seguridad derramando sangre, pero esto no será nada frente a la sangre que manará con su caída». Pero nadie oyó sus palabras y poco después, en agosto de 1933, sería el primero en figurar en las listas de expatriados. No obstante, perder la nacionalidad alemana no le supuso ningún problema. Vivir en el «exilio» francés no le resultaba desagradable, pues su carácter cosmopolita le impedía sentirlo como tal. Aun con todo, en su primer libro de ensayos escrito por completo en la emigración, El odio (Der Haß, 1933), no pudo dejar a un lado la situación que se vivía en Alemania, pues puede interpretarse perfectamente como una clara referencia al odio que los nazis sentían por la cultura, por los individuos y por la vida. Un año más tarde, tras su última visita a Praga, obtendría la nacionalidad checoslovaca, hecho que, sin duda, contribuyó a aumentar su interés por el comunismo, al entender que la Unión Soviética sería la única fuerza capaz de derrotar a los nacionalsocialistas. En 1933 fue nombrado presidente honorífico de la recién fundada Asociación para la Protección de los Escritores Alemanes, un nombramiento al que poco a poco vendrían a unirse otros tantos, al tiempo que participaba activamente en la lucha antifascista en pro de la Unión Soviética.
Durante aquellos años de esperanza y actividad frenética, Heinrich Mann descubrió la obra del historiador Jules Michelet, cuya descripción de la unidad nacional y de la paz religiosa logradas bajo el reinado del primer Borbón le hizo comprender la importancia como hombre de Estado de Enrique IV, a quien Voltaire describía como representante de los ideales ilustrados del siglo XVIII. En torno a su figura girarían las dos grandes novelas de este periodo, La juventud del rey Enrique IV (Die Jugend des Königs Henri Quatre, 1935) y La madurez del rey Enrique IV (Die Vollendung des Königs Henri Quatre, 1938), cuyo valor como obras maestras de la lengua alemana y como modelos de literatura antifascista, reconocieron rápidamente sus contemporáneos, quienes supieron entender a su vez lo que su autor se proponía al utilizar el recurso de la comparación histórica: la realización social del ideal humanista. Lograr que ello se hiciera realidad en la lucha política del momento presente era la meta a la que aspiraba Mann, pero las circunstancias históricas estaban del todo en su contra, pues el margen de esperanza que le quedaba tras la toma del poder por los nazis desapareció con el estallido de la guerra.
Durante este periodo de tiempo Heinrich Mann vive en Niza. Mimi había dejado Múnich en marzo de 1933 y buscado refugio en casa de sus padres, en Praga. La Gestapo había confiscado de inmediato todas las propiedades del autor, aunque la intervención del presidente Masaryk había hecho posible que los libros y algunos valiosos manuscritos fueran enviados a Praga. A pesar de la situación, los años en Francia con Nelly a su lado fueron relativamente felices. Allí estaban también Joseph Roth, Hermann Kesten, René Schickele y Lion Feuchtwanger; su hermano Thomas estaba en Zúrich y se visitaban con cierta frecuencia. Aunque la situación económica seguía siendo difícil, había conseguido transferir sus ahorros a Suiza y después a Francia; también recibía algunos ingresos de las revistas para las que escribía y una renta de 250 florines de la editorial Querido de Ámsterdam. Pero el pacto entre Hitler y Stalin en 1939, el mismo año en que contrajo matrimonio con Nelly, puso fin de manera inesperada a aquella vida y, con ella, a cualquier esperanza de recuperar un futuro para Europa. La última década de su vida la pasaría en un espacio completamente nuevo y desconocido para él, al que jamás había pensado viajar: América. Su hermano Thomas residía ya allí desde hacía más de un año, pero Heinrich, aun mientras preparaba el visado para emigrar, seguía manteniendo viva la esperanza de una derrota de Hitler tras la cual podría permanecer en el continente. Pero las circunstancias no le fueron en absoluto favorables, pues la prensa de Vichy acusaba a los emigrantes franceses de ser los culpables de la caída de Francia y su nombre volvía a aparecer en primer lugar; además, el mariscal Pétain había firmado un armisticio por el que se comprometía a entregar a Alemania a los súbditos del país que le fueran requeridos. Lion Feuchtwanger tomó la iniciativa y puso en marcha los planes de fuga. El consulado americano en Marsella preparó toda la documentación falsa para el grupo que salió de allí el 12 de septiembre de 1940, a las 3 de la mañana. Iban en él Franz Werfel y su esposa, Nelly, Heinrich Mann y uno de sus sobrinos, Golo. Desde Perpignan llegaron a Cerbère y desde allí, a pie, cargados con una mochila, cruzaron los Pirineos por una ruta secreta encontrada por unos voluntarios americanos que guiaron a los fugitivos indicándoles cómo continuar después el camino hasta su destino: un puerto portugués en el que les esperaba el buque griego Nea Hellas, el único vapor que aún cruzaba el Atlántico. Desde allí vería por última vez el continente al que ya no regresaría más: «La vista de Lisboa me mostraba el puerto. Sería la última, una vez que Europa quedara atrás. Me resultaba increíblemente hermosa. Un amor perdido no lo es más».
Los que lo esperaban al desembarcar en Nueva York (Thomas Mann, Hermann Kesten y Kadidja Wedekind) lo encontraron algo envejecido. Tras descansar algunos días en Princeton, donde por entonces residía su hermano, se trasladó a Hollywood, a fin de trabajar para la Metro Goldwyn Mayer y la Warner Brothers, motivo por el que se le había concedido el visado. Esto mismo hacían también otros escritores emigrados como Alfred Döblin, Franz Werfel, Leonhard Frank o Walter Mehring. Pero las condiciones no eran precisamente buenas: 60.000 dólares al año por 8 horas de trabajo diario para escribir escenas y guiones que nunca llegaron a utilizarse. Tras romper el contrato, no obstante, llegaron las dificultades económicas; dependían de una pequeña ayuda de Thomas e incluso Nelly se vio obligada a buscar trabajo. La opinión pública tampoco le era demasiado favorable, pues su inclinación hacia la Unión Soviética era sobradamente conocida, de manera que durante todo el tiempo que residió en los Estados Unidos no dejó de ser vigilado por el FBI. Curiosamente, sus actas permiten reconstruir a día de hoy los avances que se iban produciendo en la recién creada RDA y que Heinrich Mann contemplaba con enorme interés. La situación, pues, era poco favorable, pero una vez más recuperó las fuerzas y sus últimos años se convirtieron en realidad en un periodo enormemente productivo, durante el cual surgieron un buen número de trabajos narrativos y ensayísticos, algunos de los cuales quedaron, por desgracia, inacabados. Este fructífero periodo se vería truncado por la pérdida de su mujer. El cambio de vida y la inseguridad constante en la que vivían sin duda habían minado la débil constitución de Nelly, que el 16 de diciembre de 1944 decidió poner fin a su vida con una sobredosis de somníferos. Había sido el quinto intento. La desolación por su muerte vendría seguida de la tristeza por otras desgracias familiares que empañarían los últimos años de su vida: el suicidio de su sobrino Klaus y la muerte de su hermano pequeño, Viktor.
Los años siguientes serían para el autor años de soledad, de reflexión sobre pasado y presente, de revisión de la época que le había tocado vivir. Ein Zeitalter wird besichtigt (Revisando una época, 1945) es su obra de estos años de crisis y a esta revisión del pasado dedica ahora toda su atención. Tan solo unos pocos amigos iban de vez en cuando a visitarlo: Ludwig Marcuse y Lion Feuchtwanger, ocasionalmente también Bertolt Brecht. Algunas horas a la semana las pasaba en casa de su hermano, no lejos de Santa Monica. En su soledad, Heinrich Mann encontró de nuevo tiempo para releer a sus autores de antaño mientras continuaba escribiendo la que sería su última novela: El aliento (Der Atem, 1949). En ella describe el día a día de una aristócrata moribunda que, prácticamente ya sin aliento, revive sus últimas horas mientras se cuestiona su existencia. La protagonista muere justo el mismo día en que estalla la II Guerra Mundial, de manera que su destino coincide, en realidad, con el de toda la sociedad de su época que acabará pereciendo de una manera u otra con ella. El mismo año de su publicación la novela recibió el Premio Nacional de Arte y Literatura de la recién fundada RDA. Solo allí seguía escuchándose su voz, pues su única esperanza era ya la de la idea socialista. No había logrado integrarse en los Estados Unidos y su malestar no había hecho más que aumentar desde la muerte de Roosevelt. En Europa le instaban a volver: en 1947 la Universidad Humboldt de Berlín le había otorgado la dignidad de doctor honoris causa, en 1949 había aceptado la presidencia de la recién fundada Academia de las Artes de Berlín, reconocidos autores y políticos, como Johannes R. Becher o Paul Wandel, que habían apostado por la construcción del Estado socialista, le animaban a trasladarse a Berlín. Allí habían puesto a su disposición una casa y en el nuevo edificio de la Academia habían preparado ya su despacho. Su regreso a Alemania estaba, pues, decidido. Llegaría al puerto de Gdynia el 28 de abril en el Batory, un buque polaco, tal como le comunicó a Arnold Zweig el 28 de febrero. Las ilusiones eran muchas, pero no se verían cumplidas: de manera inesperada un derrame cerebral puso fin en su casa de Santa Monica a los sufrimientos de aquellos años e impidió que volviera a ver su querida vieja Europa el escritor que no solo quiso «describir nuestro siglo en sus novelas, sino transformarlo con ellas» (Lion Feuchtwanger). Era la madrugada del 12 de marzo de 1950.