1980 puede ser la fecha clave como punto de partida para hacer un balance del conjunto de la producción literaria de Juan Eduardo Zúñiga, pues entonces es cuando gracias a los buenos oficios del editor y traductor José Ramón Monreal, se publica en la editorial Bruguera Largo noviembre de Madrid, recopilación de cuentos que le proporciona un reconocimiento inmediato y un prestigio literario discreto, pero de calidad, que no ha parado de crecer hasta el presente. Sin embargo, hubo una etapa anterior que arranca en 1945, fecha en la que apareció su primer ensayo: La historia de Bulgaria. Un año antes, junto a Teodoro Neicov, tradujo la novela del escritor búlgaro Iordan Iokov, El segador (Epesa, 1944). Su interés por la cultura, por la literatura eslava, se mantendrá vivo a lo largo de toda su existencia.  Y en ese mismo año de 1945 reseña elogiosamente Nada, de Carmen Laforet ([1]).

Como traductor, Zúñiga se ha ocupado de la obra de diversos autores de los antiguos países del Este, y de escritores portugueses, entre los que destacan Urbano Tavares Rodrigues (Realismo, arte de vanguardia y nueva cultura, Ciencia Nueva, 1967) o Mario Dionisio (Introducción a la pintura, Alianza, 1972). Gracias a esta labor obtuvo en 1987 el Premio Nacional de Traducción por su versión de las obras de Antero de Quental, Poesías y prosas selectas (Alfaguara, 1986), realizada en colaboración con José Antonio Llardent, aunque nuestro autor solo se ocupó de la obra en prosa ([2]).

Juan Eduardo Zúñiga nació en Madrid en 1919 y recuerda su niñez como “tristísima”. Su padre, secretario de la Real Academia de Farmacia y farmacéutico tuvo como mancebo al joven Ramón J. Sender, era un hombre religioso, monárquico; conservador, en suma. La familia vivía en un chalé situado en el barrio de la Prosperidad, en el extrarradio, donde el niño pasaba mucho tiempo solo, jugando con sus juguetes o leyendo tebeos y libros de Salgari o Julio Verne. Su madre –nos ha contado- era una mujer soñadora, cualidad que él dice haber heredado. Durante la guerra el padre trabajó en la Cruz Roja. El último año de la contienda el joven Zúñiga fue movilizado, formando parte de la denominada quinta del 40. En 1956 se casó con la editora Felicidad Orquín, junto a la que ha pasado toda su existencia.

Por lo que sabemos, su primer texto literario publicado fue un cuento, aparecido en la revista Ínsula, en enero de 1949, “Marbec y el ramo de lilas” ([3]), aunque el libro primero data de 1951, la novela corta Inútiles totales (Talleres Gráficos de Fernando Martínez, 1951), narración barojiana donde ya puede reconocerse su característico estilo alusivo. Escrita como aportación personal a una tertulia de amigos que entre 1945 y 1953 solían reunirse los sábados a partir de las diez de la noche en el café Lisboa, situado en la Puerta del Sol, de ella formaban parte Arturo del Hoyo y su esposa Isabel Gil de Ramales, Vicente Soto, Francisco García Pavón, José Corrales Egea, José Ares Montes y Antonio Buero Vallejo, entre otros. Durante las décadas de los 40 y 50 publicó numerosos cuentos en revistas como Ínsula, Índice de Artes y Letras, Acento o Triunfo, varios de ellos nunca recogidos en libro. Y el mismo autor me ha proporcionado un texto memorialístico y un par de relatos que vieron la luz en la revista Sábado gráfico (“Dos recuerdos de niño. Desde el balcón”, “Sueños de una nochebuena” y “Puré de almortas”), donde firmaba solo con su apellido, aunque sin poder precisar la fecha de aparición.

A lo largo de estos años, Zúñiga forma parte de un grupo de escritores cercanos al Partido Comunista, algunos de ellos luego militantes, que en Madrid cultivaron el llamado realismo social, como son Armando López Salinas (La mina, 1959), el aglutinador del grupo; Antonio Ferres (La piqueta, 1959), Jesús López Pacheco (Central eléctrica, 1958) y Fernando Ávalos (En plazo, 1961) ([4]), quienes colaboraron además en la revista Acento cultural (1958-1961), comandada por Carlos Vélez y Rafael Conte. Esta corriente se extendió, sobre todo, entre 1954 y 1962. Nuestros autores se dieron a conocer con el Premio Sésamo, casi todos ellos fueron ganadores o finalistas (caso de Zúñiga), aunque sus primeros libros aparecieron en la editorial Destino, apadrinados por el crítico y traductor Rafael Vázquez Zamora, quien además formaba parte del jurado del citado premio. Como recuerda Zúñiga, ellos trajeron a la narrativa española del momento “una corriente contestataria, obrerista, muy crítica con los mecanismos sociales” ([5]). Lo sorprendente es que apenas mantuvieron relaciones con los escritores madrileños de la llamada generación del mediosiglo, ni tampoco con su facción barcelonesa (se burlaban de los socialrealistas castellanos porque solían tomar café con leche, mientras que ellos bebían ginebra), quienes pululaban alrededor de Seix Barral, actuando de enlace entre ambos grupos Juan García Hortelano, quien sí se entendió bien con los escritores de Barcelona. Sus referentes literarios no fueron Cela, ni siquiera el más joven Luis Martín-Santos, sino Baroja, o narradores como Faulkner, Dos Passos o Hemingway, además de los italianos que editaba entonces Carlos Barral. Zúñiga compartía con ellos inquietudes éticas y políticas, pero tenía otras pretensiones estéticas, el cultivo de un realismo simbólico, que fueron ahondándose con el paso de los años. 

En 1962 se publicó El coral y las aguas (Seix Barral), novela ambientada en la Grecia clásica, cuyo argumento planteaba el problema de la frustración de la juventud. La tibia acogida de esta obra, con ciertos elementos alegóricos, simbólicos e imaginativos, posiblemente se debió al predominio en la época de la literatura del realismo social que era, por otra parte, la que se esperaba de la militancia política de nuestro autor. Entre 1962 y 1967 Zúñiga realizó otro tipo de trabajos literarios, quizá de subsistencia, como labores de crítica e investigación sobre literaturas extranjeras, así como varias traducciones. Y en 1967 vio la luz una recopilación de los Artículos sociales (Taurus, 1967), de Larra, cuya temática resulta tan significativa y concuerda, ahora sí, con la ideología de nuestro autor, quien lo considera “uno de los primeros escritores comprometidos” ([6]). Por último, durante la década de los 70 aparecieron relatos suyos en revistas como El Urogallo o Ínsula, y además prologó una antología del cuento universal, titulada Relatos de siempre (Santillana, Biblioteca Pepsi, 1979), donde se recogen narraciones de Cervantes, Balzac, Maupassant, Turguéniev, Hawthorne, Eça de Queiroz, Kuprin, Gorki, Sherwood Anderson y Baroja. A pesar de que su narrativa breve solo había aparecido en revistas, fue recogida en la antología más prestigiosa de estas décadas, la de Francisco García Pavón. 

Años después, cuando su obra ya había obtenido un cierto reconocimiento aparecerían su libro dedicado a la capital de Bulgaria, Sofía (Destino, 1990); un volumen sobre Los imposibles afectos de Iván Turguéniev (Editora Nacional, 1977; reeditado con el título de Las inciertas pasiones de Iván Turguéniev, Alfaguara, 1996); y El anillo de Pushkin (Bruguera, 1983; reeditado en Alfaguara, 1992), un ensayo heterogéneo, clarificadoramente subtitulado Lectura romántica de escritores y paisajes rusos, que no sólo nos familiariza con toda una serie de autores eslavos, sino que vale también como una reflexión en torno al arte de la escritura, pues sus páginas nos acercan a los presupuestos que sustentan la narrativa de Zúñiga, muy probablemente uno de los mayores conocedores españoles de las literaturas procedentes de la Europa oriental. Antes, en 1953, por encargo de Arturo del Hoyo, había prologado los Cuentos completos de Chéjov, publicados por la editorial Aguilar en la colección Joya.

El caso es que tras años de ausencia, Zúñiga volvió a la narrativa en 1980 con un libro de cuentos titulado Largo noviembre de Madrid, que sería recibido con alborozo por la crítica, e incluso reeditado en dos ocasiones, convirtiéndose en uno de los mejores acerca del conflicto bélico. El volumen está compuesto por dieciséis relatos en los que, a partir del turbio trasfondo de la guerra, de una situación límite particular, el autor muestra -valiéndose de un cierto simbolismo de base realista- los problemas propios de la vida cotidiana bajo tan trágicas circunstancias, pero también los secretos del alma humana: el egoísmo, el miedo, el hambre, la desolación, el recuerdo, o las mismas pasiones. Así, el primer cuento, “Noviembre, la madre, 1936”, transcurre recién iniciada la guerra, cuando comienzan los ataques a la capital, durante los llamados “meses de plomo”. Mientras que en el último relato del libro se narra el desenlace de la contienda, tres años después.

En la historia inicial, de valor simbólico, tres hermanos se disputan una herencia tras la muerte de sus padres, de modo que tanto en el refugio como en la modesta pensión que ocupan discuten por la casa que ha debido tocarles como legado, mientras revolotean entre sus recuerdos las figuras fantasmales de los progenitores. Este resulta ser doble: material y espiritual. Al primero aspiran los tres; mientras que el segundo solo parece apreciarlo el hermano menor, y ello debido a la confidencia que le hace la madre durante su agonía. Si bien el padre, un corredor de fincas que tuvo otra familia paralela, les ha transmitido su apego por lo material (“la pasión que había fomentado en ellos, valoración exclusiva del dinero, de la propiedad privada”, p. 107); la madre, de origen humilde, no parece haber logrado que los hijos se identifiquen con la gente sencilla, con los desposeídos. Pero el narrador aún va más lejos al contraponer la tradición popular de la República con el legado que dejó la Regencia de María Cristina (1885-1902), periodo de bienestar económico en el que se asentarían los gustos, junto con el afán de lujo, de la burguesía española.

            El cuento está relatado muchos años después de la acción en boca de un narrador omnisciente, que parece haber tenido conocimiento de los hechos y que toma partido, exaltando la colectiva defensa heroica de la ciudad de Madrid durante la guerra y la dignidad individual de la madre. Ambos personajes parecen simbolizar lo mismo y así se afirma en la narración, donde la ciudad podría estar representando a una madre no menos acogedora que la del cuento. De hecho, en el título de este relato que sirve de marco al conjunto se nos resalta tanto la fecha como el personaje de la madre, en lugar de hacer mención a la ciudad de Madrid, que aparece sin embargo en el título general del volumen. El caso es que si en la denominación del conjunto, noviembre representa un mes simbólico (lo explica convincentemente Israel Prados en su ed. de la trilogía en Cátedra) en este primer cuento se refiere al mes de noviembre de 1936, cuando los golpistas se aproximan a la capital. De igual modo, Madrid alcanza en este relato-prólogo un importante protagonismo, tal como se trasluce durante el recorrido que el hijo menor realiza por las calles de la ciudad en busca de la casa recibida en herencia (pp. 108 y 109).

Tampoco quiero dejar de recordar, por último, que esta pieza contiene ribetes de El rey Lear (lo ha recordado Luis Beltrán Almería), pero también de Las tres hermanas, de Chéjov, aunque en el cuento de Zúñiga, debido a las peculiaridades propias del género, ni la madre posee la complejidad psicológica ni la hondura trágica de Lear, ni el hermano pequeño, el amor y el altruismo de Cordelia. Y respecto a la pieza de Chéjov, los tres hermanos aquí representados, como en el Ran de Kurosawa, albergan sus propias aspiraciones que, finalmente, tampoco se cumplirán. No en vano, su particular Moscú, la casa, acaba siendo destruida por los bombardeos.

Aun cuando el autor tardara nueve años en publicar un nuevo libro de cuentos, la espera valió la pena: La tierra será un paraíso (1989) supuso un conjunto no menos importante en su trayectoria. Aquí la lengua alcanza la tensión precisa en los siete cuentos que lo componen, a fin de mostrar las vidas de unos personajes y, sobre todo, su anhelo en pos de un paraíso imposible, que Zúñiga nos presenta lleno de recovecos y matices. El autor traza en estos cuentos una épica de la militancia clandestina durante los primeros años del franquismo. En especial, se ocupa de las vidas de unos hombres que, en medio de un ambiente adverso, pretenden seguir conservando ciertas esperanzas a través de las ilusiones que van forjando. El sexo, el compañerismo, la soledad, el secreto desempeñan un papel importante en estos relatos sobre vencidos, plenos de calidad, interés y hondura humana.

En “Las ilusiones: el Cerro de las balas” se cuenta cómo, en los primeros años de la postguerra, un grupo de amigos, antiguos republicanos, se movilizan para intentar encontrar a un médico búlgaro desaparecido, quien había sido miembro del batallón Dimitrov de las Brigadas Internacionales. En ese tiempo en el que cualquier idea de libertad y progreso era perseguida, dentro del cual -a decir del narrador- se hallan huérfanos “en una sociedad que nos había rechazado y negado todo afecto” (p. 20), ellos encuentran el sentido de su existencia en esa búsqueda, que los mantiene ocupados y los vuelve a poner en contacto con sus antiguos camaradas; pero también en la fascinación que siente el narrador por una hermosa gitana, símbolo quizá del país sometido, de anhelos insatisfechos; y en la posibilidad de huir del país y reorganizar la vida en Francia.

Un grupo de soñadores teósofos en busca de un maestro que los guíe son los protagonistas de “Camino del Tibet”. Para ellos todo se ha perdido, de modo que sólo les queda la esperanza, la capacidad de soñar, la utopía y el recuerdo de creencias y costumbres remotas frente a una realidad que termina alzándose inaccesible. Asimismo, en “Sueños después de la derrota”, Carlitos, teniente durante la guerra en cuyo transcurso es abandonado por su mujer, y que trabaja ahora como limpiabotas, conecta de nuevo con sus antiguos compañeros para seguir luchando y llegar a alcanzar una vida mejor, “que la tierra sea un paraíso”. Un tema recurrente en todos estos relatos es que sólo “la ilusión hace sentirse grandes a los que nada son” (p. 120), como leemos en “La dignidad, los papeles, el olvido”, en donde nos encontramos con unos personajes “ensombrecidos por todo lo pasado y [que] se negaban a ser aliados del oprobio” (p. 112). “El último día del mundo” muestra de qué manera tres muchachos espían a unos seres vencidos en la guerra pendientes de que derriben el chalé que habitan; mientras se dedican -para olvidar el triste pasado- a “hacer nada más que aquello que les agradaba”: fiestas, banquetes, orgías y demás juegos de amor. 

En fin, la aparición de estos dos primeros libros de cuentos marcaría un hito en el desarrollo más reciente del género, convirtiendo a su autor en uno de los narradores más respetados. Ambos suponen, temática y técnicamente, un claro ejemplo del alcance y la ambición a la que debió de haber aspirado la narrativa española del realismo crítico. No en balde, leyendo estos relatos podemos observar, por contraste, las enormes carencias de aquella. Así, son un ejemplo valioso de la posible continuidad de una tradición que Zúñiga cultiva enriquecida, ya sea debido a las técnicas de que se sirve, a la utilización del tiempo narrativo, ya por sutileza, complejidad y belleza del lenguaje empleado.

A diferencia de estas dos recopilaciones de relatos pertenecientes a la tradición del realismo crítico, sin que la significación temática vaya en menoscabo de la voluntad de estilo ni de la tensión del lenguaje, en los cuarenta cuentos breves que componen Misterios de las noches y los días (Alfaguara, Madrid, 1992) impera lo simbólico, lo alegórico y fantástico. No en vano sus antecedentes y modelos podríamos hallarlos en las leyendas del romanticismo, pero también en esos motivos que los surrealistas, después de los trabajos de Freud y los miembros de la escuela psicoanalítica, rescataron de aquel. Así pues, asume de esta fecunda tradición temas como la soledad, el amor y la muerte. Y quizá no esté de más recordar que Zúñiga, al igual que cada vez más autores durante estas últimas décadas, escribe libros de cuentos, en vez de relatos sueltos que después agaville en un libro.

No son estos cuentos, sin embargo, un mero ejercicio de especulación imaginativa. El autor se vale de la retórica, los motivos, la imaginería y la ambientación del romanticismo fantástico (jardines, palacios, gitanos, música, embrujos, pesadillas, visiones, ángeles, cruces, estatuas, etc.) para desvelar distintos aspectos de la existencia humana, yendo siempre más allá de lo evidente. Así, las presencias inexplicables, la aparición de difuntos o la humanización de lo inanimado sirven para mostrar el poder, la fuerza y la persistencia de sentimientos tales como el odio, el orgullo, la venganza, la angustia, el amor, los celos o el deseo, incluso más allá de la muerte. Pero también para realizar una defensa de la libertad y la justicia, del amor y el goce del placer, pues -como escribe en El anillo de Pushkin- “sólo los que pueden crear con su imaginación una vida más noble, sienten nostalgia de ella” (p. 146).

En todos estos relatos, que poseen la cadencia de las historias que se contaban al calor de la lumbre, el destino se cumple inexorablemente y las culpas se acaban pagando, pues en ellos han desaparecido las fronteras entre la vida y la muerte, lo vivido y lo soñado. Los aires de leyenda, el tono a veces poemático, contribuyen a que tengamos dicha sensación. Si bien el libro posee unidad y en el complemento de las diferentes piezas alcanza su valor, podríamos destacar los siguientes cuentos -y obsérvese la brevedad y sencillez de los títulos-: “El bisabuelo”, “El coche”, “El anónimo”, “La novia”, “La sombra”, “La bruja”, “La rosa”, “La madre”, “El ángel”, “La prisionera” y “La noche”.

En el primero de ellos, un joven conde quiere emular las hazañas de sus ilustres antepasados. Así, una lluviosa tarde de otoño, en la que paseando desemboca en los arrabales de la ciudad, se topa con un teatrillo ambulante de feria en donde reconoce a su bisabuelo -héroe de guerra y dueño de cuantiosas riquezas- en un viejo comediante de figura grotesca, que “parecía burlarse de su alcurnia encaramado en la entrada de una inmunda barraca de feria” (p. 18). En “La rosa”, un estudiante observa, en varias ocasiones, cómo una mujer bellísima pasa cerca de él en coche. Hasta que un día ella le sonríe y el joven la persigue un largo trecho. Cuando el carruaje se detiene, “únicamente vio sobre el asiento de hule una rosa encarnada, húmeda y fresca. La cogió con su mano sarmentosa y aspiró el tenue aroma de la ilusión nunca conseguida” (p. 122). Relatado en el tono propio de las leyendas poéticas, “La noche” muestra de qué modo un pescador pobre es rechazado por varias mujeres durante el baile que se celebra por San Juan, “la noche sagrada en la que todo lo portentoso se manifiesta” (p. 176). Pero cuando ya se dispone a retirarse a su choza, una de las diosas del agua lo atrae al río, prometiéndole amor y placer. Al concluir el sortilegio, el pescador se descubre a sí mismo abrazado, gozoso, a una mujer de carne y hueso.

 A pocos autores clásicos sentimos hoy tan vivos, tan contemporáneos, como a Larra, quizá por ello haya despertado tanta curiosidad entre los escritores. Buena prueba de dicho interés son los libros de Francisco Umbral (Larra, anatomía de un dandy, 1965), Francisco Nieva (Sombra y quimera de Larra, 1976) y Antonio Buero Vallejo (La detonación, 1977), así como el guión de Nino Quevedo (Lunes de carnaval. Las últimas horas de Larra, publicado por Personas, en su colección Nueva literatura). A este conjunto se suma el libro de nuestro autor: Flores de plomo (Alfaguara, 1999). Ante un volumen como este, quizá la primera duda que asalte al lector curioso tenga que ver con el género al que pertenece: ¿son once cuentos o se trata, más bien, de una novela? Parece claro que la unidad del volumen se genera en torno a la figura de Larra, presente de un modo u otro en cada uno de los textos. Dichas piezas pueden leerse de forma independiente y, de hecho, adquieren pleno sentido como tales, aunque al presentarse unidas, en un orden determinado, se complementen y enriquezcan entre sí. En cualquier caso, lo he leído como si se tratara de un libro o ciclo de cuentos. El volumen está basado en datos y seres históricos, lo que no obsta para que el autor fabule situaciones y conversaciones. La acción de casi todos los textos (excepto los protagonizados por Zorrilla y Felipe Trigo) transcurre durante el día en que Larra se suicida, el 13 de febrero de 1837, un lunes de carnaval. Para quienes conozcan la vida de Larra, tan significativos resultan los hechos que cuenta Zúñiga, como aquellos de los que prescinde. Así, por ejemplo, se sabe que ese día Larra visitó a Pepita Wetoret, su ex mujer, quien estaba enferma y, sin embargo, en ningún momento se alude a ello.

Lo que Zúñiga pretende con estas narraciones psicológicas es contar no sólo el último día de la vida del escritor romántico, sino también cómo los hechos humanos no se producen aislados y siempre nos afectan, de ahí que se centre en las reacciones suscitadas por el suicidio y en el influjo que tuvo la tragedia en alguno de sus contemporáneos, llámese Zorrilla o se trate del zapatero del periodista. Si aquí aparecen, además, Mesonero Romanos o Roca de Togores, lo hacen en contraste con Larra, más que por su conducta y distinta actitud vital, debido al valor de su obra. El caso es que estas narraciones podrían relacionarse con los aguafuertes de Goya, ya sea por un cierto tono expresionista de la prosa, ya porque el realismo de Zúñiga suela mostrarse a menudo embebido de apariciones y premoniciones. Respecto a la técnica compositiva es destacable de qué forma el narrador omnisciente va retrasando lo que el cronista quiere decirle a Larra como una manera de generar tensión, además de mostrar la inquietud que padecen los personajes. En el primer cuento, “Doblan las campanas de Santiago”, se halla en síntesis todo el libro: la atmósfera peculiar de ese Madrid seminevado (la ciudad es coprotagonista de estos cuentos), invadido por las máscaras del carnaval; las conflictivas reacciones del escritor respecto a sus contemporáneos y la envidia de sus rivales; la dolorosa relación con Dolores Armijo (“la única a la que él ha amado ciegamente”) y las cuitas de un Larra que se siente acosado y piensa en la muerte: “Yo también con mis ideas he querido iluminar, alumbrar mi época, este país de sombras, pero no he podido”.

Lo que se relata en el segundo, “Inclinaciones equívocas”, es anterior desde el punto de vista cronológico. La acción transcurre a caballo entre los deseos de Mesonero por la ex amante de Larra y el aviso de su muerte, anunciada por la criada del cronista. “La tarde: lunes de carnaval” constituye el texto clave del volumen y el más conseguido, pues se trata de una pieza maestra. En él se cuenta el recorrido tumultuoso realizado por Dolores y su cuñada María Manuela hasta la casa del escritor, adonde se dirigen para recoger las cartas que ella le escribió. Pero más allá de las cuitas de ambas mujeres y de la detonación final, lo significativo de ese calvario en que se convierte su marcha por las calles de Madrid, a lo largo del cual se topan con máscaras, borrachos y chulos que las requiebran e insultan, es la España que les sale al paso, contra la que Larra dirigió sus más aceradas críticas: la España de charanga y pandereta que luego denostaría Antonio Machado.

Las mujeres que aparecen en estas historias siempre adoptan una postura más sensata y compresiva que los hombres ante el comportamiento resuelto de Larra. Sin duda, la excepción es su zapatero, republicano y masón, quien culpa de su muerte a los conservadores, aunque ellas también aparecen con frecuencia retratadas como objeto de deseo. Con el relato del suicidio de Larra, en 1916, se completa el círculo (Felipe Trigo asistió en 1909 al banquete de homenaje en Fornos que organizaron los miembros de Prometeo), recordándonos de qué modo unas circunstancias similares pueden desembocar en la misma tragedia, y cómo el fracaso político y amoroso, la insatisfacción personal y social de ambos escritores termina conduciéndolos a la muerte.

Así pues, frustración, envidia, celos, amores secretos y desamores, pasiones contradictorias en suma, son los temas que se hallan destilados en un libro que aborda la enorme figura de Larra y de las gentes que lo rodearon (al final resulta interesante ver de qué manera, a través de todos estos personajes, se logra un retrato físico y espiritual del periodista); junto con la miseria moral de la España del romanticismo y de unos sentimientos que en cierta medida siguen estando vigentes. Por supuesto, la singularidad del libro estriba en su planteamiento, en su estructura y en la maestría con que el autor es capaz de sugerir emociones y mostrar, con un estilo preciso, sin solemnidad alguna, un mundo complejo, un clima de desazón e inquietud en medio del cual lo aparente rara vez deja traslucir lo esencial.

Zúñiga ha repetido varias veces que la guerra civil española ha sido el acontecimiento más importante del siglo XX y de ahí su presencia en la mayoría de libros de ficción del autor. En este sentido, Capital de la gloria (Alfaguara, 2003), viene a completar una trilogía formada por sus libros de cuentos sobre Madrid y la contienda. Y sin embargo, no hay que olvidar que tanto en su primer relato, Inútiles totales, nunca reeditado, como en su novela El coral y las aguas, se ocupaba también del asunto. Si bien la acción de la primera y tercera entrega de la trilogía tiene lugar en el mismo espacio y época, el segundo volumen de cuentos transcurre en el periodo inicial de la posguerra. En ellas el conflicto bélico es sólo un telón de fondo ante el cual se desarrolla un sinfín de historias. Nuestro autor se instala, así, en una tradición literaria de relatos sobre la contienda, entre los que prefiere a Max Aub, Ramón J. Sender, Arturo Barea, Ángel María de Lera y Juan Iturralde, quien en una reseña (El Mundo, 13 de mayo de 1990) llegó a calificar las piezas de su primer libro de cuentos de “narraciones antiépicas”. En cambio, me parece que Zúñiga no aprecia tanto el libro de Chaves Nogales, A sangre y fuego. En estos nuevos relatos, adopta una perspectiva levemente distinta. De este modo, frente a la inquietud individual que predominaba en las entregas anteriores, ciertos personajes se sienten partícipes de un conflicto que afecta a toda una colectividad, conscientes de formar parte de un destino común.

Una vez más, el paisaje es de desolación, aparece un Madrid casi en ruinas, en el que los personajes intentan sobrevivir como pueden sin extraviarse por completo, incluso a sabiendas de que todo esté perdido. Es ese momento en que la ciudad se ha rendido a los facciosos -sergún se les denominaba entonces- o está a punto de hacerlo, la vida se ha degradado tanto como la ciudad, por lo que los habitantes al ver llegar la derrota se sienten solidarios. Los tres libros de cuentos, en suma, responden a una misma intención: el rescate -el autor habla de “explorar y recuperar”- de una serie de episodios que protagonizaron gentes anónimas, a quienes la guerra les cambió la vida. Así, Zúñiga quiere dejar constancia tanto de lo vivido como de lo imaginado a través de las ilusiones y esperanzas de gentes sencillas. El título proviene de Rafael Alberti, de Capital de la gloria (1938), un libro sobre la defensa de Madrid, y en concreto del poema “Madrid por Cataluña”, aunque también posea cierto componente irónico. No en vano, Madrid fue capital de la gloria, pero también del dolor. Hoy nos conmueven de igual forma las vivencias de quienes sufrieron el asedio y padecieron calamidades, que la heroicidad exhibida por parte de milicianos y brigadistas.

Si bien “los relatos son como el ritmo de mi respiración”, según ha afirmado Zúñiga en una conversación con Antonio Fontana (ABC Cultural, 16/II/2013, p. 8), Capital de la gloria está compuesto por diez piezas que funcionan como los fragmentos de un mosaico mayor, susceptible de completarse con las restantes narraciones de la trilogía. Esta vez, su estilo no es menos cuidado pero sí más sencillo y escueto: quizá lo poético haya reducido su presencia, junto con la tensión de la lengua, mostrándose más sobria y descarnada. Hay, también, toda una serie de motivos que se reiteran y proporcionan sentido al conjunto. Tal vez destaque entre ellos el afán de muchos de estos seres por seguir cultivando los mismos sentimientos que en tiempos de paz, tales como el amor y el placer. O bien el contraste que se establece entre un pasado feliz, formado por los años de euforia y libertad de la República, y el presente trágico, en el que a menudo la vida pende de un hilo. O el empeño por mantener un oficio y una vocación que tuvieron que abandonar a la fuerza. En suma, sus protagonistas intentan resistirse a ese rebajamiento de la existencia a que los condena la guerra; como ese pintor convertido en cartelista, o Amalia, la mujer que no puede cumplir sus sueños artísticos.

Zúñiga le saca un gran partido al espacio y se vale con maestría de los interiores (viviendas, refugios, cuarteles...) y exteriores. Sitúa a los personajes en sus casas y barrios, lo que es una manera de definirlos socialmente pero también de mostrarlos en su ambiente natural. A veces tienen una misión que los empuja a sortear con cautela una ciudad llena de peligros. Y cuando son sorprendidos por los habituales bombardeos que padece Madrid, y se resguardan en ese espacio neutral que es siempre un refugio, suele acontecer algún encuentro inesperado. Los personajes cuentan, así, con una existencia oficial y familiar, y otra secreta y privada, a menudo externa. Por razones obvias, la mayoría de los protagonistas son mujeres. Ellas fueron las que vivieron y padecieron en mayor medida la vida de retaguardia. Un buen ejemplo de ello es la pieza inicial, “Los deseos, la noche”, que se cuenta entre las mejores del conjunto. En sus páginas aparece perfectamente sintetizado el escenario común de todos estos relatos: un Madrid asediado, medio en ruinas, lleno de luces, alarmas y sacos terreros, que las gentes recorren con miedo y sigilo. Asimismo, encontramos condensados bastantes de los motivos del libro: el contraste entre el pasado y el presente y, sobre todo, la ilusión, aquí representada por la vivencia de un primer y último amor en plena guerra.

Este relato gira en torno de las cuitas de dos personajes: la joven Adela y su tío, un viejo pintor. Hacia la mitad del cuento se encuentran y juntos permanecen hasta el desenlace, en el que se olvidan de sus inquietudes personales para identificarse con los padecimientos colectivos. Así pues, Adela, tras sufrir el rechazo de un novio muy ocupado en el hospital de sangre en donde trabaja, también es finalmente ignorada por un desconocido con el que había pactado un encuentro sexual en el refugio que compartían. En el vagar desasosegado de esta chica por Madrid, llega a casa de su tío, un pintor enamorado a su vez de una joven vecina, aunque no se atreva a confesárselo. Juntos salen a la calle y se tropiezan con el trágico espectáculo del incendio del Museo del Prado, que consigue hacerles olvidar sus inquietudes personales y comprometerse con la colectividad. Otra de las ideas principales que se barajan en el libro es que la guerra trastocó muchas “frágiles vidas”, en expresión del propio Zúñiga. Nos sirve de ejemplo el cuento titulado “El viaje a París”, donde el autor nos muestra la transformación que sufre la madre de una familia numerosa de tradición socialista. El trayecto que se anuncia en el título es mental, metafórico. Así, un ama de casa viuda se enamora de un militar, abandona sus obligaciones y sueña con volver a la capital francesa. Todo ello se traduce en un escepticismo político que le permite anteponer su felicidad personal a las obligaciones familiares. Pero ante la preocupación de sus hijos, quienes no logran entender por qué ha cambiado, qué le ocurre, renuncia al amor y vuelve finalmente al hogar, envejecida.

Varios de estos cuentos se dedican a los miembros de las Brigadas Internacionales, a recordar que muchos de ellos vinieron a España para defender la República, la libertad, lo que les costó la vida. En concreto, se los exalta en el titulado “Los mensajes perdidos”, donde se relata una historia sustentada en el cumplimiento de una misión. Como en otros relatos del libro, también este se estructura a raíz de una búsqueda. En un tiempo muy poco propicio a realizar misiones altruistas o a sostener “la ilusión de los amoríos”, en una época en la que lo único que importa es “sobrevivir y coger al vuelo las migas de felicidad posible” que te salgan al paso, José Luis, hermano del narrador, acepta en el frente el encargo que le ha hecho un soldado belga moribundo: debe entregarle un reloj a Hans Beimler, brigadista alemán. Zúñiga se sirve aquí de un personaje real, un comunista que fue diputado en el parlamento de Weimar, y preso luego en Dachau, quien logró escapar tras cruzar París y llegar a España, en donde fue comisario del batallón Thälmann. El papel que esta búsqueda desempeña en el cuento es la de recordar y luchar contra el olvido, para mostrarnos la trayectoria vital de un brigadista que perdió la vida en el frente tras un grave error de intendencia.

Por el contrario, “Las huidas” es un cuento de interiores. Esta vez el autor lleva la acción a La Guindalera, un barrio de chalés situado por entonces a las afueras de Madrid, donde la guerra no tuvo una presencia tan evidente y sus habitantes, menos comprometidos con la lucha, habían caído en una especie de indolencia, aunque sus ánimos no estuvieran menos convulsionados. La narración se sustenta en dos oposiciones: la que se genera entre las hermanas Clara y Amalia, y la que enfrenta a esta última con su vecino Santiago, enamorado de ella sin ser correspondido. Clara desea quedarse en Madrid y resguardar el patrimonio familiar; mientras que Amalia se siente al margen de la contienda, sueña con París y aspira a trasladarse a Valencia y convertirse en pintora. Santiago la chantajea ofreciéndole un salvoconducto a cambio de amor, ella lo rechaza, pero después, cuando ya es inevitable porque no tiene manera de llegar a su destino, se arrepiente. A menudo aparece en estas narraciones un personaje que sirve de contrapunto a las actitudes individualistas. Se alude así a la muerte de Julien Bell, un joven periodista inglés. Y los personajes se preguntan una vez más para qué vendría a España, un país en guerra, si en el suyo lo tenía todo. Julien Bell fue un joven comunista, educado en Cambridge, miembro de la alta burguesía británica y sobrino de Virginia Woolf que perdió la vida en Brunete, donde conducía una ambulancia defendiendo una causa que le parecía justa.

Otro motivo que aparece en los cuentos de Zúñiga es cómo algunos utilizaron la contienda para enriquecerse, para robar a los partidarios del otro bando. Se refiere concretamente a aquellos primeros momentos, antes de que se formara la Junta de Defensa de Madrid en noviembre de 1936, en que facinerosos con carnet de la FAI se dedicaban a los ajustes de cuentas, lo que desprestigió al bando republicano. En esa fábula que es “Patrulla del amanecer” un hombre descubre que su padre, un sindicalista, no sólo había sido un ladrón sino acaso también un asesino. Este individuo, miembro de una patrulla nocturna, llamada Los Linces del Amanecer, bajo el pretexto de desenmascarar a los fascistas, robaba alhajas e incluso, a veces, ‘paseaba’ a sus dueños. Según se apunta en una reflexión del narrador, para complacer a Rosario, su amante, este hombre creía que podía cambiar joyas por felicidad, ignorando que el oro estaba maldito. Quizá estos dos cuentos sean los que estén más cerca de los planteamientos del citado libro de Chaves Nogales.

La verdad es otro de los temas que late en casi todas estas narraciones. Robert Capa había escrito, al respecto, que “la verdad es la mejor imagen, la mejor propaganda”. Y en esta ocasión, el autor defiende la necesidad de conocerla, aunque sea amarga. En el cuento titulado “El amigo Julio” se relata el caso de un fontanero que murió en el frente pensando que su esposa había huido con otro, cuando en realidad la mató un proyectil. Pero ni se atrevió a saber ni dejó que le explicaran lo ocurrido. En esta narración aparecen dos reflexiones que merece la pena recordar porque valen no sólo para todo el volumen, sino también para el conjunto de la obra de Zúñiga. La primera se refiere a la imperiosa necesidad de convertir los recuerdos en palabras, en escritura. Y la segunda se sintetiza en un par de frases que enlazo a continuación: “el destino desprecia a quienes no reconocen el derecho a ser algo, los que pasan anónimos, ignorados, y de cuya existencia de anhelos y contrariedades no queda ni rastro (...); las crónicas, la historia, no ensalzan y guardan sino a los encumbrados por la cambiante fortuna o por el dinero, la bajeza o la fuerza bruta”.

Si el libro se inicia con un cuento en el que una joven recorre Madrid embriagada de deseo, concluye con otro titulado “Las enseñanzas”, en el que una madre lleva a su hijo a un colegio libertario, donde enseñan a los alumnos a odiar la guerra. Ni la lección del maestro resulta demasiado difícil de aprender dado que durante el recorrido el niño sufre en directo el bombardeo de la aviación alemana –“Esto es la guerra hijo, para que no lo olvides”, le comenta la madre; ni tampoco la posición del autor respecto a los acontecimientos históricos resulta nunca turbia, basada como está en una actitud profundamente ética. Valga este ejemplo extraído de “Rosa de Madrid”, en que una mujer comenta: “los amos, los que siempre habían sido los dueños del dinero, ahora eran dueños de las armas, de las tropas a sueldo, y en pocas semanas llegarían a Madrid”. Pero esto no quiere decir que el autor se muestre complaciente con las conductas deshonrosas de los republicanos. Zúñiga enjuicia y a menudo pone en evidencia el comportamiento de sus personajes en unos cuentos que poseen mucho de fábula y, siempre, un alto componente didáctico y moral. Lo que viene a decirnos, en suma, es que ni siquiera en aquellos trágicos momentos se eclipsaron las peores ambiciones, ni tampoco las pasiones más elevadas. No cabe duda de que Zúñiga aprendió aquella lección de Robert Capa según la cual la verdad de la guerra –otra vez la verdad– no se hallaba sólo en las batallas, sino en los rostros de los soldados reflejando la fatiga, o en el miedo y el sufrimiento de los civiles. No en vano, Zúñiga humaniza la guerra por encima de todo.

En el año 2007 Israel Prados editó juntos en Cátedra tres libros de cuentos: Largo noviembre de Madrid, La tierra será un paraíso y Capital de la gloria; pero cuando en el 2011 vuelvan a publicarse en un solo volumen, ahora en Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, por decisión del autor llevarán el título general de La trilogía de la guerra civil, alterando además el orden: Capital de la gloria pasa a ocupar el segundo lugar y La tierra será un paraíso el tercero, respetando en esta ocasión el desarrollo cronológico de los hechos narrados.    

Brillan monedas oxidadas (Círculo de Lectores, 2010), hasta ahora su último libro de relatos, está compuesto por quince piezas. Podría definirse con la frase con la que concluye “El molino de Santa Bárbara”: “historias de orgullosa pasión, de rebeldías y locos amores desgraciados” (p. 92). Y, en efecto, de eso trata precisamente. Todas transcurren en el siglo XVII, excepto “Has de cruzar la ciudad” que acontece en el presente. El título del libro, oximorónico como también lo era otro de sus libros: Flores de plomo, alude, según el autor, a la oposición entre el brillo y el óxido, al fluir del tiempo que suele erosionar la memoria, aunque su fulgor perdure. El volumen se presenta dividido en tres apartados con sus correspondientes títulos, extraídos del cuerpo de los cuentos: “La fuerza del vendaval agitaba las cortinas como un gran pájaro…”, “Se olvidan tantas historias de orgullosa pasión y de rebeldías…” y “Sus vidas eran demasiado iguales”, respectivamente. Las diferentes partes le permiten al autor trabajar con atmósferas distintas.

El volumen arranca con un cuento, “El festín y la lluvia”, en el que un grupo de personajes parece atrapado en un albergue por el aguacero, amenazado además por el río que, en cualquier momento, puede desbordarse. Reunidos sus integrantes alrededor de la chimenea, se dedican a oír el relato de la boda de la hija de uno de ellos, el festín del título. Una de las jóvenes presentes los escandaliza con sus comentarios y, mucho más resuelta que sus compañeros, acaba abandonándolos ante el temor de la mayoría. En el desenlace, después de enterarnos de que la novia también se esfumó tras la fastuosa boda que había relatado su padre, sin que volvieran a verla nunca, tememos, más que por la suerte de la joven que ha abandonado el albergue, por la inmovilidad y cerrazón del grupo, al intuir que van a ser ellos quienes terminen engullidos por la corriente del río, que ha empezado a desbordarse. Este cuento, por tanto, podría leerse como una curiosa variante de El ángel exterminador, de Buñuel, en donde una fuerza metafísica, y no sólo la lluvia según ocurre aquí, parece haberlos atrapado y puesto en peligro. Motivo que Rafael Pérez Estrada también utiliza en uno de sus microrrelatos, “[Los actores de la angustia]”, recogido en La sombra del obelisco. “Agonía bajo el manto de oro” nos muestra la avaricia personificada en una anciana agonizante, desvanecida entre insaciables deseos de riqueza. Lo curioso es que el relato, que transcurre en la habitación de una pensión cargada de asfixiantes olores, conserva todo el aspecto de lo onírico, pero la acción transcurre en la realidad, si bien en el desenlace pueden apreciarse rasgos buñuelescos, como sucede en las frases de algunos personajes. De modo parecido a los cuentos anteriores, en el primero y en “Jazz Session”, también aquí se produce un contraste entre el mundo abierto y el cerrado, lo de dentro y lo de fuera (pp. 24, 25 y 31). En “La gran mancha verde”, como en El camino, de Delibes, un pobre obrero se plantea el dilema de si su hijo debe trabajar o estudiar. En último término, con la complicidad del profesor, que se culpa por no haberle enseñado lo que debía, limitándose a la historia española y olvidándose de China (“La gran mancha verde” del título), el padre decide que su hijo se ponga a trabajar pese a ser un buen estudiante, para que pueda ayudar con su salario en la economía doméstica.

 “Has de cruzar la ciudad” es uno de los relatos más afortunados del volumen. Resulta una buena muestra de cómo un cuento realista con un inicio extraordinario, que trata de una joven y atractiva repartidora nocturna de pizzas llamada Carmela, termina transformándose en un relato simbólico, legendario, mítico en “el viaje de la noche”, remedando la leyenda de Lady Godiva. El detallado repaso de las calles que va recorriendo, junto con la descripción de los tipos y situaciones con las que se encuentra, o la truncada entrega, en el inexistente 108 de la calle del Tesoro y los dos simbólicos anuncios que recibe, además de la copla que oye cantar en Pozas y el comentario de un joven estudiante, la llevarán a atravesar desnuda la ciudad, como una princesa que condujera una modesta moto, hasta penetrar en “el tranquilo reino de los dioses del sueño”, en un nuevo viaje al fin de la noche.

La segunda parte se inicia con el relato “La mujer del chalán”. Aquí, el narrador de la historia cuenta de qué extraño modo la visita al taller de una hermosa mujer de origen morisco, cuyo nombre nunca llegamos a saber, acaba trayendo la desgracia a todo aquel que se relacione o intime con ella, como así le sucede a Pascual Solano, su patrón. El castigo se anuncia con la aparición de puntos de luz y fuegos en el campanario de la iglesia de San Ginés, donde –por cierto- bautizaron a Quevedo y se casó Lope de Vega. La irresistible mujer personifica la tentación, y de hecho se nos presenta como la reencarnación del maligo; no en vano su propio marido, el sacristán Remigio y Pascual acaban siendo víctimas del trato que mantienen con ella. A diferencia del relato anterior, en donde también veíamos a su protagonista montar a caballo, aquí la mujer misteriosa utiliza sus encantos para embaucar y perder a los hombres que la desean. Asimismo, a la manera de un sueño se tratara, la protagonista aparece en el desenlace desnuda ante el talabartero, montada a caballo a horcajadas, como la Carmela de “Has de cruzar la ciudad”, aun siendo ambas heroínas antagónicas.

En “Conjuro de marzo” es contratado un matarife para asesinar a un noble, “un hombre de posibles”, pero una vez llevada a cabo su misión, se esfuma quien debía pagarle. En realidad, la protagonista del cuento es la morisca Pascuala, su amante, quien intenta persuadir al valiente Cortado para que no arriesgue su vida en vano, pues no cree que vayan a cumplir las promesas que le han hecho. Tal como sucedía en “Has de cruzar la ciudad” y “El campanero de San Sebastián”, también aquí los dichos de viejas, el conjuro al que se refiere el título, anticipan la desgracia. La escena del asesinato entre sombras y bultos se produce en mitad de una escenografía tétrica, frente al atrio de una iglesia; no en balde se halla presidida por la luna llena y adornada por vientos que traen las voces de los muertos, los gritos de los torturados por la inquisición y los murciélagos que revolotean en torno, anunciando “el conjuro de marzo”. La atmósfera de todo el relato recuerda a las antiguas leyendas de Bécquer. En él encontramos de nuevo a una mujer bondadosa, dispuesta al sacrificio. Esta segunda parte se cierra con el cuento titulado “Interminable noche de miedos”, cuya acción se sitúa en el siglo XVI, cuando una familia de conversos teme ser descubierta al llegar a su casa una mujer morisca, huyendo y pidiendo asilo. Nunca alcanzan a verla, solo oyen su misterioso canto tras la puerta de la casa, pero cuando abren, no encuentran a nadie, hasta que un día descubren el cuerpo de la mujer muerta. La familia, además, guarda otro secreto: el papel que desempeñó la abuela en la muerte en un pozo de la viuda que vivía con ella, a quien asesinó.

En la tercera parte, en dos de los cuentos más logrados, se le rinde homenaje a Franz Kafka y Mário de Sá-Carneiro, personajes desarraigados. En el primer relato, titulado “No llegará el sobrino de Praga”, el anciano Alfredo Loewy, director general de los Ferrocarriles del Oeste de España, teme la visita de su sobrino Kafka, pues vive con una mujer joven, “mi último amor”, y ha abjurado de las costumbres y la ley de sus antepasados judíos. Tras hablarlo con su amigo Ignacio Bauer, una carta viene a remediar sus pesares, ya que le comunican que Kafka está desahuciado y que no podrá llegar a Madrid, de donde se deduce que tampoco logrará cambiar de vida y convertirse en escritor. Se cierra el volumen con “París: última decisión”, en donde Zúñiga, tal como hiciera en otras historias suyas recogidas en Flores de plomo, nos cuenta por qué se suicidó en París el poeta Mario de Sá-Carneiro. Al parecer, las razones fueron más económicas que sentimentales. Así, el nuevo matrimonio de su padre y su traslado a Mozambique supone el fin de la ayuda económica que este le prestaba, lo que lo hace consciente de la falta de cariño que todavía arrastra, pero también de su incapacidad para ganarse la vida y, por tanto, poder mantener a Hélène, la cocote que se aprovecha de él y de la que se halla fascinado. Así las cosas, recuerda el suicidio de un amigo de juventud, también huérfano e inadaptado como él, a quien acabará imitando. Buena parte del relato se ocupa de narrar la seducción que lleva a cabo la no menos indolente cocote, acompañada por una amiga mayor que la protege y le hace de Celestina, pues sólo busca en él ayuda económica, acceso a comodidades y lujos. Al final, Mario y Hélène resultan tan iguales en su indolencia que ambos necesitarían de un protector que les solucionase la vida. Como Mario no dispone de medios para mantener a la joven, esta lo abandona, por lo que él, sin apenas expectativas vitales, se suicida en 1916.

Con el paso del tiempo el estilo de Zúñiga ha ido depurándose y en este último libro se ha hecho más conciso si cabe, evitando toda retórica innecesaria, en aras de la transparencia y de un casi silencioso ritmo del lenguaje. Los ambientes que reproduce suelen ser cerrados, opresivos, y los personajes, que se debaten entre la lujuria, la avaricia, la ostentación del poder o el miedo, a menudo no encuentran una salida digna. Profundo conocedor de la narrativa española, rusa y portuguesa, de Baroja, Turguéniev, Chéjov (la atmósfera) y Block, nuestro autor no sólo educó la sensibilidad en su literatura, sino que aprendió en ella una concepción ética de la existencia y la capacidad de iluminarnos, en fin, diversos aspectos de la vida cotidiana acostumbrados a permanecer en la sombra. A menudo sus cuentos parten de una situación realista para ir adoptando motivos propios de la estética simbolista o de la tradición del relato fantástico, y sus finales suelen ser abiertos y alegóricos, para que el lector pueda participar siempre en la construcción de la historia.

Cuesta trabajo entender, sin embargo, por qué no se le ha prestado más atención a la obra narrativa de nuestro autor. Con todo, en los últimos tiempos, ha recibido la Medalla de oro del Círculo de Bellas Artes (2003), la obtención del Premio de la Crítica, el NH y el Salambó, todos en el 2004, y el Premio Terenci Moix en el 2011 por Desde los bosques nevados. A estos reconocimientos habría que sumar el monográfico de la revista Quimera (227, marzo del 2003), al cuidado de Luis Beltrán Almería, autor además del libro El simbolismo de Juan Eduardo Zúñiga (Vitel.la, 2008); y la edición de su trilogía sobre Madrid durante la guerra civil y los primeros años de postguerra, editada en Cátedra por Israel Prados, en el 2007, los cuales han venido a paliar en parte este inexplicable descuido. Pero quizá la mejor noticia sea que Zúñiga está escribiendo sus memorias, de las que encontrarán un anticipo en este mismo número, cuya aparición esperamos con suma curiosidad e interés.

                                                                                   

 



[1]. Vid. La Estafeta Literaria, núm. 30, 10 de julio de 1945.

[2]. Sobre las ideas de Zúñiga sobre la traducción, vid. “Una sugerencia quimérica. Las traducciones literarias”, Informaciones, 2 de diciembre de 1976.

[3]. Aparece recogido en el libro Brillan monedas oxidadas, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2010, con el título “El ramo de lilas”, pp. 39-44.

[4]. En esta novela se nos proporciona la nómina, levemente desfigurada, de los narradores entonces vinculados al realismo social: Ferres, Zúñiga, García Hortelano, López Salinas, López Pacheco, Felicidad Orquín, Nino Quevedo, Alfonso Groso y ¿Alfonso Bernabeu?.

[5]. Vid. la conversación entre Antonio Ferres y Juan Eduardo Zúñiga, moderada por Ignacio Echeverría, El País. Babelia, 2 de noviembre del 2002, pp. 2 y 3.

[6]. Cf. la entrevista de Paula Achiaga, El Cultural, 26 de junio de 1999, p. 30.