He aquí una novela que devuelve el gusto por la lectura, lectura a lo grande, como cuando, a leer, no se le llamaba simplemente así, sino engolfarse en la lectura. Con ella, su autor alcanza la novela cumbre de su vida. Si viviéramos en un país culturalmente decente, Las señoras de Paraná (Ed. Autores Premiados, 2014) se habría convertido en un acontecimiento literario. Profesor de Literatura Norteamericana en la Universidad granadina, ya en excedencia, Manuel Villar Raso (Ólvega, Soria, 1936; residente en Granada desde 1977) es un viajero incesante y un lector ávido. Su trayectoria se inicia en 1975, cuando, a raíz del premio Nadal de aquella convocatoria, publicó Mar ligeramente sur, novela yo diría entre el experimentalismo y el culturalismo de aquellos años, pero ya con el estilo sincopado y veloz, elusivo y envolvente que ha sido la marca de su producción, una veintena larga de novelas. Su inquietud por las ciudades extrañas y parajes remotos le llevó a Tombuctú a la búsqueda del rastro del mítico Yuder Pachá, y cuantos granadinos hubieron de emigrar hasta allá tras la Toma del reino en 1492 en oleadas sucesivas. Hoy, Tombuctú es una ciudad protegida por los organismos internacionales, pero, en aquellos años, apenas si se conocía más allá del nombre. Así que fue de los primeros en llegar a ella. Esto trajo consigo todo un ciclo de novelas inspiradas en África, erigiéndose en verdadero adelantado al adentrarse no sólo en sus misterios, sino en el pálpito de su vida más interna y desgarrada. Novelas como El color de los sueños o La mujer de Burkina pueblan este mundo de la decrepitud y el desamparo sociales. Corriendo el tiempo, y tras un buen rimero de novelas diversas, desde temática urbana a la memoria de la infancia rural, Villar Raso, como por destino natural del tránsito de la negritud hacia el Nuevo Mundo, recaló en Brasil, y aquí encontró la historia que nos narra, oída en lo germinal a una mujer llamada Silvana, a quien conoció en sus andanzas por aquella tierra en compañía de su hijo Eloy, historia que ha ido transformando en pieza narrativa de primer orden.

 

Su argumento él mismo, a través de la narradora cuya voz se extiende por más de trescientas páginas, nos lo resume: “Gabriela le había dado catorce hijos a su Ignacio Coimbra y nunca le amó. Eliana no llegó a perdonarle a Césare su desenfreno sexual con las ramerillas de Curitiva y las campesinas de San Geminiano, y nunca llegó a amarlo, aunque tuvo con él dos hijos. Marcela jamás quiso a mi papá Vincenzo Agnelli y nada más triste que este fracaso para él, nada más traumático para ella que casarse con un hombre a quien no amaba y con el que tuvo tres hijas”. Una de estas tres hijas, Rossana, es quien narra la historia. Que tiene en la cadena sexual de tres formidables hembras su sustento, y en el amor marital quebrado el ámbito en el que se desarrolla. Con un antes, los amores de don Pedro de Oliveira con su esclava prodigiosa Sebastiana Vellozo, y el choque emocional que supuso la venganza en ella de la que fuera su verecunda legítima Ana dos Praceres. Y un después, los fantásticos amores de la propia Rossana (hija de Marcela, nieta de Eliana y biznieta de Gabriela) con el micólogo Jan Van Rijsted y el ornitólogo Édouard Baulieu en la Ilha do Mel, un paraíso de la vida primigenia. Las mujeres desquiciadas a lo divino de esta maravillosa historia se casan con quienes no quieren y aman a quienes no deben, según las estrictas normas morales de aquel tiempo. Y todos los amantes son, además de alemanes la mayoría de ellos, afectos al mundo natural. El contraste entre la temperamentalidad estricta de ellos y la generosidad sensitiva y sexual de ellas, más la disparidad entre sus tipos de inteligencia, sagazmente intuitiva en ellas y pragmática e incolora en ellos, conforma la trabazón psicológica de estas páginas siempre al filo de la devastación amorosa. Escrita con pasión, y tesón, con frases breves, punzantes, y un ágil y endiablado ritmo, con imágenes que impactan como piedras, con su misma contundencia, transiciones rápidas y eficaces asíndetos, y un aire de fascinación que todo lo transforma, traza su autor esta obra maestra en donde tragedia y ensueño conviven, como el odio y el amor más desaforados, pero también la soledad que queda tras el fuego que consume la vida en las mujeres, y el olvido que afecta a los hombres que amaron sin ser correspondidos. Un fastuoso lenguaje acompaña el mundo vegetal y animal de aquellas tierras pobladas de pájaros exóticos y árboles milenarios en la Ilha do Mel, pero también en las inmediaciones del Iguazú, y en los parajes entre Curitiva y Paranaguá, documentación de la que el autor hizo asunto exhaustivo, al tiempo que hurga en lo más ignoto de la condición humana, adentrándose, con el hilo de la saga femenina, en los orígenes de aquella gran nación, fundada en la esclavitud transatlántica, y hasta finales del pasado siglo, con sus excéntricas guerras de antepasados, sus negocios efímeros, las ruinas comerciales repentinas, las ambiciones, los sueños, la conmoción de amar, la premura por vivir y morir.

 

Pero lo esencial aquí ha sido la inventiva. Trepidante la acción, detalladísimos los resortes emocionales que la propician en hombres y mujeres, se ramifica en mil peregrinos incidentes, se exfolia en una diversidad de registros tal que la sorpresa es continua, y la admiración, duradera. ¿De dónde le viene a este escritor su inventiva poderosa e inacabable? ¿Cómo es posible que se mantenga en tensión que no decae capítulo tras capítulo? ¿Cómo ha conseguido ahondar tanto, y certeramente, en la psique femenina? Todo aquí se orquesta armoniosamente en los elementos argumentales que la constituyen, en tanto que el lenguaje se acompasa a la melancolía a la que el paso del tiempo induce. Mujeres como Gabriela, que en la pobreza extrema cuida de su padre don Serafim, enfermo desahuciado con treintaitantos años, como Eliana, botánica y repostera, tan fuerte de voluntad como decaída de cuerpo, o como Marcela, casada contra su voluntad con un empleado de hotel y condenada por ello a los amores inestables de por vida, acabando en la demencia, pero hombres también como Joao, que terminó de ermitaño tras una vida errante y misteriosa, o como Césare San Geminiano, cuyo desamor de Eliana le sume en desesperación silenciosa y resignada, hasta la disolución de su identidad, o como Ralph Friedman o Herbert Weigel en quienes se opera la fuerza amorosa de estas mujeres excesivas, quedarán en el recuerdo como que tan vivas son y tan vividas parecen.

 

¿Realismo mágico? Lo que esto es, en definitiva se refiere al lenguaje en relación al tiempo. El Tiempo se dilata en el realismo mágico, de manera que el lenguaje ha de abarcarlo con perspectiva amplia de los tiempos verbales y la concatenación de objetos sugestivos: los acontecimientos, así, quedan subsumidos en una atmósfera irreal, pero a la vez tan cercana que los hace posibles. Y por increíbles, no dejan de ser verosímiles. Es un procedimiento, el realismo mágico, mediante el cual el autor sitúa al lector en una disyuntiva permanente: lo que parece, es, pero lo que no es también lo parece, cierto. Y consecuentemente, en estas páginas resuena García Márquez, pero también Carpentier (que se refería al realismo mágico, que él inició sin saberlo, como “lo real maravilloso”), aunque la voz que a mí al menos me ha sacudido es la que me llega de Jorge Amado, el grandísimo escritor que fundó su mundo en Bahía, mientras Villar Raso actúa mucho más al sur, la región del Paraná. Un Paraná cuyas señoras para siempre serán las de Manuel Villar Raso.

 

 

 

Las señoras de Paraná, Manuel Villar Raso, Editorial Autores Premiados, Sevilla, 2014.