Habitante fijo, fielmente diseccionado y minuciosamente seguido en la prensa y publicaciones literarias de referencia más importantes tanto de España y Latinoamérica como de Francia –y quien dice Francia, dada la enorme influencia cultural que sigue detentando este país, dice en todo el panorama mundial- las obras de Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) son periódica y entusiásticamente recibidas como auténticos clásicos contemporáneos. Sin ir más lejos, los mejores críticos literarios y, sobre todo, los más cómplices y hermanados, en ese gran árbol genético-literario que este autor ha ido construyendo, y revelando, libro tras libro, a lo largo del tiempo, le han dedicado brillantes páginas y ensayos en la patria de Voltaire y Rousseau o, si se prefiere, de Flaubert y Proust. Aunque en la patria también de Georges Perec, Julien Gracq y Raymond Roussel, autores muy queridos por este gran y fantástico narrador, siempre en estado de gracia, siempre a bordo de una nueva y sorprendente reencarnación, que es Vila-Matas. Autores inseparables de su literatura, transportados de un volumen a otro, hasta consagrarse, como otras muchas y selectas almas afines, en una especie de numina o espíritus protectores de carácter portátil. Se puede decir que Enrique Vila-Matas -como Shakespeare en el conocido cuento de Borges- habría tomado la misma resolución que el gran autor inglés: sufriendo por el hecho de no ser nadie, habría decidido ser todos. Heterónimos, suplantadores, dobles, copistas, impostores, plagiarios, hombres portadores de mil máscaras (“se debe leer a todos los escritores dos veces, tanto a los buenos como a los malos; a los unos, se les reconocerá, a los otros, se les desenmascarará”, decía Karl Kraus) recorren la historia de la literatura universal, desde Avellaneda, Pierre Menard y el Ossian de Macpherson, pero sobre todo el siglo XX, del que se puede decir que Vila-Matas es el hijo, o uno de los hijos, más cualificados. Recordemos, por otro lado, la afición que tenían los románticos en autoclasificarse hijos de un siglo, como Alfred de Musset al titular su célebre novela de contenido en parte autobiográfico La confesión de un hijo del siglo.
Hablando de publicaciones literarias francesas de gran prestigio, hay que recordar que hace cinco años, en un número especial de la revista Magazine Littéraire, Vila-Matas era el único autor en lengua española en una apuesta muy rotunda de esta publicación titulada “las diez grandes voces de la literatura extranjera”. Entre los diez elegidos para representar ese panorama global estaban varias voces anglosajonas de distintas generaciones (Zadie Smith, Richard Powers, Laura Kasischke y John Irving), un escandinavo (Arnaldur Indridason), tres premios Nobel (Alice Munro, Mo Yan y Orhan Pamuk) y una gran autora portuguesa como Lídia Jorge. En aquel caso abría el dossier dedicado a Vila-Matas uno de los autores franceses más interesantes de los últimos años, Bernard Quiriny, cuyos estupendos Cuentos carnívoros se iniciaban con un relato, a modo de prólogo, de su amigo y cómplice literario Enrique Vila-Matas. Señalaba Quiriny un hecho sumamente significativo: esa singular sorpresa con la que un lector que se inicia por primera vez en la lectura de un libro de Vila-Matas se encuentra. “Son libros –decía este autor francés- que a uno le hacen lamentar el no ser profesor de universidad para distribuir temas infinitos de su obra para tesis igualmente infinitas”. En efecto, al lector atento e incondicional (aunque se puede decir que todos sus lectores se convierten enseguida en incondicionales, teniendo en cuenta que Vila-Matas es posiblemente de los autores de nuestros días que más incondicionales crean) a ese lector sensible a sus incesantes juegos malabares literarios y a sus fascinantes laberintos bifurcados sin cesar en mil senderos llenos de significado, un aire especial, familiar, de la literatura de Vila-Matas le salta, siempre, inmediatamente a la vista. Lo hace más reconocible que ningún autor, o casi ningún autor, actual: la infinitud de lo narrado. Esos infinitos tentáculos y ramificaciones de un mismo tronco inicial que adquiere cada minúsculo movimiento emprendido por los protagonistas y narradores de cada relato. Las tramas; los personajes duplicados o no; los viajes del conocimiento de sí mismo o los lugares escogidos como huida; los hallazgos casuales; las lecturas infiltradas de otros autores; los azares y encuentros imprevistos (muchos de ellos sucedidos en cafés, en esos cafés que simbolizan, en palabras de Steiner, la “identidad europea”, como cuando el narrador, en un café de París, se encuentra en una silla una carta recién abierta y abandonada dirigida a Jean-Luc Godard, cuando en un café de Frankfurt una vieja dama a lo Dürrenmatt se le acerca para decirle que ella también es portátil y que un día “estrechó la mano de Edgar Varese”, o cuando en el café de la plaza de Saint-Sulpice desde donde Perec espiaba horas y horas lo que allí podía verse él también sigue con la misma tentativa de “agotar un lugar parisino”), todo ello forma una densa cadena perfectamente cohesionada y estructurada a través de unas incesantes fragmentaciones y rupturas emprendidas desde aquel tronco inicial del que se partió. Una cadena, un río narrativo que arrastra y lleva consigo todo lo que encuentra a su paso. Que se alimenta de depósitos y reservas de literatura en estado puro y del bombardeo continuo y cotidiano de estímulos sensibles. Y lo hace de forma enormemente subyugante, adictiva, ligera, con toques de humor tan sutiles que a veces rozan lo imperceptible, pespunteándose todo sin cesar de reflexiones y apostillas que se encabalgan unos con otras, llenos de sentido y de deslumbrantes momentos de alta calidad y tensión ensayística.
La de Vila-Matas en su conjunto conforma una literatura autónoma, de gran originalidad, que crea su propia tradición en territorios dominados casi masivamente por el realismo. De todos modos, una literatura como la suya que despedaza muchos de los códigos conocidos abriría brechas insospechadas en cualquier literatura y lengua de la que se tratase. El suyo es un proyecto literario sumamente coherente que avanza en el tiempo con una mezcla de fuerte cohesión y dialéctica interna, libro tras libro. Y lo hizo ya desde sus inicios, y desde una casi inmediata notoriedad conseguida como magnífico y singular novelista alejado del realismo, con obras como Historia abreviada de la literatura portátil –el legendario libro de género mixto, entre ficción y ensayo, que lo lanzó a la fama en 1985, tras la publicación de Mujer en el espejo contemplando el paisaje, La asesina ilustrada y Al sur de los párpados, en los años 70- a la que seguirían las novelas Una casa para siempre, Extraña forma de vida, El viaje vertical, Bartleby y compañía, París no se acaba nunca, Doctor Pasavento, Dublinesca, Aire de Dylan, Kassel no invita a la lógica y la última aparecida, Mac y su contratiempo. Pero también como autor de no menos espléndidos volúmenes de relatos como Suicidios ejemplares, Exploradores del abismo o Chet Baker piensa en su arte. Conforme ha ido avanzando en el tiempo, a esta parte más genuinamente narrativa y de ficción –si puede expresarse así- de su bibliografía, una bibliografía de por sí siempre impregnada de reflexiones sobre la escritura y la literatura, sobre el oficio y la actitud sin reglas ni certezas fijas por parte de un artista en nuestro mundo contemporáneo, se irían añadiendo unos muy brillantes ensayos todo menos canónicos, de género mixto y contaminado, continuamente reinventados, deconstruidos, que darían la vuelta por completo al género un día magistralmente inaugurado por el francés Montaigne. Ese es el caso de estupendos volúmenes, llenos de genialidad, como El viajero más lento, El traje de los domingos, Para acabar con los números redondos, Desde la ciudad nerviosa, El viento ligero en Parma, Ella no era Hemingway. No soy Auster, Perder teorías, Marienbad eléctrico, o el reciente y magnífico volumen recopilatorio Una vida absolutamente maravillosa. Por no citar un magnífico Dietario voluble, de los mejores en su género escritos en nuestra lengua. Un género, el ensayo, reinventado y autoapropiado a su forma y estilo (“¿qué le queda a la novela?”, se preguntaba Louis Ferdinand Céline, citado por Vila-Matas, y se respondía: “No le queda gran cosa, le queda el estilo: ese estilo hecho a partir de forzar las frases a salir ligeramente de su significado habitual, de sacarlas de sus goznes, forzando así al lector a que desplace también su sentido”). “No hago autoficción ni metaliteratura. El error está en leerme como un narrador, porque mi voz es la de un ensayista que utiliza al narración como soporte”, dirá de forma rotunda el mismo Vila-Matas en otro lugar. Todo formará parte de un admirable y colosal contenedor musiliano –como en su día hizo “Monsieur le vivisecteur”, Robert Musil, al encapsular todo un siglo que agonizaba recién comenzado- que alterna autobiografía de un autor que en ocasiones apenas se disfraza, ensayos infiltrados y autónomos, fragmentos de diarios, o conferencias y viajes de carácter académico o no. Un contenedor inclasificable –algo sobre lo que ironizará Vila-Matas hablando de Monterroso, cuyo libro Movimiento perpetuo, que “zigzaguea de un género a otro, y pasa del ensayo al relato, y de éste a la digresión o el divertimento”, fue escrito “antes de que hubiera tantos libros híbridos e inclasificables como ahora”- que conforma una seductora red caleidoscópica, un cuadro cubista y picassiano perfectamente engarzado, un tapiz de época microdetallista y a la vez panorámico. Un tapiz que habla del malestar del artista, del escritor que se plantea encrucijadas más allá de las salidas fáciles del oficio; del hombre de su tiempo que sin cesar se hace preguntas ya sea sobre su papel en este mundo y en la época que le ha tocado, ética y estéticamente, vivir (“todo escritor que ha conseguido un nombre y que lo impone sabe muy bien que, por este motivo, deja de ser escritor, pues administra posiciones como un burgués cualquiera”, afirmaba Vila-Matas en su ensayo Alemania en otoño, citando a Elias Canetti) como sobre el hipotético fin de los libros y de la Era Gutenberg, algo estelarmente presente en esa extraordinaria novela que es Dublinesca. O que se lanza a reflexionar, siempre sin dejar de incorporar una corrosiva e incisiva ironía, sobre la dialéctica del arte contemporáneo debatiéndose sin cesar entre sus contradicciones, bien como pura mercancía de consumo bien como excelsa encarnación del arte por el arte, liberado por fin de presiones de inversores y tendencias. Algo que Vila-Matas abordará brillantemente, se podría decir que por primera vez en nuestra literatura, en ese insólito e inusual proyecto narrativo que funde lo más radical del arte contemporáneo con una literatura, la suya, no menos revolucionaria, dándose la mano, cara a cara, en Kassel no invita a la lógica.
Una de las claves, desde el primer acercamiento que efectúe un lector, de cualquier procedencia y país, para penetrar en el fabuloso universo vilamatiano (tan fabuloso como para un niño del XIX que entrara en el universo de Julio Verne) será abandonar inmediatamente las ideas recibidas, los clichés que clasificaron y separaron estrictamente, hasta comienzos del siglo pasado, con la insumisa y dinamitadora irrupción de las vanguardias, no sólo los géneros y las disciplinas artísticas, sino un realismo portador de reglas y leyes fijas e inamovibles. Un realismo que en el siglo de Joyce se tendrá que confrontar con la imaginación en estado libre, sin cortapisas. Una imaginación que mezcla la ficción pura con la no ficción, la narración de historias con obras ensayísticas, fragmentarias, reflexivas, insertadas a mitad del relato. Difícil, por tanto, encerrar en un solo campo a un narrador total como Vila-Matas, que utiliza y reutiliza todo –incluso guiños a obras propias anteriores, escasamente entendidas en su día, como sucedía en Mac y su contratiempo-, que resucita e insufla de vida a lo que ha decidido callar, lo que no ha sido nunca escrito, como recordaba en Bartleby y compañía, citando, entre otros muchos, al oulipiano Marcel Bénabou: “Sobre todo no vaya usted a creer, lector, que los libros que no he escrito son pura nada. Por el contrario (que quede claro de una vez), están como en suspensión en la literatura universal”. Se trata, fundamentalmente, de excavar zanjas, de llevar a cabo arduos trabajos e investigaciones en territorios oscuros y subterráneos, vedados muchas veces a la vista de la mayoría, como afirmaba Kafka en una carta a su amigo Brod (citado por Vila-Matas en El mal de Montano) hablando de “los grandes temas y otras zarandajas” (que Brod le recomendaba que emprendiera): “¿Qué estoy construyendo? Quiero excavar un subterráneo. Es preciso que se produzca algún progreso. Mi puesto es demasiado alto allá arriba (...) Estamos excavando en el foso de Babel".
El manejo de numerosas citas en sus obras y artículos será una manera de operar y apuntalar esas construcciones, o excavaciones como las llamaba Kafka, presentes desde el principio en este autor. Un diálogo incesante que emprende con los que le precedieron o los que continúan sendas literarias para él “reconocibles”. Algo que viene a ser también una forma de encadenar una continuidad dentro de una historia –la historia de la literatura en su conjunto- ininterrumpida. En su ensayo Una proposición inmodesta, el gran poeta y ensayista ruso-americano Joseph Brodsky decía que cada generación transporta consigo “una parte del futuro de los que ya han muerto”. Con ellos conforma “una reserva genética, una poesía que precede”. La familia genética, el árbol natural genealógico de Vila-Matas, los autores con los que sin cesar conversa en sus artículos o en sus libros serían, entre otros, Walter Benjamin y Giorgio Agamben, Thomas Bernhard y Glenn Gould, Sergio Pitol y Augusto Monterroso, Erik Satie y Chet Baker, Antonio Tabucchi y Jean Echenoz, Jorge Luis Borges e Italo Calvino, Montaigne y Lichtenberg, Witold Gombrowicz y Samuel Beckett, Michel Leiris y Julien Gracq, Robert Walser y Frank Kafka, Hofmannsthal y Musil, Georges Perec y Raymond Roussel, Lorca y Gómez de la Serna. Isaac Bashevis Singer, en una conversación incluida en el estupendo libro de encuentros, lecturas y entrevistas de Philip Roth titulado El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras, lo llamaría “afinidades espirituales”: “La primera impresión que tuve al leer a Bruno Schulz fue que escribía como Kafka; me atrevo a decir que entre Schulz y Kafka existe lo que Goethe llama Wahlverwandtschaf, una afinidad espiritual electiva”.
En su ensayo “Me llamo Tabucchi como todo el mundo”, Enrique Vila-Matas se refería a su afición a las citas tan frecuentes en sus libros y artículos, a estos apoyos narrativos proporcionados por las obras de otros o, si se prefiere, a esa “poesía que precede” de la que hablaba Brodsky: “Muchas veces me han preguntado –mejor dicho, reprochado, como si hubiera cometido algún delito- por qué trabajo tanto con citas de autores. A esta pregunta mecánicamente les contesto que practico una literatura de investigación y que, como dice Juan Villoro, leo a los demás hasta volverlos otros. Este afán de apropiación –sigo diciéndoles- incluye mi propia parodia (…) No nos engañemos: escribimos siempre después de otros. En mi caso, a esa operación de ideas y frases de otros que adquieren otros sentido al ser retocadas levemente, hay que añadir una operación paralela y casi idéntica: la invasión en mis textos de citas literarias totalmente inventadas que se mezclan con las verdaderas”. Algo que Vila-Matas seguiría apuntalando extensamente en su brillante ensayo Intertextualidad y metaliteratura (incluido en un volumen de conversaciones indispensable para adentrarse en su vida y obra, firmado junto a su gran cómplice y traductor francés André Gabastou, Fuera de aquí): “Algunas de mis citas inventadas han hecho extraña fortuna y larga carrera y confirman que en la literatura unos escribimos siempre después de otros. Y a mí no me causa problema recordar frecuentemente esa evidencia. Así se da el caso, por ejemplo, de que se atribuye cada día más a Marguerite Duras una frase que no ha sido nunca de ella: <Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos>. Lo que realmente dijo es algo distinto y tal vez más embrollado: <Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos –sólo lo sabemos después-antes”.
Una posible definición para un autor que se resiste a tenerlas como es el caso de Vila-Matas sería la de buscador incesante, la de un terco y obcecado arqueólogo de la escritura y todo aquello susceptible de clasificarse como literario. Por exceso o por defecto, como sucedía entre dramática e irónicamente con el padre e hijo de esa obra absolutamente deslumbrante como diagnóstico del malestar de una cultura –tal y como hicieron entre finales y comienzos del siglo pasado la fantástica generación de vieneses, con nombres como Schnitzler, Hofmannsthal, Wittgenstein, Schönberg, Egon Schile, Kokoschka y Musil, entre otros- que es El mal de Montano. Vila-Matas es un creador que, insistentemente, jamás ha dejado de buscar lo que se esconde detrás de las cosas. O, si se prefiere, detrás de un simple y nimio punto del universo, su querido y admirado Georges Perec, autor precisamente del libro Les Choses. Vila-Matas encarna la figura del narrador nato que con hechos extraordinarios injertados en realidades prosaicas lanza a explorar con ahínco a sus protagonistas, de identidades dudosas o volubles -como señalaba el título de su excelente Dietario- más allá de sus universos confortables y conocidos, más allá de sus abismos rutinarios. Y lo hacen desde puntos de lo más variado: desde Lisboa a Veracruz, desde Nápoles a Dublín, desde Barcelona a París, desde las Azores a Herisau, en perpetuos viajes iniciáticos, aunque ya se hubiera iniciado todo en la vida. Así sucede con el Federico Mayol de El viaje vertical, con el Samuel Riba de Dublinesca o con el narrador de Doctor Pasavento. Viajes rebosantes de cambios y rupturas, de significados ocultos y verdades reveladas. Ese será el objeto último en estas trepidantes aventuras tan geográficas como mentales y existenciales: capturar verdades repetidamente provisionales e inestables, móviles y frágiles, sin cesar cuestionables. Móviles por ser tercamente buscadas y puestas en cuestión. Porque no se dejan de pensar, de forma distinta, una y otra vez, las mismas cosas. Un “pensamiento móvil” fundamental como punto de partida, sin cesar planteado por grandes pensadores como Foucault. Sabemos que existimos, lo decimos y lo afirmamos, pero no sabemos quiénes somos, ni de dónde provenimos exactamente, o hacia donde nos dirigimos. El autor se difumina cada vez más y desaparece tras el escudo protector, tras la máscara, que es su obra (“¿y si escribir es, en el libro, hacerse legible para todos e indescifrable para uno mismo?”, se preguntaba Blanchot, citado en Dublinesca). Todo es fruto de una gran incerteza (“por favor, no me deje solo entre personas llenas de certezas, porque es terrible”, rogaba Tabucchi). Ese desprecio por la presencia continuada y concreta del autor, más que por “la singularidad de su ausencia”, por su alejamiento o por su absoluta vocación de soledad, lo expresó brillantemente el mismo Vila-Matas, de la siguiente manera: “El verdadero triunfo, aquel <prestigio propio> del que un día hablara Juan Benet, la verdadera y sublime gloria literaria estribaría pues en no ser descubierto en el escondite, no ser reconocido. Después de todo, ya hace años que surgió la pregunta entre nosotros y muchos de mi generación nos hicimos circunspecto eco de ella. Hablo de cuando nos preguntábamos, casi obsesivamente, qué era exactamente un autor. Tal vez ser un autor sea hacerse el muerto, situarse en el lugar del difunto, y no perder de vista ciertas perspectivas que abrieron pensadores como Foucault, para quien lo que la escritura pone en cuestión no es tanto la expresión de un sujeto que escribe cuanto la apertura de un espacio en el que el sujeto que escribe no cesa de desaparecer”. Juegos de identidades esquivas y de obstinadas desapariciones que son emprendidas siempre con un ambiguo y delicado equilibrio entre “seriedad” y “falta de seriedad”, como se recordaba en ese maravilloso clásico sobre la idea del juego que atraviesa todos los tiempos y toda la historia de la humanidad que es Homo ludens del holandés Huizinga: “Todo el arte está ligado al juego (…) El rasgo común que constituye la verdadera esencia de todo juego, ya sea animal, infantil o adulto, únicamente se puede definir de forma negativa, es decir, como algo falto de seriedad. A la vez, el juego –competición, juego de azar, ingenio o suerte, ajedrez o apuestas- para poder ser considerado como tal, ¡tiene que ser serio!”.
La duda y el vértigo de la duda, la impostura y sus fantasmas, las identidades móviles y vagabundas, la tiranía de la masa sobre la autonomía del individuo, revelan la angustia y el malestar que recorre gran parte de lo mejor de la literatura del pasado siglo, desde Kafka, Thomas Bernhard, Canetti, Cioran o Handke. A fin de cuentas los impostores, ventrílocuos en busca de una voz propia, los fingidores pessoanos que se pasean por gran parte de la literatura de Vila-Matas, borrando sus propias huellas al contacto con los otros, actúan como el Zelig de Woody Allen, se rebelan contra la codicia, avidez sin sentido, ansias de dominación y mediocridad amenazante del mundo que les rodea, que no deja de sitiarlos. Y quien dice rebeldía contra la mediocridad ambiental, dice también insumisión radical a la hora de negociar los términos obligados, las convenciones forzadas, con la realidad que nos rodea. Una realidad que muchas veces traduce una enorme violencia provocada por cargas e imposiciones incomprensibles; que reproduce a cada paso una dureza inusitada provocada por la arrogancia y el complot continuado de “la mediocridad y el delirio”, términos acuñados en su día por el estupendo escritor que es Hans Magnus Enzensberger. Un delirio que roza, entre salvación y maldición, a no pocos de los personajes de este gran inventor, Enrique Vila-Matas, de cortocircuitos y fugaces relámpagos en el reino tanto de lo cotidiano como de lo extraordinario. O dicho con otras palabras: de narraciones sin fin que ponen en pie e imaginan “lo que pasa cuando no pasa nada”.