La literatura suiza tiene en Max Frisch a uno de los escritores más apasionantes del siglo XX. Que se pueda aplicar a Frisch este calificativo se debe no solo a su genialidad como creador de los más variados personajes literarios y a su faceta de novelista y dramaturgo, sino también al alto grado de compromiso social que manifestó a lo largo de toda su vida, tanto a través de sus composiciones literarias como de sus apariciones en público. Por otro lado, la obra de Frisch, tanto en el campo de la prosa y el drama como en el de la escritura diarística y el ensayo, está marcada por una linealidad difícil de encontrar en otros autores: la constante preocupación por dar una respuesta válida a la pregunta “¿qué soy?”, planteada ya en uno de sus primeros ensayos, y para la que toda su obra es un único intento de respuesta. Este hecho ha llevado a muchos críticos y estudiosos de su obra a definir la cuestión de la identidad como el tema central de su producción, algo que resulta demasiado fácil de afirmar si no se tiene en cuenta la enorme complejidad temática que presenta en sí cada una de sus obras en ese intento de responder a tan difícil pregunta.
En cualquier caso la afirmación, como digo, resulta fácil si no se tiene en cuenta tampoco que esta concentración en la problemática del individuo va unida a otro de los elementos constantes en su obra: el compromiso social con los acontecimientos de su época, la visión crítica de una sociedad en la que precisamente se halla inmerso este individuo. De ahí que no deba analizarse su producción única y exclusivamente desde el punto de vista de la búsqueda de la identidad, sino de la búsqueda de esa identidad en un entorno social muy concreto y determinado, pues la identidad se determina siempre a partir de dos aspectos bien diferenciados: la imagen que el individuo tiene de sí mismo (el yo privado) y la imagen que los otros tienen de él (el yo social) en tanto que sea capaz de percibirla. De este modo, el problema de la identidad resulta siempre ser un problema social.
Esta insistencia de Frisch en esta problemática del individuo inmerso en un entorno social está estrechamente relacionada con su propia biografía. La reflexión sobre el cambio y la incertidumbre que se produce en la vida en el momento de terminar los estudios y tener que buscar un trabajo, sobre las que reflexiona en uno de sus primeros ensayos, el que justamente lleva por título la pregunta Was bin ich? (¿Qué soy yo?), determinará también su posterior vida profesional, marcada asimismo por el hecho de moverse entre dos mundos, el de la arquitectura y el de la escritura, el técnico y el artístico, una faceta peculiar que configuró de manera decisiva y muy particular toda su obra literaria. La duda entre llevar una existencia burguesa o dedicarse al arte, a la literatura, y enfocar su vida de una manera muy diferente, determinó los inicios literarios de Frisch hasta el extremo de que sus dudas lo llevaron en alguna ocasión a destruir todo lo que había escrito y decidirse exclusivamente por la arquitectura, algo a lo que después renunció también definitivamente, sin por ello dejar de pronunciar conferencias sobre cuestiones técnicas. Esta problemática personal del propio autor, continuó definiendo su obra hasta el final, pues las diversas dicotomías entre las que se movió su vida, están presentes en su producción literaria en numerosas variantes enormemente significativas. Así ocurrirá con las polaridades Suiza-extranjero, vida-muerte, hombre-mujer, amor-odio o arte-técnica, entre otras.
La escritura dicotómica de Frisch se plasma no solo en sus temas, sino también en el uso de formas antagónicas. A pesar de no haberse conservado sus primeros escritos y de que él mismo no tomara muy en serio todo aquello que había compuesto con anterioridad a 1945, es evidente que ya desde los años 30 se sentía atraído muy especialmente por el teatro y la prosa, y que también en esos años, sobre todo cuando se incorporó al ejército, comenzó a cultivar el género del diario, que lo acompañaría también durante el resto de su vida. El Tagebuch 1946-1949 (Diario 1946-1949) surgió precisamente en la dicotomía, cuando trabajaba como arquitecto y no le quedaba tiempo para dedicarse a la escritura. La forma del diario le ofrecía la posibilidad de escribir y esbozar sus ideas, sin la necesidad de tener que dedicarle un tiempo excesivo, de ahí que Frisch considerara siempre esta forma de escritura como una “forma de emergencia”. Ello explica también por qué los diarios contienen tantos esbozos y apuntes de lo que posteriormente se convertiría en obras mayores integrando realidad y ficción, esto es, narraciones ficticias insertas en el contexto de los acontecimientos de la vida cotidiana, de reflexiones sobre la propia existencia, sobre lo personal.
Muy pronto empezó a verse en el resto de sus textos el reflejo de sus propias dicotomías biográficas: el mismo año en que contrajo matrimonio con Trudy, es decir, el momento en el que se decidió por la típica existencia burguesa, con una profesión y una familia, escribió la novela J’adore ce qui me brûle oder Die Schwierigen (J’adore ce qui me brûle o Los difíciles, 1943), una obra en la que se niega de entrada una decisión tal: el protagonista, sacado de su primera novela, Jürg Reinhart (1934), quema todo lo que ha escrito hasta ese momento y cambia su nombre, pero a pesar de ello fracasa en su existencia burguesa y se suicida. La novela era el resultado de las reflexiones nacidas al hilo de su viaje a Praga como reportero del Neue Zürcher Zeitung, algunas de las cuales fueron publicadas en el periódico en forma de artículo. A Jürg Reinhart, que en realidad es una reflexión eminentemente autobiográfica sobre los años de juventud, le había seguido la titulada Antwort aus der Stille (Respondiendo desde el silencio, 1937), un texto surgido tras la ruptura de su relación con Käte Rubensohn, una estudiante judía de Berlín, a la que había propuesto matrimonio, y cuyo protagonista es también un individuo que logra dejar atrás la estrechez de la mentalidad burguesa. Frisch juzgó esta obra de tan poco interés, que prohibió que se incluyera en las obras completas, un juicio que alcanzó también a Die Schwierigen y al relato Bin oder Die Reise nach Peking (Mi o el viaje a Pekín, 1945), considerada por él siempre como un texto de evasión, en el que desarrolló una vez más una trama que gira en torno al anhelo de vivir una vida real, aunque ahora con un cambio de perspectiva, pues es la sociedad y no el individuo la que se sitúa en el centro. No obstante, y a pesar de lo que el propio Frisch pensara al respecto, merece la pena destacar el interés de estos relatos por lo que aportan al conjunto de su producción, pues en esta temprana trilogía se anuncia ya la línea argumental de su posterior gran trilogía de los años posteriores, y que en realidad no es otro que su dicotomía vital: el individuo frente al entorno, la contradicción entre una existencia burguesa y una existencia dedicada al arte.
También de estos primeros años data su obra Blätter aus dem Brotsack (Hojas de la mochila, 1940), el primer acercamiento al género del diario, además de sus primeras obras de teatro: Santa Cruz (1944), temáticamente emparentada con Die Schwierigen, y Nun singen sie wieder (Ahora vuelven a cantar, 1945), un drama en el que se demuestra que todos los que han muerto en la guerra han muerto en vano, pues los supervivientes no han aprendido de lo ocurrido. Muy similar en este sentido es la titulada Als der Krieg zu Ende war (Cuando terminó la guerra, 1949), en la que el tema se repite, esta vez a través de la historia de amor de dos personas que no hablan el mismo idioma, un oficial ruso y una mujer alemana, que se entrega a él para salvar a su esposo, huido del frente y escondido en el sótano de su casa, una historia que él mismo había escuchado en el Berlín de posguerra. Frisch vio en esta trama la posibilidad de reflexionar sobre cómo el amor es la única fuerza capaz de acabar con todos los prejuicios y con las imágenes que surgen de ellos y presentar al hombre tal cual es, una tesis que repetiría posteriormente en Andorra. El éxito de Als der Krieg zu Ende war animó a Frisch a continuar con esta forma literaria y a dotar a sus textos de unos contenidos similares, con una alta dosis de compromiso social, pues la obra, una de las primeras reacciones teatrales a las circunstancias catastróficas del conflicto bélico, es, en realidad, una llamada de atención de carácter moral que dio lugar a numerosos debates, al tiempo que despertó gran admiración por la capacidad de observación de una persona neutral que se atrevía a dibujar unas imágenes claramente objetivas de los dos lados del frente.
En 1946 Frisch empezó de nuevo a escribir un diario en el que fue anotando todas las impresiones de sus viajes por Europa y, en especial, por Alemania, de manera que sus testimonios son hoy en día importantes documentos de la realidad de un momento en el que muy pocos intelectuales fueron capaces de escribir. Frisch hablaba con los alemanes y trataba de ponerse en su lugar. La destrucción que tenía ante sus ojos, no solo a nivel físico, sino también psíquico, esto es, en la mente de los propios individuos, fue adquiriendo en la prosa de su diario unos contornos claros y precisos, más propios del lenguaje de un hombre de ciencias que de un artista. La escritura le sirvió al mismo tiempo como terapia ante tales visiones y se aferró firmemente a ella. El resultado fue la publicación en 1947 del Tagebuch mit Marion (Diario con Marion), en el que la figura del escritor, del artista en general, ocupa un lugar fundamental en un diario que solo tiene de tal la secuenciación cronológica de las entradas: convaleciente de una enfermedad, Marion se ha hecho unas marionetas de papel que utiliza luego, sin ninguna pretensión artística, en representaciones para los pobres del pueblo. Pero es “descubierto” y en ese momento empieza su desgracia. Poco a poco, va dándose cuenta de la falta de nobleza de la gente, de la mentira de la sociedad, y va viendo a todos los que lo rodean como marionetas que penden de hilos; por eso, al verse a sí mismo también como una de ellas, se suicida, con lo que viene a demostrar a un tiempo la realidad de esa existencia y la posibilidad de su destrucción. Es el artista en el seno de una sociedad que se deja llevar por unos patrones convencionales, estereotipados y, en definitiva, aniquiladores, una temática que desarrollará más tarde en su novela Stiller. Por otro lado, la forma del diario es una respuesta clara a la pregunta sobre la posibilidad de seguir escribiendo después de un periodo de tan terribles horrores como había sido el de la guerra. Esta actitud inquisitiva, tan admirada por Brecht, se convirtió en una de las características más interesantes de su producción literaria, pues no hay obra en la que no se formulen con claridad las cuestiones más acuciantes del momento, tanto a nivel personal como social. Y para ello el diario le ofrecía más posibilidades que ninguna otra forma literaria.
Durante la guerra se había concentrado en Zúrich un buen número de actores y directores de escena, tanto suizos como emigrantes, que habían hecho de la ciudad suiza el centro teatral más importante de habla alemana y que, asimismo, hicieron las voces de maestros para el joven dramaturgo. Animado por ello escribió en 1946 Die chinesische Mauer (La muralla china), en la que, utilizando los recursos del teatro moderno (los personajes son máscaras, la acción es una farsa), presenta al intelectual incapaz de hacer nada frente a fuerzas superiores que llevan a la destrucción de la tierra. La obra surgió tras la experiencia de la bomba atómica y sus consecuencias (la posibilidad de destrucción de toda la humanidad, un tema que aparece también en el primer volumen de diarios), y se sitúa en el día antes del inicio de las obras de la gran muralla china, que ha de proteger el imperio ante cualquier posible invasión, y también ante cualquier cambio que pudiera venir de fuera o, lo que es lo mismo, que preservará la tiranía e impedirá el futuro, una muestra sin par de la manipulación de la verdad en interés de los gobernantes, y un claro reflejo de la situación política de aquel momento de reproches constantes entre las dos grandes potencias, Estados Unidos y Rusia.
En agosto de 1947 se inició finalmente la construcción de la piscina de Letzigraben, cuya ejecución Frisch había ganado en un concurso público algunos años antes. Las obras tuvieron un invitado de excepción: Bertolt Brecht. Frisch lo había conocido en casa del dramaturgo Kurt Hirschfeld, y resultó ser un encuentro muy enriquecedor: en cuestiones de construcción era Frisch quien aleccionaba a Brecht, en cuestiones de dramaturgia, e incluso de política, era este quien lo aleccionaba a él, aunque Frisch no compartía las opiniones de Brecht sobre el marxismo. No obstante, las múltiples conversaciones que mantuvieron al respecto supusieron para Frisch una importantísima fuente de inspiración durante aquellos años. En 1948 el editor alemán Peter Suhrkamp le animó a escribir una continuación del Tagebuch mit Marion. Cuando, a mediados de los años 50, Suhrkamp fundó su propia editorial, el joven suizo se encontraba entre los autores que centraban su atención junto a Brecht y Hesse. Frisch concluyó el diario en 1949 y un año después veía la luz con el título de Tagebuch 1946-1949. Es en este diario donde, bajo el epígrafe de «No te harás imágenes», Frisch reflexiona sobre la cuestión de la identidad, de importancia fundamental para el conjunto de su producción. Partiendo del concepto bíblico, el autor traslada la idea acerca de la imposibilidad de hacerse imágenes de Dios al hombre, en tanto que este representa lo vivo en cada individuo, su esencia más íntima y su ley, una entelequia de la que proceden y por la que se determinan sus transformaciones mentales, espirituales y físicas. Esta ley divina no es concebible en palabras sin que se reduzca y se falsee la plenitud de su ser, de forma que la prohibición de hacerse imágenes tiene validez también para el hombre y tan solo el amor es capaz de intuir y de suponer la plenitud de la vida en el hombre, liberándolo por tanto de la imagen. Ese mismo año empezó a trabajar en una nueva obra, Graf Öderland (El conde de Tierradesierta), estrenada en Zúrich en 1951, y en la que describía su ruptura con el mundo burgués de manera brutal. La obra supuso uno de sus grandes fracasos, debido, en su opinión, a los escasos medios y a las influencias negativas de la prensa local. Pero Frisch no supo ver que eran precisamente los círculos burgueses de la ciudad de Zúrich los que no podían consentir el éxito de una obra de tales características, pues en ella el autor se revelaba de manera decidida contra la burguesía suiza de una forma similar a como ella lo hacía contra él. Y ello porque Frisch, sin darse cuenta, se había convertido en un intelectual de izquierdas, claramente comprometido, que, con apenas 40 años, había adoptado ya la práctica totalidad de las actitudes y de las posiciones que mantendría hasta el final de sus días. No se trataba en modo alguno de posiciones extremas, sino de puntos de vista que compartían en general los jóvenes intelectuales europeos de la época.
1951 le trajo también la oportunidad de dar la espalda a esa mentalidad burguesa durante un largo periodo de tiempo: el Rockefeller Grant for Drama le obligó a trasladarse a Estados Unidos durante un año. Allí, Frisch percibió la amplitud y la liberalidad del país, el carácter abierto y el espíritu pionero de sus gentes como una auténtica liberación de la estrechez de miras suiza. Durante su estancia allí, Frisch trabajó en la redacción de una novela que giraba en torno a un protagonista que cambiada de identidad, pero tuvo que dejarla a un lado para iniciar un proyecto teatral con el que justificar el premio que se le había otorgado. El problema de la identidad en el entorno social se repite así una vez más en la pieza más divertida de Frisch: Don Juan oder Die Liebe zur Geometrie (Don Juan o el amor a la Geometría, 1953). Aquí, en lugar de hacer que el seductor tenga un mal final como en el original español, Frisch, de manera paradójica, convierte a un intelectual en un héroe admirado por las mujeres que no cejará hasta liberarse de ese papel, aunque para ello haya de pasar doce años de su vida seduciendo a las más diversas féminas con la intención de demostrar al final que el amor no existe y que, además, el objeto del amor es fácilmente intercambiable, por lo que se decide por el amor a la Geometría, para cuya culminación, no obstante, habrá de necesitar la ayuda de una mujer.
La práctica totalidad de sus obras dramáticas están concebidas como juegos de ideas, no como intentos de representar al hombre y al mundo con imágenes realistas, sino de interpretarlos en el marco de espacio y tiempo que pueda provocar asociaciones directas con aquello que el escritor quiere comunicar. A tal fin, Frisch se sirve con gran habilidad de las ideas brechtianas sobre el teatro épico, según las cuales el espectador no debe identificarse con lo que se representa en el escenario, sino tan solo considerarlo como tal, como una representación, y, por tanto, reflexionar al respecto y buscar una solución al conflicto planteado. Siguiendo estos preceptos no solo utiliza un buen número de los recursos de distanciamiento propuestos por Brecht (división de la escena, apelaciones directas al público, presencia de coros, etc.), sino que también construye algunas de sus obras a modo de parábolas, de las que el espectador ha de sacar su propia conclusión. El teatro, pues, ofrece al autor la posibilidad de dar continuidad a la temática individuo-sociedad sobre la que con anterioridad había reflexionado en diferentes entradas de sus diarios, así como en sus primeros escritos en prosa bajo una apariencia bien distinta, en ese intento constante por experimentar con las formas para encontrar el modelo adecuado.
Este lo halló Frisch en su gran trilogía de novelas, que se iniciaría en 1954 con la publicación de Stiller (No soy Stiller), la historia, otra vez, de una identidad fracasada, la del individuo-artista en un entorno hostil, no por los condicionamientos sociales, sino por la propia idiosincrasia del protagonista, la novela que había iniciado durante su estancia en América. La composición supone ya un cambio radical respecto del primer grupo de obras en prosa, pues el autor abandona la tercera persona, la narración onmnisciente, para dar paso a dos narradores (Stiller-White y el abogado) que, naturalmente, presentan los acontecimientos desde sus puntos de vista totalmente diferentes. La realidad, por tanto, no aparece aquí descrita como algo objetivo, sino exclusivamente como la verdad particular de cada individuo aislado, algo que se hace patente ya desde la primera frase de la novela: “¡Yo no soy Stiller!”. Este personaje que niega su identidad, que no es o que no quiere ser la persona por la que su entorno lo tiene, es en realidad Anatol Ludwig Stiller, un escultor zuriqués desaparecido sin dejar rastro siete años atrás en busca de una nueva identidad que tampoco ha logrado encontrar con el nombre de James Larkin White. Tras ser reconocido en el momento de su regreso a Zúrich, es arrestado, pues la policía lo relaciona con un caso de espionaje. De su anterior biografía, Stiller habla poco: en 1936 se había alistado como voluntario, siendo ya un reconocido escultor, para participar en la Guerra Civil española. De vuelta en Zúrich conoce a Julika Tschudy, una bailarina de ballet, y se casa con ella un año después. El matrimonio llega a una situación de crisis, tras la que ella enferma y él encuentra una amante (la esposa del que luego será su abogado); la relación dura poco, pero lo suficiente como para que Stiller vea su vida como un fracaso y desee cambiarla y, por tanto, desaparecer. Resignado ante la imposibilidad del cambio, regresa y, tras salir de la cárcel, intenta llevar una nueva vida con Julika, que pronto vuelve a ser exactamente igual que su vida de antaño. Solo la muerte de Julika, tras una grave enfermedad, logrará librar a Stiller de su biografía. Interesante es aquí la forma de la novela, que ofrece al autor la posibilidad de jugar con una perspectiva narrativa objetiva (las anotaciones del diario de Stiller y el epílogo del fiscal), que lo aleja de los acontecimientos y hace que el narrador aparezca distanciado de la acción, pudiendo con ello manifestar su alto grado de escepticismo. El tema de la obra, es evidente, giraba en torno a la temática que había interesado a Frisch desde sus comienzos: la tentación en la que caen constantemente los hombres de hacerse imágenes unos de otros, las cuales, de seguro, no responden a la realidad. Por qué una novela con esta temática tuvo un éxito tan rotundo se debe seguramente al hecho de que la perspectiva narrativa escogida por el autor sitúa esta gran obra de Frisch al nivel de otras grandes novelas del siglo XX, además de que la problemática que constituye el trasfondo de la obra resulta ser una de las cuestiones existenciales de la literatura en una época científica, en una época de estandarizaciones, en la que no es posible hablar del individuo de la forma en que se había venido haciendo tradicionalmente durante el siglo XIX. Así pues, si ya no es posible narrar una biografía de la manera convencional, han de inventarse nuevos recursos para ello, como aparentar, por ejemplo, que no se está narrando, y, en este sentido, el supuesto Mr. White va anotando pacientemente los fragmentos de la biografía de Stiller que amigos y conocidos le narran con el fin de refrescarle la memoria. De este modo, él solo cuenta aquello que oye sobre sí mismo, como si se tratara de un extraño, configurando de ese modo la biografía que realmente hubiera querido vivir y que surge de hechos tanto vividos en realidad como inventados.
Para comprender el éxito de la novela es importante también tener en cuenta el hecho de que la temática se adaptaba perfectamente a las necesidades de los lectores de la época y plasmaba literariamente las cuestiones sobre la destrucción de la identidad del individuo en la sociedad actual que Th. W. Adorno formularía poco tiempo después de manera teórica. La crisis de identidad a la que está sometido el individuo moderno, el yo que se desintegra, que no encuentra ni su forma ni su determinación, que sufre por sí mismo, que duda de sí mismo o que se pierde en una imagen falsa de su persona, son parte de las muchas variaciones que presenta este complejo problema. Tras el éxito de esta novela Frisch tomó la decisión de dedicarse a la vida artística de la literatura y abandonar para siempre la vida técnica de la arquitectura, se separó de su familia y cerró el estudio.
Algo muy similar a lo que le ocurre a Stiller es lo que le sucede en la segunda de las novelas de la trilogía, Homo faber (1957), a su protagonista, Walter Faber, un ingeniero que trabaja para las Naciones Unidas, absolutamente convencido de su papel como hombre racional, y que fracasa igualmente en su existencia, cuando una joven, Sabeth, que resulta ser su hija, le demuestra que en la vida también existe el amor. Frisch inició la redacción de esta novela tras un viaje de dos meses que lo llevó, pasando por Roma y Nápoles, hasta los Estados Unidos, México y La Habana, escenarios que encontraron un lugar en su nueva novela. El viaje le aportó además la distancia que necesitaba para curar las heridas abiertas tras su separación y las polémicas que había despertado su ensayo achtung: die Schweiz! (Atención: ¡Suiza!). Faber es el prototipo del hombre técnico, exponente de la civilización moderna. Se encuentra en situación de enemistad manifiesta con todo lo que lo rodea, e incluso su actividad laboral se concibe como una lucha contra la naturaleza que se presenta desde el principio del informe (así denomina Frisch a su novela) como un obstáculo para los avances de la técnica. Contra su voluntad, no obstante, el hombre técnico se verá enfrentado a ella en sus más diversas manifestaciones, y lo mismo le sucederá con el mundo del arte. Frisch dibuja, por tanto, a un personaje dominado por un principio antagónico, que enfrentará al hombre técnico frente al hombre artístico que hay en él, y que contribuirá a hacerle ver su fracaso como individuo. Cómo ha llegado a percibirlo será lo que Faber desarrolle en el informe que escribe desde el hospital, en el que está ingresado debido a sus fuertes dolores de estómago y en el que relata los acontecimientos ocurridos desde el aterrizaje forzoso de su avión en el desierto de Tamaulipas hasta la desafortunada muerte de Sabeth y su encuentro con Hanna, su antigua prometida y madre de la hija a la que él no conocía. El pasado que Faber creía superado vuelve a su vida, en una reescritura del mito de Edipo adaptado a los tiempos modernos, con una fuerza tan intensa que lo derrota sin posibilidad de volver a vivir una nueva biografía, ni de adoptar una nueva identidad. El hombre técnico no puede sobrevivir siquiera en su propio mundo técnico si no atiende también a todo lo más íntimamente relacionado con la esencia del ser humano. Y así, Faber pierde la seguridad en sí mismo, en todo lo que cree, y, al final, también la vida. Sus concepciones, que él creía sólidas como rocas, han empezado a tambalearse, y a través de todo el informe el lector percibe con claridad esa situación de desasosiego. Las reflexiones y los comentarios de Faber lo demuestran: en lugar de un informe objetivo, neutral, propio de un técnico, lo que ofrece Faber es un relato totalmente subjetivo, cargado de impresiones propias, desconcertantes en ocasiones, que no ofrece al lector todos los datos que necesita para la comprensión de los hechos, sino tan solo el esfuerzo del protagonista narrador por encontrar un sentido a los acontecimientos que han hecho que su vida se transforme de manera radical. De ahí que el supuesto informe tenga también un carácter tremendamente simbólico, pues la objetividad que pretende se ve superada siempre por la subjetividad propia del individuo que ve las cosas tan solo desde un punto de vista personal. O lo que es lo mismo: el corazón acaba dominando la razón.
Y es que en este proceso de autoformación y de búsqueda de la propia identidad desempeña un papel importantísimo el amor, entendido por Frisch, tal y como manifiesta en sus diarios, como única fuerza capaz de liberar al individuo de una imagen prefijada, de ahí que las relaciones sentimentales ocupen un lugar más que destacado en toda su producción. Para Frisch, que mantuvo a lo largo de su vida diversas relaciones sentimentales, el amor es capaz de acabar con todo aquello que conduce a una existencia burguesa, es capaz de permitir al otro ser como es y presentarlo en su verdadera identidad, ya que, por otro lado, también le ayuda a conseguirla. El amor es, pues, para Frisch casi una fuerza redentora, pero que en ninguna de sus obras se demuestra como efectiva: Julika no es capaz de salvar a Stiller, y tampoco Barblin a Andri en Andorra, del mismo modo que Sabeth tampoco lo consigue con Faber, a pesar de que este acabe reconociendo una capacidad para el amor que, cual hombre técnico, se había negado hasta entonces. Seguramente este fracaso esté en relación directa con el pasado de cada uno de los protagonistas, del que no pueden liberarse, pues está presente en ellos siempre, en cualquier acción, en cualquier pensamiento. Así, Stiller y Faber viven acosados por él, a pesar de haber intentado desterrarlo de su memoria; y lo mismo les sucede a los diversos personajes de Mein Name sei Gantenbein (Digamos que me llamo Gantenbein, 1964), donde el yo narrador protagonista aparece dividido en tres personajes distintos (Svoboda, Enderlin y Gantenbein, un técnico, un intelectual y un ciego) en un intento de cambiar de biografía y ver cómo hubiera podido evitarse el fracaso en cada caso, así como al protagonista de Biografie: Ein Spiel (Biografía: un juego, 1968), una obra de teatro especular del Gantenbein, el cual intenta en vano corregir el pasado tratando de actuar de una forma diferente a como lo había hecho hasta entonces sin conseguirlo, volviendo a caer otra vez en los mismos errores. Partiendo de su propia definición (“Yo pienso que la persona es una suma de diversas posibilidades, una suma no ilimitada, pero una suma al fin y al cabo, que va más allá de la propia biografía. Solo las variantes muestran la constante”), y una vez iniciada su relación con la también escritora Ingeborg Bachmann, con la que vivió cinco años, de 1958 a 1962, Frisch construye una novela en la que el amor vuelve a desempeñar un papel fundamental y se convierte en la constante de todas las variantes, los celos, el matrimonio, la infidelidad, la dicha, la pena y un largo etcétera, construyendo con ello una novela de rabiosa actualidad con la que Frisch demuestra más de una verdad: un hombre no puede nunca desempeñar todos los papeles posibles a la vez frente a una misma mujer. Mientras que las dos novelas anteriores se proyectaban sobre acontecimientos ya vividos, Mein Name sei Gantenbein propone posibilidades de futuro, y no solo una, sino tres bien diferenciadas, en un texto con un grado de experimentación formal mucho mayor que los anteriores, pues el yo que da voz a los personajes es una especie de guía que les permite actuar según una configuración muy personal, ya que deja que vivan historias que se complementan o que se contradicen, que aparezcan y desaparezcan personajes, que comiencen y terminen historias, probándoselas como si de trajes se trataran, todo según las necesidades y los deseos del yo para conocerse a sí mismo y a su entorno. El grado de experimentación formal en esta novela es mayor que en ninguna de las anteriores: el yo que da voz a los personajes es una especie de guía que les permite actuar según una configuración muy personal, pues deja que vivan historias que se complementan o que se contradicen, que comiencen y terminan historias probándoselas como si de trajes se tratara, todo según las necesidades y los deseos de este yo para conocerse a sí mismo y a su entorno. No se trata en este caso, sin embargo, de historias vividas, sino de imaginaciones, de suposiciones, las cuales constituyen a la postre su realidad, pues la persona no existe fuera de sus ficciones y su realidad se desarrolla únicamente a partir de la realización de sus posibilidades, lo cual constituye la absoluta ficcionalidad del texto.
Durante los años de composición de esta magnífica trilogía, Frisch había continuado ensayando con el género dramático. De este periodo son las obras Biedermann und die Brandstifter (Biedermann y los incendiarios, 1958), un nuevo enfrentamiento con la existencia burguesa, que acaba fracasando cuando el protagonista, dejándose llevar por la educación social, acoge en su casa a los incendiarios que, posteriormente, le prenderán fuego, sin que llegue a ser capaz de reconocer que no ha sido una víctima, sino el causante de su propia desgracia (una parábola también de la llegada de Hitler al poder y de la actitud pasiva y cobarde mantenida por la mayoría de los ciudadanos); Andorra (1961), en la que a través de la figura del protagonista Frisch demuestra una vez más cómo somos simplemente aquello que los demás ven en nosotros, en medio de personajes que representan todo lo negativo de la sociedad suiza con su mentalidad provinciana, y Biografie: Ein Spiel, en la que Frisch pone en práctica su “dramaturgia de la permutación”, esto es, el teatro de variaciones, alterando y variando la biografía del personaje en el escenario y permitiendo la vuelta atrás de los acontecimientos, al hilo de una acción que nunca transcurre de manera lineal y cuyo protagonista, decida lo que decida, no conseguirá introducir absolutamente ningún cambio. De este modo Frisch demuestra con esta pieza ser un gran conocedor de las psicologías masculina y femenina (es Antoinette la que renuncia a su relación con Kürmann cuando se le ofrece una segunda posibilidad), al tiempo que recoge los hilos argumentales de su primera pieza, Santa Cruz, y une el conjunto de su obra dramática con el de su obra en prosa, haciendo de ambos un todo enteramente unitario, a través del que puede leerse, en realidad, una crítica descarada a la mentalidad pequeñoburguesa y cerrada de un país como Suiza que, con su actitud, no hace en realidad otra cosa que perjudicarse a sí mismo.
La actitud crítica de Frisch frente a su país tuvo un punto álgido en 1966, cuando, con motivo de la concesión del Premio de Literatura Ciudad de Zúrich a Emil Staiger, antaño su profesor y amigo. En su discurso de agradecimiento, que tituló Literatur und Öffentlichkeit (Literatura y público), Staiger criticó la literatura de la joven generación por estar falta de técnica y de contenidos. Esta acusación concernía también a Frisch, quien el año anterior había titulado un discurso precisamente como Öffentlichkeit als Partner (El público como socio) y entendió el discurso de Staiger como una respuesta velada al suyo. A su réplica en el semanario Weltwoche le siguió rápidamente la de Staiger en el Neue Zürcher Zeitung. Los comentarios de Frisch fueron furiosos y airados, pero también valientes y comprometidos. Su defensa de la literatura de su generación le hizo romper con Staiger y sus adeptos, pero ayudó a consolidar lo que el resto de intelectuales suizos habían venido haciendo hasta ese momento.
Poco después, en 1971, dio forma a un proyecto al que le había instado Brecht mucho tiempo atrás: escribir una pieza sobre el mito helvético por excelencia. Así surgió Wilhelm Tell für die Schule (Guillermo Tell para la escuela), una obra en la que Frisch, recurriendo a la técnica del narrador omnisciente y del imperfecto propios del relato, criticaba tanto el mito como la bibliografía al uso sobre el tema, parodiando con ello no solo la figura de Tell, sino también los estudios literarios. Y dos años después, en Dienstbüchlein (La cartilla militar), volvía a pasar revista a sus recuerdos de los años en el ejército para llevar a cabo una revisión crítica y autocrítica de aquel periodo y de la actitud de Suiza frente al nazismo. Ambos textos suponen una confrontación paciente y reflexiva, aunque enormemente mordaz, con el propio país en el que Frisch había nacido y en el que pasó la mayor parte de su vida, y a través de la que se cuestiona la imagen que sus compatriotas tienen de sí mismos y de la Historia. Al mismo tiempo son una magnífica muestra de cómo se pueden unir literatura y discurso político.
Un nuevo volumen de diarios, publicado en 1972 y en el que se contienen las numeras reflexiones y experiencias de los viajes que había realizado junto con Marianne Oellers, su nueva compañera, confirma que Frisch sigue reflexionando constantemente sobre los contenidos y formas que ya aparecían esbozados en el primer volumen de 1950. Las fechas que lo enmarcan, Tagebuch 1966-1971 (Diario 1966-1971), coinciden con dos momentos significativos en la vida del escritor: la vuelta a Suiza después de un largo periodo de residencia en Roma y su 60º cumpleaños. El regreso de Frisch a Suiza se debió a diversas razones, tanto personales como profesionales: por un lado se había sentido siempre muy solo en Roma, y además la ciudad era el espacio que había compartido con Ingeborg Bachmann. Pretendía iniciar una nueva vida con Marianne y para ello lo mejor era un cambio de espacio. Pero, por otro, estaba también el hecho de que Roma, con el paso del tiempo, se había ido convirtiendo en un espacio extraterritorial, demasiado lejano a sus verdaderos intereses, a su cotidianeidad, a su lengua, a su material literario, en definitiva. La escritura de Frisch estaba estrechamente ligada a su biografía, a su país de origen, a sus vivencias, a su círculo de conocidos. Su país, y él mismo en su país, eran la materia prima de su obra.
La visión crítica de Suiza, dejada atrás durante tantos años, su posición política y los temas del envejecimiento y la muerte, son los ejes en torno a los que gira el volumen. Los acontecimientos políticos mundiales, algunos de ellos vividos por él en persona, forman parte también de las reflexiones contenidas en el diario, así como una serie de cuestionarios enormemente sarcásticos en los que el autor lanza preguntas sobre un buen número de cuestiones relativas al ser humano: el amor, el odio, la suerte, la gratitud, la vejez, el matrimonio, las mujeres, la esperanza, el dinero, la amistad, la patria, el humor, las propiedades, la paternidad, y un largo etcétera. Son el resultado de la experiencia de toda una vida, y las cuestiones que en ellos se plantean, junto con las distintas posibilidades de respuesta, son una forma más de reflexionar sobre una biografía, sobre el propio yo capaz de revisar el tiempo pasado desde la perspectiva que ofrece la vejez, o como única posibilidad de comprenderse a sí mismo
Tras el viaje a China en 1975 como miembro de una delegación alemana encabezada por el entonces canciller Helmut Schmidt, Frisch confesó en una carta a su amigo Uwe Johnson que viajar había dejado de fascinarle. Tal vez ese cansancio estuviera relacionado con el hecho de que muy poco antes, con motivo de una estancia en un balneario en Vulpera, había podido comprobar con sus propios ojos lo triste que era la vejez del ser humano. La reflexión sobre la inevitabilidad del envejecimiento y sobre lo perecedero de la vida humana se convirtieron a partir de ese momento en una constante para él y encontrarían su reelaboración literaria en los textos de este último periodo en el que, además, la editorial Suhrkamp comenzó a preparar la edición de sus obras completas. Aun con todo, continuó viajando con relativa regularidad, de manera que las últimas obras de Frisch, en las que domina por encima de todo el tema de la muerte, no suponen un abandono de las constantes por las que se habían movido todas las demás composiciones del autor. Es más, son casi una corroboración de todo lo allí apuntado, en el sentido en que la muerte es la única capaz de “liberar” del fracaso, imposible de remediar en vida. Así se ve, por ejemplo, en Tryptichon (Tríptico, 1978), donde los muertos hablan sin cesar con los vivos de todo aquello en lo que han fracasado en sus vidas y que ya es imposible recuperar, donde hay un lamento constante por la vida desperdiciada, no vivida, frustrada, fracasada. Los protagonistas intentan hacer hablar a aquellos que han amado y que ahora están muertos, con la única intención de poder seguir viviendo ellos mismos.
La crisis de las relaciones sentimentales es también el tema de Montauk (1975), una obra escrita como resultado de la relación del autor con la joven norteamericana Alice Locke-Carey, lo que le lleva a reflexionar y a dar un repaso a su vida a través de fragmentos en forma de caleidoscopio, mucho más efectivos que si de un libro de memorias al uso se tratara: imágenes de la infancia, un denso retrato del amigo Werner Coninx, la historia de su relación con Käte Rubensohn, sus experiencias como estudiante de Arquitectura, el matrimonio, los hijos, la separación, el papel de padre no ejercido y un largo etcétera. Aquí también por vez primera Frisch fue capaz de expresarse en el plano literario sobre su difícil relación con Ingeborg Bachmann, al tiempo que dedica páginas también a Marianne y a su madre. Tampoco faltan aquí las reflexiones sobre la vejez, así como sobre sentimientos personales (la fama, el éxito o el dinero), pero sobre todo acerca de la literatura. El amor fracasado es también el tema de Blaubart (Barba Azul, 1982), un relato en el que su protagonista, el Dr. Felix Schaad, es acusado de haber asesinado a su sexta esposa. La obra está basada en un proceso real contra un joyero de Winterthur acusado de haber asesinado a su mujer y puesto en libertad por falta de pruebas. La imagen del protagonista se dibuja aquí a través de las preguntas del abogado y el fiscal, así como de las respuestas de los diferentes testigos, que ahora se atreven incluso a decir cosas que en otra situación nunca hubieran dicho. Pero donde Frisch nos legó una auténtica reflexión sobre el paso del tiempo, la vejez y la imposibilidad de recuperar el tiempo perdido es en la narración Der Mensch erscheint im Holozän (El hombre aparece en el Holoceno, 1979), en la que un pensionista que vive en un solitario valle, aislado del mundo por un corrimiento de tierras, lucha por no perder la memoria. Es esta, si cabe, la obra más singular y más personal del autor, para la que adoptó además una forma muy peculiar: la combinación de la tercera persona con el montaje de citas sin elaborar de diccionarios, manuales especializados o anotaciones propias.
Incluso en esta obra Frisch siguió intentando responder a la pregunta que había dado pie a sus inicios literarios, a partir de la cual hizo llegar a sus lectores las más variadas posibilidades de fracaso de un individuo inmerso en un entorno social que lo lleva por un camino del que le resultará imposible salir, ni aun teniendo la posibilidad de volver sobre sus pasos y rehacer su vida. Una obra que, en su totalidad, viene a demostrar la incorregibilidad del ser humano, sus fijaciones y su falta de perspectivas y de preparación para hacer frente a una posible alteración de su existencia o, lo que es lo mismo, su capacidad para tropezar dos veces en la misma piedra. Con el paso del tiempo y la globalización de nuestra sociedad, la respuesta a esta pregunta es hoy si cabe más necesaria que nunca, pues el entorno está llegando a menudo a poner en cuestión nuestra propia existencia.
Los últimos años de la vida de Frisch estuvieron llenos de reconocimientos en forma de premios, de homenajes y de doctorados honoris causa en diferentes universidades de Europa y América. Poco después de haber tenido acceso a su ficha policial y de haber visto cómo Volker Schlöndorff llevaba a la gran pantalla la primera versión cinematográfica de su Homo faber fallecía el 4 de abril de 1991 en su casa de Zúrich, la ciudad que lo había visto nacer y a la que, en muchas ocasiones de manera involuntaria, estuvo ligada siempre su “apasionante” producción literaria.