Pensar la eternidad

(con sus distintas marcas registradas:

«la gloria literaria» es una de ellas,

tal vez la menos falsa o la que pasa

mejor las aduanas, sin levantar sospechas

su a menudo dudosa mercancía),

pensar la eternidad, decía y digo,

es manejar trilita, un explosivo;

raro será que no te estalle un día

en el alma y te deje para siempre

mutilado de sueños y esperanzas.

Si «humano no es medirse

con los demás, sino ocuparse solo

de las cosas», no quieras

medir tu corta vida con nada que no sea

tan corto como ella.

Blíndate el alma con la rosa efímera;

hazte un búnker por dentro con el canto

del ruiseñor, bastión inexpugnable;

alambra con espino tus afectos

y mina sus contornos 

de soledad, pues los resentimientos

son buenos zapadores. Que ninguna

luna llena se vaya sin que tú

con ella hayas hablado unos minutos:

nada te hará más fuerte.

«Oh monte, oh fuente, oh río» es todo cuanto

un hombre como tú va a precisar.

Ninguna de las ruinas gloriosas del pasado

ni la suma de siglos que hasta aquí

nos las han conservado etiquetadas

vale lo que este día, uno de tantos,

lo que esta rosa efímera,

lo que un ruiseñor, lo que cualquier

noche de luna llena.

Cada segundo de esos, vividos a conciencia,

vale lo que mil años. 

Ninguna eternidad podría comparársele.