Florencia del Campo, como en la canción de Nacha Guevara -versión de la original de Chico Buarque-, recorre la construcción de la una vida a través de la búsqueda de un hogar. La vida es la melodía del libro y la novela, claro, necesita también un ritmo. En este caso es la búsqueda vital y geográfica de una identidad. Ella, que confluye a través de sus palabras, en la falta de armónica de su pasado familiar en Buenos Aires con su presente en Madrid y alrededores. Una enorme espacio de terreno y narración se despliega ante nosotros: Florencia recorre una especie de remedo del Gran Buenos Aires, una transposición de Avellaneda y Caballito, convertida en el cinturón castellano de la capital de España, con su belleza, pero también repleto de ausencias y desánimos.

Cualquier edificación precisa de materiales, de sólidos referentes y ambientación nominal: una ecléctica selección que va desde el Antonio Machado en su faceta de soriano abandonado, Javier Cercas y la búsqueda de Sánchez Mazas y el resto de los ángeles caídos, caminantes de las letras malheridas de la posguerra, aquellas que aparecían en Leyenda del César Visionario de Francisco Umbral, con los fantasmas acomplejados afectos a la falange, extraños en sus propios espacios como el ángel caído de la Casa de Campo. El Cuaderno gris de Josep Pla traducido por Dionisio Ridruejo, Luis Racionero, pero también Casa partida de Julio Cortázar, los discos de los Rodríguez, la canción de Fito Páez que habla de Caballito, Luis Eduardo Aute y Leopoldo Macheral, Alejandro Dolina y el amor de Laura, Café Tacuba.  El amante de Marguerite Duras y el paralelismo entre Soria y el Chaco, entre Gabinete Caligari y los Illya Kuryaki and the Valderramas.

Un simple personaje, un tío de la protagonista, que ejerce de oráculo falto de compás en distintas cafeterías e instantes, hacen el esfuerzo primario, casi brutal, del cambio social que constituye el tú por el vos. Dionisio Ridruejo y las sardanas y habaneras, presencias que solo una porteña se atrevería a incluir sin levantar suspicacias -no las mías, perdonen la intromisión-, en una historia española, provocando un a ternura cómica que recuerda a los atardeceres tranquilos en tiempos de sosiego. El desinterés del porteño por los conflictos internos en su país de acogida son similares a las del español que viaja sin entender el peronismo o el proceso-dictadura de la generación que vio el Mundial 78. En Argentina y en España. Todo, claro, aderezado con ese inocuo centralismo del bonaerense. Pasar de Antonio a Manuel Machado es un ejercicio de valentía, más lúdico que real, como el anticapitalismo populista de José Antonio Primo de Rivera. No es baladí que Florencia del Campo abrace la desértica Castilla para evitar el pantano de la política. No es necesario, nada lo es. Quizá solo, como traza en su novela, la familia y el hogar. Imaginen una cita así: “Se sospecha de ella como de un videoclub que no acaba de cerrar”.

La protagonista se mueve en un presente continuo, en el que la casa es presencia y búsqueda a la vez, con lo que solamente nos ofrece retazos de su pasado. La salida de la Argentina, prácticamente con lo puesto, unos dólares y un sueño de escribir. Y España, donde se instala en la selva madrileña, construye su futuro con aplazamientos y el cuidado de niños que no son suyos, revelándose así el juego de sombras y espejos que abordará a lo largo de las páginas. Un derrumbe, una editora, un cuento infantil. Madre y literatura, no madre e hijos extraños. Transportar las canciones de Argentina a España: “Yo tengo una casita, así, así, así”. Habitaciones alquiladas, marcando en cada calle, en cada barrio, lugares donde la protagonista cuida niños, hace lista de sus lugares vividos, de sus lugares habitados. ¿Es lo mismo habitar que vivir? Cuidar a una niña mientras la madre trabaja: “Éramos un texto lleno de faltas”. Hija, madre muriendo de cáncer, niños, editora y escritora. Y más trabajo, trabajo que la acerca a la literatura: pisos turísticos o modelo de peluquería. ¿Ser niñera tiene que ver con las cosas o con el cuerpo? ¿Y ser escritora? Escribir artículos en el baño mientras los niños de otros golpean la puerta. Al final son palabras para otros, como son momentos compartidos con otros. Los minutos de la mamá, pero sin ser la mamá. Acabar pensando que el bebé se parece a ella. La genética transitiva, el ambiente sobre la ciencia. Cambiar de niños es más fácil que hacerlo con los hermanos. Si la autora no se hubiera marchado de Buenos Aires, ¿tendríamos un libro distinto? Una casa en San Telmo, unos hijos propios, unos cuentos del interior. Sería una melodía coherente que improvisa placeres clásicos, una conversación disidente entre un mesetario y una porteña.

Belleza en el recorrido por el ‘Gran Madrid’ o ‘La Castilla de los autobuses’, El Espinar, Ávila, Serranillos, Gredos, lugares donde acaba la Vuelta a España en los años ochenta... Los Ángeles de San Rafael, las curvas de Navacerrada, la factoría de DYC, Jesús GIL y, sí, otra vez, todos los fantasmas del pasado. Un pueblo cualquiera de torreznos y camarera inmigrante con el olor a grasa frita en el pelo negro, en la belleza ahogada. Volver a Segovia, a la capital, de luces de neón, para los enamorados. Ávila, el Barraco -más fantasmas, esta vez ciclistas-, señoras que pintan lienzos grises con sus maridos desaparecidos.  Segovia rural, de cocaína y electrónica. Buscar el amor, encontrarlo, quemarlo como el propano, el butano, el frío de la sierra. Ávila, los pisos extraños, juegos de trileros, el cadalso de los pinos. Las líneas de autobús, 545 y 546, Príncipe Pío, la Sierra, las Rozas de Puerto Real, los pulmones de Vicente Aleixandre. Dormita en la vista.

La autora selecciona fragmentos de canciones y poemas, de textos y narraciones. Yo me permito seguir el juego, espero que con algo de fortuna. La casa es el título, la casa es la canción, en el cien, en Natalia Ginzburg, en la canción de Los Planetas (‘Nueva visita a la casa’), en los relatos de los niños, en Hansel y Gretel (canción de Golpes Bajos), Caperucita Roja o los tres cerditos. Los cuentos están llenos de casas fallidas, de humedales y perdición.

La novela plantea un juego de transferencias emocionales: al venderse la casa de su madre ella va a comprar una casa que destruya por completo la casa de su infancia. Cuando su casa es mi casa yo soy mi padre. La casa como un cuerpo y los albañiles como médicos. La muerte de su madre en Buenos Aires, los obreros argentinos, todos los obreros del mundo contemplan los pezones de queso de campo, de queso curado. Derecho a una casa, a una ruina habitable, a tu propia leña, a los calcetines desparejados que encuentran su lugar entre las rendijas de cada casa conquistada.

El libro tiene un inserto que aparece, una y otra vez, la búsqueda del cuento, del libro sobre familia, casas y extracción vital, como cómo construir una casa -que representa el futuro-, frente a conservar el recuerdo. Piezas, unidas, que acaban teniendo un hilo conductor, la literatura fraccionada, la literatura en olas y secciones, escribir es extranjerizarse. Que tenga una casa de Florencia del Campo es una propuesta de encrucijada íntima, fragmentaria y atemporal, realista hasta que encuentras citas como esta: “La casa que vuelve en sueños todas las noches en el sueño hay una casa”.  Casas sobre planos. Parejas en la foto. Herencias y repartos. Una casa es distinta a una vida porque la casa se puede trocear y, si se derrumba, se puede volver a construir. 

 

Florencia del Campo, Que tenga una casa. Barcelona, Candaya, 2024