Tierra de nadie fue en el medievo y tierra de nadie fue por siglos. Soria quedó oculta a los viajeros del XIX que recorrieron España en busca de un pueblo pintoresco y un paisaje con carácter. El más meticuloso, el inglés Richard Ford, le dedicó a la provincia unas líneas desabridas en su Manual para viajeros por España y lectores en casa. «Ahora el viajero ha vuelto a entrar en las regiones desnudas de Castilla la Vieja y lo mejor que puede hacer es salir de nuevo de ellas lo más rápidamente posible». Y más adelante: «Es lugar aburrido y habitado por agricultores. Los alrededores son accidentados e inhóspitos [...] huraños y sin árboles [...] Lo cierto es que sobre esta provincia, que es muy poco visitada, se cierne como una pesadilla beocia de apatía e inactividad». Es una frase como un latigazo, y sorprende que no aparezca en las tres primeras ediciones originales del libro (al menos hasta donde he podido consultar: la segunda, de 1847 y la tercera, de 1855). Ford, al revisar su obra, dio en atender de nuevo tan desoladas tierras para volcar sobre ellas su feroz juicio. Qué míster se atrevería desde entonces a poner pie entre el Moncayo y el cañón del río Lobos, entre el Urbión y Medinaceli.
También había de quedar Soria a trasmano de los escritores del 98. Salvo la narración de un viaje a las tierras altas de Pío Baroja y alguna que otra pincelada de Unamuno o Azorín, sólo Eugenio Noel parece detenerse en ella. Machado es caso aparte: no fue viajero sino soriano. O ciudadano de Soria, que viene a ser lo mismo. Repuntó algo Soria en la literatura de la segunda mitad del siglo pasado, cuando España dejó de ser un escenario quijotesco para modernizarse gracias al Plan de Estabilización de 1959. Quienes quedaron perplejos por el cambio, reticentes a él o animados a explicarlo, volvieron a ella con un punto de nostalgia: Ridruejo, Ferrer Vidal o ese grandísimo escritor y viajero que fue Ramón Carnicer. De lado cabe dejar el reportaje menor que le hizo Josep Maria Espinàs y destacar, en cambio, la obra de Avelino Hernández, escritor delicado y soriano asimismo, de Valdegeña.
Soria, como ente literario, parecía abocada a la fatalidad del ruralismo, la vuelta y la revuelta al páramo, al hombre fundido con la tierra, a las leguas y leguas desiertas que se recorren a las veces sin divisar apenas más que la llanura inacabable donde verdea el trigo y amarillea el rastrojo, donde unos álamos de vida intensa y profunda anuncian al hombre: y quien dice el hombre dice un pueblo, tostado por el sol y curtido por el hielo. Unamuno vino a decirlo. Soria, una provincia sin apenas historia. Pero bajo su manto yace su intrahistoria, «la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura labor cotidiana y eterna». Unamuno también, quién si no.
Hace falta ser fino en la observación y delicado en el trazo para novelar la intrahistoria de un rincón provinciano. Y algo más que talento para lograr una novela intensa y subyugante. Enrique Andrés Ruiz se aleja del costumbrismo como género. Las costumbres que aparezcan en las páginas de Los montes antiguos, los collados eternos no son sino mecanismos que rigen las leyes internas de la novela, a su vez las leyes internas del devenir intrahistórico de sus personajes. Torrente Ballester apuntó la gran lección de Cervantes: «legar un modo de trasladar al arte literario el material empírico, que no consiste tanto en reproducirlo como en transfigurarlo». Y la transfiguración de esa «pesadilla beocia de apatía e inactividad» en material novelesco, en una urdimbre poderosa de hombres, paisajes y pasiones, la consigue Enrique Andrés Ruiz convirtiendo su texto narrativo en una sinfonía. La obertura: una descripción taxonómica de un pedazo de tierra y sus alrededores más próximos. Una cadencia lenta y exquisita; piedras, plantas, montes, aperos. Subyuga el léxico, rico mas desnudo de arcaísmos. Nos es próximo. Subyuga también el tempo. Cuando ya nos preguntamos dónde está el hombre, aparece de improviso. Un hombre, unos hombres, y sus vidas, pasiones, ilusiones y desengaños. Como el borbotar fresco y sabroso de una fuente. Y en los papeles de Ramón Mateo, que viene a ser el protagonista de esta novela, veremos sus andanzas en el frente de Guadalajara, en Jaca o en el Madrid de la posguerra; y mucho de esa Soria y sus gentes, de esos montes antiguos y esos collados eternos.
Por fortuna, esta novela no se adhiere al credo de la novela regionalista. No hay menosprecio de corte ni alabanza de aldea, que lleva implícita la denuncia a la desnaturalización que produce lo extraño, lo extranjero. No hay aquí «hechos diferenciales» que blandir como estandarte. Hay paisaje, pero no paisajismo; y hay hombres y no paisanaje. El paisaje aquí no es más que el vehículo que lleva al narrador a internarse por las historias del sujeto intrahistórico en un trenzado bien tramado de pasado, presente y futuro. Trascendencia, al fin.
Hablaba Sánchez Mazas de la ausencia de vida microscópica en las aguas tumultuosas y de su abundancia en las aguas quietas de una charca. Algo de esto hay en Los montes antiguos, los collados eternos. Con la observación detenida de la vida en unos pueblos aparentemente quietos y calmos, Enrique Andrés Ruiz puede describir con genio ese bullicio microscópico y soterrado. Lo hace con capítulos cortos en los que asoma mucho «el decir sabroso y novelero» de aquel cronista francés que aparece en uno de los Viajes imaginarios y reales de Cunqueiro. Es decir: asoma el mismo Cunqueiro. Pero lo hace con voz propia, la voz de un gran poeta. Porque Enrique Andrés Ruiz lo es (toda su obra anterior es poética) y no hay nada que enriquezca más una gran novela como es ésta que un pellizco de lirismo.
Enrique Andrés Ruiz. Los montes antiguos, los collados eternos. Madrid, Encuentro, 2011.