--¿Ha visto usted qué olas más altas trae hoy el mar?—me preguntó doña Margarita.
El mar estaba embravecido y el calor era denso. Parecía que el verano nos daba una tregua, pero eso fue ayer, cuando hubo cielo cubierto; hoy, en cambio, el verano ha llamado a la puerta de nuestros cuerpos con una piedra rusiente. Doña Margarita fumaba un cigarrillo falso, un cigarrillo electrónico, y miraba las olas. Había tomado sus pastillas con medio café con leche, con leche fría, para que el café remita su calor.
--Es un día maravilloso—contesté, porque a doña Margarita hay que seguirle la conversación, si no se entristece.
--Todos los días son maravillosos, querido amigo. A menudo las ambiciones inconcretas hacen desgraciadas a las personas. En cambio, ambicionar algo tan presente como respirar y ver y disfrutar del sol nos hace dichosos, tal vez eso sea todo cuanto hay que saber en la vida. Y hay que vivir los días, vivirlos sin culpa. He sido una mujer afortunada. He enterrado a todos mis maridos pero a ninguno de mis hijos, ¿no cree usted? Es una ley de la naturaleza, jamás debes de vivir más años que tus hijos, y la naturaleza ha sido buena conmigo, y le estoy agradecida. El agradecimiento es un sentimiento que ya no existe en este mundo. Pero el mundo siempre está inventando sentimientos, así que seguro que el agradecimiento habrá sido sustituido por otra cosa, seguramente más interesante, otra cosa que habré de perderme.
--Por supuesto, doña Margarita, es usted muy afortunada.
Me levanté de la terraza en la que estábamos y fui a por el álbum de fotos. Cuando se acerca el mediodía a doña Margarita le gusta hojear el álbum. Mientras hojea el álbum tengo que ponerle crema en la cara. El sol junto al mar es ya veneno para la gente mayor, y más en verano. Comienzo a extender la crema sobre su cuerpo dañado, y ella sonríe.
Doña Margarita, desde su infancia, pasa los veranos en esta villa italiana a orillas del Adriático, con terrazas sobre el mar y muebles restaurados, muebles de finales del siglo XIX, de altas proporciones, con cajones cerrados con llave, y con las llaves perdidas.
En la Agencia me dijeron que tuviera mucho cuidado, me proporcionaron un protocolo muy complejo, lleno de normas.
Doña Margarita me pide ahora que la lleve junto a la piscina. Como ella no puede nadar, le gusta que nade yo.
--Vamos, hombre, quítese el bañador, no se haga usted el remilgado, quiero verle desnudo, a mi edad, ya imaginará usted que el único placer que me queda es el de la vista. Me gusta ver nadar a los hombres. Tiene algo de lucha contra los elementos desatados de la naturaleza. Es algo muy erótico ver nadar a un hombre desnudo, golpear el agua con los brazos, con las manos. Es muy adánico, si es que existió Adán. Ojalá hubiera existido. Los mitos de la Biblia son tan simples como hermosos.
Es una piscina grande y antigua, de las que aún cubre; calculo que la parte más honda rondará los tres metros; está decorada con unas baldosas azules bellamente envejecidas; las escaleras están restauradas por una empresa florentina, hay una fecha: 1967. Me gusta tocar el fondo con las yemas de mis dedos y pensar en otras yemas de otros dedos que han hecho lo mismo a lo largo de estos últimos cincuenta años.
Me doy un baño y nado un rato, intentando que doña Margarita disfrute de mi exhibición. Me pide que nade con estilo mariposa. Y lo hago. El agua está caliente, y me acabo de percatar de que sobre la superficie flota un minúsculo ratón ahogado, casi ha entrado en mi boca.
--Los veranos en Italia son un lujo exquisito—dice doña Margarita—lástima que ya no pueda beber ni siquiera un vino blanco. Pero como estoy perdiendo la memoria, ya no recuerdo los maravillosos efectos del vino blanco. ¿Por qué serían maravillosos, no? Perder la memoria, querido amigo, es también estar con la vida. Si la vida ha decretado que olvide lo que fui, bienvenido sea el olvido. No se puede oponer uno a lo que la vida decreta. La memoria lo es todo en la existencia de un ser humano, pero perderla puede ser también el anuncio de una existencia nueva. Tal vez cuando resucitemos, si es que resucitamos, lo hagamos sin memoria de nada. Todos los seres humanos que han pisado este mundo creyeron que sus memorias eran sólidas, y pensar así solo es vanidad. La memoria es vanidad. El olvido es humildad. Como mucho, nos quedan las fotografías, que encierran al demonio de la muerte.
Doy la mano derecha a doña Margarita, ya que en la izquierda llevo el cuerpo del ratón ahogado, y caminamos hasta la orilla del mar. Llevo al ratón colgando de su cola, y se balancea su pequeño cuerpo, donde la asfixia se trasluce en la mueca de su boca como petrificada, casi parecida a un pez. Pienso en si su cola se resquebrajará y el cuerpo del roedor irá a chocar contra el suelo, pienso en si esa cola es capaz de soportar el cuerpo del que procede.
Doña Margarita quiere entrar en el mar, al menos mojarse los pies. Hace un intento y se echa atrás, y se ríe de su coquetería con el agua.
--El agua siempre está fría en la primera impresión, pero la primera impresión, pese a lo que se dice, siempre es dudosa.
Me quedo mirando sus pies, que aún conservan la perfección que debieron de tener hace muchos años. Sus uñas están pintadas de rojo con primor, le hicieron la pedicura ayer, es un rojo gel, el más caro, el más resistente. Un rojo perfecto en unas uñas gastadas y deformes, que ahora el agua salpica.
Arrojo el ratón a las olas --sin que ella lo advierta, aunque está muy distraía-- que lo traen de vuelta a los veinte segundos, posándolo junto a los pies de doña Margarita. El ratón era una cría, y junto a los pies ancianos compone un cuadro que parece una paradoja moral: lo recién nacido está muerto, y los pies deformes y vetustos de doña Margarita siguen vivos.
No se ha percatado de la innoble criatura que ha pasado rozando sus pies, pues su vista se está agotando. Tal vez sepa que está delante del mar por el sonido, o por la visión de una mancha azul, y por el olor a salitre, o por el viento, que mueve sus cabellos blancos, que son escasos, y dejan ver la piel del cráneo de doña Margarita.
La villa está llena de cuadros, fotos y recuerdos de familia. No acabo de entender muchas de esas fotos. Ni los cuadros. Componen un cosmos familiar que a estas alturas ya será inexplicable. Abuelos, tíos, padres, primos, cuyas vidas en este presente no exceden a la que el ratón perdió anoche, en la piscina.
En la Agencia me dijeron que nunca hiciera preguntas, que dejara que doña Margarita hablara. Pues suele hablar mucho, y le gusta hablar, comentaron con una sonrisa que no supe interpretar.
Es decir, que solo puedo llegar a saber de doña Margarita las cosas que doña Margarita tenga a bien contarme o aquellas cosas que yo pueda deducir de lo que veo, sin entrar en averiguaciones de ninguna clase. Esta norma no me ha costado nada cumplirla, porque de repente Doña Margarita anula mi curiosidad. O tal vez mi curiosidad se esté derrumbando misteriosamente, como si en el fondo supiera todo cuanto es necesario saber.
Por la noche, viene a vestirla una chica del pueblo. Tengo que telefonear al restaurante Ludovico, para que traigan el catering. Y cenamos doña Margarita y yo. Doña Margarita aparece con un vestido blanco, de seda blanca de Tailandia. Rita, la chica del pueblo, la ha vestido con esmero, con paciencia. Rita llama a doña Margarita “la bruja”, y no sé por qué se lo permito. No debería hacerlo. Rita me pone a prueba, estoy seguro, quiere saber hasta dónde puede criticar a doña Margarita en mi presencia, para ella es como un entretenimiento.
Cada noche tengo que ser un hombre diferente, eso lleva su preparación. Los de la Agencia me dieron un dosier completo. Son variantes de tres personajes: Luigi, Alfredo y Nikolay.
Fueron los tres maridos a los que doña Margarita le gusta recordar. Hubo un cuarto, lo sé porque aparece en las anotaciones de la Agencia, pero parece ser que ese cuarto marido es un misterio. Luigi es el marido italiano, Alfredo es el marido argentino y Nikolay es el marido ruso. En esta velada toca Nikolay.
--Nikolay, llevas una camisa perfecta esta noche, qué noche más hermosa de verano. ¿Te acuerdas, querido, que fue una noche de verano cuando tú y yo nos conocimos? Y fue en París.
Si ella dice París, los documentos de la Agencia formulan que yo debo siempre sugerir que fue en Roma. Aclaran los documentos que a doña Margarita le gusta coquetear con hechos del pasado sucedidos en esas dos ciudades.
--No, amor mío, fue en Roma.
--En Roma, oh, sí, fue en Roma. En París fue con Alfredo. No te pongas celoso, amor mío.
“Doña Margarita adora el verano, usted debe situar siempre que le sea posible la conversación en el verano”, esas fueron las palabras textuales que me dijo el director de la Agencia en la conversación que mantuvimos, aunque también está muy bien explicado en el protocolo. El director, al ver mi rostro interrogante, asomó una breve explicación: “sí, es porque ella nació en el sur de España, para ella el verano es la única estación que existe”. En eso puedo que yo piense lo mismo, aunque en este trabajo no me está permitido pensar, y pagan muy bien. Jamás como actor de teatro tuve un trabajo tan bien pagado. El verano si eres español tiene una dimensión especial. Por la noche viene una enfermera para acostar a doña Margarita. Es muy distinta a Rita, porque Rita es guapa e inocente. La enfermera, en cambio, es bastante desagradable; sin embargo, también insulta a doña Margarita y la llama “la hechicera bizca del demonio”.
Mi trabajo solo es la conversación, ponerle crema en la cara y el fingimiento. Y hacer pequeños recados, acercar una silla, acompañar a doña Margarita y fingir, fingir que han llamado sus seis hijos, y sus doce nietos. Allí sí que el trabajo es más complejo, porque tuve que meter en mi cabeza un montón de personajes, todos de carácter secundario. Son dieciocho personajes imaginarios, más tres maridos muertos, que fueron reales, según parece. “Sí, sus maridos fueron reales, lo verá en los documentos, sea cuidadoso con esa documentación, es confidencial, y le va en el sueldo su confidencialidad”, dijo el director.
Noto los dedos de la mano de doña Margarita corretear sobre mi pecho como si fuesen las patitas nauseabundas de un ratón, esa mano que sube hasta mi cuello, y hace un calor fantasmal, porque es un verano muy húmedo y pegajoso y hediondo. Y doña Margarita me besa, porque dormimos juntos, y por eso está tan bien pagado este trabajo, porque yo soy su cuarto marido, el más joven que tuvo, al que le sacaba cincuenta años y el que murió de un golpe de calor. Ahora me parece que doña Margarita me contempla con su ojo bizco. El sol en la cabeza es malo no solo para los ancianos, sino para toda clase de seres vivos.