Es sabido que Jiménez Lozano repitió en más de una ocasión que quería desaparecer de las portadas de sus libros. Consideraba que lo menos importante de lo que entregaba a los lectores era que su nombre apareciese en un lugar preeminente. Se pueden buscar muchas explicaciones a esta petición: ¿Era falsa modestia? ¿Se trataba de timidez? ¿Se apartaba de los intereses del mundo? No, no era falso pudor: era bien consciente de la importancia de su obra. Tampoco era timidez: los que le conocimos sabemos que se ponía el mundo por montera. Tampoco era una huida: no huyó de los horrores de nuestro tiempo, sino que los miró cara a cara. Entonces, ¿qué sentido tiene? Si nos detenemos en la petición del autor, y no la descartamos por insólita o la pasamos por alto sin llegar a comprender el sentido de lo que pedía, debemos dar crédito a la literalidad de lo que dice porque la intención es sencilla y no tiene revés, aunque suene extraña por lo inusual: Jiménez Lozano no quería ocupar el lugar que no le correspondía, no quería presidir los mundos que salían de su pluma, sino hacer posible que estos tuviesen vida verdadera. Rechazaba la pretensión del escritor demiurgo, creador y dueño de lo escrito. No es, pues, que con esa afirmación renunciase a la responsabilidad de su tarea, buscaba donar lo que él vivía a su vez como un don: su escritura. La conciencia que tenía sobre su obra era que lo esencial se le regalaba —los paisajes, las gentes, los argumentos, los pensamientos, los acontecimientos— luego quedaba el trabajo de pulir, que, en su caso, consistía en despojar a la lengua de todo lo que fuese brillo, autocomplacencia o adorno.
El lugar que Jiménez Lozano escogió para hacerse presente fue la mirada. Ahí es donde prefirió estar, y por eso se ve como se hace presente en su percepción. El escritor se asoma al mundo y su mirada puede estar llena de agradecimiento; o traspasada por la intención de hacer memoria de los que han sido; o transmitir el dolor por los que sufren la injusticia. Su escritura no responde primordialmente a una ascesis, es una antropología, una manera de concebirse. Jiménez Lozano es consciente de que un yo no puede serlo sin un tú: «tú no puedes ser tú, enteramente un hombre, si no acoges a otro yo. Es la ética de Lévinas, la ética de los ojos: yo no puedo ser yo, un yo completo, sin los ojos de los otros» (El País Semanal, 16 de febrero de 2003). Los ojos de Jiménez Lozano miran y así se hace presente en la urdimbre de sus relatos, en la parquedad de sus versos, en las experiencias de los diarios o en las migajas que ha dejado la historia en sus ensayos, y siempre intentando no robarles el espacio que les corresponde solo a esos «tú» que le permiten ser «yo». Su ideal es no interponer nada delante de lo que se le da, sino mirarlo, hacerlo suyo y escribirlo. De ahí deriva que dijese que la literatura fuese levantar vida con palabras. Y se comprende mejor que no le gustase la palabra escritor, que sentía demasiado cargada de orgullos personalistas. Prefería denominarse escribidor. Como tampoco le gustaba la palabra creador, que reservaba solo para Aquel que hace y sostiene las cosas en torno. Incluso en el estilo personal del diario, buscaba ser un simple notario de su experiencia y ofrecerla a quien tuviese a bien recogerla. Nada más.
Nada más (y nada menos)
Hay dos de sus cuentecillos, ligeros, encantadores, y al mismo tiempo muy serios, que pueden servir para comprender ese lugar que quería ocupar en su obra. Se trata de las historias de dos mujeres anónimas, cuyas experiencias trasmiten dos intenciones fundamentales del autor cada vez que se pone a escribir: evitar el reflejo del yo y escribir desde la piedad por los que sufren.
El primero se titula «La analfabeta» y cuenta la historia de una mujer de cincuenta y nueve años que asiste a clases nocturnas para aprender a leer y escribir (Un dedo en los labios, 1996). Empieza a hacerlo fascinada por el descubrimiento que supone nombrar el mundo. Está contenta porque puede conocer de manera nueva las cosas a su alrededor, admirarse de que existan, hacerlas suyas, vivirlas por dentro. El estupor de la aplicada escribidora permite imaginar un proceso que, tal vez, haya quedado sepultado en la conciencia infantil de muchos lectores y escritores hodiernos, pero que, imaginado en una mujer madura, subraya el carácter extraordinario de este aprendizaje. Leer y escribir son actividades descubridoras, de repente se cae en la cuenta de que las cosas están ahí y se dan, y pueden ser gustadas gracias a la experiencia que su nominación permite. En esa inocencia primera está la base de un escritor que sea digno de tal nombre. ¡Ay!, pero a la aplicada estudiante nocturna hay una palabra que se le resiste y no sabe el porqué. Es la palabra espejo. La palabra que le devuelve el reflejo de su yo, la palabra que se llena con su imagen. También a Jiménez Lozano, como a la mujer analfabeta del cuento, se le resisten las historias que se basan en el reflejo de un yo que ocupe todo y no deje espacio para el que es y acontece. Así se lo confiesa a Gurutze Galparsoro en 1998: «Un escritor tiene un enorme riesgo de perdición total: el que llene los cielos y la tierra con su “yo” o su nombre —que viene a ser lo mismo— hasta hacer que ese “yo” y ese nombre sean más grandes que su obra. Entonces se da ese espantoso espectáculo entre trágico y grotesco de un escritor mirándose directamente al ombligo o en el espejo de su público y de su gloria; su escritura se convierte en un puro ejercicio de resonancia, palabras y más palabras huecas y cada vez más retorcidas».
La sorpresa ante lo que existe recorre de manera inconfundible la obra de Jiménez Lozano. Esa mirada agradecida tropieza lógicamente con el dolor, la injusticia y la muerte. Las palabras del castellano se inclinan hacia lo despojado y lo inocente, pero no es ciego como para dejar de ver las heridas de este mundo. El odio, el sufrimiento de los inocentes, la falta de libertad… exigen un ajuste de la lente para una mejor visión y, por demás, una entrega a sus lectores de las preguntas que despierta un mundo embrutecido. Y es precisamente la peripecia de otro de sus personajes, también insignificante, la que nos aclara en qué consiste este ajuste. Como en el relato anterior, la historia de «La ladrona» no llena más de dos páginas, su figura pasa como quien no quiere la cosa y, sin pretenderlo, deja huellas profundas. Nos cuenta la peripecia de una mujer sin nombre («Era una viejecilla menudita, con el rostro muy blanco, el pelo muy blanco, las manos muy blancas (…) Y andaba como a saltitos, muy rápido durante unos segundos, pero luego tenía que apoyarse en seguida en el bastón», Un dedo en los labios, 1996). La sorprendemos buscando unas puntas en la ferretería. Las prueba clavándoselas en las yemas de los dedos, las pasa de un dedo a otro y comprueba su agudeza, le provocan escalofríos. La viejecilla sale del comercio sin comprar ningún clavo y se esconde tres de distinto grosor en el bolsillo; al poco adquiere una cinta de seda blanca en una mercería cercana. La ladronzuela vuelve a casa y llegamos a saber el para qué de estas pruebas y esta compra. El cristo de la pared de su alcoba se ha caído y uno de sus brazos ha perdido la sujeción a la cruz. La anciana procede a probar las puntas que se ha llevado para restituir el brazo a la cruz, pero algo se resiste en ella: no puede hacerlo. Le duelen a ella las llagas de la imagen. Lo resuelve poniendo la cinta blanca alrededor de la muñeca para fijarla, tapa las heridas de las palmas de las manos con cera y se decide a devolver las tres puntas a la ferretería. Este personaje contribuye a aliviar el dolor del mundo. Nada de clavos y heridas sino cintas que alivien el peso del dolor del mundo, que ya ha sido asumido por una víctima, la definitiva parece decir Jiménez Lozano, aunque no lo dice y ahí lo deja para que sus lectores, si queremos, hagamos cuentas con el horizonte que hace vislumbrar en su historia. No extrañaría a nadie imaginar a este escritor, ya sea como la sorprendida analfabeta a la que se le resiste la palabra espejo, ya sea como la viejecilla intentando aliviar los dolores del mundo. En esas figuras anónimas —ni siquiera tienen nombre— descubrimos la singularidad del escritor y su manera de querer hacerse presente.
El telar de José Jiménez Lozano
Se podría objetar que el acceso a la obra de un escritor, leído, traducido, premiado, sea por la puerta pequeña —la de dos insignificantes cuentos— y que se hace rebajando la importancia de su escritura. Sin embargo, los dos relatos dan la medida de una mirada única en nuestra literatura. Esta puerta es un acceso a su estancia o al telar del que salen piezas urdidas con torzales seguros: la alegría porque las cosas sean y la compasión por los dolores del mundo. Es cierto que para descubrir sus historias hay que estar dispuesto a entrar en un taller que tiene mucho de variado quincallero, donde se ofrece de todo, como se irá descubriendo en las páginas que siguen. Una variedad que implica una selección de los materiales con los que se teje. No todo sirve. En este telar no se fabrican terciopelos, ni se usan hilos de oro, ni resultan sedas coloreadas. Sí salen lanas de abrigo, algodones frescos, o lienzos consoladores; todos ellos tejidos con hebras sueltas y de colores, hilachas aprovechadas de entre los restos desechados en otros talleres e hilvanados con suavidad. Las tramas no deben estar apretadas sino resultar ligeras, transparentes, sueltas. A veces está obligado a presentar pesados mantos del color de la púrpura, pero incluso a estos se les ven las faltas del revés: piénsese en sus Inquisidores atados a procesos, en sus monarcas enfermos, en los obispos atormentados, en los gobernantes anónimos o en los banales poderosos de este mundo. El escritor no quiere sus mantos granates, ni los oropeles en su telar y solo los nombra para dar fe de sus tropelías, o para poner de manifiesto cómo han querido cargar sobre los hombros de los más pobres pesados fardos. Pero ni toda la púrpura ni el oro, ni los rasos y sedas del mundo logran destruir los libres movimientos de las pobres gentes de su escritura. Como tampoco los poderosos oscurecen los resplandores que ofrece la naturaleza cada día. Y ninguna orden oficial puede dominar los secretos y los silencios de las gentes.
Por eso no se puede esperar que de su telar salgan brillos y relucencias, sino que su oficio atiende y se empeña en el hilado ligero que no añada peso a las historias sino que permita ver el secreto de su hermosura o de su drama, o los dos. Por otro lado, este taller se nutre de la conversación y la charla: piénsese en varios textos donde se hace visible esta dinámica a través de los comentarios de los escribas, los charladores, los caminantes, los que llevan noticias de un lado a otro y comentan lo ocurrido, o lo escuchado, o lo hallado, o lo leído.
La mercancía se origina en estas miradas y estas escuchadas. Y es tan numerosa como variada. Al menor descuido, y sin pesar, regalaba un librito autógrafo e ilustrado (conservo uno inédito titulado La guirnalda de Julia), o se sacaba un poema para la red («Atardecer de octubre», escribía los pregones de las fiestas de Langa, su pueblo natal, (textos que recogen personajes e imágenes de su infancia) u obedecía como un niño a la petición de un exégeta de recrear una figura bíblica («El paseante, o Esther recontada»), daba un ensayo a requerimiento de una asociación de profesores de español («La paideia y sus mínimos») o rellenaba cuadernos con collages que descansan en su biblioteca. Todavía están sin recoger completamente los miles y miles de artículos que publicó: su firma ha aparecido en las cabeceras más importantes de la prensa española (El Norte de Castilla, El País, ABC, La Razón, etc.) ininterrumpidamente desde 1954 hasta las vísperas de su fallecimiento. Eso sí, cambiando de grupos editoriales porque siempre buscó la libertad, esa evangélica que dice: “y si no os reciben ni os escuchan, al salir de la casa o del pueblo sacudid el polvo de vuestros pies”.
Si se empieza a husmear entre los rollos de tela, al lado de piezas como las que se comentaban más arriba, que resulta muy difícil llamar menores, figuran novelas de la solidez de las iniciales: se estrena con Historia de un otoño en 1971. Se trata de un relato sobre la libertad, y sin embargo, no hubo crítico de la época –y por descontado ningún censor— que supiese o quisiese ver el desafío que suponía su publicación en una España en la que la libertad era conculcada. Con solo un año de diferencia publica El sambenito, que cuenta los estertores de la Inquisición española y el drama de sus víctimas. Y en seguida, en 1973, ofrece a sus lectores la voz dolorida que recoge La salamandra (1973): una atormentada y doliente perorata de un jubilado, Damián, que transmite con su voz repetitiva y angustiada las atrocidades de su formación, los horrores de la guerra civil española y la banalidad de algunos foros intelectuales en el Madrid de la posguerra. Con Duelo en la casa grande (1982) asistimos al retrato de los caciques rurales y de sus infamias, especialmente con las mujeres aplastadas. Ya solamente con estas cuatro primeras novelas, el visitador del telar sale bien cargado de la estancia. Textos que vieron la luz gracias al aliento de Delibes, el amigo y director de El Norte de Castilla, que animó a que Jiménez Lozano escribiese novela y apoyó sus primeras publicaciones fervorosamente ante el editor catalán José Vergés. Editor y amigo coincidieron que estaban ante una gran promesa de la literatura española, como ha señalado Santiago López- Ríos (Ínsula, 2020), mientras él se resistía: «Empecé tarde a escribir por miedo, porque había leído mucho y comparaba» (El País Semanal, 1992).
Además, la publicación de sus primeras novelas coincide temporalmente con el trabajo vespertino en El Norte de Castilla. La amistad estrecha con Delibes, como se ha visto, no se limitó a las tareas propias del periódico, crearon una tertulia para conversar sobre la sociedad, la cultura, el país y lo que pasaba en el mundo, de la que resultó una sección del periódico: «se formó una sección de crítica política, bastante insólita para la época, que la llamábamos inocentemente El caballo de Troya...[éramos] Manuel Leguineche, César Alonso de los Ríos, Martín Descalzo, Javier Pérez Pellón, Molero, un abogado de Valladolid, Campoy, que era el jefe de la Redacción..., Delibes, que entonces dirigía el periódico...nos dio gran libertad... En realidad, queríamos hacer inocentemente lo que hacían los franceses. Eso lo decía Aranguren muy bien: “Estamos haciendo aquí los Sartre y los Mauriac de Francia, sin serlo”». Esta tertulia es clave para comprender que de la conversación sobre lo que se ve y se escucha se llega al juicio y a la escritura.
De estos y otros pensamientos y reflexiones resultan dos espléndidos ensayos. El primero de ellos le granjeó la amistad de Américo Castro. La relación partió de la libertad que el maestro exiliado reconoció en el joven escritor entonces, al abordar desde su conciencia cristiana los desmanes de una cierta cristiandad hispánica. Meditación española sobre la libertad religiosa (1966) ofrece una dura crítica al sometimiento de la Iglesia al poder político y aboga por la libertad religiosa como fundamento de todas las libertades. Es un texto histórico porque señala las razones de un menoscabo de la libertad en España y muestra una comprensión temprana y lúcida del documento sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II. Como fue en su día una obra valiente el ensayo titulado Los cementerios civiles y la heterodoxia española (1978). Un catálogo de cementerios civiles —tumbas en las que se enterraban a los que pensaban de manera diferente, a los suicidas y a los heterodoxos— que visitó con dolor e intentando recrear las vidas de las personas enterradas en los llamados corralitos. A estos dos textos fundamentales, habría que añadir otros menores, los llamo así por la extensión que ocupan, pero no por ser menos importantes. Es obligado hablar de su opúsculo Nosotros los judíos (1961), en el que reivindica el origen judío de nuestro ser y cultura, o el ensayo sobre El ateísmo (1969). Los conjuntos de artículos, publicados en El Norte de Castilla, las revistas Destino, El Ciervo, Vida Nueva y en los primeros años del diario El País, hacen miles de páginas escritas por este “cristiano impaciente” y “en rebeldía”: Fruto de sus lecturas, de sus conversaciones con escritores, pensadores, teólogos y artistas europeos, americanos y orientales y en diálogo continuo con ellos fue fraguando un pensamiento propio y original, caracterizado por la libertad. Varias denuncias los recorren: las sinrazones de la injusticia, la injustificada imposición de la muerte de Dios, la conculcación de la libertad, el odio a la hermosura, los tinglados de una cultura mercantilizada, la politización del lenguaje. Otros se centran en lecturas, que se ofrecen para alumbrar o acompañar a sus lectores. Otros, escritos en el contraluz de la historia a la que hacen referencia, denuncian momentos y acontecimientos, de una España que, rompiendo la convivencia, hace crecer lamentablemente el número de las víctimas.
A ellas, a esas víctimas, a esas pobres gentes, a esos “seres de desgracia” dedica sus mejores esfuerzos y sus más hermosas y tristes historias. Por serles fiel pasa del ensayo al relato. La narración le permite la aproximación tierna y compasiva hacia las figuras que han quedado en los márgenes de la historia. En este sentido la escritura de cuentos será constante y numerosa a lo largo de su trayectoria. Se cuentan trece títulos para mostrar esas vidas olvidadas. El escritor y amigo José Ángel González Sainz señala cómo envuelve esas existencias en «simbologías de una aparente simplicidad prodigiosa con el fin de serles fiel, de rescatar y preservar ese secreto, esas significaciones, de que esos seres y sus secretos pervivan en ellas, de resucitarlos por la memoria y el sentido, por esas vibraciones muchas veces indescifrables de significado que quedan aleteando tras cada final de relato, de esos relatos que son como si no fueran nada y dejan, al que sabe leerlos, una imponente sensación de misterio, del misterio que es la vida del hombre» («Para que todo no sea esto», 1996). La primera entrega, El santo de mayo, de 1976, es un puñado de narraciones «llamada y a la vez anuncio de revelación, un roce de esa revelación, pero nunca un contenido así a secas ni un mensaje y menos un dogma» (González Sainz, 2003). A este primer título seguirá la publicación de otras doce colecciones más, además de narraciones sueltas en publicaciones efímeras; parecería que los cuentos se le caían de los bolsillos sin más, si no fuese porque cada uno de ellos es único. Los grandes relatos (1991) es una serie de textos unidos por un narrador maduro que cuenta su infancia durante la posguerra en un pueblo de Castilla. Hay varias colecciones dedicadas a los desheredados que siempre gozan de su preferencia: las mujeres de Un dedo en los labios (1996); los pastores y filósofos del Norte en El grano de maíz rojo (1988); las víctimas de los totalitarismos europeos en El azul sobrante (2009); desfilan por varias colecciones los «inocentes», los niños y las mujeres solas que ofrecen al lector una dignidad sin igual, en La piel de los tomates (2007) y El ajuar de mamá (2006). El escritor parece hacerse uno con los judíos en el arte del midrás y así vuelve a contar las historias de la Biblia en Abram y su gente (2014) y en «El paseante, o Ester recontada» (2012).
Sus trece libros de cuentos hacen honor a uno de sus títulos, el de El cogedor de acianos (1993). La escritura es tan dramática como la del protagonista que arriesga su vida entera por alcanzar una flor silvestre, sencilla y de color azul. Recoge acianos y azulejos, dejándose la vida, para que no se cumpla la frase de la liturgia de los difuntos: Et non erit in morte qui memor sit tui. Cada pieza literaria es una batalla con Dios, al que exige que recuerde a sus pobres y haga honor a su nombre llevándolos hasta el final de los tiempos.
A lo largo de los años 80 se produce la floración de la lectura temprana de la obra de Américo Castro y se hace visible la fecundidad de su amistad. Tuvo esta relación una fecha de inicio: 1967; y podía haber terminado en 1972 con la muerte del filólogo, discípulo de Menéndez Pidal y admirador de Giner de los Ríos, pero no fue así. El pensamiento del amigo fue retomado y personalizado. Es difícil comprender la mirada del escritor sobre la España del XVI y su anhelo de conversación y convivencia, si no se tiene en cuenta el interés que despertaron en el abulense las tesis castristas sobre la larga y problemática convivencia entre las tres leyes que vivían en nuestra tierra: judía, musulmana y cristiana. Varios de sus ensayos parten de este acercamiento a la historia y el arrastre de algunas consecuencias como la separación por castas o la instrumentalización de la religión. Verá desde dentro los desmanes de la Inquisición o la perpetuación de los enfrentamientos civiles en la España del siglo XIX. Además mostrará los signos de la anomalía de la península respecto a la Europa romanizada. Esta diferencia se refleja en cultemas y formas de vida, en ermitillas y torres, en costumbres y atuendos, en comidas y cantares. Restos a los que el escritor atiende y después ordena para descubrir su significación. Siguiendo los pasos de Américo Castro, que halló en esta difícil convivencia algunas de las causas fundamentales del enfrentamiento civil que le llevaron al exilio, Jiménez Lozano publicará varias obras que nacen de una mirada a las huellas que de esta historia quedan en Castilla y no tuvo reparo en decir que la intransigencia de nuestro tiempo venía de lejos. Sobre judíos, moriscos y conversos (1982), Guía espiritual de Castilla (1984) y Ávila (1988) son tres magníficos ejemplos de esto. Mantienen tesis sobre el ser de Castilla que se apoyan en esos restos que hablan de esa convivencia —hecha de concordias y desacuerdos— sobre los que escribió con ojos nuevos: las pinturas de san Baudelio de Berlanga, los colores fauvistas de los Beatos, las iglesias que parecen mezquitas en el corazón de Castilla, los aljibes y los pozos, las vírgenes costureras y los capiteles románicos que hablan de los temores y miedos humanos, los cristos abandonados y la manera de recontar las historias bíblicas en escenas de piedra… El encuentro con estos restos le llevó a iniciar con José Velicia las exposiciones de arte denominadas Las Edades del Hombre, con una única intención: hacer gustar a las gentes de su rico patrimonio. Quisieron poner delante del visitante los testimonios artísticos que condensan la experiencia de las generaciones precedentes. Los dos creían que sin ellos es más difícil conocer críticamente nuestro ser españoles (Estampas y memorias, 1990).
La despedida del siglo XX y entrada en el siglo XXI traen novedades importantes: comienza un reconocimiento de su obra literaria. En 1988 recibe el Premio Castilla y León de las Letras y el Nacional de la Crítica, al que seguirán en 1992 el Premio Nacional de las Letras Españolas y otros galardones (cfr. www.jimenezlozano.com) hasta culminar con el Premio Cervantes en 2002. Agradecido por tales distinciones, comenzará a dar a sus lectores algunas de las razones y de los descubrimientos de su escritura, que en ningún caso atribuirá a la genialidad o mérito propios («La reconstrucción del recuerdo», 1990, «Por qué se escribe», 1994 y «Sobre este oficio de escribir», 1996). Generalmente son textos que nacen para ser dichos, es decir, responden a invitaciones a dar conferencias o charlas (El narrador y sus historias, 2003, La obstinación del almendro, 2012, Siete parlamentos en voz baja, 2015). Además, se publican varios libros conversacionales, en los que, a través del diálogo amistoso, el escritor cuenta en voz alta lo que le mueve al escribir (Una estancia holandesa, conversación con Gurutze Galparsoro (1998) y Las llagas y los colores del mundo. Conversaciones literarias con José Jiménez Lozano (2011)). Describe en estos textos una poética del despojamiento que pone su oficio al servicio de lo que se le regala. Así concibe su misión de narrador y lo repite obstinadamente como en ese anhelo de hacerse transparente para dejar paso a lo que se le regala: «quien narra es, en realidad, muy poca cosa, se le regala todo, y, en último término, sólo tiene que olvidarse de sí mismo, y ser fiel a los rostros que ve, a las voces que escucha, a las historias que en sus adentros se le cuentan. El escritor de historias no precisa de nada más que de un papel y un lápiz o una pluma (…) Ni precisa tampoco de reconocimientos de ningún tipo, excepto de uno solo: que un único lector, uno sólo, se sienta zarandeado en su inteligencia y en su corazón por una sola página de una historia que el escritor le ha contado, o un poema que le ha entregado» (2010). Comenta el encuentro con los personajes «es con personas de carne y hueso, y tiene que escucharlas, comprobar cómo sienten y se conducen, vivir él sus vidas y sus muertes, y contarlo». Y sigue la recomendación de Boris Pasternak para comprobar si su lenguaje es verdadero: «recomendaba que, cuando se hacía la revisión de un poema, debía quitarse de él todo aquello que su autor estuviera seguro de ser capaz de volver a escribir, y dejar en el poema solamente aquello que no se sabía de dónde había venido, pero parecía que uno mismo no lo había escrito y era incapaz de hacerlo». Y vuelve a renunciar al papel de creador cuando trata de explicar qué significa el argumento: «si la literatura es levantar vida con palabras, parece muy expuesta la pretensión de diseñar la vida y lo que en ella debe ocurrir; esto es, la historia y los personajes por parte de quien escribe, sin que el narrador se convierta en el demiurgo» (cfr. www.jimenezlozano.com)
Si seguimos husmeando en el telar, recogeremos poemas por los rincones. Como bien ha visto Raúl Asencio, Jiménez Lozano no es que sea un poeta tardío: sus primeros poemas se publican en 1979 (Oficio Parvo, publicado en la revista El Ciervo), es decir, en los años 70, década en la que también comienza a publicar sus primeras novelas y relatos, pero sí es cierto que los ha dado tarde y muchas veces a regañadientes. En sus diarios aparecen espigados poemas y muchos de los volúmenes de collages (aún inéditos y sin estudiar) contienen versos sueltos y poemas.
No sabemos con certeza el porqué de que Jiménez Lozano fuese renuente a la publicación de su poesía. Aun así, ya sea arrancados de las manos o dados a editores amigos, hoy se pueden encontrar nueve poemarios completos. Sí se puede constatar que la resistencia a su publicación se va deshaciendo al hilo de una depuración progresiva del lenguaje. Así, si trazamos una línea cronológica, se puede interpretar que ese despojamiento con el que seguramente se sentía más a gusto le lleva a acceder a la publicación. Los cuatro primeros títulos, Oficio parvo (1979), Tantas devastaciones (1992), Un fulgor tan breve (1995) y El tiempo de Eurídice (1996), reúnen poemas dolientes que acusan el paso irremediable del tiempo. Ya sea como plegaria a lo largo de las horas del día, como devastación, como testimonio de esos fulgores de lo que dura poco o como esos tiempos que no vuelven. Pero es a partir de Pájaros (2000), delicioso poemario que le publican sus amigos para celebrar sus setenta años, cuando descubrimos en la depuración verbal, la brevedad límpida de las estrofas, el tono celebrativo o riente, la singular voz poética de José Jiménez Lozano. Parece que a partir de ese momento se identifica con su querida poeta americana: «me acuerdo entonces de Emily Dickinson tratando de explicar, a un desconcertado Higginson, un maestro en literaturas, que sus poemas sólo eran una réplica a una súbita luz sobre el jardín, o a un cierto modo de soplar el viento. Pero es que son así las cosas, el escribidor no pone nada de su parte más que esa réplica a lo real» (cfr. www.jimenezlozano.com). A ella le tenía consagrado un rincón del jardín en su casa de Alcazarén. El poema deber inclinarse humildemente y ser fiel a la hermosura y precariedad de la realidad sin mediaciones ni interposiciones, parece sencillo, pero exige una mirada atenta para poder recoger en las palabras lo que es. El esfuerzo por deshacerse de lo innecesario aspira a lo más elevado, que la verdad reflejada se quede en los versos para siempre: «Si una flor de almendro/en mis poemas/ se helase, / no la abandonarían mis versos, / se quedaría en el libro/ para siempre» (“Compañía”, de Los retales del tiempo, 2015). La tensión por recoger lo hermoso caduco es lo que domina las entregas restantes (Elegías menores, 2002; Elogios y celebraciones, 2005; Anunciaciones, 2008, La estación que gusta al cuco, 2010 y Los retales del tiempo, 2015).
El género que más cultivó fue el de la novela —o al menos el que más títulos ha generado— aunque sea a veces difícil encorsetar en el mismo marbete textos muy diferentes. Las primeras novelas, que como se ha dicho contaron con la alta valoración de Delibes y Vergés, le permitieron tener editor y, aunque tuvo que afrontar la censura de esos años, eran lo suficientemente originales como para que los informes de los censores resolvieran, con algunas sugerencias de cambios, la publicación de sus textos. Pero su obra no termina con esa primera etapa y en 1989 sorprende a sus lectores con la novela Sara de Ur, un texto alegre que reduplica imaginariamente la risa de la mujer del Abraham bíblico. Con ella Jiménez Lozano inicia una serie de relatos intertextuales a partir de la Biblia. Procede a la interpretación libre de los huecos que dejan los relatos bíblicos y constituyen una de sus facetas con más aciertos narrativos. Cosa que él mismo atribuye a la lectura de la Biblia, primera forma de narración y que tanto enriquece el relato. Él mismo se lamentaba de lo poco que en España se ha leído este texto y eso tenía «desastrosas consecuencias para la literatura y el arte» (Las llagas y los colores del mundo, 2010). El trío formado por Sara de Ur, El viaje de Jonás (2002) y Libro de Visitantes (2007) son un tríptico original de palimpsesto particularísimo en el que lo divino, fiel a su alianza con el pueblo judío, se mezcla tiernamente con lo cotidiano y ordinario.
Muy distintas son sus obras de corte imaginativo o fantástico como Relación topográfica (1992), Maestro Huidobro (1999) o Un pintor de Alejandría (2010). En estas tres novelas las referencias espaciales y temporales se pierden. El autor nos arrastra consigo al mundo de lo fabuloso, donde se anticipa el porvenir: se vislumbra el Juicio y el Paraíso en Un pintor de Alejandría; se recrea el mundo sin límites del aprendizaje de la infancia, en Maestro Huidobro; o nos invita a la risa jugando con la personalidad de los pensadores que han querido definir nuestro mundo, y así en Relación topográfica don Carlos es Marx, don Renato es Descartes y don Federico es Nietzsche.
En 1992 fue nombrado director de El Norte de Castilla —era subdirector desde 1978 y se jubila en 1995— pero lejos de disminuir su actividad literaria, se multiplica. De 1992 a 2018 publica diecinueve novelas, además de diez libros de cuentos, ocho entregas de diarios, ocho nuevos ensayos y dos recopilaciones de artículos periodísticos. De entre las novelas de este periodo, cabe destacar tres títulos que dedica a tres de sus cómplices literarios: El mudejarillo (1992), Las gallinas del licenciado (2005) y Precauciones con Teresa (2015). Tarda en darles un recorrido narrativo a estos tres autores con los que ha mantenido largas conversaciones: imaginarias y eruditas. A Juan de la Cruz le da vida después de haber publicado un estudio de introducción crítica a su poesía diez años antes. A Cervantes lo intentará rescatar, en charlas y conferencias, de los sambenitos acumulados a lo largo del tiempo, como el de ser príncipe de los ingenios, modelo de estilo o incluso intelectual. Y a Teresa ya le había dedicado varios cuentos antes de llegar a sus irónicas «precauciones». Son pues tres escritores que le acompañan a lo largo de los años hasta que se atreve a darles una vida de ficción. La complicidad con Juan de la Cruz, con Cervantes y con santa Teresa tiene además una nota común y es que, en los tres casos, Jiménez Lozano se siente reconfortado de que tres grandes maestros de la escritura fueran pobres y por eso ricos en nombrar con una lengua verdadera lo que tenían alrededor o en el interior de sus almas. Juan de la Cruz es el «mudejarillo», es decir, el nacido de una morisca y criado en la menesterosidad que busca en su entorno el agua que quite la sed —la fuente, el arroyo o regato, el cántaro o el tiesto húmedo—, aguas reidoras que alegren el desierto. Cervantes es visto de perfil, la novela es un homenaje a sus secretos y a sus entornos, así parece que el escritor nos empuja a volver sobre su mundo, sobre su lengua, la del que escribe como habla. El perfil de Teresa no es el acostumbrado, no nos muestra ni su faceta mística, ni la monjil, sino la de la mujer de fe, nieta de conversos, andariega, temerosa de la Inquisición y de inteligencia práctica. Eso sí todos sus afanes enredados en una lengua viva, alegre e inteligente. Estas tres recreaciones no son antiguallas a las que recurre el autor para rememorar el pasado, son vidas que muestran un modo de estar en el mundo siguiendo un ideal, sin caer en las trampas de la amargura por el rechazo o la incomprensión. Y así hacen el mundo más habitable.
Otros personajes de sus novelas se hacen inolvidables: Pedro Lodares, de Retorno de un cruzado; la incansable luchadora Claudina, de Ronda de noche, la triste y enigmática Carolina, de Se llamaba Carolina; el bueno de Blas Cívicos, de Las sandalias de plata; las rotundas y excéntricas Clemencia y Constancia, de Las señoras; Ángela y Tesa, de La boda de Ángela; César Lagasca, de Un hombre en la raya, el policía Valtodano, de Agua de noria…, y un largo etcétera que es imposible abordar. Jiménez Lozano ha levantado esas vidas que ha encontrado, las ha atesorado dentro y nos las ha dado envueltas en sus acontecimientos, comprometidas en sus afanes o confundidas en sus desgracias.
Un escritor sin carnet
Muchos sambenitos le cayeron encima a este escritor tan peculiar. Desde luego la amplitud de su obra, tanto o más que su anhelo de libertad, desconcertaron a la crítica. Y así nos encontramos con una paradoja final, y es que el escribidor que quiso ser privado y desaparecer de las portadas de sus libros tuvo que soportar diferentes etiquetas. Su carácter de heterodoxo no gustaba y tuvo que quitarse de encima varios atributos. El primero fue el de escritor jansenista, título que le procuró, no la adscripción a este movimiento que no le interesó ni en su contenido teológico, ni escolástico ni dogmático, sino que le vino del momento histórico en el que sitúa su primera novela —la destrucción del monasterio de Port-Royal— y así aparece como miembro único de lo que se consideró un partido. También obtuvo el carnet de místico castellano, así se le considera en 1992, y esta adscripción es difícil de justificar, aunque puede ser que provenga de que hubiese leído a Teresa de Jesús y a Juan de la Cruz, pero era fácil arrinconarlo en algo que la cultura consideraba caduco. Y por fin le cayó también el marbete de escritor católico, a tal denominación él contestaba con una carcajada y repetía la frase de Mauriac. «No hay novelistas católicos, si lo sabré yo que soy uno de ellos». Y, en fin, no pocas veces he oído comentarios de que era un escritor de pueblo. De hecho, así lo consideró Rosa Rossi, pero no da fe de la intención de la hispanista italiana si no se entiende lo que significaba pueblo para Rossi y cómo se complementa esta adscripción con una mirada planetaria. Y probablemente la mayor bisoñez se ensañó con el escritor marginándolo como escritor antiguo para no tener que hacer cuentas con su apertura y capacidad de ver con perspectiva nuestro tiempo. ¿La actualidad de su obra fue mejor comprendida en Italia, República Checa o Francia?
No todos los críticos aceptan estas trampas y hubo y hay lectores que saben no porque él lo diga, sino porque es así lo que resuena en sus palabras: «Y también me metieron en la cabeza muy pronto que en este mundo del espíritu no hay ahí ni primeras ni segundas filas —como en los entierros oficiales—, ni antiguo ni moderno, pero que, en todo caso, los edificios se levantaban sobre sólidos cimientos, y por abajo. Y que quien pensaba, pensase lo que pensase, era mi más profundo próximo, y el primer deber de la cultura era entregar lo que se me había dado a quien todavía no lo tuviese. Venía de una tradición cristiana, abierta y absolutamente tolerante, y nunca me ha costado el más mínimo esfuerzo respirar, y a fondo, el aire de otras tradiciones, sino que, al contrario, he necesitado y necesito respirarlo. De manera que nunca he encontrado “otros” que me sean extraños y, desde que comencé a entender estas cosas, también comencé a sentirme, ahora sí, extraño a esa incapacidad hispánica para la diferencia; y, por lo tanto, tuve que ser español no de la otra España, porque sólo hay una España, yo al menos la necesito entera para poner los pies en mí mismo sencillamente» (Unas cuantas confidencias, 1993).
Por eso en su irónica autobiografía, titulada Memorias de un escribidor (2018), nos pinta al escritor buscando la cédula oficial de tal, un carnet que nadie le quiere dar. Un texto que él mismo llamó divertimento, consciente de que se despedía del mundo y lo hacía con una sonrisa. Él no siguió los consejos del amigo cordelero, personaje de la obra y gran publicitario, que le anima a ser «transgresor para que así le hicieran socio de alguna asociación de escribidores, críticos y profesores, y otra que llamaban intelectuales y debían ser muy importantes, porque hasta escribían al público en general diciendo lo que éste tenía que pensar y cómo tenía que hablar de cualquier cosa». Tampoco seguirá el del médico del Balneario: « —¡Tú escribe sin carnet! O hazte dos o tres». Lo rechaza porque es fiel a eso que ya en 1971, en carta a Miguel Delibes, tenía claro sobre lo que quería hacer: «Pero yo miro mi tarea como humilde vocación cristiana, como la de un pobre cura rural y quiero ser fiel a ella» (Archivo M. Delibes). Carta en la que por cierto rechazaba la dirección de El Norte de Castilla.
Por eso y para no aumentar el número de carnets y clasificaciones esquemáticas, tal vez convenga volver a entrar en la estancia de su taller. Nos volvemos y le preguntamos al trenzador de historias, embelesado con ordenar algunos libros, papeles, fotografías y legajos que nos ha enseñado: «Maestro, ¿y todo esto de dónde ha salido?» Se vuelve y con ojillos rientes y muy azules, dice: «…todo mi imaginario y mi universo literario están urdidos en mi experiencia infantil y que lo que luego he hecho ha sido simplemente extender a Langa como un pañuelo y envolver ahí las otras cosas del mundo». Parece cosa de niños, o, verdaderamente, es cosa de niños. Durante la infancia en Langa, ese pueblecito de La Moraña abulense que vio nacer a José Jiménez Lozano, se fragua un mundo riquísimo. Y desde allí, viajará y abrirá muchos caminos. Y esos mapas que recorrió aparecen en su obra porque de cada recorrido hizo tesoro. Llegará a las murallas de Ávila, que las ve como las de Jericó, las más antiguas del mundo; otras veces como las que rodearon la ciudad luminosa y lamida por el mar: la hermosa Constantinopla. Viajará a los países de las nieves haciéndose correo del Zar, con Miguel Strogoff por la estepa rusa o haciendo amistad con Tolstoi y Dostoievski. Transitará los alrededores de Rello, Sigüenza, Osma, Olmedo, Berlanga, Tordesillas o Arévalo viendo lo que dicen los restos de una convivencia y mezcla de modos de vida. Se hará amigo de escritoras inglesas y norteamericanas: las Brontë, Flannery O’Connor y Emily Dickinson. Pasará temporadas en las estancias silenciosas de los pintores holandeses del XVII o iluminado por las candelas de La Tour. Visitará a menudo, para quitarse adornos inútiles, los monasterios cistercienses y subirá hasta Port-Royal para indagar en la fuerza de unas monjas que dijeron que no a la mentira. Bajará desde las zonas septentrionales siguiendo las rutas de Periandro y Auristela, la historia de un escritor que se quedó manco. Le gustará espiar la estancia de un Spinoza que no abultaba más que un pajarillo. Escuchará y distinguirá las conversaciones que Kierkegaard mantenía: de complicidad con los pájaros, de desazón con los periodistas. Buscará los retratos de Erasmo en las iglesias castellanas. Se atrancará en la carreta de la Teresa y se asomará al río Zapardiel para ver si es verdad que en el regato vivía una ballena, como pensó Juan, el mudejarillo. Rehará los caminos de «Azorín», parándose en los zaguanes a beber y en las solanas a charlar. Visitará la pensión segoviana en la que Antonio Machado pasaba sus fríos en una habitación con el cristal roto. Viajará a los no lugares de Eurídice y volverá la cabeza con la mujer de Lot. Llorará con Nadiezhda Mandelstam y espiará con horror a los músicos de Auschwitz. Hará homenaje a la Matriona de Solzhenitsin que desafió un imperio con su pobreza y alegría. Ha mirado el cielo rosado con Homero y pastoreado con Virgilio. Y asistió a varios juicios de la Inquisición o lloró la muerte de Ofelia. Viajes todos ellos que ha hecho con la seguridad de que la literatura no es un juego de clasificaciones sino algo mucho más serio, porque «la literatura, y ella sola, puede parar la historia entera».