En tiempos de confusión, cuando la fronda cultural amenaza con extraviar el criterio, es bueno retomar la idea de canon como brújula literaria. Harold Bloom asociaba la excelencia artística con la rareza, por la cual el autor, en un diálogo a un tiempo deleitoso y agónico con la tradición que lo precede, finalmente vence, encontrando su propia e inalienable originalidad.
La enorme densidad de la obra de Carlos Droguett, que constituye por sí misma toda una literatura, posibilita una pléyade de enfoques críticos. De este modo, la vertiente social de la escritura del autor chileno podría ser interpretada, también, desde un punto de vista psicoanalítico, como una rebelión del hijo (Carlos Droguett-personaje-Cristo) contra el Padre con mayúscula (Don Adolfo-personaje-Dios), contra un progenitor saturniano que devora a sus criaturas “desde la primera hoja araucana”. Esto es puramente romántico, y recuerda al Shelley del Prometeo liberado, obra en que Júpiter se bate contra el defensor de la raza humana. Así, la presencia de Pedro de Valdivia, de los “pacos” (que llevan a cabo una guerra civil lorquiana contra los proletarios en toda la narrativa de Droguett), la sombra de los oligarcas o del ejército, entre otros, no serían sino la encarnación de un super-ego represivo contra el que clama la voz del escritor. Ya en el lejano “¿Por qué se enfría la sopa?”, de 1932, la palabra ‘padre’, en un cuento de apenas unas pocas páginas, aparece mencionada treinta y siete veces. Es una figura que se caracteriza por una frialdad violenta que golpea en lo más hondo al hijo, trasunto de nuestro autor.
Por otra parte, la orfandad materna (doña Sara muere cuando Droguett era muy niño) trata de sublimarse por medio del arte, y en este sentido podría aseverarse, siguiendo a Julia Kristeva, que en la literatura del chileno, de signo fundamentalmente poético, el genotexto (la reserva del Id, del inconsciente) irrumpe constantemente en el fenotexto, rompiendo la unicidad que en el lenguaje corriente posee el eje de selección lingüística. Es en esta clave, quizá, como debería leerse la intergenericidad (de una prosa que es siempre lírica, de un teatro que es narrativo y poético), la intratextualidad y la intertextualidad de la literatura droguettiana, de los que no se ofrecerán aquí más que algunos ejemplos (extraídos, de forma consciente, de obras que no han sido las más aclamadas por la crítica).
En la cuentística del escritor, tanto en la édita (la que parte de los años treinta del pasado siglo y fue recogida en las colecciones Los mejores cuentos de Carlos Droguett, de 1966, y El cementerio de los elefantes, de 1971) como en la inédita (que ya no lo es gracias a la editorial santiaguina LOM) la dominante se desplaza desde lo puramente narrativo hacia lo lírico, en unos relatos que cumplen con todos y cada uno de los rasgos de la prosa poética, desde la escasa referencialidad hasta la ambigüedad del yo de los personajes, cuya identidad se difracta en un sinfín de rememoraciones, temas y digresiones. En estos textos la esfera mítica transforma el tiempo en circular, y la brillantez del lenguaje (la imagen, el ritmo, el símbolo) desplaza en interés a la trama, al siuzhet, como la denominaban los formalistas rusos.
Como ocurre con la gran literatura, en la obra literaria de Carlos Droguett el signo se disemina siempre. Hay tantos Cristos en su escritura, desde el Jesús consuetudinario del cuento “El desesperado”, de 1933, hasta el Cristo feminizado que concibe Ramón Neira, o el personaje sufriente de Eloy o Patas de perro. Sin olvidar al Cristo paródico de El hombre que había olvidado, al guerrillero del mundo antiguo perennemente resucitado en su literatura del exilio o a la figura del criminal, infanticida en El hombre que había olvidado, o bien asesino de hombres y mujeres en Todas esas muertes. Por no hablar del Cristo trágico de un cuento (magnífico) como “A veces también”.
Una señal de buena literatura es el grado de extrañamiento que las obras imprimen a nuestra percepción automatizada de la realidad. En esta dirección, vale la pena leer la primera página de la obra Ventura de Pedro de Valdivia (publicada en Santiago en 1942), del historiador Jaime Eyzaguirre, el cual es un representante de la versión oficial (y oficialista) de la historia de Chile: “Le cabe a Chile -dice- revelarse a la historia del mundo con una dignidad especialísima. Esa irrupción del espíritu y de la vida de occidente al través de sus cordilleras hirsutas, de sus desiertos de sobriedad implacable, de sus valles floridos y de sus bosques de húmeda aroma, tiene todos los acentos de una epopeya grandiosa”. Y en lo que concierne a Pedro de Valdivia (un militar de gran celebridad en la época, al que el mismo Francisco Pizarro llama a su lado en la guerra civil del Perú), se apunta: “solo él concibe con mirada de estratega la conquista de Chile y con mente de estadista sabe trazar las primeras y más difíciles líneas de la organización. Valdivia es el artífice de esta obra maestra de la audacia, el más arriesgado protagonista de la epopeya, el más fiel historiador de sus hechos de gloria, el captador más tierno y afectuoso de la belleza que exhala la tierra de Chile”. Esta visión épica de la Conquista comienza con las Cartas de los paladines, donde se articula una visión trascendente de esta empresa histórica, se realiza una autoglorificación del individuo vencedor y se presenta la tierra ganada como un negocio provechoso, como un botín. La gran innovación que ponen en práctica las novelas droguettianas (a saber, Supay el cristiano y 100 gotas de sangre y 200 de sudor) es precisamente la de subvertir completamente la epopeya al leer y escribir los hechos de la conquista de Chile a partir de un discurso del fracaso cuyo modelo es el de los Naufragios (1542) de Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Chile no aparece entonces como una tierra de maravillas, sino como un suelo yermo de oro, donde se sufren las inclemencias del tiempo y sobre todo el hambre, una hambruna atroz que hace pensar obsesivamente a los soldados en la antropofagia. El mérito de Droguett es el de entregarnos la intrahistoria de la epopeya, en que el hombre común conoce la verdadera cara de la utopía. “Estaban todos -se dice en 100 gotas- ya en Valparaíso, felices de abandonar la apestosa tierra”. Y, los miembros de la tropa “sentían un extraño gusto en maldecir de Dios y del Rey”. La denuncia contra el protocapitalismo (y su derivación imperialista) no puede ser mayor.
La polifonía se advierte en narraciones como Los asesinados del Seguro Obrero, el cual supone a la vez un texto fundacional del género del testimonio en la literatura latinoamericana y representa asimismo su deconstrucción (y el retrato de los alzados, personajes románticos, favorece además esta lectura). Parodia existe, a más de esto, en El compadre, cuyo protagonista proletario, Ramón Neira, es un doble a escala real con respecto a personajes del realismo socialista chileno como el Enrique Quilodrán de La sangre y la esperanza, de Nicomedes Guzmán, o el Elías Lafertte de Hijo del salitre, de Volodia Teitelboim. Constituyen estos últimos encarnaciones ideales e idealistas de la ortodoxia política. Igual ocurrirá en una obra como Según pasan los años donde, junto al retrato hagiográfico del presidente Salvador Allende, aparece una subtrama (la del aviador Francisco y su hermano Roberto) que dialoga intertextualmente con la composición de Carlos Droguett titulada Caín, Abel y Caín. Recuérdese que, en esta profundísima pieza dramática, Yahvé resucita a Abel para que se produzca la ansiada reconciliación, mas el pastor asesina a su hermano con la quijada de burro, difuminando todas las seguridades éticas. La complejidad filosófica es siempre sinónimo de rebeldía y antónimo de monologismo y univocidad.
Todas esas muertes es un tributo a la belleza mórbida, en que aun los elementos más desagradables de la existencia resultan atrayentes sublimados en arte. En esta novela, el mal adquiere un tono uncioso y untuoso muy propio del decadentismo (el relato está enclavado temporalmente en la primera década del pasado siglo), y los actos más crueles de Dubois revisten una apariencia sacra, para escarnio y befa de la religión oficial. De ello resulta una suerte de misticismo endemoniado del que el asesino es apóstol. Pero más allá de estas paradojas, el significado de la novela se disemina a través de sus intertextos. En este aspecto, la obra posee múltiples niveles, ya que la comprensión del crimen en su función social y en un sentido nietzscheano provienen muy posiblemente de la novela Crimen y castigo, de Dostoievski, donde Raskolnikov asesina a la vieja usurera con la voluntad de deshacerse de un parásito social (como lo serán Lafontaine, Chaille o Titius en Todas esas muertes), pero también con el deseo de sobrepujarse, resistiendo la soledad en un páramo allende de lo bueno y lo malo. Ni uno ni otro, ni Raskolnikov (que claudica en brazos de Sonia, que representa la pureza del cristianismo ortodoxo) ni Dubois (que también acaba desistiendo) serán capaces de soportar una escisión completa con respecto a su comunidad, instalándose en el puro devenir y en la superación de todos los valores. El texto droguettiano dialoga también con Del asesinato considerado como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey, pero sobre todo posee una significación más profunda, de estirpe psicoanalítica. Émile Dubois asesina en todos los hombres (que representan simbólicamente el poder y la ley) a su padre ausente, y en todas las féminas a la madre que lo abandonó. Como dice el protagonista: “esas mujeres me dejaron triste, todas las mujeres, desde que tengo recuerdo para acordarme de mi vida me han hecho sufrir y me han ido dejando cada vez más solo, por ellas soy criminal”. Las posibles conexiones son evidentes. Carlos Droguett no solo era Eloy, sino que era, en mayor o menor medida, todas sus criaturas literarias.
Se mencionará en último lugar otra obra pionera, El hombre que había olvidado, que ha sido ya estudiada como un texto precursor del neopoliciaco y de la novela antidetectivesca en la literatura de América Latina. En efecto, a los supuestos hechos (el asesinato platónico-cristiano de cincuenta niños, a los que alguien corta la cabeza para que su espíritu no sufra la tiranía del cuerpo, es decir, del estómago) se superpone la versión a lo divino de una serie de testigos sospechosos (los neoevangelistas, a saber: un neurótico, un asesino, una prostituta y un morfinómano), que confunden al criminal con una especie de Cristo redivivo. De esta suerte, la novela policiaca se transforma en un delirio paranoico y finalmente paródico y cómico que concretiza una celebración del arte de la escritura. Estamos ante un texto de una originalidad (y una heterodoxia) que no tiene precedentes (ni subsecuentes) en lengua española.
Incluso el estilo de Carlos Droguett, tironeado entre una acumulación metafórica con la que quiere abarcarse el mundo y el anacoluto, por medio del cual el afán analógico se rebela y deviene en ocasiones verbosidad caótica (igual que en el teatro del absurdo) carece de paralelo en el arte literario de nuestro idioma. Se trata de una literatura densa y difícilmente aprehensible (como la sopa del famoso cuento de Droguett), la cual por su extrañeza y originalidad merece sin duda un lugar central en el canon.