Enrique Cebrián Zazurca (Zaragoza, 1978) es un poeta de la contemplación y la mística anecdótica. En lo cotidiano construye su arquitectura poética, refugio generacional, proyecto de canon con sus últimos libros: La chica del verano, una explosión tormentosa de amor hacia su madre ausente y Familia numerosa un patio de juegos para el escritor, donde amalgama pasado y presente en la construcción de nuevos recuerdos, ‘Sí la ola’, tercero en esta subjetiva trilogía, es la ventana abierta al mar. El mar como mística inconclusa e inabarcable de la poesía. Como mito de la creación, como metáfora última del universo y la vida: ‘He roto el mar’ de Manuel Martínez Forega o ‘Arde el mar’ de Pere Gimferrer son los títulos reverenciales de una armonía cósmica, de una lucidez líquida que Enrique Cebrián, el más lúcido de los poetas aragoneses de su generación, utiliza para recibir los lenguaraces susurros del Mediterráneo, cargados de amor, de pasado, de contemplación.
La raíz está enterrada en la playa, en el continente de Sirualas, logotipo mítico del único país posible, un país propio, familiar y ajeno, que se asoma, humilde, hacia el mar Mediterráneo y recibe, constantemente, los fogonazos de inspiración del poeta. El pasado enterrado en la arena, el hoy como monedas en los bolsillos: la poesía queda encerrada en la única palabra que es capaz de contenerla; cuartilla. La generación es transitiva: abuelo, padre e hijo, activistas múltiples en el profuso negacionismo del dolor. Enrique Cebrián es poeta que combate contra el tiempo para defender la vida y lo hace dando carta de existencia al recuerdo a través de sus versos. Todavía héroe en la gesta, encuentra el rastro del caballero en sus reverenciados Luis Alberto de Cuenca y Julio Martínez Mesanza − que cierra el libro-, y nos hace preguntarnos: ¿Cuándo llegará el mar con su hambre atrasada? ¿Son las olas bocanadas de dispuestas a empapar la arena hasta hacerla intransitable?
La segunda parte del libro constituye el núcleo fundamental, tanto en longitud como en construcción poética. Escribe Enrique Cebrián: “País pequeño junto al mar”, lugar de democracia alterada, de espera calma donde la muerte ha llegado con sus mejores galas, dispuesta a vivir un verano eterno. Los niños de los poemas son hijos de los poetas que los escriben, como el dolor de los versos son propiedad de las cicatrices que abren a sus padres. Amantes y amigos, el verano permite tomar aire frente a la enfermedad. El verano es tregua, todo lo demás constituye únicamente días de asueto, triste espera de la vuelta al vulgar invierno. Solo el mar no falla. Su naturaleza permanece en el hombre que fue niño de secano y encontró su descanso cada julio o agosto: “Luego entraré en el mar y la resaca/me arrastrará/hacia el noreste/tan solo eso es seguro”. Rematar el estío con “Barcos en el dique seco”, con “Aplaudir el final de los fuegos artificiales”, con el cuerpo querido maquillado por el sol de Sirualas. El poeta, con sus distintas palabras, nos recuerda que escupir sobre los castillos de arena es hacerle el trabajo a las lluvias del otoño y que, cuando se aleja la línea de tierra, el cuerpo de la mujer amada es la trayectoria que nos devuelve, entre cada lámina y vericueto, hacia la ciudad, sea esta esquirla entre el recuerdo o fleco que dejas al marcharte. Escribe Enrique Cebrián: “Volvemos hoy a esta ciudad con mar/en donde en cada calle/apuñala un recuerdo/la memoria”.
Elige un nombre para la mujer, leer a José Mateos, el poema es para María, la divinidad principal del Olimpo del poeta. Un panteón mínimo, devoto el poeta, encuentra la paz mediterránea de Sirualas compartida con ella: “Comprendimos el sol de la tarde dócilmente/o la menuda lluvia”. Los niños que anulan la soledad cumplen la misma misión con la tristeza: “Porque trazar de nuevo una derrota/es saber, quizás, /que hemos triunfado”. En ‘Posidonia', como la canción de La habitación roja, la obsesión generacional, queroseno de nuestros tiempos, más allá de “Una idea de la mar” es el paso del hijo al padre, del padre al hijo. Cercado por los impulsos, estos se abren paso entre el verdín submarino hasta completar su metamorfosis en recuerdos: “Navegar con mis padres/y me ve ahora/surcarla con mis hijos”. Donde el lector puede encontrar mar u olas también puede hallar vida. El Mediterráneo, en su minúsculo tamaño geográfico, crece hasta el dominar la pasión lírica del poeta aragonés. Como otros escritores zaragozanos, sedientos por el mar ausente, son cautivos del recuerdo infantil de sus costas. Y, así, sin nave, Ulises todos de un secano creciente, hacen del incendio otra ola distinta, que arrasa con todo, en un doble juego de paralelismos: abandonar la literatura para alcanzar la vida, escapar de la noche para lograr dictaminar un punto de partida.
Tras la enumeración, caballo, yegua, misterio, arena, gotas… pensar en Lisboa, en el otro extremo de la península, donde la espuma, novia de la ola, rompe contra la roca, retenida en un limbo de ligereza y olvido, como tantas otras olas, como tantas otras mareas, como tantos otros mares y océanos. Son definitivos estos versos finales: “Una mujer camina/y no hay ojos que puedan/comprender su belleza”. Es el amor, incansable y fiel como el golpe de la marejada, de la ola que da título al libro, que enjuaga los versos: “Cuando te conocí/y me enseñaste el modo/en que adorar tu cuerpo”. Palabras, que como las lágrimas en la piel de los peces, como el surco del pezón ineludible, son un canto de plata. Ese es el secreto del reflejo donde los lectores de Enrique Cebrián podemos encontrarnos.
Enrique Cebrián Zazurca, Sí la ola, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2024