Atardece, y por la calle principal resuenan unos golpes secos, acompasados, recuerdan el repiqueteo indolente de los obreros después de una jornada de trabajo que se alarga sin objetivo; recuerdan cuando se construía el pueblo dentro del pueblo, como si a todos les hiciera ilusión ser la nueva ciudad dormitorio de la capital, aunque fuera capital de provincia. Y de repente el parón. Parece que nadie lo vio venir desde su rinconcito de prosperidad; pero se acabaron las obras, no hay futuro, y Doña Elvira es la única novedad que ha llegado al pueblo.
El eco de los golpes, igual que las sombras en el suelo, se hace cada vez más nítido, más contundente. Las vecinas le abren paso con discreción, y luego se arremolinan, muy juntas, y chismorrean: «Ya está aquí Doña Erguida.» Camina trabajosamente pero muy digna en sus tacones negros, ya gastados, cada vez más llenos por la carne que se le agolpa en las pantorrillas. Ella sabe que la miran de reojo y las vecinas se preguntan por qué elegiría precisamente su pueblo para apartarse de las cámaras —de las miradas no, de eso, nunca—, y cómo consigue mantener ese porte rotundo, ese recogido tan blanco como tieso. Pero al cruzar por la farmacia, le parece ver cómo alguien tuerce una sonrisa cuando la ven pasar de impecable blanco y negro: «Pues yo, ya no la veo tan erguida».
Doña Elvira ya ha absorbido suficiente luz del sol; siente que ha terminado su fotosíntesis, que es hora de volver. Y camina hacia casa con más ganas que otros días, aunque más despacio, porque hoy se encuentra cansada, incómoda en esos zapatos tan altos. Así que, sin dar un taconazo fuera del barrio caro, y antes de que la noche se cierre del todo, llega a su vivienda unifamiliar, unipersonal, encajonada como una cuña entre los pisos nuevos. La casa de piedra parece un error de cálculo al que pusieron el tejado demasiado pronto, con las dos ventanas enrejadas siempre a cal y canto, dos ojos que no quieren mirar hacia afuera.
Igual que ayer, igual que el día anterior, nada más abrir la puerta la reciben los cactus y las rosas de invierno; la ven abrir el buzón y pasar las hojas de publicidad una a una, hasta que vuelve a la primera. Con la propaganda en la mano, se queda apoyada en la barandilla de forja al pie de las escaleras y, unos segundos después, empieza a subir pesadamente. A lo largo de la pared, van escalando las cintas, y sus hojas, alargadas como lanzas, la envuelven con un apego selvático, tan irreal como su “casa para uno” entre los bloques de pisos.
Dentro de su escondite, ficus, alocasias, filodendros, trepan unos sobre otros, se empeñan en crecer sin miramientos, sin respeto por el tiempo muerto que los rodea. Después de casi un año de refugio, Doña Elvira apenas llega a abrir el armario de las infusiones, alargando el brazo por encima de las chefleras, que ya son más altas que ella; los tallos rectos, las hojas fuertes. En aquella cocina, blanca y holgada, las plantas le devuelven una chispa de luz, cumpliendo un pacto breve, desproporcionado. Aunque bien mirado, estaban más lustrosas cuando les quitaba el polvo con un pincel. Se ha vuelto rácana hasta con el agua, y ellas se han puesto de un verde mate, gastado.
Con la taza llena de té de Ceilán, Doña Elvira entra en su habitación y se sienta frente a la cómoda. Después de quitarse los zapatos, se palpa las piernas hinchadas, igual que un jinete acaricia a un caballo fatigado, mientras se mira en el espejo por encima de las hojas anaranjadas de las clivias. Con lo que le costó atreverse a dejar que las plantas entraran en su dormitorio. Había leído que envenenan el aire con dióxido de carbono, que pueden robarte el oxígeno mientras duermes; y no tenía ninguna intención de compartir el suyo. Pero unas cuántas macetas no podían ser peligrosas. Ahora piensa y mira las clivias, las drácenas, que se levantan orgullosas, guardianas de sus fotos en blanco y negro, aunque en realidad ya empiezan a taparlas con un abanico verde y rojizo: ahí está Doña Elvira enmarcada en primer plano con su traje de gala, rodeada de la flor y nata de otra generación; y al lado, a la salida del Teatro Principal, con un hombre muy alto, moreno, que la coge de la cintura. Ella se vuelve hacia él con unos ojos que llevan mirándolo más de cuarenta años; cuando era Elvira de Jaén, cuando era otra. Así aparece en las fotos, detenida en aquel tiempo en que apenas tenían que girarse para verla pasar, porque ella era el objetivo de las cámaras, el fondo de las pantallas en blanco y negro. Después, con el color, llegaron otras caras, otros repertorios, nunca el suyo. La idea le hace sonreír, lo cierto es que empezaba a cansarse hasta de miradas; y la sonrisa le amontona las arrugas, que acuden como las ondas que provoca una piedra al caer al agua. Rebotando de una década a otra, hojea los álbumes de fotos hasta que le vence la fatiga. Entonces cierra de golpe el álbum. Queda en el aire un olor seco, a papel viejo a punto de resquebrajarse, de tan deformado por el peso de los recuerdos uno encima del otro, por las imágenes de un tiempo que ya no es suyo.
Se dirige al armario, y empieza a apartar abrigos, vestidos de otras temporadas, buscando entre las perchas. ¡Ahí está su traje de gala! Bajo una funda porosa color beige y un chal a juego: el mismo diseño de una pieza que marcaba su cintura en aquellas fotos sin color. El fondo, granate, con rosas amarillas bordadas. El tejido, delicado, granuloso al tacto; el encaje es casi el único testigo de otra manera de trabajar. Doña Elvira echa una mirada a su alrededor: la lámpara de araña, que cubre la habitación mientras las bombillas se siguen fundiendo de una en una; las paredes, de un blanco deslucido. Junto al espejo, repara en la taza de té, quizá demasiado exótico, demasiado frío ya. Tampoco tiene hambre. Su apetito prodigioso también pertenece al pasado, a los días de festejos, cuando devoraba hombres y mujeres, dulce y amargo por igual. Ahora sólo quiere tumbarse y descansar. Así que rodea la cama y cierra también las ventanas que dan a la parte trasera de la casa. Pero aún le queda una cosa por hacer.
Deja el vestido estirado cuidadosamente sobre la cama, deslumbrada como si lo viera por primera vez, y se va quitando la ropa, dejándola por el suelo con indiferencia. Vuelve a la cómoda y abre el último cajón. De allí saca la ropa interior a juego que no usa hace décadas; y luego se dispone a meterse dentro del vestido. Despacio. Primero el recogido, que ya empieza a desarmarse. La tela se atasca antes del cuello y se queda ahí colgando, como pétalos desordenados que la van cubriendo. Doña Elvira se ve medio encorvada en el espejo. Los brazos suspendidos parecen ramas mal podadas, sarmientos temblones que agita una brisa helada. Hasta que consigue incorporarse y, poco a poco, se recompone y va arreglando los obstáculos, dando tirones para ajustar el vestido desde la falda. Pausadamente, acaba de estirar la tela y se ciñe un lazo, los dedos lentos, hinchados.
Cuando Doña Elvira vuelve a sentarse en la cama, su sonrisa sigue arrugada, intacta. Se pone el chal sobre los hombros y, para terminar la función, se calza los tacones negros. Se tumba sigilosamente, y alisa la cubierta con las manos, exhausta. En cuestión de minutos, Doña Elvira vuelve a ser esa foto en blanco y negro, vuelve a ser otra. Sin esfuerzo, reproduce el compás de sus plantas y expulsa dióxido de carbono.
Cintas, drácenas, clivias, todas siguieron respirando algún tiempo más que ella; racionando, mendigando la luz que se colaba por los postigos. Las chefleras fueron las primeras en secarse, en consumirse poco a poco mientras dejaban caer las flores una a una. Las drácenas se acabaron arrugando hasta parecer ancianos milenarios. Los ficus empezaron a amarillear; fueron encorvándose casi desde el techo, y se pusieron a tirar hojas como un globo que suelta lastre a la desesperada. Pero ya era tarde. Las cintas fueron las últimas en morir, cuando se les acabó el agua que habían ido almacenando en las raíces, retorcidas en la tierra de su maceta igual que dedos deformados por la artrosis.