A veces llueve, leemos en Ser Lugar (RIL Ediciones, 2024). Imagino que este libro tuvo una elaboración lenta, a golpe de vivencia. Es muy probable que no se haya escrito de un tirón, sino en dubitativas vueltas que va dando la vida, con continuas anotaciones que una y otra vez se corrigen. Casi siempre cuesta mucho saber lo que se ha vivido, que es la materia prima de estos versos.
No sé a quién se le ha ocurrido la idea de que la poesía debe ser bonita, un bello adorno que humanice la marcha prosaica del mundo. Puede ser también eso, y a veces quizá no sobra, pero Ser lugar también muestra que la poesía es ante todo peligrosa, una dura forma de entrar en la verdad de un mundo adormecido en el silicio de su prisa. De ser así, la poesía no tendría nada que ver con lo que llamamos frívolamente "cultura". Hay, tras sus ademanes delicados, una áspera fortaleza de mujeres y hombres que descienden a la soledad común sin rencor, cargada incluso de amor por lo extraño, por una orfandad común para la que no estamos fácilmente preparados. Es posible que Rilke ya lo haya dicho todo al respecto.
El lenguaje puede ser una capa de gelatina con la que tapamos la vida secreta de las cosas. Sobre todo hoy, la hipertrofia del significado y de la interpretación corre en detrimento de la presencia directa y misteriosa de los cuerpos. Sin tiempo cero, sin vacuolas de reposo, sin nidos espaciales. En Ser lugar la morrena de nuestra temerosa velocidad vuelve, de ahí que sea frecuente la imagen de un tiempo empozado, detenido, cuajado en escenas. Muy lejos de nuestra deformación espectacular, este libro es inmensamente atento al instante, ese lapso incalculable de tiempo que es a la vez el espacio infraleve donde ocurre lo poco que es importante y nos cambia. Tanto un probable diablo como un dios inverosímil duermen en los detalles.
Nada permanece, escribe Luis Adalid, mientras somos arrastrados en una corriente incesante. Todo, hasta las algas, acaba siendo viento. "Nada se detiene ni se detendrá nunca. Todo son partes, renovándose incansables" (Whitman). Quizá lo permanente es sólo un fondo inescrutable que vuelve, una y otra vez. Es preciso entonces reconciliarse con la noche, establecer un pacto con su quietud insondable para que haya un descanso.
Este entero libro está recorrido por la tarea ética de afinarse con las horas, con el atardecer, con el alba que tarda. Leyendo a Adalid somos noctívagos al seguir el hilo de un bajo continuo de sombra, una diagonal que imanta y enturbia incluso los momentos más luminosos. Diría que Ser lugar está contra la imperial radiación con la que intentamos protegernos, apartarnos de la noche común de la que venimos. Y que en realidad vuelve, encarnada en la multitud de seres lentos y atrasados que salen de ella.
Encontramos también en este poemario una suerte de tabla periódica de los elementos, cada uno de ellos bendecidos por su rara tendencia al milagro. El hinojo, la caña, la higuera... La luna oculta: “hay tanta soledad en ese oro”, decía Borges. Bajo ella los desechos, las botellas perdidas, las colillas que obligan al agua a redibujar continuamente la orilla. Y acaso también el temor y el amor como elementos, como partículas que pertenecen al suelo que pisamos.
No hay nada desechable, nada despreciable en este desierto atiborrado en el que vivimos. Por eso es creíble el momento en el que Ser lugar defiende pedir también un deseo cuando sobre nosotros pasa chatarra espacial. ¿La poesía esboza la gloria de un basurero desconocido, exhibiendo las joyas de un día que es pobre porque no desciende a la humildad de sus materias primas? Para esto, para palpar la sacralidad de lo banal, una alianza secreta de lo Ínfimo y el Altísimo en la que eran expertos los escritores rusos, hay ciertamente que salirse de "la cola del miedo".
Lo cual significa sin duda rendirse a lo visible, entrar en la revelación que sólo ocurre tras la derrota, en una aceptación del signo de la adversidad. El mundo vencido nos entrega otras estrellas, a veces en el sabor renovado de lo más sencillo. Entramos entonces en una oscuridad acogedora donde todo, también el último amigo muerto, también azules imposibles y lunas casi inexistentes, encuentra su lugar.
Acompañado de un rosario de benditos seres anónimos, heroínas que bajan las luces para que se puedan divisar las estrellas, héroes que buscan en la basura para rescatar algo en la masa ingente de lo despreciado. Mientras titanes desconocidos saludan a cualquiera, como si fuera un hermano. Ser lugar está ocupado por la voluntad de no herir más, de atenuar una intensa radiación que ha dañado el umbral en el que ha de vivir cada ser y es culpable de la lenta extinción de las luciérnagas. Para este gesto heroico es necesario romper con la manada y salir a la intemperie. Es corporal y moralmente obligatorio sentir un raro orden en lo que parecía sólo penumbra. Lo que semeja un caos sólo es peligroso visto desde una noción de orden demasiado estrecha, excesivamente policial.
Este libro, incluso en lo doméstico y desesperadamente cotidiano, espera continuamente la conjugación de lo inesperado. “En el principio era la posibilidad”, escribe Adalid, el verbo donde el tiempo se hizo carne. “Somos lo que ha podido ser de todos los infinitos posibles”. Tal vez lo que nuestros abuelos llamaban Dios es también la necesidad incalculablemente contingente de las voces, los rostros y cosas. El azar nunca se equivoca, tampoco en un calidoscopio: como se escribió hace tiempo, nadie ha hecho jamás objeciones a una nube mal formada. Todo lo que ocurre es bueno, el signo de algo que hay que atender, sugería un humilde entrenador de fútbol.
Este libro está, como si fuera antiguo, atento a esos signos. Dispuesto a bendecir lo encontrado por el hecho de haber sido hallado, no construido con nuestro orgulloso narcisismo, esta imperial estrategia de radiantes elecciones. El deseo es otra cosa muy distinta al capricho de lo que queremos: incluye escuchar, atender al temple en el que respira cada cosa. Estamos, creo, ante un libro muy "religioso" en su forma devota de ser materialista. Una fe intuitiva compatible, naturalmente, con una desconfianza incansable ante las iglesias. Y esto aunque algunos creyentes no se sientan necesariamente propietarios de nada. Hay un dios que acampa en los descampados, que llama a inclinarnos ante la hierba que se inclina bajo nuestro peso y roza las manos.
Las creencias apuestan por lo que no es nuestro, ni apropiable. Son más bien un tipo de relación que acepta la no pertenencia. No olvidemos que si la industria pretende conservar las cosas añadiéndoles un sustancia ajena que finalmente las estropea, el arte conserva dejando ser, entregándose a la caducidad incorruptible de cada cuerpo.
“La deslealtad es la nueva ley”, leemos en Ser lugar. No quisiera acabar estas notas sin unas palabras sobre una de las primeras especies en vías de extinción: la buena educación, la amabilidad, la atención. No digamos ya las formas de la bonhomía. La celebrada globalización no es más que un narcisismo expandido, un sectarismo de masas. Es en realidad incompatible con la atención a los matices que avivan la singularidad del otro. Si se han perdido las formas es porque “la demora de la forma”, su ritual silencioso, es la única manera de cortejar la rareza de los contenidos, ese pulular de seres a ajenos a la horda "mundial" de la información. Es el mundo mismo el que resiste a la mundialización. Sin demasiados rodeos, este libro maldice la ferocidad canceladora que se ha adueñado de las democracias occidentales. En tal sentido, Ser lugar es incluso un excelente manual para otra política posible, tal vez una nueva y desconocida edad. Aunque, como vemos en las cacerías humanas de la actualidad, esa era no esté próxima a llegar, es una obligación ética y estética preparar su remota posibilidad.
Luis G. Adalid, Ser lugar, RIL Editores, 2024.