A mediados del siglo XIII, Gonzalo de Berceo romanceó dos docenas de intervenciones maravillosas atribuidas a la Virgen, popularizando así la miracología mariana, hasta entonces encriptada en textos latinos. Al margen de las intenciones propagandísticas que la filología le ha atribuido en algún momento a los Milagros de Nuestra Señora, lo cierto es que la obra del clérigo riojano inaugura una religiosidad “de tejas para abajo” que, desde entonces e ininterrumpidamente hasta hoy mismo, es veta que atraviesa de cabo a rabo la poesía en lengua castellana. Raro es el autor hispánico (creyente o agnóstico, ateo o devoto, de primera o de quinta fila) que, desde aquel remoto siglo XIII, se ha resistido a cantar en algún momento los prodigios sobrenaturales de la Virgen o de su Hijo, conmovidos todos por una supuesta convivencia con lo maravilloso que hay que interpretar en primera instancia no como Teología, sino como cultura de lo cotidiano.
De todos los episodios que la Biblia o los Evangelios Apócrifos atribuyen a la Sagrada Familia, es el momento del nacimiento de Jesús (y las peripecias inmediatamente posteriores) lo que sin duda ha seducido más a la poesía, constituyéndose tales sucesos en centro neurálgico de lo que desde el siglo XVI empezó a entenderse como villancico, a saber: canción devota destinada a la exaltación de la Natividad y compuesta con el objetivo primordial de acercar al pueblo a los oficios religiosos. La condición sencillamente popular del villancico acabó imponiéndose sobre las estratégicas intenciones de la Iglesia y dejó de vivir en los templos para acomodarse en el calor de las cocinas y trenzarse en la memoria infantil de cuantos hombres y mujeres fueron viviendo la Navidad como el momento mágico de la vida.
Y ha sido eso, la magia –junto con la melancolía- lo que ha marcado la composición de villancicos en los autores hispánicos de los últimos siglos, hasta el punto de que apenas pueden discernirse generaciones o paisanajes entre ellos. Todos habitan un mismo territorio, el de la infancia, que, como bien advierte Pedro Sevilla en el prólogo de estas Navidades modernas, “es un no tiempo”; y todos trovan la Epifanía apoyando su acento en ritmos aprendidos en su etapa de pre-escritura: el romancillo, el octosílabo, la asonancia, la seguidilla, la espinela…
La propuesta de José Mateos de recoger en esta antología “villancicos, algunos de ellos inéditos, de poetas posteriores a la Generación del 27” tiene, por una parte, el valor de afianzarnos en la ritualidad poética del canto navideño (¡hay tanta tradición!) y, por otra, el de avisarnos de un cambio de óptica en las últimas generaciones, en las que se percibe, por primera vez, un ocasional distanciamiento de la naturaleza popular del villancico y una experimentación con elementos más adscritos a la interiorización conceptual del adulto y a la cultura libresca. Resulta, en tal sentido, muy interesante distinguir dos grupos entre los autores antologados: el de los nacidos entre 1909 y 1931 (abre el período José Antonio Muñoz Rojas y lo cierra Carlos Murciano), y el de los que lo hicieron entre 1958 y 1973 (de José Julio Cabanillas a Raúl Pizarro).
Para el caso de los primeros, es indudable el peso de la tradición popular como base creativa de sus cantos. Me refiero a esa veta popularizante que –ya dijimos- comienza en Berceo y se consolida en verbo e imagen en el Barroco. La imaginería navideña, a partir del siglo XVII, eclosiona en una representación peculiar de sus milagros: doméstica, callejera, costumbrista, harapienta a veces, soez incluso, expresionista si queremos, cercana al fin. A las figuras de la Sagrada Familia y de los Reyes de Oriente, los belenes incorporan –primero en los templos, luego en los hogares- un acompañamiento bullicioso de personajes extraídos del entorno rural y urbano: pastores, pescadores, labriegos, mercaderes, herreros, chamarileros, aguadores… y hasta vizcaínos y esclavos negros, objetos de burla preferidos en esa vertiente xenófoba que siempre ha tenido lo popular. Del mismo modo, el villancico se convierte a veces en un desfile casi carnavalesco de tipos sociales, descolgando de la órbita de lo sobrenatural al milagro de Dios hecho hombre y atrayéndolo a un aquí y un ahora de tintes casi irreverentes.
Instalados definitivamente en esa religiosidad “de tejas para abajo” están los textos de, por ejemplo, Federico Muelas (“Villancico del impresor”, “Villancico del boticario”), Gloria Fuertes (“El camello cojito”), José Luis Tejada (“El usurero”, “El cartero”, “El maestro albañil”, “La comadrona”, “El aguador”) o Aquilino Duque (“Los oficios perdidos”). Muy consciente de la tradición en la que arraiga se muestra Pablo García Baena, de quien aquí se seleccionan dos poemas procedentes de su hermosa colección Gozos para la Navidad de Vicente Núñez (Hiperión, 1984). El primero de ellos, “Espiritual negro”, es un tesoro para conocer una parte riquísima de la tradición oral andaluza extinta desde mediados del siglo XX. Recrea en él García Baena algún villancico de negro que hubo de escuchar cuando niño en su Córdoba natal: “Negra, vente pa Belena. / - ¿Pues qué pasa, Magalena? / - Pasa el carnaval de Río, / samba y frío; / pasa el Rey Don Baltasara / chirimía y algasara / con nuestros primos del Congo, / mambo y bongo…”. Villancicos de negros que circularon profusamente en la Andalucía de los siglos XVIII y XIX, cuando el paisaje urbano incluía esclavos africanos que, ajenos a los oficios religiosos de la Navidad, celebraban sus zarabandas en la calle y a los que la Iglesia procuraba hacer entrar en los templos incorporando sus figuras a los belenes y sus canciones y ritmos al repertorio ortodoxo.
Una comprensión doméstica de lo milagroso habita también cómodamente en el primer grupo de poetas, referida sobre todo al mito de la Inmaculada concepción y a la “difícil” situación sentimental de San José. La preñez inexplicable de una virgen es motivo recurrente en todo el folklore europeo (cristiano o pagano) y aparece ya en las primeras novelas de caballerías para justificar la heroicidad del protagonista. Hay de este mito una hermosa comprensión intuitiva en algunos de los autores, caso de Luis Rosales, que explica así el milagro: “Cuando el sol en el portal / entra y su luz reverbera, / ella le contesta: - Era… / como el sol en el cristal” (“De cómo entró por la ventana el primer rayo del sol”). De los celos de San José ha ido dando cumplida cuenta el romancero tradicional a lo largo de ocho siglos, en los que siempre la palabra popular ha concedido al esposo de la Virgen una proverbial paciencia y una devota comprensión, con la intención probable de humanizar lo inaprensible. Humanización similar a la que se la ha dado a los ángeles, traviesos y habituados al trasiego doméstico desde que el Murillo más barroco los pintara en la cocina, en un trajín de ollas y cacerolas. Por completo inmerso en esa percepción popular de los angelitos, Alfonso Canales canta así su descenso a la tierra: “Y con qué alegre revuelo / por el techo se le entraban / a María! ¡Cómo daban / sus alas sobre el cristal / de las ventanas, igual / que si rompieran espumas! / ¡Cómo pusieron de plumas / los ángeles el Portal!”.
El acento sentimental del segundo grupo de autores está puesto en la infancia, no en la de Jesús, sino en la propia. Hay un acendrado individualismo en la inercia de explorar la Navidad no como hecho social (rasgo evidente en los poetas de más edad), sino como acontecimiento íntimo salvaguardado en la memoria. Suceso excepcional que marca las fronteras de la infancia y, por tanto, las fronteras de una concepción del universo ya perdida. Fronterizo también el espacio que se acota para rememorar: la casa, más aún, la sala, y más aún, la mesa sobre la que el padre o la madre instalan el belén. Y fronteriza la consciencia, que deja en un limbo extinto lo que fue y reconoce lo que ya no podrá repetirse. Ejemplares de esta voz poética son las canciones de José Julio Cabanillas (“Los montes de cartulina. / El río, plata y papel. Falso el tiempo…”) José Mateos (“Mañanitas de entonces / junto al pesebre. / Yo era niño, y eterno / era el presente”; “Las campanas de mi infancia / no sé si oigo o recuerdo, / corazón”) y José Manuel Benítez Ariza, que titula un villancico “Si fueses niño de nuevo” y dice en otros: “Mi infancia ¿dónde la dejo? / En una noche de Reyes, / montada en un tren eléctrico…”; “Con papel de plata un día / yo también trazaba arroyos / sobre un país de cartón / con horizontes de corcho”.
Son, los más jóvenes, poetas más transterrados que los viejos. Parecen incapaces, aquéllos, de reencarnarse por un momento en el niño que fueron, ademán en el que éstos muestran absoluta naturalidad cada diciembre. Se plantean además, los jóvenes, la tragedia del descreimiento, de la irremediable pérdida de fe, y contemplan con cierta suficiencia adulta la confianza infantil: “Dicen que ha nacido un niño / para salvarnos a todos. / -¿Un niño para borrar / el miedo de nuestros ojos?” (Ángel Mendoza). Pensando en las causas de tal pesadumbre navideña, a una se le ocurre que quizás los medios de comunicación masivos (esta segunda generación de autores son los primeros hijos de la televisión) hayan operado sobre la verdad, distorsionándola y haciendo una garantía fraudulenta al ofrecer su mentira. Es curioso, al respecto, con cuánta frecuencia y solemnidad el nacimiento de Jesús aparece asociado a la televisión en estos versos: “El niño Jesús nació / en el portal de Belén… / Si lo supiésemos varios / el mundo mejoraría… / ¡Que cuente con alegría / la nueva el telediario!” (Enrique García Máiquez).
Pero también son las voces de este grupo las que reclaman, tras muchos siglos, la palabra escrita, la bíblica, probablemente porque también son la primera generación ajena a la oralidad y, más que el villancico popular compartido, les ha nutrido la imaginación la lectura en solitario. Hay ecos, entre ellos, del Cantar de los cantares, y resonancias de las Coplas de Manrique, de los cuentos de Dickens, de la filosofía milesia y del teatro de Oscar Wilde… Como si necesitáramos regresar a una espiritualidad más trascendente, más remota, más críptica también, anterior en suma a los sencillos Milagros de Berceo.
Navidades modernas. Antología del villancico actual. Nota preliminar de José Mateos. Prólogo de Pedro Sevilla. Textos de José Antonio Muñoz Rojas, Leopoldo Panero, Ramón Gaya, Federico Muelas, Luis Rosales, Francisco Pino, Ricardo Molina, Gloria Fuertes, José Luis Hidalgo, Rafael Montesinos, Antonio Álamo Salazar, Bartolomé Llorens, Alfonso Canales, Pablo García Baena, José Luis Tejada, Antonio Murciano, Aquilino Duque, Carlos Murciano, José Julio Cabanillas, Inmaculada Moreno, Enrique Andrés Ruiz, Mario Míguez, José Mateos, José Manuel Benítez Ariza, Abel Feu, Enrique García Máiquez, Ángel Mendoza y Raúl Pizarro. Jerez. Libros Canto y Cuento, 2013.