El nombre de Mario Vargas Llosa ha estado asociado a mi vida desde siempre, incluso desde antes de que ese nombre tuviese un rostro o una biografía o la cantidad de obras que puedo enumerar ahora en orden de publicación. Mario Vargas Llosa estuvo conmigo siempre, desde niño, aunque solo después de una década leí cada uno de sus libros, sus ensayos, sus crónicas, sus artículos de diario, muchas de sus entrevistas o ponencias (imposible seguirlas todas) y centenares de monografías sobre él que tuve que leer y calificar, en un curso que dicté en la universidad dedicado a La ciudad y los perros.
Al principio, insisto, era solo un nombre. Un nombre más en medio de una lista de nombres en los que apenas podía reconocer uno de otro. En esos años de infancia solo habían dos nombres que podía identificar claramente: Hans Christian Andersen, el cuentista danés, cuyo nombre llevaba mi colegio y por ello me sentí en la obligación de leer todos los cuentos suyos que pude conseguir (y amé algunos cuentos suyos menos célebres que el “patito feo”, como “la reina de los ventisqueros” o aquel en que una madre va en busca de su hijo que se lo llevó la muerte), y Abraham Valdelomar, cuyo cuento “Los ojos de Judas” me impresionó de tal manera (y me sigue impresionando) que quise saber más de su autor, y así me enteré de su vida de snob, de su temprana muerte bajo terribles gritos de dolor y su monóculo.
Todos los demás autores, desde Ventura García Calderón, pasando por José María Arguedas, Julio Ramón Ribeyro o Vargas Llosa, eran solo nombres imposible de identificar en el libro de literatura de la empleada de mi casa. En aquel libro, el autor había colocado un cuento cada semana y luego un cuestionario para controlar la lectura y fomentar el análisis crítico y el juicio social. Además, como método didáctico de avanzada, se le ocurrió dejar un recuadro en blanco para que el joven estudiante dibuje la escena que más le había impactado, o aquella que mejor resumía, el relato. Mi empleada sabía que me gustaba leer, que desde que aprendí a leer no solté jamás los libros (unos libros juveniles, resúmenes de obras famosas, que mi padre compraba en kioskos muy baratos, impresos en Ecuador). Además, era el dibujante de la familia (aunque fue mi hermano quien después se hizo pintor e ingresó a estudiar Artes), garabateando no solo hojas, cuadernos, libretas de apuntes de mi madre, sino también paredes, las maderas de mi cama e incluso las sábanas.
Por lo tanto, yo era perfecto para que ella pudiese saltarse una tarea que no le apetecía hacer. Me pedía siempre que leyese el cuento e hiciese el dibujo, aunque ella contestaba las preguntas (o las copiaba de sus amigas más aplicadas). Me encantaba esa tarea. Sentí una gran decepción cuando ingresé al colegio y nadie me pidió una tarea parecida. Por aquellos años era feliz leyendo los cuentos, pensando en la escena principal y dibujándola. No me importaba quién había escrito el cuento o si era bueno o malo (normalmente, no podía distinguir la calidad de esos relatos ni de la prosa, salvo el mencionado de Valdelomar), sino qué dibujo podía usar y cuántos colores podría poner. Me gustaba el rojo, por eso prefería siempre escenas donde ese color se podía utilizar, como aquellas en las que se veía sangre (me imagino lo divertido que fue dibujar “El campeón de la muerte” de Enrique López Albújar). Desde luego, Mario Vargas Llosa fue uno de los cuentos que leí y dibujé entonces. No recuerdo bien aquel cuento, pero mi memoria se inventa que fue “El desafío” lo primero que leí de él. No me impactó demasiado, como no me impactó nunca ninguno de los cuentos de Vargas Llosa. He leído un par de veces su única colección de relatos Los jefes y a pesar de descubrir en él rasgos que serán puestos en evidencia en La ciudad y los perros es obvio para mí que el Vargas Llosa cuentista era un embrión que nunca se desarrolló dentro del género, y dio un paso al costado (nunca un salto hacia adelante, como les gusta decir a los editores, a los profesores de taller y a los escritores jóvenes más ambiciosos de reconocimiento) muy pronto para dedicarse a la novela. En ese sentido, es interesante la anécdota que cuenta el mismo Vargas Llosa (y ha certificado uno de los presentes, Abelardo Oquendo) sobre la vez que leyó un relato en una tertulia de amigos, luego de lo cual se hizo un silencio profundo y se siguió la conversación sin aludir a lo que acababa de ser leído. Así de malo parecía ser. Y así de malo se pinta Varguitas en La tía Julia y el escribidor, resumiendo los argumentos de sus primeros cuentos, todos ellos condenados al fracaso.
Mario Vargas Llosa empezó a tener rostro y biografía, para mí, antes de leer el primer libro suyo. Lo tuvo años después de ese oficio de lector-ilustrador para una chica que iba a la escuela nocturna. Vargas Llosa empezó a existir para mí debido a la cama de mis padres. La cama en la que ellos durmieron sus primeros años era un modelo de los años sesenta (un vintage que, por cierto, jamás he vuelto a encontrar en mis búsquedas en la cachina de muebles viejos) que incorporaba, en la cabecera, dos pequeños cajones sobre cada almohada y un espacio vacío entre ambos, que bien podía ser utilizado como librero. Siembre habían ahí los mismos libros, quizá algunos cambiasen de vez en cuando, pero la mayoría no se movían. El que más recuerdo era una primera edición, en Seix Barral, de La casa verde de Mario Vargas Llosa. Se lo había prestado un primo suyo a mi madre, y ella no había superado jamás las primeras páginas (el tedioso descenso hacia la nada de Fushía), pero el libro quedó ahí durante años, hasta que yo decidí armar una biblioteca personal y me lo llevé (y aún lo conservo). Me llamó la atención de inmediato el diseño de la carátula, que era un garabato verde. Un simple garabato, hecho con crayón gris o carboncillo, como una travesura de mi hermano o mía. Muchos años después me enteraría de que el autor de ese “garabato” era, ni más ni menos, que Antoni Tapiés. La sorpresa del garabato me llevó a abrir el libro, quizá pretender leerlo, enterarme del autor, ver su foto riendo en la solapilla, enterarme de que vivía en España. Ese libro representó para mí la infancia, la época en la que pensaba que mis padres leían mucho, el deseo de seguir con esa tradición de buenos lectores. No pude, desde luego, a esa edad, leer La casa verde, aunque sin duda lo intenté varias veces. Pero sí sostuve el libro en mis manos muchas veces y mi memoria, otra vez mentirosa, quiere recordar una foto en la que mi hermana toma el biberón, con las piernas dobladas, y yo tengo cogido el libro como si lo estuviese leyendo.
Mario Vargas Llosa ya era un nombre conocido para mí, y muy admirado y respetado, cuando ingresé a secundaria, en marzo de 1980. Ya había ganado todo lo que debía ganar y yo lo admiraba profundamente, aunque solo hubiese leído sus cuentos. Su fotografía no me resultaba extraña y su nombre, que solía aparecer en los suplementos culturales, me sonaba siempre conocido. Mi padre era un coleccionista de libros (que no leía) y había comprado una colección de autores peruanos editada por Peisa, una biblioteca de tapas azules con listones de diversos colores, cuyos títulos eran escogidos muy azarosamente según creo (y no discriminaban poetas, ensayistas, novelistas y cuentistas). La virtud de esa biblioteca de autores peruanos fue adoptar escritores de la generación de los 50, e incluso menores, además de hacer antologías de cuentistas como Julio Ramón Ribeyro o Carlos Eduardo Zavaleta. También apareció ahí un título de Mario Vargas Llosa: Los jefes/ Los cachorros. Habían integrado ambos libros para hacer un solo volumen. Leí el libro y finalmente pude sentirme identificado con los personajes de Los jefes, que antes me parecían apátridas. Ahora resultaban limeños típicos, como yo. Pero lo que realmente me impactó fue Los cachorros. Apenas demoré unos minutos de incertidumbre antes de darme cuenta de que se mezclaban dos narradores, uno colectivo en primera persona, y uno en tercera persona, omnisciente. La historia me sedujo de tal forma que superé el tema del intercambio de narradores y devoré la novela, sintiéndome conmovido por el drama de Pichulita Cuéllar, y enamorado de la muchacha imposible y de nariz respingada, Teresita (que en la versión original la llamaban “potoncita” pero por error tipográfico acá la calificaban de “patoncita”, un adjetivo que me seducía muchísimo porque me la imaginaba de andar torpe, como de pato, y la torpeza femenina siempre ha sido una debilidad mía).
Leí varias veces Los cachorros y alguna vez lo comenté a mis padres. Ellos no lo habían leído pero avivaban mi deseo por la lectura. Buscaron nuevos libros de Vargas Llosa para comprarme y así conseguí una edición de bolsillo de La ciudad y los perros, que también leí apasionadamente. Otra vez surgió en mí la identificación con el barrio de Miraflores y con la juventud de los protagonistas, aunque a decir verdad esa identidad era más bien extraña porque mi barrio era el clasemediero San Miguel, muy lejos de la Miraflores de clase media alta, y mi colegio era mixto y bastante poco atractivo literariamente, nada que ver con el Champagnat de Los cachorros o el colegio militar Leoncio Prado de La ciudad y los perros. Las menciones a la música de Pérez Prado me dejaban intrigado (me llevaban hacia el mundo de mis padres), pero cuando anotaba el nombre de una calle, de un restaurante o de un parque, sí podía verme en ellos comprando un helado, esperando a una novia para ir al cine, conversando con amigos de barrio o de colegio (amigos que, por cierto, no tenía en aquellos años).
Recuerdo claramente mi primera pelea literaria, dedicada a Vargas Llosa. Unos vecinos nos habían invitado a un picnic en algún club campestre, y yo me llevé un libro para leer durante el camino y, por qué no decirlo, también durante el picnic, porque ser fóbico social es lo único que he sabido ser constantemente en mi vida. La amiga de mi madre, que me conocía desde bebe, se sorprendió al verme apartado de todos leyendo un libro y decidió buscarme conversación.
¿Te gusta la lectura?, me dijo.
Sí, me gusta mucho, solo quiero leer toda mi vida.
A mí también me gusta leer, sobre todo antes de dormir.
Yo antes de dormir leía muchísimo, demasiado, en una carrera extravagante por leer un libro al día. No comprendo por qué tenía esa obsesión. Uno al día. Lo logré eventualmente con algunos (recuerdo una biografía de Napoleón) pero igual, leer a carreras era usual en esos años.
No le dije nada de eso a la vecina.
Ella no se dio por vencida y me preguntó cuál era mi autor favorito.
Sin dudar, pronuncié el nombre de Mario Vargas Llosa.
Los ojos de la señora se desorbitaron. “¿Vargas Llosa?” “¿Cómo era posible que Vargas Llosa fuera una lectura, ya no favorita, sino probable?” Ella dijo que jamás, jamás había leído uno de sus libros. Que alguna vez lo intentó pero quedó impresionada por la cantidad de malas palabras y vulgaridades que había en cada página. Definitivamente, no era un buen autor y era un desperdicio que yo lo leyese, habiendo tantos escritores con valores positivos.
Mi defensa de Mario Vargas Llosa fue heroica, quijotesca, por inútil. No iba a hacerla cambiar de opinión jamás. Pero le di mil argumentos a favor de la calidad de sus novelas, de sus personajes inolvidables, de su complejidad estructural. Nada de eso valía como argumento para defender a aquel cuya frase más célebre incluye la palabra “jodió”. Nunca más escuché un argumento semejante contra Vargas Llosa (hasta que hace poco leí las objeciones que los censores españoles franquistas le pusieron a sus primeros libros) pero la buena señora, en su ira, trajo a la mesa otro argumento que sí lo he oído innumerables veces: que Vargas Llosa y sus lisuras y argumentos degenerados lo que hacía era insultar al país. No solo porque un peruano fuera tan grosero sino porque, según sabe, siempre deja mal a los peruanos en sus libros, como seres grotescos, lisurientos, aberrantes sexuales, delincuentes, marginales, pobretones, rateros, dictadores y, por su fuera poco, maricones.
Muchas veces he oído ese argumento: que Vargas Llosa hace quedar mal al Perú. Lo he oído respecto de sus novelas y también respecto a sus declaraciones políticas, a raíz de su candidatura presidencial. Cuando luego del golpe pidió que se cierren las fronteras a la dictadura fujimorista, se le consideró un traidor. Pero ya antes se le había llamado así, cuando escribió La tía Julia y el escribidor y según muchos “traicionó” a su primera esposa al contar, con pelos y señales, su historia de amor. Una historia de amor absolutamente idílica, hay que decirlo, con un personaje como Julia convertido en una mujer enamorada, decidida y capaz de romper con los moldes sociales de la época, es decir entrañable. Cuando luego supe, por el libro que Julia Urquidi escribió para contrarrestar el de Vargas Llosa, que lo que más le afectó a la tía Julia fue que Vargas Llosa confesase que tuvieron por primera vez relaciones sexuales horas antes de que llegase el cura, es decir sin estar casados, descubrí que detrás de ese personaje entrañable que había retratado Vargas Llosa había una mujer vencida por las convenciones sociales y un rencor, difícil de tragar, por haber sido traicionada por su sobrina. Una mujer que exigía para sí misma el haber convertido a Vargas Llosa en escritor, aunque su convivencia (y por tanto, su influencia) solo se limitó a la escritura y edición de La ciudad y los perros. Difícil compaginar a Julia Urquidi (ella sí bastante chismosa y mala onda en su libelo Lo que Varguitas no dijo) con la encantadora tía Julia de la novela de Vargas Llosa.
Defender a Mario Vargas Llosa de los ataques de esa vecina solo hicieron que mi admiración y respeto hacia él se afianzaran. Había dejado de ser mi escritor favorito y se había convertido en mi ídolo. El no solo escribía estupendas novelas, sino que además era perseguido, acosado, insultado, por aquellas personas que no podían soportar el éxito ajeno. Y aquel odio parecía ser el combustible para seguir triunfando y escribiendo novelas extraordinarias. Cuando me enteré de algunos datos biográficos, como la historia con su padre o los primeros años de pobreza o el triunfo durante el Boom, quedé fascinado por el personaje Vargas Llosa casi tanto como por el escritor. Cuando en cuarto de secundaria me tocó estudiarlo en el colegio, me había leído casi todas las novelas y ensayos que habían aparecido suyas en ese año (1984) y conocía mejor que nadie (mejor desde luego que la profesora de literatura) todo lo que concernía a Vargas Llosa. Tenía además una foto suya, recortada del diario, en mi mesa de noche (al lado de la de Mario Kempes, el otro de mis ídolos de adolescencia) y el deseo, aun imposible de ser proferido en voz alta, de ser como él. No solo un triunfador, sino sobre todo un escritor.
Curiosamente, cuando empecé a escribir no sentí la influencia de Vargas Llosa. Mis temas no se parecían a los suyos, yo no era un escritor “topográfico” y tampoco me consideraba un escritor que quisiera escribir sobre el Perú. Cuando escribí mi primera novela, la influencia fue la de un cura que escribía novelas de adolescentes bajo el nombre de Francisco Finn. Olvidable. Cuando empecé a escribir mis cuentos, la influencia más notable fue la de Juan Carlos Onetti, cuyo libro de cuentos de poco más de 100 páginas demoré en leer casi seis meses, internándome en ese mundo escabroso con entusiasmo pero también con agonía, pues muchas veces me daba cuenta de que la página que leí ayer no la recordaba al día siguiente. Cuando en 1985 leí Lolita, supe exactamente qué clase de escritor quería ser. El modelo Vargas Llosa y sus complicadas estructuras me importaban menos que la prosa inteligente y pulida de Nabokov. Los cuestionamientos por la identidad o por el poder no me atraían tanto, como autor, como las lobregueces y el escepticismo de Onetti. Cuando leí aquella épica narrativa La guerra del fin del mundo por primera vez, además del prólogo que le dedicó a Tirante el blanco, supe que yo jamás sería un escritor como Mario Vargas Llosa, ni lo intentaría, aunque la admiración por su obra seguía intacta.
Sin embargo, la influencia más notable seguía en mí de manera inconsciente. Mario Vargas Llosa era el único escritor cuya vida yo podía seguir, el único modelo real de escritor al que podía acceder, lejos de las borracheras putañeras de Onetti y de las petulancias eruditas de Nabokov. Mario Vargas Llosa era el escritor que yo también podía ser. Era peruano, era sobrio, tenía una familia, escribía en un escritorio con ventanas anchas que daba al mar de Barranco, y cuando no estaba escribiendo se dedicaba a leer y a hablar de libros y autores.
Por ello, durante mi último año escolar, decidí tomar a Vargas Llosa como cábala. Soy muy supersticioso, demasiado supersticioso (y no temo admitirlo pues parte de mi superstición implica declarar en voz alta, siempre que puedo, que soy supersticioso). Estando en quinto año de secundaria, había decidido que quería estudiar derecho (como Vargas Llosa) y dedicarme a la diplomacia (para viajar como Vargas Llosa), robándole tiempo a mis labores diplomáticas para escribir novelas. En realidad, todo era un plan para ser novelista. Ahora, los jóvenes que se inician en la literatura no necesitan planes para ser escritores, simplemente declaran serlo y lo son. Pero en mis años de adolescencia, a mediados de los 80, y a pesar del éxito de Vargas Llosa, uno siempre pensaba que tenía que tener un plan de contingencia y no declararse escritor así nomás, aunque fuese lo único que uno quería ser.
Dentro de mi superstición, se me ocurrió una muy extraña durante mi último año de colegio. Debía tratar de ir todos los días a la casa de Vargas Llosa, la antigua casa de Barranco, antes de que la convirtiesen en edificio, y mirar por la ventana del segundo piso, que yo sospechaba era su escritorio. Iba todos los días y la cábala era: Si aparece Vargas Llosa, si logro verlo aunque sea un segundo, seré escritor.
Fui durante meses.
Nunca apareció.
Sin embargo, la persistencia, la terquedad, la supersticiosa insistencia de ir a ese lugar y esperar esa aparición “milagrosa” me enseñó un lección literaria inolvidable. La lección que durante años Vargas Llosa le ha estado enseñando a los escritores jóvenes de todo el mundo: persistir.
En literatura no suelen ocurrir milagros ni cumplirse supersticiones, y por eso la ventana de Vargas Llosa estuvo vacía para mí durante todos esos años. Ahora la cábala ha desaparecido, aunque tengo la suerte de conocer personalmente a Vargas Llosa, quien ha sido muy generoso conmigo y mi carrera siempre. Cuando lo vi por primera vez directamente la superstición había desaparecido. Quedaba la vocación.
Y es que lo más importante que me ocurrió en esos años de formación fue ir hasta Barranco y pararme bajo esa ventana, esa ilusión adolescente, ese acto estrafalario y crédulo, que se fue convirtiendo en un deseo real y concreto. No lo sabía, pero me estaba probando como escritor bajo la ventana de Vargas Llosa. Y detrás de la frustración de no poder verlo entonces, crecía la decisión, cada día más férrea, de dedicarme a escribir siempre.
Y así ha sido hasta ahora.