El completo sentido de lo que se escribe, lo normal es que le sea inalcanzable al propio escritor. Lo contrario sería dar por hecho que su tarea, como la de los redactores de prospectos farmacéuticos o exhortos judiciales, se ajusta a alguna finalidad predeterminada, documental y mecánica. Y lo cierto es que se escribe en estado de nebulosa, se camina a tientas, no se sabe muy bien lo que se quiere. De lo otro, de la perfecta conciencia de la propia labor, sólo se puede decir que, si alguna vez se encuentra, su hallazgo en todo caso será retrospectivo.

 

Un buen día, cuando menos lo esperamos, mientras deambulamos por ahí, algo parecido a una voz ajena parece decirnos por fin quiénes somos y lo que hacemos. Ya explicaba Ortega, acerca de las acciones, la diferencia entre sus causas y sus motivos: mientras las primeras son inaccesibles a quien se encuentra embarcado en la actividad (y su conocimiento ha de quedar, pues, en cosa de la ciencia), los segundos pueden conscientemente acompañar a quien anda puesto a la tarea, tal como sucede en esas ocasiones en las que decimos de hacer algo a conciencia. Pero en sus ideaciones más puras, la acción y la reflexión es raro que caminen a tajo parejo.

 

Es también como si, de lejos, todo lo que parecía confuso se volviera más claro, un poco como pasa en esos cuadros de Dalí cuya imagen total va compuesta en realidad por una multitud de pequeñas teselas independientes, que sólo al perderse a la visión y a suficiente lejanía, vuelven del todo clara la imagen del conjunto. En el campo literario, no se está por lo general suficientemente lejos de sí. Y la modernidad de un autor creo que estriba, precisamente, de esa penosa circunstancia de escribir y de verse al mismo tiempo escribiendo, como dos personas distintas. A los modernos, o sea, a quienes abandonamos hace mucho y sin saberlo el ahora añorado paraíso de la inocencia y la alegría de la acción, el mismo conocimiento de la pérdida es lo que nos hace imposible el retorno.

 

Estando no sé si en Bogotá con ocasión de la feria del Libro a la que acudía para hacer visible la literatura de Portugal (de la que, tras la desaparición hace poco de otra mujer, Agustina Besa-Luís, quizá sea el suyo el nombre más alto), la novelista portuguesa Lídia Jorge creyó descubrir, al responder a una pregunta, esa cifra o extracto esencial de su obra, el lema de su sentido: “la literatura lava con lágrimas ardientes los ojos fríos de la historia”.

 

Desde entonces, la frase ha sido pronunciada por ella unas cuantas veces y anotada por los periodistas con más o menos integridad. Recuerdo que Leo Strauss insistía mucho en que no debemos creer que conocemos el sentido de las obras mejor que sus autores; ese sería el pecado de la soberbia hermenéutica. Pero, en realidad, y dada esa condición retrospectiva con la que el sentido de la acción se presenta a quienes luego reflexionan, lo raro sería lo contrario (él hablaba más bien de filósofos antiguos). En el caso de Lídia Jorge tenemos, pues, esa fórmula que ha venido a iluminar, desde el presente, la totalidad de una obra que tiene ya un bulto muy perfilado, en la que la literatura y la historia se encuentran mutuamente comprometidas. Por lo demás, las relaciones modernas entre esas dos modalidades de la palabra y la escritura no dejan de ser, como nos enseñó a ver Baudelaire, profundamente inestables y conflictivas. Y lo escrito por LJ refleja esa modernidad difícil de una manera sintomática, a través una de las obras más complejas y atentas de cuantas se han venido escribiendo en Europa entre los dos siglos.

 

Por eso mismo, aquella frase-clave no puede ser, pese a las apariencias, una frase pacífica. En un primer momento, su sencillez nos invita a ver algo muy claramente, creemos saber pronto lo que nos dice: La literatura es una especie de bálsamo, un consuelo, un paño de lágrimas, mientras la historia apenas puede esconder su realidad de muela de hierro para los hombres. Aquella, enjuga; esta, hace llorar. Quizá —pensamos— no debiéramos ir nunca más allá; la frase de LJ es luminosa en su fulgor efímero y con el análisis no hacemos sino hurgar en la sombra de su foto fija, en su cadáver, como sucede con todos los análisis. Quien se detiene en su rezo aprendido de memoria, suele perder el hilo de la oración.

 

Pero no podemos evitarlo; queremos ir más adentro. Y notamos primero que en la frase de LJ, la literatura aparece reconocida, en efecto, como una modalidad de la palabra, pero la historia todavía no, la historia se presenta como una modalidad del tiempo, casi natural, pre cultural, pre artística. Así pues, ¿son las lágrimas —nos preguntamos— las de la literatura? Los ojos, ¿son los de la historia? ¿Cómo van a producir, esos mismos ojos fríos, unas lágrimas ardientes? Los ojos y las lágrimas, ¿pertenecen al mismo sujeto, al mismo cuerpo? Nos parece ahora que hablamos de dimensiones diversas, incomparables.

 

La literatura y la historia son cosas distintas, naturalmente. Pero llegan a compartir un ámbito común cuando alcanzan su condición escrita, cuando se convierten en géneros literarios.  Entonces, la historia, igual que la literatura, deja de parecernos naturaleza, una pura modalidad del tiempo, un hecho bruto de la realidad. Compartir la escritura supone habitar ese ámbito común que Paul Ricoeur llamó (más o menos, lo digo de memoria) “nuestra endémica constitución narrativa”. Y nuestro pensamiento, como nuestra conciencia del tiempo y nuestra memoria, lo son; son narrativos inevitablemente, temporales.

 

Cuando pienso en la frase de Lidia Jorge, me acuerdo de otra lágrima. La historia es fría, decíamos; la literatura, ardiente. Al comienzo de Los miserables, que Hugo sitúa en 1815, o sea, el año de Waterloo, cuando los nuevos vientos aliancistas parecen ir borrando la estela revolucionaria y napoleónica, hay un día en que el santo obispo de Digne, entre sus misericordiosas acciones, acude a visitar a un viejo ateo revolucionario que, pese a no haber votado en su día la ejecución del rey, persiste en su filosofía materialista y republicana, ya retirado en una cabaña, en lo profundo del bosque. El anciano es un esprit fort —un “convencional”, dice el libro—, cabal, íntegro, sus verdades son innegociables. El buen obispo lo escucha quizá con admiración, apenas logra contradecirle con unas cuantas interrupciones. El libro dice que de los ojos del viejo resbaló una lágrima, mientras exclama: “¡Oh, ideal, tú sólo existes!”. Es entonces cuando la frialdad del obispo, pegada hasta entonces a una conversación sobre la reciente historia francesa, gana temperatura emocional, el sentimiento de piedad enjuga con su pañuelo cordial el llanto por una historia que ha esparcido los crímenes por los cuatro costados del tiempo.

 

Mientras Hugo escribe su libro, a lo largo de más de treinta años, de los veinte a los sesenta del siglo XIX, las relaciones entre la literatura y la historia registran una de sus modificaciones más decisivas. Fue entonces cuando sir Walter Scott lanzó sus más famosas novelas dando carta de naturaleza a ese género o subgénero de la novela histórica, que es una de las manifestaciones o derivas modernas de la trabazón entre la literatura y la historia. Al tal género nunca le faltaron estudiosos, casi en sincronía con su aparición, pero sobre todo críticos, y a veces críticos que conocían la materia de primera mano, puesto que habían sido, como Manzoni con su I promessi sposi, autores de alguna de aquellas novelas famosas. Pero  Manzoni lo fue también del Alegato contra las novelas históricas. A fin de cuentas, lo que se dirimía con su defensa o su denuesto era una postulación acerca de la verdad y, en concreto, de la verdad del tiempo, de la verdad escrita del tiempo, de su representación, que no debía según los críticos ser tan condescendiente como para que los acontecimientos de la historia “científica” pudieran ser contaminados por la imaginación o la poesía propias de las novelas. Fue en su Ideas sobre la novela, de 1925, donde el Ortega “deshumanizado” decía que en la novela histórica “no se deja al lector soñar tranquilo la novela, ni pensar rigurosamente la historia”. Sólo unos años después, Lukács publicaría su famoso La novela histórica, una reflexión que se hace más valiosa si, más que como meditación sobre el género en cuestión, la leemos como la explicación de que al novelista le sea exigible la conciencia histórica, en consonancia con el realismo que Lukács defendía.

 

Pero las relaciones entre la historia y la literatura —más bien, la poesía— arrancan de mucho más atrás y en una disposición que sería justamente la inversa a la del siglo XIX. Desde su origen filosófico la diferencia se hizo estribar del grado de cercanía de cada una de ellas con la verdad, es decir, de la condición de sus respectivas escrituras en el ámbito de la nueva racionalidad que pugnaba por abandonar el seno de la religión y la magia. Así, quedó establecida una jerarquía, según la proximidad de cada una a lo eterno y necesario —es decir, lo verdadero— o, por el contrario, a lo puramente contingente y aleatorio. “Incluso el tutor de Alejandro Magno —decía Karl Löwith al comienzo de su excelente Historia del mundo y salvación— no dedicó a la historia ningún tratado por considerarla de menor valor que la poesía, por el hecho de que aquella versa sobre acontecimientos únicos y contingentes, mientras que la poesía y la filosofía se ocupan de «lo que siempre es así»”. No es de extrañar, pues, que en esa historia hayan pesado mucho las consideraciones y conceptos que Aristóteles elaboró en su Poética inacabada. Las tramas de la Poesía, contenidas en la épica y la tragedia, eran según se dice allí concatenadas, causales, todo en ellas resultaba necesario y los agentes que las protagonizaban —los héroes, para decirlo deprisa— se encargaban con sus acciones de conducirlas al destino, en cuyo alcance se podía justificar retrospectivamente toda la acción. Eran, pues, un espejo de la verdad, del orden de la verdad. La Historia, por el contrario, reflejaba el tiempo en su dimensión fortuita, fungible, pero además en ella las tramas no eran tales, no iban atraídas hacia ningún destino, muchas cosas quedaban deshilvanadas, eran innecesarias, superfluas, nada allí era perdurable y por tanto no podía ser verdadero. Nosotros, sin embargo, llamaríamos hoy a todo esto la realidad, y a aquello, los mundos ideales. (Pese a todo, un filósofo contemporáneo de la ciencia política, Eric Voegelin, tituló muy expresivamente su obra mayor Order and History, y aunque sea en realidad imperdonable decirlo así, es claro que en su idea “anti moderna”, anti hegeliana y digamos que “neo aristotélica”, la historia sólo podía ser esa dimensión —esa escritura— del tiempo que no encuentra amparo en ningún orden del Ser, que no está ordenada a ningún télos receptor del sentido, de la verdad).

 

Pues bien, apenas hay un libro de Lidia Jorge que no esté animado por este conflicto. Ninguno en que la experiencia del mismo no sea constitutiva de la obra y razón de la urgencia, como ha dicho ella misma, con la que esa obra ha sido escrita. En Noticia de la ciudad silvestre, la novela que en 1984 hizo advertir con más amplitud la envergadura de la escritora, se dice:

 

Aquellos encuentros ocasionales eran apenas el simulacro de una cosa seria y, por eso, incluso las banalidades allí proferidas, no eran banalidades, ya que ninguna urgencia de acción las corrompía en relación a los fines.

 

Pues bien, podríamos decir que cualquier trama temporal justificada por sus fines y que se mantenga limpia así de la urgencia de la acción o, lo que es lo mismo, de cualquier banalidad o futilidad de la realidad fortuita, sería —aristotélicamente— poética (estaría a resguardo del Order, que decía Voegelin), mientras que lo ocasional de los encuentros, todo eso que no puede ser, por tanto, “cosa seria”, caería del lado desordenado de la historia.

 

Esa historia tiene una materialización precisa en la obra de Lidia Jorge; se refiere a un período muy concreto, el que va desde los tiempos pre revolucionarios en el Portugal salazarista de los sesenta, a la normalización democrática tras la descolonización. “Por esa época estábamos en el sesenta y siete y por eso se hablaba bajo, con recelo de que las paredes oyeran”, se dice en Noticia… acerca del momento en el que, una vez que las colonias africanas ganaron su independencia y con ello propiciaron la caída del régimen, montones de portugueses regresaron a la metrópoli en un proceso verdaderamente caótico y traumático. De manera que la historia, en la literatura de LJ, lo es primeramente en el sentido más real y concreto; se trata de una historia reciente, conocida. Ocurre sin embargo, y aquí surge la cuestión detonante, que esa historia está siempre escrita por la “poesía” periodística y la “poesía” gubernamental, que no paran de artistizar la realidad para convertirla en “cosa seria”. Pues bien, la novelista se propone torcerle el cuello a la falsa seriedad de esa poesía, un poco como los poetas de vanguardia quisieron torcérselo al cisne evasivo y poético del modernismo. Ha descubierto y se propone hacernos descubrir que esa verdad “poética” de la historia no puede ser su última verdad, que en realidad consiste en el olvido de la verdad, porque su seriedad es un simulacro, un encubierto sacrificio a ciertos fines empapados de intereses.

 

Esa verdad que es a la vez revelada y ocultada, o solapada, por la escritura de la historia, es al mismo tiempo una verdad perdida sin remedio, porque lo que se pierde en aquella operación poetizante o simuladora es, justamente, su memoria. Perdida como lo es la inocencia para el culpable, como la bendita ignorancia para el sabio, perdida como para todos lo es la infancia, la ingenuidad. La primera novela de LJ, El día de los prodigios, que le granjeó un cierto prestigio de escritora realista-mágica (en un momento en el que el realismo mágico todavía retenía el prestigio del boom latinoamericano), consiste en parte en un canto a la vida perdida del campo natal, del Algarve atávico en el que la niña Lídia Jorge escuchaba las historias orales y leía a los demás los libros heredados con el ritmo y la música de aquella oralidad que en realidad su prosa nunca ha perdido. Leyendas, cuentos, magia. Al pensarlo, recuerdo las páginas de C.M. Cornford acerca de La filosofía no escrita, como se titulaba la publicación en castellano de sus estupendos ensayos platónicos, publicados por Guthrie en los años cuarenta. El primero de ellos. “El elemento inconsciente en literatura y filosofía”, no quería referirse, a pesar del título, a ningún elemento psicoanalítico (al menos directamente), sino a ese otro desechado por las mentes racionales como las nuestras y, a pesar de ello, retenido en forma de imagen o símbolo, metafóricamente. Aunque perdido, ese elemento —ese sentido o esa sabiduría— no está, pese a todo y pese a nosotros mismos, olvidado, sino que pervive, decía el sabio Cornford, “en las capas ocultas de donde surgen los hontanares de la poesía”. Es inevitable, además, que el recuerdo de Cornford, me haya traído el del mito de Theuth y Thamus que cuenta Platón en el Fedro y que contiene casi todo lo que se puede decir acerca de la suspicacia que la memoria y la oralidad sentirán siempre hacia la escritura y la entrega que en ella se produce de alguna originaria verdad al olvido. Pues bien, cuando quizá nadie lo esperaba, en 2018, Lídia Jorge publicó su primer libro de versos —habría que decir, mejor, sus versos por primera vez—, O Livro das Tréguas, que tenía en este asunto de la palabra escrita su piedra de toque. Todos los poemas conservan, se puede decir que como en ausencia, algo de eso perdido pero no olvidado, algo que se pierde en la propia escritura, algo que, como dice allí ella misma, “dará noticia da origen, está escrito na nuvem.”

 

Así pues, el idealismo de aquella “cosa seria” se defendía de toda banalidad “en relación a los fines” a través de la escritura, pero la pureza contingente y banal de la vida en el tiempo, que es, para nosotros, toda su verdad, se pierde con ella. Esa verdad se ha perdido a manos de la historia que escribe quien detenta el poder (el poder político y económico, pero sobre todo el poder cultural) y a manos de la razón histórica, constituida modernamente en exclusiva modalidad autorizada y vigente del tiempo. Frente a ella, “Tenho a cabeça cheia de fábulas”, dice un poema. Y no nos sorprende que en otro aparezca el Angelus Novus, el ángel espantado de la historia, cuya estampa a cargo de Paul Klee poseyó Walter Benjamin.

 

Pero además de su drástica división entre lo permanente y lo perecedero, lo que importa y lo que no importa entre los géneros de la escritura, Aristóteles expresó en el libro V de la Metafísica su idea del movimiento. Lo concibió como paso de la potencia al acto, al menos así lo explicaron luego los medievales. Pero se trata —de nuevo— del paso o pasos necesarios del antes al después, en el camino que habrá de conducir a las cosas al alcance de los “fines” inscritos en sus respectivos modelos. Y —de nuevo— este recorrido no se produce sin pérdida, sin privación (stéresis, Στερησις), sin dejar atrás, en la cuneta del camino, lo superfluo, todo lo que no importa. Pues bien, eso que no importa, que no merece el duelo de quien, como los héroes por el sendero de sus tramas, avanza con paso seguro hacia el destino de perfección, todo eso, pues, que, como vienen a decir los poemas, la escritura condena a su pérdida, es a lo que Lidia Jorge se propone hacer justicia, rescatar del paso de las ruedas de hierro de la historia, que tritura a los hombres. Y así se nos dice en una página de Noticia…:

 

Había quien estuviese haciendo la guerra por el mundo adelante y volviese a casa con el pecho lleno de costurones y media docena de historias extrañas para contar y hacerse el héroe. Otros y otros había que, sin merecer relato alguno, pasaban por accidentes al aire libre…

 

No es nada casual que en el comienzo de la novela de Hugo, una novela fundacional de ese tiempo en el que la historia habría de suplantar a la poesía en su lugar dominante, Jean Valjean, recién salido de la cárcel, sucio, desharrapado, maloliente, haga su aparición por la misma calle por la que pasó el emperador en su camino de Cannes a París y que descanse, ya que nadie lo admite ni en su posada ni en su casa, junto a la imprenta en la que se habrían impreso los pasquines con las proclamas del héroe regresado de Elba. Este entrecruzamiento, este contraste entre los héroes que importan y los simples individuos a cuestas con sus aleatorias vidas sin destino, fue una de las piedras de toque de la novela del XIX, una de las tensas relaciones entre el tiempo y la verdad de la que salió su particular modalidad literaria.

 

Precisamente por ser una novela, si se puede decir así, más primitiva, en la novela de Hugo todavía no aparece desarrollado —del todo— el procedimiento más común y socorrido de relacionar literariamente las dos dimensiones del tiempo, la gran historia de los héroes y la pequeña historia de los miserables, tal como luego se hace notar, casi cómicamente, en los Episodios de Galdós. (A mí me hacen gracia los Episodios. Aunque Dios me libre de mojar en esa profesionalizada discusión española en la que a cualquier opinión en su detrimento le cae encima, en cuanto se descuide, la ilustre tradición que fue fundada en su defensa por los exiliados españoles y que es ahora absorbida como propia por quienes pretenden también absorber el prestigio de estos, más que de Galdós. Pero me hacen gracia porque hay páginas en las que, parece mentira, el protagonista o la figura central del momento, un particular cualquiera, se las apaña para tomar parte, como perejil de todas las salsas, en todos los acontecimientos históricos decisivos para la historia. El tiempo de los miserables en el tiempo de los dioses. La banalidad de la historia en el salón del trono de la poesía. Sea en el Parlamento, en la Puerta del Sol, en el despacho del embajador, nuestro hombre o nuestra mujer parecen haber salido de su casa derechos al foco en el que se cuece la verdad, abandonando así la irrelevante condición de quienes en la realidad de nuestras vidas sólo pertenecemos al tiempo que se escapa. Y, sí, también Jean Valjean llega en ciertas páginas a cruzarse con el rey, en otras el emperador pisa la misma tierra que pisan los mortales, los acontecimientos marcan la misma hora que los relojes en las casas de alquiler. Pero los Episodios se parecen a esas series de televisión en las que una familia cualquiera —que tiene además su mayor baza televisiva en ser eso, una familia cualquiera— se las arregla igualmente para que alguno de sus miembros se encuentre siempre en el meollo de la acción prestigiosa, con su golpe de Estado en Madrid, sus guerras de Irak…).

 

El conflicto entre la historia y la literatura, que se presentaba a primera vista tan nítido en la frase-clave de Lídia Jorge, se enreda, pues, en sí mismo si nos detenemos a pensarlo. La historia, llora; la poesía enjuga sus lágrimas. Pero somos modernos, reflexivos, seres sin paz, sin sosiego. Se ha producido una inversión. Vemos que esas tramas que llamábamos “históricas” son ahora aquellas que Aristóteles hubiese llamado “poéticas”, dada su condición necesaria, su causalidad inexorable, conducida hacia el destino mediante las acciones de los personajes que han de perdurar, al menos en la fama y la memoria, en la escritura del tiempo. Tras las guerras napoleónicas, no digo que la literatura inaugurase, pero sí que se comenzó a asentar sobre un nuevo territorio no poblado ya de héroes sino de seres contingentes —de carne y hueso, diría Unamuno—. Es muy conocida la estampa que pinta a Hegel mientras ve, desde su ventana, pasar por Jena al emperador a caballo y dándose cuenta en ese momento de que la historia ha sustituido a la antigua poesía, de que la poesía moderna es ahora la historia y de que no hay otra dimensión del Ser a la que las tramas o los hombres puedan apelar para hallar su perduración. Pero, por eso mismo, el tiempo que vivimos también puede de nuevo resultar poética o artísticamente organizado por los fines, y lo perdurable y necesario, lo efímero y fortuito, quedar de nuevo jerarquizados. Eso puede muy bien ocurrir en ese tipo de novela que el propio Hegel llamó “de la epopeya burguesa”, sustituta de las tragedias y las epopeyas antiguas. En La costa de los murmullos, de Lídia Jorge, se dice: “El capitán habla siempre de peripecias con final feliz”. Y ni que decir tiene que este “final feliz” puede ser el de cualquiera de los “fines” que mencionaba la novelista en su otra novela. La urgencia de las acciones, o sea, su aleatoriedad, su carencia de orden, las corrompe, ciertamente, “en relación a los fines”, porque sólo tras el horizonte de todos los acontecimientos puede brillar el sol de la felicidad, de la plenitud. El capitán piensa, pues, en una historia cumplida, abocada a su final feliz, incorrupta ya de cualquier enfermedad del tiempo. Lo que desea, finalmente, es el olvido de la verdad, suplantada por alguna otra “cosa seria”.

 

Esta impostura que consiste en la importación o el simulacro de las maneras (las maneras, con eso es suficiente) de la épica y la metafísica hasta mudar sus tragedias en farsas, me recuerda algunas alusiones que en la misma novela recuerdan los análisis de René Girard sobre la violencia y la imitación (además, claro, de las conocidas frase de Marx sobre comedia y tragedia al comienzo de El 18 Brumario…). El alférez Luís Alex no para de imitar al capitán Forza Leal —su nombre es suficiente—, quien quisiera ser a su vez, y cree serlo, un héroe épico:

 

El alférez se había vuelto, por imitación, una figura de inspiración cómica, lo que nunca fue. Es la imitación lo que hace cambiar al mundo, pero una vez representada, enseguida se vuelve asunto para cualquier comedia.

 

En Noticia de la ciudad silvestre, hay continuas menciones a la conversión de la tragedia en farsa:

 

Eran cinco los actos de las tragedias griegas y también de las comedias (…). Pero esos géneros no se confundían y, por contrario, el nuevo episodio de Anabela Cravo arrastra una mezcla revuelta, una escena de farsa ruin.

 

Y ese revoltijo, esa farsa, esa ridiculez pone en solfa toda pretensión épica, como sin ir más lejos y contra viento y marea —contra los muertos, los olvidados y los perdidos— la que el gobierno portugués decidió sostener cuando, ante el estallido de la rebelión de la colonias, fabricó para uso diplomático la poesía de que no se trataba de colonias sino de provincias.

 

Helena de Troya, el apelativo con el que es nombrada la mujer del capitán Forza Leal en La costa de los murmullos, apenas es en el tiempo de la narración un disfraz de carnaval. Su marido, que quisiera dar continuidad a la Ilíada con sus peripecias de final feliz, acaba en personaje cómico porque precisamente ignora la nueva condición del tiempo. La propia novela hace la historia del tiempo mismo, de su idea, en la clase del profesor Milreu: primero, dice el cura, fue “como un juguete para los dioses paganos sin forma geométrica definida, más allá de un ovillo de hilo”, “después se había visto como una línea rota entre el bien y el mal”, después, “en tiempo de soberbia, se había visto como una línea recta sin fin como las rectas, pero dirigida a un sol brillante, corriendo ardiente, siempre delante de la línea del tiempo”, después “se había visto como una espiral, menos orgullosa que la recta pero más pusilánime, dirigida también hacia un mar del que no se preverá el fin.”

 

El tiempo, pues, ha sido partido en un antes y un después, y esta es la raíz de la pérdida de la inocencia y de la imposibilidad de su restitución. Nuestro tiempo sigue siendo en cierto modo histórico, pero ya no a la manera en que lo era para aquellos historiadores que bajo el modelo de Michelet fueron llamados “artistas”. No es ya un tiempo vectorial. Se trata ahora de un tiempo sin arte, un tiempo que ningún arte va a conseguir hilvanar según el relato de trama alguna, en el que ningún agente va a poder reclamar un destino de permanencia.

 

Mientras tanto, la escritura de Lidia Jorge resiste a cualquier escritura del tiempo. A cualquier pretensión de que nuestro tiempo sea escrito en relación a cualquier fin. “Y ahora, ¿qué concepto tenemos de tiempo? ¿Qué concepto de Historia?” —preguntaba el profesor Milreu, en La costa…—. Y Eva Lopo, persuadida de habitar en “tiempos diferentes, que relativizan todos los tiempos”, en un tiempo, por tanto, aún no escrito, escucha al sacerdote con reticencia:

 

No sirve la espiral que conduce a la lucha de clases, no sirve la recta porque conduce a la soberbia, no sirve la línea quebrada porque conduce a la falta de iniciativa, mucho menos el ovillo de hilo, porque conduce a la arbitrariedad. El momento que pasa es de perplejidad y dispersión. No veo otra salida para el concepto de tiempo que el amor de Dios. El verbo es su persona. El tiempo es su regazo…

 

En Noticia de la ciudad silvestre, Anabela Cravo forma junto a Júlia Grey un dúo de mujeres, que son muy distintas. Una es viuda, con un hijo, inestable, temerosa, acuciada por las dificultades inmediatas; la otra, al menos aparentemente, decidida, eficiente, sin trabas, aunque con una íntima realidad oculta y mordiente. Dos mujeres muy diferentes pero extrañamente unidas en un desvalimiento que, primero, procede de su condición de mujeres (no precisamente sujetos de la historia escrita) y luego de la amenaza de lo real que parece cernirse sobre las dos (aunque no sea por lo mismo). La ciudad, como todos los espacios de las novelas de LJ, son territorios en cambio, inmersas en un tiempo en proceso, un tiempo urgente o, como dice la propia escritora en su última novela hasta el momento, Estuario: “…el sentía en el aire esa atmósfera de cambio (…). Que vivía en un pliegue del tiempo.” La ciudad en la que viven sus vidas extra históricas las dos mujeres está en un permanente cambio, en una irredimible banalidad sin fines. Es una ciudad extraña, sórdida, una ciudad como subterránea o sub real dentro de esa otra ciudad prestigiosa que era capaz de fabricar la poesía y la historia finalistas. Es vivida por ellas en su sordidez, su ruina, que son también las de las casas y los espacios vividos por otros personajes, por ejemplo los artistas hospedados en los penosos estudios de Noticia…, o los Galeano, en su vieja casa de Estuario. Casas sucias, cuartos de alquiler, sus pasillos, su olor a humedad, sus paredes pintadas de verde, el moho, la ceniza. Recuerdan, no creo que sea un extravío decirlo, las páginas barcelonesas de Carmen Laforet.

 

Esta condenación, esta ruina tras el movimiento entre el antes y el después, moldea todas las novelas de LJ, impugnando, en realidad, con su denuncia la pretensión de cualquier escritura de constituir alguna privilegiada modalidad del tiempo, sea a la antigua o a la moderna. Una circunstancia a la que se tiene especialmente por histórica, como fue, el 25 de abril de 1974, la Revolução dos Cravos, aparece una y otra vez socavada por el otro tiempo, el de las horas perdidas, el del dolor, el deseo, la esperanza traicionada. “Estábamos en el setenta y seis, supongo —se dice en Noticia…—, todavía un revuelo real en el aire, pero descontando el ruido que se marchitaba. Todo transcurría manso.” Así que nada de lo que en el exterior sucede a todos, parece ser lo mismo que ocurre en el corazón de cada cual. La conciencia personal clausura para siempre el paraíso colectivo. “Era asombroso cómo corría  la vida, los periódicos eran otros y las personas cambiaban (…). Cuando a cierta altura empezó a pensar que ninguna metafísica se desprendía de los acontecimientos”.

 

Toda La costa de los murmullos está en realidad atravesada por la urgencia inestable e incierta de este tiempo sin salvación, y por la pretensión contraria de darle una postiza solidez escrituraria. Esa impostación, esa imitación épica, es además con demasiada frecuencia fuente de crímenes y, como poco, de una inmisericorde desatención para con los olvidados, los muertos, los desahuciados: la vida de carne y hueso, que demanda del escritor memoria y esperanza.

 

Busque en el Archivo Militar (…). Meta las manos en las naderías de la Historia, vea cómo empalidece implacablemente en las cajas, como muere y se marchita y sus intérpretes se van (…). Muchos crímenes imbuidos de deber que es lo que hace la gran historia.

 

Al oír las grandes frases miméticas del capitán heroico, Eva Lopo, uno de los grandes protagonistas, siempre femeninos, de LJ, comenta:

 

Sí, lo dijo, pero podría haber dicho otra cosa opuesta, podría incluso haber hablado de Rommel, o de Napoleón en Egipto, o retrotraerse hasta César en Tapsos… (…) ¿Por qué insiste en alterar la materia real de que están hechas los seres?

 

Y eso, la memoria y la esperanza, es justamente lo que una novela de LJ (es decir, una palabra, sí, literaria, escrita, pero capaz de sortear las celadas poéticas antiguas y modernas) estará en camino de lograr a través de una profesión de misericordia, de obediencia y atención a “la materia real de que están hechos los seres”, a su cuerpo de carne, dolor y gozo, las lágrimas vivas de su alegría y su llanto. Es ese cuerpo material, carnal, el que llora y canta. Él es el objeto de la violencia, de la sobrecogedora violencia a la que asistimos, por ejemplo, en un relato ejemplar que ha acabado siendo mi preferido, “Overbooking”, incluido en O Amor em Lobito Bay, que se publicó en España como Los tiempos del esplendor. Terrible, la peripecia sufrida en África por la hermana Alberta, cuyo destino no está orientado a ningún final (porque también son felices, literariamente felices, los finales trágicos), sino a la masacre de esa carne de la vida.

 

También Cristo sintió que los esfínteres de su cuerpo se distendían y salía por su ano carnal, la materia que define nuestro miedo. Ese es el momento de la Historia cristiana de mayor humanidad. Las guerras hechas durante el tiempo cristiano podían, por lo menos esas, haber sido evitadas, si en vez de un cuerpo místico inmaterial, hubiesen representado a Cristo sentado, llorando en el montón de sus heces, entre árboles y aceitunas.

 

Estas son palabras de La costa de los murmullos; las recuerdo ahora para, finalmente, detenerme en esa “representación” que he marcado en cursiva. Diré por qué. Ese elemento hace como de arco de bóveda del tiempo y del propio arte, los dos elementos a los que apunta lo que podríamos llamar la estética crítica de Lídia Jorge. A un nivel ni siquiera especulativo, muchos de los personales de las novelas de LJ son artistas. Escultores, como Artur Salema, que pretenden salir, precisamente, de esa jaula del arte que en sentido antiguo consistía en manejar normas y destrezas (“Pero si te refieres al arte viejo (…) no me interesa estar toda la vida manejando las artes hábiles (…). Adoro a Vostell, Rotella, Del Pezzo…”). Se trata sin duda de un artista al que podríamos llamar contemporáneo —no de un artesano—, un artista cuya materia es la realidad y que, fundamentalmente, no acepta las exigencias de un oficio orientado hacia eso, la representación. Este artista quisiera operar con la realidad como materia y que su obra consistiera en su transformación. Este artista no acepta la mediación del arte, no acata los requerimientos de un oficio que en realidad aleja, según él, de la vida, porque nos separa de ella con su opacidad. Este es el pensamiento de todos los artistas de las tardo vanguardias del siglo XX y de lo que llevamos del XXI. El artista contemporáneo, en su prestigiosa versión más radicalizada, se tiene por creador de una nueva realidad, no por imitador o representador de la que existe. Y hay más en la obra de LJ. Entre los inquilinos de la Casa de Arara, de El jardín sin límites, está el performer de la Baixa, y está Falcão, el cineasta-reportero, de quien se dice:

 

No quería transformarse en un cineasta como Orson Welles (…). Esto es, ambicionaba ser un revolucionario. Y como sólo creía en el cine a lo vivo, un nuevo cine directo capaz de recoger el arte de la brutalidad real de la vida, transformarse en un verdadero reportero. (…) la gran mudanza iba a estar en la cosecha bruta de la realidad, sin idea previa, sin scriptum, sin representación. (…) Pues, ¿qué es la representación? Un acto postizo propio del tiempo en el que era necesario inventar.

 

Los artistas de las novelas de LJ no pueden ser más explícitos. Su raza es la de quienes confiaron (y por lo que vemos en nuestros centros de arte, siguen confiando) en revolucionar la vida suprimiendo ese incómodo intermediario del arte, que ellos consideran incongruente, al que culpan, diríamos, de poetizar, de ocultar la verdad. Ellos quisieran la gran mudanza definitiva, la última y concluyente revolución, aquella en la que, al fin, la acción directa conduce a la plenitud de los deseos. Eva Lopo, en La costa…, lo traslada al campo específicamente literario, si es que esto, claro, se puede seguir diciendo así, dado que ya no hay para ellos, propiamente, ni campos ni “artes” específicos, con sus oficios y leyes particulares, sino un solo Arte mayúsculo que consiste, precisamente, en esa transformación revolucionaria de la realidad, a la que toman por materia plástica.

 

¡Ah, Biblioteca de Alejandría cómo te estimo una vez incendiada —dijo Eva Lopo. El conocimiento sutil de tus papiros amarillos, quemados, transformados en caracoles de humo (…). Estimo los países de vocación metafísica total, los que no invierten en la fijación de nada. Que queman o dejan volar, cuando las ventosas mañanas de otoño, todo lo que puede ser objeto de conocimiento.

 

Y se lo dice, además, a quien se dispone a escribir un libro —Las langostas— que está dentro del libro, un libro que no debiera ser como los demás. También Eduardo Galeano, el escritor de Estuario, quisiera escribir un libro que fuera como una esfera azul, translúcida, ingrávida, obra a la vez de la creación y la destrucción, un libro total o libro del mundo en el que esté pudiera retener la pureza, la plenitud, la integridad de un sueño en el que coincidieran el origen y el futuro; un mundo salido, como se dice en la novela, de un Arca de Noé: “él haría emerger nuevos seres lavados y limpios, los verdaderos hombres a los que se espera desde siempre”.

 

Ahora bien, ni que decir tiene que esta raza de transformadores, de aniquiladores, acabaría siendo naturalmente la de unos tiranos, si sus irreprimibles postulados salieran de las salas del centro de arte o de las páginas del libro y alcanzaran la implantación en la vida, como ellos dicen pretender. Fiat iustitia et pereat mundus. Ellos son parte de la utopía, son su sueño. Y su debacle. Son una cara, la más oscura, de nuestro deseo infinito (y una de las más oscuras caras, a mi modo de ver, de la obra de Lídia Jorge). Además, la felicidad del sueño revolucionario se resquebraja cuando la supuesta subversión de la vieja idealidad de las representaciones muestra al fin un lado tenebroso, su propia traición. Todo sueño de plenitud es selectivo. Fue el sueño soñado antaño por la poesía, modernamente por la historia. Todo arte que se postule como subversión del arte —como cosa seria— acaba por condenar a la aniquilación a esa misma realidad deficiente a la que se proponía hacer justicia. El libro que sueña Edmundo Galeano en la pureza de su esfera azul, como el reportaje de Falcão o la escultura de Salema, quisiera recoger, redimir, todas las impurezas, los fracasos y las lástimas, los cristales rotos de la vida y los cabos sueltos que impiden a su narración asemejarse a aquellas tramas completas y redondas de las grandes épocas ordenadas por la poesía o por la historia. Pero lo que ve Edmundo desde la terraza de la Praça do Mar traiciona su sueño. Él quisiera ver tan sólo la tersa y brillante lisura de la piel del río que pasa, pero no puede evitar saber que en su fondo hay “zapatos, ratones, aceite, heces, orines, pedazos de neumáticos, dientes humanos…”. Y ese es el problema: que ver y saber son —para los modernos como nosotros— inseparables; que quien desea ver de nuevo la limpieza, perdida lo mismo que la inocencia, preferiría no saber lo que sabe, porque lo que sabe lo convierte en un ciego. Como el ángel de la historia, no puede mirar atrás sin ver un paisaje de ruinas.