Hace casi veinte años, un doctor en literatura por la Universidad de Frankfurt am Main, que se ganaba la vida como lector autónomo[1] para algunas importantes editoriales alemanas, concibió la idea de consagrar su tiempo a la redacción de una nueva biografía de Kafka. Se embarcaba al hacerlo (ya resulta imposible saber si era consciente) en una tarea que habría de ocuparle dieciocho años, y que seguramente (tal vez esto tampoco lo sabía) le va a asegurar un lugar de privilegio en la germanística universal durante… bueno, durante un tiempo imprevisible.

El lector en cuestión se llamaba Reiner Stach, había nacido en Rochlitz en 1951 y no venía avalado por ninguno de esos sonoros títulos que tanto abundan en el mundo académico. Aparte del doctorado, y de haber dado alguna clase en la Universidad durante un solo curso, no estaba en los círculos de la alta investigación, e incluso su trabajo para las editoriales era en aquellos años como lector de textos científicos, no germanísticos ni literarios.

Es verdad que jamás había abandonado el interés por la Filología: después de su primera publicación, su tesis doctoral (El mito erótico de Kafka. Una construcción estética de lo femenino. Podríamos decir, parafraseando a Monterroso: cuando despertó, Kafka ya estaba allí), había publicado varios artículos sobre el novelista Hans Henny Jahnn y un volumen antológico de correspondencia con autores de los responsables de la editorial Fischer. Pero no disponía de lo que, en cualquier sitio del continente, se denomina “una carrera académica”.

Tanto más sorprendente resulta que la editorial se embarcara en semejante aventura… pero lo hizo. En su página web, Stach justifica la intención inicial de su proyecto con las siguientes palabras: “era llamativo que, en medio de la marea de bibliografía secundaria sobre Kafka, hubiera muy pocos intentos biográficos dignos de ser tomados en serio”.

 Era sorprendente, en efecto, y de hecho sigue siéndolo hoy en día. Decir “Kafka” es decir una de esas palabras cargadas de ecos que parecen tener un significado incluso para aquellos que jamás lo han leído. Kafka, el raro. Kafka, el complicado. Kafka, el inclasificable.

Todo el mundo tiene una idea de Kafka. Una idea además, sorprendentemente uniforme: un tipo extraño como un búho, asocial, con dificultades con las mujeres, de mente atormentada y escritura imposible, alucinada. Las fotografías que lo representan oscilan entre aquellas que confirman la imagen –orejas afiladas, ojos de murciélago, en la que, desgraciadamente, es una de sus últimas fotografías de enfermo, ya próximo a la muerte- y aquellas que lo muestran con cara de niño, con esa expresión ingenua tan fácil de asociar al inadaptado.

Pero nadie sabe nada, en realidad, de Kafka, y Stach descubrió que, al parecer, casi nadie había mostrado verdadero interés por saber algo. La imagen en boga tenía tal fuerza que se había vuelto autosuficiente, la visión estereotipada satisfacía, al parecer, las necesidades de los lectores.

Sin duda había biografías clásicas, como la de Klaus Wagenbach, pero a Stach le sorprendía la cantidad de fuentes que no habían sido investigadas. Le sorprendía, en la era de la documentación, la aparente conformidad general con un estudio biográfico a todas luces insuficiente.

La editorial aceptó el envite, y Stach se puso a investigar. Seis años después, en 2002, salía a la calle el primer volumen, con el título: Kafka. Los años de las decisiones.

Con el primer volumen, y con el anuncio de que vendrían más, venía aparejada la primera sorpresa: la biografía que se entregaba al público no seguía un criterio cronológico. Empezaba, de pronto, con un Kafka de veintisiete años, que ya ha tomado la decisión firme de escribir y que está a punto de embarcarse en su primer proyecto de novela. Y terminaba con la publicación de la que sin duda es la obra más conocida, difundida, traducida y repetida de su repertorio: La metamorfosis (1915).

¿Dónde se ha visto una biografía que no empieza por el principio? ¿Dónde estaba la frase: “Kafka nació en Praga, el 3 de julio de 1883…”, o al menos esta otra: “Kafka empezó a escribir…”? Stach lo explica en su introducción al primer volumen:

“Esa insatisfactoria situación [la escasez de fuentes documentales] mejoraría sin duda decisivamente si, con el legado de Max Brod, su amigo durante largos años, se hiciera al fin accesible a la investigación una fuente histórico-literaria de primera categoría (…). Sería una irresponsabilidad, y una empresa poco motivadora para el biógrafo, trabajar sobre una base que un tiempo razonable va a ser ampliada considerablemente y, por tanto, requerirá revisión”.

El autor se refería con eso a que, a principios de la pasada década, estaba en marcha en Israel un violento proceso jurídico que enfrentaba al Estado de Israel con los herederos de Brod por el acceso a su legado. A su muerte, en 1968, Brod había dejado en herencia sus papeles (y los de Kafka) a su secretaria y amante, Esther Hoffe, que al morir los legó a sus hijas, contraviniendo el expreso deseo de Brod de que los documentos quedaran en poder de la Biblioteca Municipal de Tel Aviv. El Estado de Israel inició por tanto un litigio en contra de las hijas de Hoffe, cuyo resultado esperaba Stach. El biógrafo reflexiona en su introducción:

“[No] se presta un servicio al lector con un material provisional, que cumple únicamente el objetivo de mantener el orden cronológico… ¿Quiere eso decir que hay que cruzarse de brazos?”

Finalmente, la biografía solo pudo recurrir a algunas anotaciones inéditas de Brod, porque el resto del legado sigue estando sujeto al incierto final del pleito, pero Stach no se cruzó de brazos. No se dejó someter por la necesidad de esperar y empezó el proceso de su biografía en la parte sin duda más jugosa, más interesante y, también, más documentada: los años centrales, esos que bautizaba como Los años de las decisiones.

El primer volumen de la biografía causó un profundo impacto editorial, y un profundo impacto entre el público. El impacto entre el público se debió a que “el Kafka de Stach” no se parecía al que imperaba en el imaginario popular: frente al Kafka enclenque y enfermizo que reinaba en la mente de todos, el verdadero Kafka era un muchacho casi atlético, amante de la natación y orgulloso de ser un buen nadador; frente al Kafka huidizo, el auténtico era un hombre tímido pero sociable, al que sus amigos adoraban por su inteligencia, ingenio y sentido del humor; frente al Kafka misógino de la imaginación lectora, el real era amante del sexo y frecuentador de prostíbulos –cosa nada infrecuente en los jóvenes de su clase social y de su época… tampoco se trataba de imaginar de pronto a un Kafka crápula-; frente al Kafka fracasado en la relación con el otro sexo, el que recorrió las calles de Praga había sido en realidad un hombre con atractivo para las mujeres, con éxito entre ellas y, eso sí, con un problema crónico para el compromiso definitivo. E incluso ese problema lo resolvió al final.

Más aún: Kafka ni tan siquiera había sido un intelectual clásico. Sin duda era un conocedor profundo de la literatura contemporánea, devoto de Flaubert y de otros gigantes de la novela, pero eso no le impedía ser un devorador de novelas del Oeste y un compulsivo amante del género biográfico, con preferencia por las biografías de escritores, pero no solamente por ellas.

El impacto editorial lo causó la manera en que la biografía estaba escrita: Stach convertía cada momento de la vida de Kafka en un retrato integral de su época. Si la primera página de Los años de las decisiones nos lo muestra esperando la llegada del cometa Halley, y las siguientes nos presentan un vivo panorama de la vida cotidiana en la familia Kafka, pronto el foco se amplía para hablarnos de los judíos orientales en Praga, el sionismo y los demás elementos que rodean al actor central. Cuando, más adelante, se nos hable del estallido de la Primera Guerra Mundial, el autor pasará de la famosísima anotación del diario de Franz Kafka (“Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, escuela de natación”), predecesora directa de la mítica “Mamá ha muerto hoy, o quizá ayer, no sé”, de El extranjero de Camus, a desarrollar en cuarenta páginas el contexto y la génesis del conflicto. Cuando años después (en el tercer volumen de la biografía, Los primeros años) se nos describa la primera clase de Kafka en el colegio, la descripción del aula será el pretexto para una excursión –o una incursión- por el sistema escolar austrohúngaro.

Cada una de esas incursiones alcanza un grado de investigación y de detalle asombrosos. El abajo firmante se encontró, en su tarea de traductor del texto, con un momento de la narración en el que, en plena guerra mundial, Kafka compra, en una estación de ferrocarril, una novela en una máquina de monedas. Incrédulo ante lo que parecía un imposible anacronismo, el traductor consultó al autor, que le confirmó que había averiguado que en la Viena de 1914 había en las estaciones esa clase de máquinas, máquinas automáticas expendedoras de lectura para viajeros…

Vida y circunstancia se confunden. Y es así, además, como el autor lo quiere. Volvemos a darle la palabra:

“El biógrafo tiene un sueño. Una utopía, se podría decir, aunque quizá no sea más que un vicio secreto, una ambición. Quiere ir más allá de lo que ha sido. Quiere saber, no, quiere vivir cómo vivieron lo que fue aquellos que estuvieron presentes. Cómo fue ser Franz Kafka”.

Las palabras recuerdan las de Borges, cuando nos dice que, para volver a escribir El Quijote, basta con “conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa (…), ser Miguel de Cervantes”.

Si Borges descarta semejante estrategia por poco interesante, Stach reconoce que es imposible, pero eso no le hace renunciar a una forma de intento:

“La verdadera vida de Franz Kafka… seguro que no. Pero sí una mirada perecedera hacia ella, una larga mirada, sí, quizá, eso tendría que ser posible”.

No hace falta decir que semejante introducción, semejante propósito, incluso la forma en que se expresa, es lo más alejado que cabe imaginar de la mentalidad académica. Pero es que Stach no escribe con mentalidad académica. Su obra es la de un escritor que estudia, no, que se sumerge en la vida de un colega. Un escritor que empieza por revivir las palabras de Kafka, por hacer de ellas el centro de la búsqueda, por intentar encontrar asideros en el mundo exterior que verifiquen o nieguen la parte de realidad tangible que se ocultó tras ellas, o que ellas trataron de ocultar.

Pero un escritor no solo vive de la palabra ajena, y Stach es sin duda un escritor, constitutivamente un escritor, y un escritor, además, de un nivel altísimo.

Y un escritor es dueño, ante todo y sobre todo, de sus palabras.

Las palabras de Stach nos sorprenden, en un primer momento, por su lirismo alejado de la fría prosa de los estudios y, en segundo lugar, por su belleza.

Estamos en presencia de un gran escritor, y ese es quizá el rasgo más significativo de este texto larguísimo –si entendemos, como es imprescindible, que los tres volúmenes son una misma obra- que es una declaración de amor a la literatura más aún que al autor que, en manos del biógrafo, la representa. Un texto eminentemente literario, lleno de momentos de intensidad épica, de momentos de humor, de momentos pletóricos de emoción.

Cuando, en Los años del conocimiento, el segundo volumen de la biografía, Stach nos describe a Kafka en su casa alquilada en el callejón de los alquimistas de Praga, el escondite que ha buscado para poder escribir, casi estamos oyendo rasgar el plumín del que brotan las páginas de El castillo. Sentimos el frío que sintió Kafka, y el que emanaba de él, como sentimos sus inseguridades cuando no sabe qué solución adoptar en su tormentoso y fallido noviazgo con Felice Bauer.

De la mano de ese poderoso narrador que es Stach, las páginas finales de la vida de Kafka (no de la biografía, a la que en ese momento aún le queda un tomo) alcanzan un nivel de emoción difícil de superar. El encuentro al borde del mar con quien, después de tantos intentos fallidos, será el definitivo amor de su vida. La enfermedad final. El bellísimo episodio de la muñeca, que ha sido objeto de obras literarias autónomas, la agonía, la muerte. Incluso la pequeña posteridad de los supervivientes, condenados tantos de ellos, y nunca antes nos lo habían contado como si importase, a morir poco tiempo después a manos de los nazis.

No cabe sorprenderse de que cada uno de los volúmenes de la biografía fuera saludado, en el momento de su publicación, con las aclamaciones de la crítica. “Tres obras maestras, y no salidas de la pluma de Kafka”, califica a estos textos Andreas Platthaus en el Frankfurter Allgemeine. “Su biografía de Kafka se lee sin aliento, como una novela”, dice Ulrich Greiner in Die Zeit. Los medios de comunicación no germanoparlantes se hacen eco incluso del texto publicado en alemán. Rosalía Sánchez escribe en El Mundo que se han publicado muchos libros sobre Kafka, “pero ninguno ha conseguido despertar tanta admiración y expectación como la obra faraónica de Stach, que sirve de referencia al resto”. El Premio Nobel de Literatura Imre Kértesz clama desde la cubierta del tercer volumen: “Lo mejor que se puede escribir en este género. Una novela en sí misma”.

¿Es la biografía de Stach una novela? Hay momentos en que uno se lo pregunta, porque las técnicas empleadas no son las del ensayo sino las de la narración, y porque algunos de los personajes cobran tal viveza sobre el papel que llegan a hacer olvidar que se trata de personas reales, que vivieron y actuaron en un mundo desaparecido sobre cuyos cimientos –o sobre cuyas ruinas- se levanta el nuestro. Pero no, el relato de Stach no es una novela, aunque sea un relato y aunque se lea como una novela. Es la obra intensamente documentada de un investigador, en el sentido más noble del término, alguien que ha entregado su vida a una misión que está fuera de él. Un Howard Carter de la literatura en pos de la tumba de Tutankamon, pero que no se conforma con hallarla, sino que quiere averiguar el origen concreto de cada pieza del enorme tesoro, y saber qué sintió el faraón en cada momento de su corta vida. No qué le mató, sino cómo murió. No quién le rodeó en el cementerio, sino quién le lloró.

Nos llevamos, por esa razón, y como quien dice como un suplemento, una imagen más clara de los secundarios de la película: el amigo Max Brod, el no tan amigo pero no menos interesante Franz Werfel, la fundamental Milena Jesenká, la casi desconocida Julie Wohryzek. La conmovedora Dora Diamant. La generosa Ottla, a la que casi agradecemos haber hecho la vida más fácil a nuestro héroe, haber muerto más tarde como una heroína, acompañando voluntariamente a Auschwitz a un grupo de niños.

Al final de la lectura, tenemos esa misma sensación de los grandes relatos: lloramos la pérdida del personaje que nos ha acompañado durante tantas horas de nuestra vida, que ha contribuido a darles sentido. Nos levantamos de la butaca para ir a la biblioteca y ver con otros ojos los viejos tomos de La metamorfosis y de El proceso, de El castillo y América. Nos enfrentamos a la mirada triste del viejo conocido, y de pronto no estamos seguros de si era tan triste, o en realidad tan solo melancólica. Creemos saber el por qué de la melancolía. Creo que te estoy empezando a entender, Franz.

Gracias, Reiner.

 



[1]
            [1] Tal vez convenga precisar que, en Alemania, el concepto de “lector” no equivale al nuestro, es decir, no es una persona que selecciona y recomienda textos, sino que se corresponde más con nuestro “editor de mesa”, es decir, aquella persona que en una editorial revisa junto con el autor los textos antes de publicarlos, eventualmente hace sugerencias, aporta ideas, etc.