Recientemente asistí al encuentro de un reconocido novelista con sus lectores en el que el autor confesaba su convicción de que las personas que disfrutan con la lectura también lo hacen escribiendo, independientemente de que lleguen a publicar o no sus creaciones. Me esforcé en rebatir tal hipótesis, desde mi punto de vista infundada, pero al llegar a casa me estaba esperando una confirmación más de sus argumentos: Me siento olivo (antología poética y tres cuentos) recopila buena parte de le la obra de un lector insaciable, enamorado de las letras. José Ángel Rubio Abella, dada su personalidad afable y sencilla, no me perdonaría que lo calificase de erudito, pero ese y no otro es el adjetivo que debe acompañarle después de cuarenta años entregado con pasión y convicción a la enseñanza de la lingüística y de la historia de la literatura.

Para aquellos que conocemos a José Ángel Rubio, la sorpresa de esta antología poética no cuenta con la condición de inesperada. Sabíamos ya de su condición de fabulador, de su visión poética de lo cotidiano y nadie se extrañaría al encontrar en los cajones de su escritorio, entre sus apuntes de trabajo, o incluso en los post-it pegados en la puerta de la nevera, unos versos sueltos, bocetos de relatos, o frases ingeniosas. Eran pistas que nos hacían sospechar la existencia de recóndito un tesoro que, al fin, gracias al empeño de sus familiares y amigos, ha sido desenterrado.

Me siento olivo recoge poemas escritos entre los años 70 y la última década del pasado siglo  y, en consecuencia, se trata de un volumen diverso tanto en el contenido como en la forma. En sus páginas se alternan los versos más íntimos, con la mirada poética a escenarios comunes y situaciones banales, consiguiendo despertar en ambos casos la previsible empatía del lector, dada la vocación personalista de una poesía dispuesta a conjugar la trascendencia con la admiración por aspectos triviales de la vida.

El conocimiento del oficio provee al autor de numerosas herramientas que emplea con habilidad en cada una de sus composiciones, reclamando el poder evocador de las palabras para devolvernos sentimientos olvidados o apaciguados (“Sé de un rincón, ladrillo y parque,/ donde los besos y la enredadera/ soñaron nuestro tiempo”), o jugando a combinarlas, como se mezclan los colores en la paleta del pintor, en una búsqueda de musicalidad para divertimento del oído (“En las manos rotas,/ en las rotas manos,/ rosas rojas, gotas,/musicales notas,/ gotas rojas rosas”). El instrumento versátil, con el que clama a la montaña, describe al hombre, acaricia al hijo, interroga a Dios o despide y añora a un viejo Dyane desvencijado, cuenta también con su propia rima en el poema titulado “Palabra”: “Este alimento y esta audacia/evita el marchitarse/ y humedece la memoria/para darle una semilla./ Una secreta alquimia/ construye mil sabores/ para olvidar la tierra…

Dentro de este mosaico poético el espíritu creativo de José Ángel Rubio no quiere sustraerse a la búsqueda de nuevas formas de expresión y podemos encontrar propuestas vanguardistas en el goteo cadencioso de las palabras en el poema  titulado “Lluvia”, o en sus sentencias breves y contundentes (“Has de dejarme marcado para que todos sepan que soy tuyo”), como un anticipo del Movimiento “Acción Poética” que en forma de graffiti dota de vida a las indolentes tapias de las urbes.

El contenido plural de esta obra justifica su título que, además de un homenaje del autor a su Bajo Aragón natal, es una metáfora de su personalidad artística que comparte con el olivo la robustez y la textura heterogénea del tronco, las profusas ramificaciones de la copa y el sustancioso jugo de sus frutos.

Pero probablemente sea en los tres cuentos breves que completan la obra donde vamos a reconocer con más facilidad al autor. La ternura con que habla de la soledad en “Doña Julia se ha puesto azul”, su minuciosidad descriptiva, interrumpida por pequeñas pinceladas que sugieren todo lo que el texto obvia intencionadamente, son una muestra del narrador inteligente que cuenta con la complicidad del lector. En “Los garbanzos”, un desdramatizado recuerdo infantil, se filtra el humor honesto, alejado de la hiriente socarronería, siempre presente como condimento indispensable de su amena conversación. Esta visión jocosa de la vida también se pone de manifiesto en “En un tren birmano”, que parte de una deliciosa anécdota para hacernos sonreír con  la perplejidad del turista ante las exóticas costumbres y creencias que encuentra en su camino.

Este relato, que cierra el volumen, bien pudiera ser el inicio de una próxima obra en la que José Ángel Rubio, viajero infatigable, comparta con los lectores algunas de sus vivencias como perspicaz observador de la diversidad humana, desde sus pequeñas miserias a las más sublimes ambiciones, al igual que hace de un modo personal e íntimo en “Me siento olivo”.

ELIFIO FELIZ DE VARGAS

José Ángel Rubio Abella, Me siento Olivo. Zaragoza, 2013