Un prefacio imprescindible
He escrito en alguna ocasión que la calidad y la variedad de la cuentística norteamericana contemporánea, así como el éxito de este género, es el resultado de una apreciación crítica y un prestigio social fruto de la larga tradición de los programas de “Creative Writing” y de la labor de las publicaciones periódicas dedicadas al relato (en ambos casos hay espacio de reflexión, de crítica, de innovación). No es ajeno a esta dinámica, un modelo de enseñanza de posgrado no ha renunciado a la deriva profesionalizante de sus estudiantes, y que ha implementado fórmulas para el encuentro entre los creadores del presente y del futuro en un ambiente de intercambio de ideas estructurado en torno a la idea de “taller”.[1]
No es menos cierto que, a mi juicio, han sido algunas autoras quienes más han arriesgado en el desarrollo de este género. Lydia Davis (1947) abre una línea (con la Ur-propuesta de Alice Munro, 1931) que después han transitado, mostrando otros caminos, por ejemplo, Amy Hempel (1951), Lorrie Moore (1957) o Miranda July (1974). Todas ellas se alimentan, en distintas dosis, de la elasticidad de los materiales narrativos pero también de su resistencia, en un constante trabajo de ingeniería literaria donde el concepto de “tensión” pone a prueba estos mismos materiales. Superada muy pronto la dicotomía realidad-ficción (la lectura en clave es agotadoramente productiva aunque tiene sus límites muy próximos), interesa más cómo se abordan las relaciones humanas y de pareja, la introspección, la sociedad contemporánea, la infancia, la literatura, desde una perspectiva falsamente naif, decididamente intelectualizada en unos casos, irónicamente minimalista en otros. Los relatos de la autora nacida en Glens Falls (Nueva York) en 1957 se han venido publicando desde la aparición de su primer libro, Autoayuda, que vio la luz en 1985[2]. Con posterioridad ha publicado otras tres colecciones de cuentos: Como la vida misma (1989), Pájaros de América (1998) y Gracias por la compañía (2014)[3]. Existe también una recopilación de sus libros de relatos en The Collected Stories, de 2008[4].
Lorrie Moore como (falsa) stand-up comedian
Lorrie Moore cuenta para que no demos nada por descontado. Si Lorrie Moore decidiera subirse al escenario de un club de una sala de conciertos, de un teatro, de un garito, para hacer un monólogo, podría sin mucho problema hilvanar su monólogo cómico. Esto no quiere decir que Lorrie Moore sea una humorista, ni mucho menos. Pero sabe con toda seguridad que para expresar su labor creadora habría que darle la vuelta a la opinión de uno de sus personajes y que pasara de ser un “lienzo sobre el que uno escribía su amor retorcido y su ingenio dudoso” a un ingenio retorcido y un amor dudoso. Los perros de los relatos de Morre se llaman Cat, los adolescentes provocan el espanto del día a día (“Sin duda, para eso se había inventado la fe: para criar a los adolescentes sin morir. Aunque por supuesto también era la razón por la que se había inventado la muerte: para escapar a los adolescentes por completo”), los adultos formales y formados hacen bromas subidas de tono –intelectual- en fiestas aburridas (“Ten, toma un poco de ginebra. Entra limpia y fuerte: ¡como la filosofía alemana! –Sonrió y miró el lago-. En una época fui filósofo. Pero no era muy bueno”).
Su humor es sarcástico, oximorónico. Con el estilo de stand-up comedian, con frases cortantes, con definiciones duras, con ideas y asociaciones inesperadas, juegos de palabras (Barama en vez de Brocho), mucha política camuflada de juegos sociales. En los relatos de Lorrie Moore hay una inflexible norma que garantiza no poder vendas antes de hacerse la herida (“Una mujer tiene que elegir su infelicidad particular con cuidado. Era la única felicidad de la vida: elegir la mejor infelicidad. Un movimiento imprudente, Dios santo, y podrías echarlo todo a perder”) pero se sabe desde el principio que el dolor va a ser profundo a pesar de la pantalla protectora contra los rayos uva de la infelicidad que proporciona el sarcasmo (“Por supuesto, más tarde entendería que todo esto significaba que tenía una relación con otra mujer, pero en la época, para proteger su vanidad y su cordura, solo admitía dos hipótesis: tumor cerebral o extraterrestre”). Sus personajes deambulan por el mundo tratando de encontrar una felicidad pequeña, doméstica, que huya de la autoconsciencia de absorbente y manipuladora. La defensa contra el terror cotidiano, contra la muerte, el desamparo, la enfermedad (el cáncer es un tema recurrente a lo largo de su obra), la imposibilidad de entenderse, es un aguijón siempre alerta (“Después de que sonara una pequeña campana, todo el mundo iba a sentarse, no solo los que ya estaban en silla de ruedas”) que solo notamos después de un largo rato.
En Lorrie Moore el estilo no es un concepto vacío o meramente ornamental. El estilo afecta a la concepción del lenguaje como un organismo vivo, en constante transformación, merecedor de atención y atenciones, extensible, abierto, lleno de posibilidades. Con capacidad para la ironía, el juego de palabras, al humor, al doble sentido, a la dialogía. La exigencia para con el lector es evidente. La exigencia para con el lector extranjero lo es aún más (queda solo aquí apuntada la importancia de las traducciones en la narrativa breve de Lorrie Moore, su papel determinante en la comprensión de textos tan complejos). Con estos se consigue el efecto de neutralizar la excesiva intelectualización de los contenidos o la no menos excesiva sentimentalización de las relaciones humanas[5]:
- “A ella le preocupaban la inexperiencia y la autoestima. En el cine, cuando él susurraba: “Mira, ahí sales tú. Twentieth Century Fox, la zorra del siglo XX”.
- Espero que no seas checa –decía, siempre con la misma broma, señalando la nota de la caja registradora, que anunciaba: NO SE ADMITEN CHEQUES, GRACIAS.
- Las hormigas son mis amigas. / Su respuesta está en el viento.
- Entro en la consulta del doctor Morcutt (“¿Morcutt?”, clamó Gerard. “¿Vas a ir a un dentista que se llama Morcutt?”.
A pesar de tanto dolor, la poesía
El carácter directo, mordaz, impertinente, de los relatos de Lorrie Moore se equilibra con una acusada tendencia hacia lo que podríamos denominar un “lenguaje poético” poco previsible. No quiere esto decir que se renuncie a la narración, sino que esta queda atemperada por un estilo de alta potencialidad lírica, por más que esta potencialidad se alcance a través de un obsesivo alejamiento de los mecanismos rituales de eso que se ha dado en llamar “lo poético”. En Moore el lenguaje tiende a estirar su capacidad de asociacionismo, tiende a multiplicar los espacios de encuentro entre lo banalmente sentimental y lo que toca directamente a las entrañas. No se renuncia jamás a llegar hasta el límite de una expresividad que en mano de otros autores sonaría superficial, impostada o falsa “…cómo el suelo desprendía su olor fértil a lombrices despiertas”), como no se renuncia a indagar en lo más íntimo hasta salir con las manos manchadas con la irrenunciable grasa de la vida real (“La gente no debía estar en el planeta solo para llorar pérdidas. Yo había visto a una madre de familia convertirse en un rododendro con una placa, junto al aparcamiento del campo de fútbol, como si la hubiera matado ver tantos partidos. Había visto a un escritor joven y brillante que se transformó en un premio de escritura, como si tanto escribir hubiera acabado con él. Y había visto a un abogado de oficio convertirse en un fondo de asistencia legal, como si pagaras por la justicia con la vida. Había visto que una docena de personas se transformaban en trozos de roca, con los nombres inscritos de forma tan estremecedora sobre la superficie que parecía que se hubieran convertido en piedra, después de recibir una vida nueva como la luna la recibe, a través de algunos trucos de iluminación y una fuente con aspecto de cara. Había pasado cien tarjetas de Rolodex a sus caras en blanco. Por tanto, qué más daba que una canguro volviera a ser una novia. Que se casara una y otra vez. Tanto amor urgente y vivo retumbaba bajo tierra y moría allí, sin haberse llegado a expresar nunca, de modo que se podía permitir que una intempestiva atracción errante se saliera con la suya. Había muy poco tiempo”).
Desde sus inicios, la narrativa corta de Lorrie Moore (y esto no es algo que se haya atemperado con el paso del tiempo), se ocupa del dolor, también del dolor infantil, de los hospitales con sus ensayos clínicos y su asepsia, de las relaciones humanas entre personas que se necesitan entre sí tanto como se necesitan a sí mismas (“Personajes abandonados, cultos, hipersensibles, que se comen las muestras de los supermercados y esperan a que aparezcan los humidificadores de frutas y verduras para poner los brazos bajo el agua, para ducharse con las lechuga”) y que saben, al mismo tiempo, que todos los cuentos ya se han contado, que la literatura, el arte, han dado cuenta (y cuento) de las emociones pasadas con un lenguaje que ya no puede servir; y que saben también (los personajes parecen saberlo todo en Lorrie Moore) que han leído ya ese cuento, han recitado ese poema (“¿Qué poeta de segunda fila se había apoderado de las leyes del divorcio?”), han visto por enésima vez esa cuadro, han escuchado mil veces repetida el aria que da cuenta del mundo. Y que les sirve todo ello, a pesar buscar el término exacto de una comparación que, si bien no salva, al menos es capaz de acompañar cuando acaba el día (“Ahí estaba otra vez, inclinado sobre sus rodillas, desnudo como un chelo”; “Era abril y el tiempo había cambiado hacia algo opresivamente agradable, con una brisa urbana de ajo, diesel y Jacinto”).
Los relatos de Lorrie Moore miran hacia el desencuentro que supone la existencia humana, la capacidad de resistencia frente al infortunio, la insistencia en mantenerse firme en la guerra lejana, en el dolor cercano, en la política doméstica o en Oriente Próximo, en la cultura que no sirve como equipamiento para la vida ni para la muerte, ni como consolación en las desdichas, ni como arsenal contra el futuro (“Compro poco. Nunca sabes cuánto tiempo te queda. Ni siquiera compro plátanos verdes. Eso es invertir con optimismo temerario en el futuro”). La pareja funciona entonces como un espacio más que como un sentimiento. Matrimonios, noviazgos, divorcios, adulterios, tríos, amores intelectualizados hasta el extremo, se enganchan como una lapa a las mediocres existencias de aquellos que los padecen aunque crean estar viviéndolos en todo su esplendor (“Miró las mesas con bordes de metal de la cafetería y las sillas enceradas de mimbre. Volvió a mirar a Tom. Se encontraba en un estado de dolor y preocupación en el que nunca lo había visto. En la ciudad que habían compartido, a lo largo de los años, primero cuando él estaba casado, después cuando ella estaba casada, se habían buscado en habitaciones, se habían acechado el uno al otro en fiestas, durante años, tensos y electrizados: cada uno buscaba al otro a hurtadillas y luego se quedaba cerca, con las copas de vino en la mano, cautivado por su charla intrascendente y acometida con entusiasmo. Ella estudiaba el aire superficialmente soñoliento que asumía su rostro, sobre su figura todavía corpulenta, con los párpados bajos y la boca ondulada: detrás de todo eso emanaba una concentración de láser sobre ella. Cuanto más real era un secreto hermoso, menos hablabas de él. Pero, a medida que el secreto desaparecía, en cuanto amenazaba con irse por su propia voluntad, el secreto se volvía frenético e indiscreto, como una forma de aferrarse a esa vida que se desvanecía”).
El mundo es un orfanato
Se observa en los cuentos de Lorrie Moore una tensión constante entre la fuerza del diálogo como catalizador del relato y la potencia de la voz narradora que no quiere ocultarse. La brillantez de los primeros, su absorbente presencia, su precisión, es el contrapunto a un narrador que ha renunciado a saber, a contaminar el relato con faltas objetividades, a hilvanar un documento de época con protagonistas merecedores de ese título (“Los hijos sin madre siempre se encontraban. Lo había oído una vez. Tenían la tristeza que no era tristeza pero que otros interpretaban como tal. Tenían la tristeza que gustaba de compañía y que era compañía. Solo a veces sentían los hechos de sus vidas sin madres. Tenían sintonías incubadas en una tradición espiritual. No se acariciaban los dorados rincones de la memoria. El mundo era su orfanato”).
Poco importa si lo que se persigue es la verdad o una ficción que haga todo más asumible. Al entender la vida como viaje, los personajes de Lorrie Moore están convirtiendo ambos en un relato en el que la ficción se abre hacia las verdades de la vida. Y luego es el lenguaje quien busca la perfecta armonía entre el decir y el ser, aunque conozca de antemano que esa mano la gana la banca, que esa partida está amañada (“¿Cómo puede describirse? ¿Cómo algo de esto puede describirse? El viaje y el relato del viaje son siempre dos cosas diferentes. El narrador es el que se ha quedado en casa, pero luego, después, aprieta su boca sobre al boca del viajero, para hacer que la boca funcione, para que la boca hable, hable, hable. Uno no puede ir a un lugar y hablar de él; uno no puede ver y decir a la vez, la verdad es que no. Uno puede ir, y a la vuelta hacer muchos gestos con las manos e indicaciones con los brazos. La boca, funcionando a la velocidad de la luz, con las instrucciones de los ojos, se ha quedado necesariamente quieta; tan rápido, tantas cosas que contar, que se queda abierta y muda como una campana sin badajo. ¡Toda esa vida indecible! Ahí es cuando entra el narrador. El narrador entra con sus besos, imitaciones y orden. El narrador viene y hace una canción, falta, lenta, de la devastación ansiosa de la boca”).
Una (posible) conclusión
La brillantez de Lorrie Moore en el relato es innegable. Sabe conjugar el paradigma culto con la cultura popular. Sabe también usar la distancia irónica para paliar el sentimentalismo exacerbado, aunque no renuncia a este cuando es necesario. Sabe que el humor salva pero también deja huellas. Y que las trazas de violencia no inmunizan a los lectores pero les pone sobre aviso de la tragedia presentida. De todos los relatos de Lorrie Moore, imposible no mencionar, siquiera como conclusión el titulado “Gente así es la única que hay por aquí: farfullar canónico en oncología pediátrica”, perteneciente a Pájaros de América. La descomposición de la pareja ante la enfermedad del hijo, la descomposición de la escritura ante la imposibilidad del decir la tragedia, el lenguaje como trampa y como tabla de salvación ante el miedo inconmensurable por el dolor extremo, la ficción como letrina donde van a desaguar los poderosos sentimientos de culpa.
Todo ello, un ejemplo de la escritura de Lorrie Moore: “Pero es que esto es la ficción: la vida invivible, la habitación extraña pegada a la casa, la luna de más que da vueltas alrededor de la tierra sin que la ciencia sepa de qué se trata”.
OBRAS DE LORRIE MOORE
RELATOS
Moore, Lorrie, The collected stories, Londres, Faber & Faber, 2008.
Lorrie Moore, Autoayuda, Barcelona, Salamandra, 2002.
Lorrie Moore, Como la vida misma, Barcelona, Salamandra, 2003 (versión original de 1989). Traducción de Luis Murillo Fort.
Lorrie Moore, Pájaros de América, Barcelona, Emecé, 2000, (versión original de 1998). Traducción de María José Galilea Richard.
Lorrie Moore, Gracias por la compañía, Barcelona, Seix Barral, 2015 (versión original de 2014). Traducción de Daniel Gascón.
NOVELAS:
Lorrie Moore, Anagramas, Barcelona, Anagrama, 1991(versión original de 1986). Traducción de Benito Gómez Ibáñez.
Lorrie Moore, El hospital de ranas, Barcelona, Salamandra, 2004 (versión original de 1994). Traducción de Libertad Aguileras y Gabriel Dols.
Lorrie Moore, Al pie de la escalera, Barcelona, Seix Barral, 2011 (versión original de 2009). Traducción de Francisco Domínguez Montero.
[1] La figura del “writer in residence” es habitual en los campus norteamericanos. Algo hay de perverso en este modelo, por otra parte. Estos escritores tienden a contribuir rutinariamnente a ampliar el número de obras centradas en el mundo académico, en una endogamia en ocasiones poco productiva. En otro orden de cosas, y a manera de ejemplos de la narrativa y del cine, no estaría de más echar un vistazo a la novela de Michael Chabon Jóvenes prodigiosos (llevada al cine por Curtis Hanson) y a la película de Todd Solondz Cosas que no se olvidan.
[2] Lorrie Moore, Autoayuda, Barcelona, Salamandra, 2002.
[3] Pájaros de América (Barcelona, Emecé, 2000); Como la vida misma (Barcelona, Salamandra, 2003); Gracias por la compañía (Barcelona, Seix Barral, 2015).
[4] The Collected Stories, Londres, Faber & Faber, 2008. Contiene todos los relatos de sus tres primeros libros y cuatro de los relatos que formarán parte posteriormente de Gracias por la compañía. No me consta la intención de publicar esta recopilación en España. La vida editorial de la obra de Moore ha pasado por vaivenes difíciles de explicar puesto que se ha publicado en tres editoriales distintas.
[5] Doy cuatro ejemplos de entre los muchísimos que podríamos consignar. Queda pendiente el análisis en profundidad de las traducciones de los relatos de Lorrie Moore, un asunto que afecta decididamente al horizonte de expectativas de los diferentes lectores así como a su capacidad de interpretación de los distintos sentidos del texto.